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Antídoto de Dios Para La Raíz de Amargura
Antídoto de Dios Para La Raíz de Amargura
Antídoto de Dios Para La Raíz de Amargura
Libro electrónico122 páginas1 hora

Antídoto de Dios Para La Raíz de Amargura

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Escrito por Ranulfo San Juan Reyes. Especialmente para toda edad, raza y padres de familia. Ya que, en la mayoría de los hogares, los que sufren son los niños. Son víctimas, como este escritor cuenta, él sufrió de niño y aún de grande con esta amargura, hasta que recibiera la medicina de Dios, que cambió su vida. Cuando en los hogares hay pleitos, separaciones de los padres, divorcios, prostitución, alcoholismo y drogadicción, los pequeños sufren de amor y se van a las calles en busca de cariño, lo que encuentran son pandilleros que los involucran en sus pandillas, los inducen a las drogas, y otros vicios que caen en delitos. Algunos pierden la vida, otros caen en las cárceles por largos años. Hasta que reciben a Dios en sus corazones, son sanados. Y llegan a ser hombres de bien, dejan un buen legado a sus futuras generaciones. Tienes que leer este libro...

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento17 nov 2020
ISBN9781643345376
Antídoto de Dios Para La Raíz de Amargura

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    Antídoto de Dios Para La Raíz de Amargura - Ranulfo San Juan Reyes

    I

    A diferencia de un árbol

    Como si fuera un árbol, por mucho tiempo le permití al enojo y al resentimiento crecer dentro de mí hasta convertirse en amargura, situación que se agravó más al pasar de los años. Tengo siete años en el ministerio de Cristo y todavía hace cinco años en lugar de levantar mis manos y mi rostro en alabanza a Dios, dudaba de su bondad. Recuerdo que cuando corté las ramas caídas del pino que mencioné previamente, el tronco finalmente se enderezó y este permaneció tan majestuoso como antes. A diferencia de un árbol, nosotros podemos escoger cómo vamos a responder a situaciones dolorosas, podemos vivir bajo el peso de la amargura o dejar que el amor de Dios corte lo que nos estorba. La amargura nos puede robar el conocimiento de Dios, así como su presencia.

    Hace tiempo asistí a una iglesia y el pastor deseaba que el predicador invitado hablara con Alfredo, uno de los diáconos de su congregación. Esto debido a que tres años atrás, la esposa de Alfredo había abandonado su hogar y se había ido a vivir con otro hombre dejando a su marido y a sus hijos. Según explicaba el pastor, los esposos eran buenos cristianos, por lo que no había motivo para que ella abandonara a su familia; aproximadamente seis semanas después, la mujer entró en razón y volvió a su casa arrepentida, y en forma inmediata le pidió perdón a Alfredo, a sus hijos y hasta se presentó ante la congregación para mostrar públicamente su arrepentimiento y su disposición a sujetarse a la disciplina de la iglesia. Alfredo explicó al predicador invitado con palabras sinceras que, aunque había permitido que su esposa regresara al hogar, no la había perdonado ni la perdonaría jamás; también dijo que su plan era esperar hasta que sus hijos de cinco y ocho años crecieran y se hicieran mayores de edad para luego vengarse de ella. Aunque había transcurrido poco tiempo desde aquel incidente con su esposa, ya se veían huellas de amargura en el rostro de aquel hombre.

    Conozco decenas de otros casos de personas que sufrieron ofensas por cosas que parecieran insignificantes. Les voy a mencionar tres diferentes casos de los cuales llegaron a mi conocimiento. El primero, se trata de una mujer que se sintió ofendida porque su pastor no estaba de acuerdo con su definición del significado de alabanza a Dios, y desde aquel entonces empezó a maquinar un plan para echar al pastor de la iglesia. El segundo, es el de un hombre que vivió amargado desde el momento en que lo pasaron por alto para un acenso en su empleo. El último caso, se trata del intercambio con una profesora de Centroamérica el cual ilustra cuán sutil puede ser la amargura en la vida del creyente. El problema en sí era que, esta mujer se sentía sola y triste porque su hija, yerno y nietos se habían mudado a los Estados Unidos de Norteamérica. En su segunda carta no utilizó la palabra sola, sino abandonada; y en lugar de triste, utilizó el término enojada. En las siguientes misivas se hizo evidente que esta mujer estaba sumergida en autocompasión y amargura. No solo se sentía herida porque su hija vivía en otro país, sino que además estaba resentida porque según ella, los otros familiares que vivían cerca no la tomaban en cuenta después de todo lo que ella había hecho por ellos.

    En lo personal, yo empecé a estudiar el tema de la amargura poco después de un grave problema que se vivió en la iglesia en donde me he congregado desde hace varios años. El problema consistió en una seria diferencia concerniente a la filosofía de ministerio entre los diáconos y los ancianos de la iglesia, pero lo que causó la desunión no fue la diferencia de opinión en sí, porque se hubiera podido resolver buscando a Dios en oración, en su palabra y con un franco dialogo entre las partes. En realidad, el problema fue la forma como reaccionaron las personas que se sentían ofendidas, los chismes y la amargura resultante de todo esto. En medio de esa crisis en nuestra iglesia, tuve que recurrir a otros libros de varios escritores para aprender sobre cómo aconsejar en circunstancias como estas empleando principios bíblicos. Un domingo por la mañana, mientras esperaba a que pasaran por mí para ir a la iglesia, prendí la televisión para escuchar la transmisión del sermón del pastor Dante Gebel, el cual era transmitido en vivo desde el centro de convenciones de Anaheim, CA. Para mi asombro, no podía creer lo que escuchaba, el pastor estaba predicando sobre el tema que yo había escuchado un domingo antes en mi iglesia acerca del perdón; esa palabra me había tocado en gran manera, porque yo no había podido perdonar a una persona por lo que me había hecho años atrás. La sensación fue como si un rayo hubiera penetrado en mi corazón, el Espíritu Santo me mostró que yo era culpable de permitir que una raíz de amargura creciera en mi vida por no perdonar a los que me habían ofendido. En forma inmediata me arrodillé para confesar mi pecado recibiendo al instante el perdón de Dios, lo cual pude comprobar porque perdoné a aquellos que me habían hecho daño. ¡Qué alivio trajo a mi alma esta experiencia! Era como si alguien hubiese quitado un peso enorme de mis hombros. La amargura es el pecado de justificarse uno mismo y el más difícil de diagnosticar, porque es razonable ante los hombres y ante Dios mismo, según la creencia del ofendido. A la vez, es uno de los pecados más comunes, peligrosos, perjudiciales y el más contagioso. Es mi esperanza y oración que, a través de este libro, las personas amargadas no solamente se den cuenta de que eso es pecado, sino que además encuentren la libertad que solo el perdón y la maravillosa gracia de Dios nos puede dar.

    II

    La definición de amargura

    En el griego del Nuevo Testamento, la palabra amargura proviene de una palabra que significa punzante. Su raíz hebrea agrega a la idea de algo pesado y finalmente, el uso en el griego clásico revela el concepto de algo fuerte. La amargura, entonces, es algo fuerte y pesado que punza hasta lo más profundo del corazón. La amargura no tiene lugar automáticamente cuando alguien me ofende, sino que es una reacción no bíblica, es decir, pecaminosa a una situación difícil y por lo general injusta. No importa si la ofensa fue intencional o no, si el ofendido no arregla la situación con Dios, la amargura le inducirá a imaginar más ofensas de las que realmente recibió. La amargura es una forma de respuesta humana que a la larga puede convertirse en una forma de vida. Sus complementos son la autocompasión, los sentimientos heridos, el enojo, el resentimiento, el rencor, la venganza, la envidia, la calumnia, los chismes, las maquinaciones y el odio.

    La amargura se alimenta del egoísmo y la soberbia, y con mucha facilidad puede contaminar la vida. Las razones por la que es tan difícil de desarraigar son tres: En primer lugar, el ofendido considera que la ofensa es culpa de otra persona (y muchas veces es cierto), y por ello piensa que la otra persona debe ser quien se disculpe primero y arrepentirse ante Dios. Más aún, en su mente solo existe yo soy la víctima. Notemos que el verdadero cristiano se siente culpable cuando comete un pecado, sin embargo, no nos sentimos culpables de pecado por habernos amargado cuando alguien peca contra nosotros, por esa percepción de sentirnos víctimas.

    En segundo lugar, casi nadie nos ayuda a quitar la amargura de nuestra vida, por lo contrario, los amigos más íntimos afirman diciendo: tú tienes la razón, mira lo que te han hecho, lo cual nos convence aún más de que estamos actuando correctamente. Finalmente, si alguien cobra suficiente valor como para decirnos: amigo, estás amargado, eso es pecado contra Dios y debes arrepentirte, nos da la impresión de que al consejo le falta compasión, pues recordemos que el ofendido siempre se pone en el lugar de víctima. Recientemente, oí del caso de una mujer que nunca se ha podido recuperar de un gran mal cometido en su contra por su padre. Ella lleva más de treinta años cultivando una amargura que hoy ha florecido en todo el huerto de su familia. El pastor de su iglesia oró por ella. Cuando la exhortó compasivamente (Gálatas 6, 1), también le mencionó que era hora de perdonar y olvidar lo que queda atrás (Filipenses 3, 13). Ella lo acusó de no tener compasión, pero incluso, más tarde descubrí que se quejó con otra persona diciendo que como consejero, el pastor carecía de empatía y compasión. Hasta es posible perder la amistad de la

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