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Sexualidades recluidas, deseos clandestinos.: Género, sexualidad, violencia y agencia en situación de reclusión
Sexualidades recluidas, deseos clandestinos.: Género, sexualidad, violencia y agencia en situación de reclusión
Sexualidades recluidas, deseos clandestinos.: Género, sexualidad, violencia y agencia en situación de reclusión
Libro electrónico632 páginas8 horas

Sexualidades recluidas, deseos clandestinos.: Género, sexualidad, violencia y agencia en situación de reclusión

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A través del estudio de la sexualidad —de sus manifestaciones, representaciones, discursos, prohibiciones y posibilidades—, en Sexualidades recluidas, deseos clandestinos se aspira a comprender algunas facetas de la reclusión. Mediante el uso de trayectorias sexuales —con lo que se busca apreciar la sexualidad fuera y dentro de la reclusión—, se in
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento18 jul 2023
ISBN9786075644936
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    Sexualidades recluidas, deseos clandestinos. - Velvet Romero García

    I

    UNA NOTA METODOLÓGICA

    Tanto los espacios, olores, colores y sonidos, como la gente, los murmullos, las risas, las voces y los llantos forman parte de una investigación. Los hallazgos que aquí se presentan son producto de una compleja red de interacciones, relaciones y afectos que se van dando y entretejiendo con el tiempo entre todas las personas involucradas. Esta nota metodológica tiene la intención de mostrar con detalle los cauces y derivas de este proceso de investigación, asumiendo que quien investiga, también participa de una u otra manera del curso de los acontecimientos.

    Este capítulo está divido en cuatro partes. La primera reflexiona sobre el papel de quien investiga, la manera en la que el campo fue haciéndose cada vez más cotidiano, las formas en las que se empezaron a tejer las relaciones que derivaron en entrevistas y relatos que son la base de esta investigación. La segunda intenta reconstruir el espacio de reclusión, situando al centro penitenciario dentro de un contexto geográfico más amplio. A través de una pequeña etnografía, se intenta guiar a la o el lector hacia ese lugar donde transcurre cotidianamente la vida de poco más de 4 000 personas.

    El tercer apartado intenta caracterizar a las personas que se encuentran albergadas en el penal; además de ofrecer algunos datos estadísticos que permitan comprender quiénes son, también se ofrece una descripción más íntima y cercana de quiénes participaron en la investigación. La última parte se centra en todas aquellas estrategias que hicieron posible hacer fluir la información. En un intento por transparentar el proceso de investigación, también se narran las dificultades y vicisitudes que se presentaron en el camino.

    Es importante mencionar que el tipo de narración elegida para la mayor parte de este apartado fue la primera persona. La elección se debió al empleo de la etnografía como una de las fuentes principales de información y a que se intentó, como dice Haraway (1995) buscar un conocimiento situado, que implica no sólo reconocer a las personas con las que se participa como sujetos, sino también precisa considerar que quien investiga influye en el propio campo que está observando. Lo que aquí se intentó es, como dice Haraway (1995: 329), lograr una objetividad que favorezca la contestación, la deconstrucción, la construcción apasionada, las conexiones entrelazadas y que trate de transformar los sistemas de conocimiento y las maneras de mirar. Por ello, se consideró que este tipo de narración ofrecía, en gran medida, un acercamiento mucho más íntimo y cotidiano que cualquier otro.

    1. LA COTIDIANIDAD DEL CAMPO

    Pasaba del mediodía cuando llegué por primera vez al penal, bajo el sol inclemente de mediados de junio, esperé una hora y media junto con la gente que siempre espera algo: que salga el médico a cobrarle un servicio, que salga la psicóloga a dar noticias de su familiar, que acuda la trabajadora social a entregar credenciales de visita, que abran las puertas para poder entregar barco. Había de todo: rostros molestos, resignados, pacientes y desesperados. Un día, el psicólogo salió y me dijo: tiene que esperar hasta que salga, no importa cuánto tarde, usted es la que necesita de mis servicios no yo —le contó una señora a otra que al parecer recién empezaba a comprender cómo operaba el control del tiempo en el centro penitenciario.

    A ratos soplaba el viento y traía consigo una nube de polvo y un olor fétido que me acompañaría durante todo mi trabajo de campo. En aquel momento no lo sabía, pero poco tiempo después me daría cuenta que el penal Sergio García Ramírez, mejor conocido como Chiconautla —por estar enclavado en la punta del cerro que lleva ese nombre—, fue construido justo al lado del tiradero de basura, y ahora ya quedó por debajo de éste.

    Cerca de las dos de la tarde salió la jefa de psicología por mí y me dejaron pasar a las oficinas.¹ Unas semanas antes había obtenido los permisos necesarios para poder ingresar. Debo confesar que, contrario a lo que normalmente ocurre, la autorización para entrar al penal de Ecatepec, en el populoso Estado de México, fue relativamente sencilla. Desde que era estudiante de licenciatura había hecho servicio social en el penal de Santiaguito, trabajé una temporada en el penal de Valle de Bravo y meses antes de haber iniciado el trabajo de campo que dio origen a esta investigación, había sido autorizada a entrar al penal de Ixtlahuaca para hacer campo exploratorio. Así es que cuando solicité el ingreso al penal de Chiconautla los trámites fueron relativamente sencillos.

    La jefa de psicología me pasó a su oficina que estaba en el primer piso, desde allí podía verse el área de procesados: un pequeño rectángulo donde se encontraban los dormitorios y un pequeño patio en forma de L en cuyo espacio había sido acondicionada una cancha de básquetbol. No pude evitar sentir una enorme tristeza. Muchos hombres (después sabría que eran más de 800) deambulaban por ese pequeño lugar, demasiadas personas sin poderse sentar o mover, cargando todo el tiempo con las pocas pertenencias que poseían. Mirando desde aquella ventana, me sentí invasora de una intimidad imaginaria que era evidente que no tenían. Algunos, aprovechando el intenso sol, se bañaban desnudos en el patio, otros orinaban en las coladeras que se encontraban a la intemperie, algunos más comían algo indistinguible dentro de una lata de chiles que le servía lo mismo de plato que de taza.

    Me presentó con sus compañeras y compañeros de trabajo y me asignó una oficina exclusiva para mí dentro del área de hombres que recién había sido desocupada porque una psicóloga había renunciado semanas antes. Se trataba de un pequeño espacio con suficiente privacidad que constaba de un escritorio, una mesa, un par de sillas y un archivero; tenía una gran ventana desde la cual se podía ver el tiradero de basura. Bajamos al área de mujeres, allí el Departamento de Psicología tenía destinada sólo una oficina que era utilizada cada tanto por la psicóloga asignada a esa sección. Tendrás que ponerte de acuerdo con la psicóloga de las mujeres para ver qué días puedes ocupar el espacio, me indicó. Al principio pensé que esto sería un problema, con el tiempo me fui dando cuenta que las mujeres no eran visitadas de manera frecuente por las o los miembros del personal.

    Debido a que estuve incorporada prácticamente a toda la dinámica carcelaria no sólo pude realizar entrevistas, sino que también asistí a ceremonias especiales,² deambulé por todos los pasillos y áreas como cualquier miembro del personal, acudí varias veces a la escuela, y un par de ocasiones a los talleres de los hombres que se encontraban al fondo del penal para platicar con quienes laboraban en el taller de bisutería. Fui al dormitorio 5 de acceso restringido como acompañante de un psicólogo y pude ver por lo menos por fuera el cubo, un espacio de castigo dentro de la cárcel. Los únicos lugares a los que no tuve acceso, además del cubo, fueron los cuartos de visita íntima, las celdas de los hombres y los túneles que llevaban a los juzgados.

    Creo que la mayoría de las personas no tenía muy claro quién era yo y qué hacía allí. Tenía una oficina en el área de psicología, pero no iba todos los días como el resto de las y los trabajadores, andaba vestida con bata blanca como el personal de medicina y no de verde claro como el de psicología.³ No acudía a juntas ni a consejos, pero tenía derecho a solicitar a las personas internas que yo quisiera (exceptuando las del dormitorio 5 y las castigadas) y a hacer oficios con mi nombre como cualquier persona que laboraba allí. Ese estatus incierto fue benéfico en cierto sentido porque pude trabajar con mucha libertad: el personal de custodia me dejaba pasar a cualquier sitio sin hacer muchas preguntas, me prestaban las áreas de visita cuando requería muchas personas para aplicar un cuestionario, podía ingresar —la mayoría de las veces sin problema—, materiales de trabajo y algunos otros que las internas me pedían. Sin embargo, al estar ubicada en el área de psicología, muchos internos creían que era la nueva psicóloga del centro y probablemente por esta razón, algunos ni siquiera se presentaron en la oficina ya que, según me dijeron, esta área no tenía muy buena fama.⁴

    Sin embargo, a las personas con las que interactué cotidianamente y participaron directamente de la investigación, les comuniqué quién era yo, de dónde venía, cuánto tiempo estaría en el penal y qué haría allí. Con un psicólogo que platicaba conmigo de vez en cuando, los estafetas que me ayudaban a llamar internos, todas las personas a quienes les apliqué el cuestionario sexual, los participantes en los grupos focales, las mujeres del taller de creación literaria y, por supuesto, a quienes amablemente me compartieron sus relatos de vida, me presenté como estudiante de sociología que estaba realizando una investigación para mi tesis doctoral cuyo objetivo era comprender la dinámica cotidiana dentro de la cárcel a través de sus relatos.

    Especialmente, a quienes entrevisté les mencioné que me interesaba saber aspectos de su vida sexual antes y durante su estancia en reclusión y que esto muy probablemente incluiría episodios de violencia. También transparenté mi interés en que me compartieran detalles sobre las formas y prácticas que adoptaba la sexualidad en el centro penitenciario. Aclaré que su participación era voluntaria y que en cualquier momento podían negarse a compartir conmigo alguna experiencia. También enfaticé que su participación no traería ningún beneficio de libertad anticipada y que tampoco tendría consecuencias negativas para su proceso legal. Les comenté que los datos que me proporcionarían serían confidenciales y servirían únicamente para fines académicos (hacer una tesis, escribir algunos artículos), por ello cambiaría sus nombres y no daría ningún dato personal que pudiese identificarles. La mayoría de quienes participaron eligieron sus propios nombres ficticios, otros más me dijeron que podía utilizar sus nombres reales; sin embargo, por cuestiones de confidencialidad, decidí no emplearlos y en este caso yo escogí el nombre con el cual iban a identificarse para esta investigación.

    Debo decir que, afortunadamente, casi todas las personas a quienes invité a narrar sus historias participaron hasta el final⁵ y que, en muchas ocasiones, se acercaron a mí hombres y mujeres de manera voluntaria para que les entrevistara. Supongo, aunque no lo sé de cierto, que después de unos meses se empezó a correr la voz de qué era lo que estaba haciendo allí y me buscaban para contar su historia.⁶

    Debido a que la dinámica cotidiana en el espacio de hombres y de mujeres es muy distinto, el trabajo de campo en esos dos lugares también fue muy diferente. Con los hombres el lugar para trabajar estaba designado y salvo cuando llamaba a grandes grupos, podía irme a las áreas de visita familiar; por lo tanto, la mayoría del tiempo me la pasé dentro del cubículo que me fue asignado. Debido a que el acceso hacia el área de trabajo estaba restringida para ellos y sólo quien tenía pase podía acudir, la relación con los hombres se dio casi exclusivamente en el contexto de las entrevistas. Debo decir, sin embargo, que busqué otras formas de relacionarme con ellos que no fuera el espacio de entrevista.

    Verles esperar por largas horas afuera del consultorio médico o entre los pasillos me causaba desazón y, aunque no fue algo que se me solicitó, comencé a llevarles acertijos, adivinanzas y sudokus a quienes estaban esperando y me encontraba por el camino. Mientras esperaban consulta médica les decía una adivinanza y después de un tiempo regresaba para que me dieran la respuesta, a veces llevaba dulces para quien acertara y se reían alegremente escuchando el resultado. Con el tiempo estos juegos se fueron haciendo muy populares e iban a mi cubículo a pedir más. Sin quererlo y sin esperarlo, los últimos entrevistados llegaron así: buscando un acertijo, preguntando quién era yo, qué hacía allí y pidiendo participar. En otras ocasiones, si me encontraba en el cubículo sola, algunos internos pedían permiso para entrar y acababan participando en la investigación. Aquellos a quienes entrevisté a veces regresaban a regalarme una flor, un pan o un

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