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El lucro frente a la ciencia: Historia de un partido (1964-1991)Por una epistemología pos-COVID
El lucro frente a la ciencia: Historia de un partido (1964-1991)Por una epistemología pos-COVID
El lucro frente a la ciencia: Historia de un partido (1964-1991)Por una epistemología pos-COVID
Libro electrónico382 páginas5 horas

El lucro frente a la ciencia: Historia de un partido (1964-1991)Por una epistemología pos-COVID

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Este libro relata las diversas estrategias de la industria farmacéutica para anteponer el lucro máximo e inmediato a la salud pública. Vacunas con obsolescencia programada, graves efectos secundarios que se ocultan para evitar la retirada de algunos medicamentos, laboratorios que se alían para neutralizar a la competencia, agencias nacionales y organismos internacionales que ceden a presiones e intereses, financiación privada que sostiene a organizaciones como la OMS…

Por otro lado, la crisis de la COVID-19 ha puesto de manifiesto la superioridad técnica, logística, política y científica de China frente a un Occidente que pierde terreno. Esta vergonzosa evidencia requiere que identifiquemos los procesos a largo plazo que esta pandemia global ha revelado. Guillaume Suing expone los efectos de un sabotaje liberal de la salud pública y de la inversión pública en investigación, especialmente farmacéutica. Al mismo tiempo, revela el nivel de manipulación de las masas alcanzado por nuestras democracias occidentales, cada vez menos capaces, políticamente, de guardar las apariencias.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento21 feb 2023
ISBN9788413526577
El lucro frente a la ciencia: Historia de un partido (1964-1991)Por una epistemología pos-COVID
Autor

Guillaume Suing

(Tourcoing, 1973) es profesor de biología y ensayista especializado en historia de la biología. Es miembro del Círculo Henri Barbusse de Cultura Obrera y Popular. En sus obras aborda cuestiones científicas fundamentales para nuestro tiempo desde un ángulo decididamente materialista, que parte de que el sesgo epistemológico del capitalismo, sin impedir el desarrollo de la investigación, puede frenarla, disfrazarla y explotarla ideológicamente. Frente a una visión excesivamente occidentalista de la historia de la ciencia, muestra, lejos de caricaturas e ideas preconcebidas, que países como la Unión Soviética, Cuba y China han participado concretamente en avances que en el siglo XXI son centrales en materia de ecología y ciencia en general. Además de este libro, es autor de Évolution: la preuve par Marx. Dépasser la légende noire de Lyssenko (2016), L’Écologie réelle. Une histoire soviétique et cubaine (2018) y L'origine de la vie. Un siècle après Oparine (2020). Ha publicado numerosos artículos sobre políticas agrarias y energéticas antiimperialistas y sobre los límites del "ecologismo" occidental en el blog Germinal Le Journal.

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    El lucro frente a la ciencia - Guillaume Suing

    Introducción

    ¿El hombre desnaturalizado?

    Vercors, el célebre autor de El silencio del mar, publicó en 1952 una novela poco conocida pero visionaria: Animales desnaturalizados. Cuando en mitad de una expedición científica su protagonista se encuentra con una población desconocida mitad hombre, mitad simio, los tropis, se plantea el problema recurrente de la naturaleza humana. El personaje ve que su rotundo descubrimiento se le escapa de las manos antes de lo que le permitía augurar la velocidad de crucero de la investigación. Los tropis, unos seres manipulables sin límite que son testimonio vivo del famoso eslabón perdido entre el simio y el ser humano, son objeto enseguida de la codicia, sin escrúpulos bioéticos, de los desaprensivos capitalistas. La tragedia se desencadena cuando, después de haber puesto a prueba la interfecundidad entre esta especie y la nuestra, el protagonista mata, para preservar el secreto, a quien por inseminación artificial debía ser su propio hijo.

    ¿Podía imaginar este escritor humanista y comprometido, héroe de la resistencia antifascista, hasta qué punto las cuestiones filosóficas planteadas hace setenta años en esta obra de ciencia ficción caracterizarían oportunamente la crisis sanitaria que vivimos hoy, aparte del descubrimiento de los propios tropis?

    En el año 2020, ¿quién puede ignorar que el tiempo científico transcurre mucho más despacio que el de los fervores mediáticos y los conflictos de intereses, y que las disputas epistemológicas, otrora bizantinas, se han vuelto ya virales desde hace tiempo? ¿Quién puede seguir ignorando que, a través de una zoonosis¹ que aqueja indiscriminadamente a los seres humanos como un tiro salido por la culata, nuestra cultura, por hablar en términos idealistas, sigue sustentándose en nuestra naturaleza, a pesar de nuestros postulados milenarios sobre lo propio del ser humano? ¿Quién puede, en fin, ignorar las cuestiones morales inherentes al brutal interés mediático del que la biología y la evolución han sido objeto en el debate público?

    Es indiscutible: al igual que tantas otras crisis, la pandemia de la COVID-19 precipita a la economía capitalista hacia una angustiosa huida hacia adelante y, desde ese punto de vista, marca ya la historia de nuestro siglo. Pero una crisis sistémica, ya se viera acelerada bruscamente por un virus o por cualquier otro asomo de la contingencia, no puede ser más que económica. A pesar de los efímeros contrafuegos que la clase dominante opone ingenuamente a la crisis congénita de su sistema, esta última es un proceso histórico de fondo que no puede ocultar la multiplicidad de sus consecuencias, ni la de sus causas. Además de económica, es también política, social, medioambiental, antropológica, moral (bioética) y, digámoslo, aunque por ahora sea más soterrada, científica.

    En el centro de esta conflagración irrumpe un asombroso consenso acerca de la simultaneidad de los hechos y las consecuencias que adopta la forma de incapacidad para identificar un denominador común. ¿Qué relación hay entre un verdadero accidente epidemiológico y una crisis económica secular? ¿Qué relación hay entre un trauma psicológico planetario y el pseudoconsenso ecomilenarista occidental? ¿Qué relación hay entre la geopolítica y la historia de las ciencias? ¿Qué relación hay entre el azar y la necesidad? ¿Qué relación hay entre la conspiranoia antivacunas y el positivismo ingenuo de los batas blancas? ¿Qué relación hay entre el ser humano y la naturaleza, entre lo innato y lo adquirido, entre su prolongada historia y su candente actualidad? Seamos claros, ¿qué relación hay entre la ciencia y la política?

    ¿Mezclar ciencia y política? ¿Acaso no fue ese en el transcurso del siglo pasado el pecado evidente de los lysenkistas, desorientados por sus anteojeras marxistas-leninistas? ¿Esos que, se decía, embutían por la fuerza los hechos en un materialismo dialéctico osificado? El caso² fue en su momento demasiado oportuno para Occidente como para que, entre las trampas epistemológicas inherentes a todo descubrimiento, se intentara muy seriamente ver con claridad los errores a veces necesarios del sinuoso devenir del conocimiento y los deslices de los experimentadores poco escrupulosos, tanto con el método científico como con los principios teóricos. Frente a la realidad de las prodigiosas conquistas de la ciencia soviética, pionera en el campo de la matemática³, la física, la informática, la ecología, la ingeniería aeroespacial, la psicología o la pedagogía, el caso Lysenko fue la ocasión soñada para caricaturizar al adversario político. Aunque hoy día haya quedado olvidado, lo que estaba en juego en aquella época hizo tanto ruido en su momento que ha supuesto que la leyenda negra todavía resuene como un eco.

    Un ‘caso Lysenko’… occidental

    Pero el retroceso del disparo no se ha demorado: sometidos a la prueba de la COVID, las potencias occidentales, autoproclamadas faros de la libertad que dominan la tempestad de los totalitarismos, se han visto vergonzosamente desacreditadas, extraviadas… también, y quizá sobre todo, en el plano científico. Su hubris no ha podido disimular las vergonzosas penurias de camas hospitalarias, mascarillas, vacunas, pruebas diagnósticas o respiradores mientras el peligro amarillo, denigrado a diario por ser socialista, se revelaba ejemplar en la lucha contra el virus. Es más: ¿se puede ocultar mucho tiempo que los tratamientos y las vacunas euroestadounidenses no son los más duraderos, al estar aquejados de una lucrativa obsolescencia programada? ¿Se puede afirmar durante mucho tiempo, como se ha hecho a lo largo del año 2020, que el virus no muta, cuando por todo el planeta se suceden inexorablemente las variantes? ¿Se puede negar durante mucho tiempo que la aparición de nuevas pandemias guarda relación con la gestión capitalista de nuestro ecosistema planetario? ¿Se puede negar durante mucho tiempo que el gran conglomerado farmacéutico parasita la orientación de las investigaciones farmacéuticas cuando la prestigiosa revista The Lancet ha retirado por manipulación y por conflicto de intereses de sus autores con el gigante farmacéutico Gilead, fabricante del fármaco competidor remdesivir, un contundente estudio estadounidense que pretendía pitar el final del partido para la hidroxicloroquina y provocar que la OMS desatara una oleada de prohibiciones por parte de los ministros de sanidad? ¿Acaso este denominado Lancetgate, un episodio importante del año 2020 en el plano de la actualidad científica, no es, al menos en su inconsciente, el caso Lysenko de los imperialistas?

    Después de una guerra declarada entre estudios clínicos por la evaluación de la hidroxicloroquina frente al remdesivir no se ha alcanzado ningún consenso en relación con la primera (en el marco de la posología prevista, la mayoría de los estudios mundiales apoya, sin embargo, su eficacia, al menos parcial, sin que en este caso se trate de un remedio milagroso), mientras que el segundo se ha revelado indiscutiblemente ineficaz, además de tóxico, según la Organización Mundial de la Salud (OMS): en octubre de 2020, bajo presión, la Unión Europea compró al gigante estadounidense Gilead reservas de remdesivir por valor de mil millones de euros, pese a haber sido informada por la OMS de la peligrosidad del tratamiento, según se supo después. ¿Hacia dónde mirar, entonces, para encontrar una definición auténtica de eso que se llama charlatanería?

    El caso de la cloroquina ha operado sin duda como un elemento revelador del hiato permanente que existe entre el bombardeo de la prensa sensacionalista, las inevitables interferencias de los intereses privados y el curso normal de la investigación científica. Jamás una cuestión de ciencia ha sido tan importante para el gran público como en los años 2020 y 2021. Jamás la ropa sucia de la ciencia ha estado tan expuesta cuando se llevaba a lavar. Jamás la propaganda mediática ha quedado tan claramente desenmascarada por el imprescindible criterio de la práctica, pese a los colosales esfuerzos de los gobiernos burgueses por maquillar su propia negligencia. El Lancetgate fue, al mismo tiempo, el epicentro del escándalo y el caso que más rápidamente de todos acabó enterrado. Sin embargo, pese a los hechos, jamás ha disminuido globalmente nuestra fe reduccionista, o incluso quimicista, en un remedio milagroso que oponer a cada amenaza sanitaria: las promesas de viricidas y vacunas con una eficacia superior al 95% han paralizado toda guerra de guerrillas mundial, todo frente común de los Estados contra la COVID-19, pese a ser crucial en lo más duro de la oleada de mortalidad del año 2020.

    Siempre abordamos las noticias problemáticas que jalonan la historia de las ciencias con un mecanismo a prueba de todo. Toda crisis debe encontrar una solución única, rápida y definitiva, un remedio milagroso. Ese fue, de hecho, el sesgo partidista adoptado por los propagandistas del bando del remdesivir, así como el de las masas partidarias espontáneamente de la cloroquina (aun cuando jamás se haya presentado a esta última como un remedio milagroso, sino como una mera aportación más a nuestros medios de lucha potenciales).

    El problema del origen del virus SARS-CoV-2 se ha visto a su vez entorpecido por las teorías de la conspiración: el salto de la barrera de especies animales no puede ser sino algo provocado de forma deliberada. Y si el virus en cuestión es resultado de la hibridación de cepas virales no emparentadas, estas últimas no pueden ser naturales, sino que no pueden haber salido más que del cerebro de un aprendiz de hechicero (preferentemente chino) o de un laboratorio malévolo y codicioso.

    El problema de la existencia objetiva de las especies, persistente al menos desde Aristóteles en los orígenes de eso que llamamos hoy biología, se mantiene aún hermético a toda aproximación dialéctica, tanto para las masas poco instruidas en materia de evolución como para los empiristas escépticos que pueblan los laboratorios. Y este problema es mucho más radiactivo cuando se trata de nuestra especie.

    La crisis sanitaria ha confrontado de forma brutal a nuestra especie con su forma más trágicamente biológica; aquella según la cual tenemos pánico desde a las mitologías y teologías antiguas hasta a los paradigmas posmodernos más actuales. Ha dejado claramente al descubierto nuestra vulnerabilidad como especie. Ha puesto de manifiesto incluso nuestra propia diversidad genética, si recordamos que una fragilidad significativa de las poblaciones occidentales correlaciona con una parte de su genoma derivada de las hibridaciones naturales entre el Sapiens y el Neandertal⁴. En cierto modo, afirmar —como hacen los fascistas— que la especie nueva, dividida en partes (las razas), es el indiscutible pueblo elegido por una selección natural omnipotente y siempre activa… o, por el contrario, afirmar —como hacen los teólogos o los predicadores posmodernos— que en nosotros no queda nada de biológico y que todo no es más que una construcción social inaccesible al entendimiento humano, es invariablemente, en los dos casos, mezclar ciencia y política.

    Es en el Occidente capitalista donde se mezcla ciencia y política

    Esa es la tesis que sostendremos aquí, con la convicción de que, de ahora en adelante, a una clasificación de las ciencias verdaderamente histórica y no positivista se debe imponer una biología materialista y dialéctica que rompa radicalmente con el vitalismo dualista de los orígenes y con el reduccionismo quimicista actual (su aparente contrario); no para agravar esta mezcla, sino, por el contrario, para dejarla de lado definitivamente. Con toda claridad, no es en la Unión Soviética (URSS) donde la ciencia se muestra más soluble en los juegos de influencias ideológicas y políticas; volveremos sobre ello. Es una afirmación contraria a la intuición a la que, por tanto, es preciso dedicar más tiempo para formular los matices necesarios.

    En el transcurso de la crisis sanitaria se ha apelado a la ciencia de formas diversas y, en apariencia, inconexas, para ilustrar los límites de nuestros conocimientos científicos y los callejones sin salida de un razonamiento mecanicista y reduccionista. Siempre de forma comparativa, la ciencia soviética puede recordarnos paralelamente que el enfoque materialista dialéctico fue en el siglo pasado una orientación curiosamente apolítica para los pioneros y los grandes descubridores del campo socialista.

    Comprender la permeabilidad de las barreras interespecíficas, por ejemplo, con Iván Michurin, presupone luchar contra la funesta mezcla de ciencia e ideología que en el siglo XX difundió la genética clásica.

    Comprender la fundamental y permanente interacción entre todos los envoltorios dinámicos de la Tierra mediante lo que el pionero de la ecología V. Vernadski denominó biosfera sigue siendo todavía imposible para una gran parte de personas, incluidos los menos cortoplacistas de los responsables de nuestro mundo capitalista.

    Desarrollar una medicina holística que refuerce el sistema inmunitario en lugar de sustituirlo, o privilegiar lo ya existente y bien conocido antes que las nuevas moléculas milagrosas, fue una especialidad soviética basada principalmente en los trabajos del médico georgiano G. Eliava con la fagoterapia.

    Poner freno a la deforestación frente a los desajustes que constituyen el origen de numerosas pandemias actuales y venideras, o rendir homenaje a la agrosilvicultura, que se apoya en los recursos bien conocidos del suelo antes que pensar en sustituirlos por insumos químicos, como impone en la agronomía la funesta tradición occidental, es avanzar inconscientemente sobre los pasos del gran pedagogo Vasili Williams.

    Hasta en los centros escolares, la catástrofe del teletrabajo generalizado ha demostrado por reducción al absurdo la fundamental importancia de lo colectivo y lo social en nuestras actividades y aprendizajes: la psicología individualista occidental, enormemente contaminada por el psicoanálisis idealista, nos ha alejado de esta toma de conciencia, mientras que la psicología pav­­loviana y la de cognitivistas como Vygotski y Leóntiev conducía a ella de forma natural dando como fruto soluciones concretas contra el efecto traumático, por ejemplo, de los confinamientos. La pedagogía de un Makarenko es sin duda todavía hoy el antídoto de los actuales modos montessorianos individualistas.

    Tanto en biología como en psicología, la epigenética aparecida tan tardíamente entre nosotros nos invita en voz baja a revaluar la cuestión de la herencia de lo adquirido que anteriormente se había planteado tan mal en la Unión Soviética, sin duda alguna, pero de forma aún más dogmática en Occidente. En cierto modo, esta epigenética es una reforma materialista dialéctica de la genética que, paradójicamente, se asienta en la herencia agrobiológica soviética del siglo XX: habrá que volver sobre ello. Es a todas luces absolutamente falso decir en genética que todo es innato y en psicología que todo es adquirido: estos dos dogmas típicamente occidentales —pero ¡ay!, cuán superados— jamás han sido tomados en consideración seriamente en los laboratorios soviéticos; pero no por efecto de una ideología osificada, sino gracias a un materialismo dialéctico que volvía inútiles los de sobra famosos comités de ética, pensados supuestamente para protegernos de una ciencia inmoral por naturaleza. Es la contaminación de esta ciencia por parte de la política la que vuelve tóxicos sus efectos potenciales. Es, por tanto, a nivel político como se puede garantizar la inocuidad ética de la ciencia. Dicho de otro modo: sin política no hay lucha contra la mezcla espontánea de ciencia y política.

    Si en el seno de los países capitalistas actuales la ciencia se encuentra, sin decirlo, entre la espada y la pared ante las catástrofes provocadas por una tecnociencia abusivamente reduccionista y, bien a su pesar, ante los cambios de paradigma en fuerte resonancia con el legado soviético, ¿acaso no es esta la prueba concreta del carácter justamente no político del materialismo dialéctico que ha orientado anteriormente ese legado?

    Por supuesto, la censura de la genética o del psicoanálisis en la Unión Soviética no se ejerce sin plantear preguntas; volveremos sobre ello con detalle más adelante. Pero lo que determinó cada medida de censura es, ante todo, la ineficiencia de una práctica científica consensuada incapaz de innovar en los problemas materiales, sanitarios o medioambientales, centrales para un país en lucha contra el asedio capitalista.

    El genetista y Premio Nobel de Medicina Hermann Müller, estadounidense de origen alemán, se quedó en la URSS durante la década de 1930. Trabajó allí sin trabas hasta el momento en que sus propuestas concretas en materia de eugenesia desencadenaron su extradición a Estados Unidos (EE UU) (en 1938). La condena parecerá sin duda injusta; pero, en el fondo, ¿quién mezclaba claramente ciencia y política? ¿La URSS, que en la década de 1920 fue el único territorio del mundo que rechazó el darwinismo social y la eugenesia? ¿O este genetista que, adelantándose a otros científicos locos, propuso crear un banco de esperma de individuos minuciosamente seleccionados para mejorar la raza y que fue autor, junto con el genetista Julian Huxley (inventor del concepto de transhumanismo) del manifiesto de los genetistas (1939) en favor de la eugenesia?

    Mejor aún: subsisten todavía en nuestros días otras fake news en medio de las más ridículas de la propaganda antisoviética, como la de los simios de Stalin. Se cuenta que este último deseaba mediante inseminación artificial y crianza crear ejércitos de hombres-simio adaptados para la guerra. Por desgracia, la realidad era absolutamente al contrario: en la década de 1920, el célebre científico ruso Ily Ivanov, especialista en inseminación artificial e hibridaciones interespecíficas, se puso en cabeza de la experimentación de la interfecundidad hombre-chimpancé en África. Buscando cómo fecundar a chimpancés hembra o a mujeres, su proyecto no encontró eco en la URSS y fue financiado, finalmente, por el Instituto Pasteur, implantado en la colonia francesa que en aquella época lo acogía: Guinea. Sus experimentos acabarían siendo fracasos estrepitosos, pero cuando el Kremlin tuvo conocimiento de sus remotas actividades, Ivanov fue condenado al exilio interior, se le ordenó retomar sus trabajos clásicos de hibridación, muy valiosos para la agronomía soviética de la época, pero estrictamente dedicados a especies animales.

    Sin ningún comité de ética, sin bioética oficial, la URSS fue sin duda el único territorio del mundo que rechazó los extravíos técnicos que imaginó Vercors con sus tropis… ¿Para qué interpelar a los científicos de hoy día?

    Tanto para la ética como para la epistemología, puede ser que la pandemia mundial de la COVID-19 invite a esta comunidad científica, ya fuertemente conmocionada, maltratada y corrompida, a darse cuenta, siguiendo los pasos de Jaurès, de que si un poco de materialismo dialéctico (o de materialismo dialéctico mal entendido) puede desviar la trayectoria de la ciencia, mucho materialismo dialéctico le devolverá el rumbo. Así pues, pidamos más dialéctica en los balances que podamos realizar de una situación concreta, de la crisis sanitaria y, sobre todo, de todas sus facetas y sin reduccionismo: sanitario, medioambiental, psicológico, epistemológico.

    Primera parte

    La industria farmacéutica a toda marcha

    El gran conglomerado farmacéutico:

    ¿un fantasma de los conspiranoicos?

    Enteramente por casualidad, en el año 2007, Irène Franchon, una neumóloga del Hospital de Brest, descubrió que un anorexígeno fabricado por el laboratorio Servier, la segunda empresa farmacéutica francesa, cuya comercialización autorizó en 1976 la Agencia Nacional de Seguridad del Medicamento (ANSM, Agence Nationale de Sécurité du Médicament), provocaba trastornos cardiacos graves. Entonces, Franchon solicitó la retirada del medicamento, el a partir de entonces célebre Mediator. Franchon no fue la única en solicitarlo. El medicamento fue retirado del mercado dos años más tarde, después de interminables tergiversaciones de los poderosos laboratorios Servier, pero también de la propia ANSM: la justicia se vio obligada a intervenir en medio de una tormenta mediática que ciertamente llegaba tarde y era contradictoria, pero cada vez más incontrolable. En cuanto al medicamento, el proceso no se saldó hasta más de diez años después, con una condena más bien liviana comparada con los colosales beneficios acumulados durante el periodo de comercialización del tratamiento… En el transcurso de estos decenios de prescripciones, Mediator había matado al menos a 2.000 personas.

    He tenido el muy penoso sentimiento de verme perseguida, como si yo fuera el origen de una conspiración contra los laboratorios Servier, cuando no estaba haciendo más que mi trabajo⁵, declaró la señora Franchon durante el proceso, que concluyó en 2021, en plena crisis sanitaria, una vez finalizada una batalla extremadamente dolorosa para las acusaciones particulares. Por supuesto, los directivos del laboratorio han sido condenados por haber continuado vendiendo deliberadamente ese medicamento mientras se multiplicaban las alertas sobre su toxicidad; pero también fueron condenados igualmente numerosos expertos de la ANSM, actores de un conflicto de intereses evidente con Servier, que los retribuía.

    Este es el modesto final del mayor escándalo de estos últimos decenios en relación con eso que desde hace ya tiempo se llama el gran conglomerado farmacéutico. Un final poco publicitado —se comprende— en un momento en el que la confianza en las autoridades sanitarias se vuelve crucial, en plena pandemia de COVID-19. Antes del proceso, de lo que se acusaba a las víctimas que se enfrentaban al gigante farmacéutico y a unas autoridades sanitarias que se autoproclamaban infalibles era de conspiranoicos.

    Ahora bien, ¿qué significa ser un conspiranoico a los ojos de los defensores de la ciencia? Significa que se sospecha de connivencia y de conflictos de intereses de los expertos en salud pública que pueblan nuestros platós de televisión para dar su opinión sobre los tratamientos, las vacunas y las medidas adecuadas para limitar la pandemia.

    Como la sospecha condujo enseguida a la negación permanente y despertó los peores fantasmas, hoy día los conspiranoicos más irracionales no pueden más que multiplicarse. Pero ¿quién es el responsable? ¿Acaso la crisis de confianza en las autoridades sanitarias no está, al menos, justificada? O, a la inversa, por hostilidad hacia todos los minimizadores, ¿acaso la confianza en las autoridades sanitarias de los ciudadanos más sensibles a los estragos de la COVID-19 no es igualmente emocional e irracional?

    La mezcla de géneros, las clásicas idas y venidas entre la ciencia y la política, levanta una muralla china entre los dos extremos. Tan pronto como apareció el primer recelo contra las autoridades de salud pública, se le acusó de inmediato de conspiranoico e, incluso, de

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