Rita Levi-Montalcini
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Rita Levi-Montalcini - Varios
Fotografías: Ansa: 157a; Archivo RBA: 119a; Getty Images: 144, 145, 181a; Getty Images/Mondadori Portfolio: cubierta; Giacomo Giacobini: 51; Museo de Anatomía de Turín: 65a, 65b; Piera Levi-Montalcini: 19a, 19b, 39, 42, 74, 99d, 99c, 99i, 110, 119b, 135, 148, 157b, 181b; Reuters/Max Rossi: 175; Science Photo Library: 10; Wikimedia Commons: 83. Texto: Aloma Rodríguez y Alba González. Diseño de cubierta: Luz de la Mora. Diseño interior: Tactilestudio. Realización: Editec Ediciones.
© RBA Coleccionables, S.A.U., 2022.
© de esta edición: Libros y Publicaciones, S.L.U., 2022.
Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.
rbalibros.com
Primera edición: octubre de 2022.
REF.: OBDO120
ISBN: 978-84-1132-171-6
REALIZACIÓN DE LA VERSIÓN DIGITAL • EL TALLER DEL LLIBRE, S. L.
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A PRÓLOGO B
La vida de Rita Levi-Montalcini recorre el siglo XX a un ritmo tan vertiginoso como los sucesos históricos, políticos y culturales de dicha centuria. Nacida en Turín en 1909, junto a su hermana gemela Paola, fue la menor de una familia judía culta y de buena posición social, lo que no impidió que su existencia fuera un continuo luchar contra las trabas sociales, políticas e incluso familiares que enfrentaban las mujeres de su tiempo. A pesar de la apertura intelectual de su padre, él consideraba que la carrera más adecuada para una mujer se circunscribía al matrimonio y a la maternidad. Rita, sin embargo, no estuvo de acuerdo: desde pequeña fue consciente de la injusta desigualdad entre mujeres y hombres que la rodeaba en todos los ámbitos de la vida y, tanto ella como su gemela Paola, decidieron muy jóvenes que no se casarían jamás, para evitar el papel subordinado que la ley y la costumbre concedían a las esposas y poder dedicarse, así, a sus respectivas carreras de una forma plena.
Levi-Montalcini preparó por su cuenta los exámenes de acceso a la universidad y se matriculó en la Facultad de Medicina, en la que disfrutó de la formación y del magisterio del célebre científico Giuseppe Levi, padre de la escritora Natalia Ginzburg. El conocimiento se convirtió pronto en la pasión de la vida de la joven Rita, que perseveró en el ámbito de la neurología y obtuvo los máximos honores al licenciarse. La presencia de las mujeres en la universidad, en todo el continente europeo, había sido una conquista de las luchas feministas ya desde finales del siglo XIX e Italia no era una excepción. Precisamente carreras como la abogacía o la medicina fueron las que más tardaron en abrirse a la presencia de las féminas, pues especialmente esta última se consideraba inapropiada o indecorosa para la naturaleza femenina: se creía que la visión del cuerpo humano en su desnudez y en sus funciones más elementales atentaba contra el respeto que se debía a las mujeres. Rita, junto con otro puñado de compañeras, contribuyó a romper ese muro en dicha disciplina.
Pero la historia de su país se iba a cruzar en su vida de una forma determinante: el ascenso al poder de Benito Mussolini y la intensificación de políticas racistas y xenófobas contra la población judía puso contra las cuerdas a la familia Levi-Montalcini, que se vio obligada a un exilio interior durante la Segunda Guerra Mundial. Por su condición judía, Rita se vio despojada de su puesto en la universidad y todo su mundo, al que se había consagrado con la pasión de un sacerdocio laico devoto de la ciencia, se vino abajo. La finalización del conflicto le permitió, sin embargo, retomar su trabajo en un punto determinante. En 1947 se trasladó a Estados Unidos y permaneció allí tres décadas, participando en la creación de una de las disciplinas científicas más importantes del mundo: la neurociencia en un sentido moderno. Sus contribuciones a su campo, en concreto el descubrimiento del factor de crecimiento nervioso (NGF, por sus siglas en inglés) le valieron el Premio Nobel de Medicina en 1986, lo que la convirtió en la primera mujer que obtenía este galardón en su campo de estudio.
Rita Levi-Montalcini vivió hasta casi concluir el año 2012 y sus tres décadas finales, ya jubilada de sus obligaciones docentes e investigadoras, las consagró a su otra pasión: la participación social en causas que para ella habían resultado siempre de la máxima importancia. Desdeñando la idea de que el científico es un ser superior, Rita creía en la unión del pensamiento científico, humanístico y social y se dedicó con ahínco a causas para ella fundamentales: la educación de las niñas y mujeres de África, la ayuda al desarrollo de carreras de investigación a jóvenes de las regiones más desfavorecidas de Italia, la lucha contra el racismo o la pobreza a nivel mundial. Testigo incomparable de un siglo que, en Europa, conoció la violencia y la desesperación a la par que la esperanza y los mayores descubrimientos, Levi-Montalcini se consagró a la defensa de una educación universal, para todas las personas, fundamental a su juicio para evitar que monstruos como el fascismo o el nazismo volvieran a reproducirse en el mundo. Como neurobióloga de prestigio y fama mundial, su legado se subraya de forma específica en el Instituto Europeo de Investigación sobre el Cerebro (EBRI, por sus siglas en inglés), un centro de vanguardia que Rita consiguió inaugurar a comienzos de los 2000.
Tras toda una vida dedicada a la investigación, al conocimiento y a la defensa de la justicia, el 1 de agosto de 2001 fue nombrada senadora vitalicia de la República de Italia. Su país reconocía, así, la figura de una mujer inspiradora, una referencia mundial indiscutible, que jamás se arredró ni se vio limitada por la época que le tocó vivir. Rita Levi-Montalcini superó las injusticias que padeció por ser mujer, pero también las agresiones y ataques que el fascismo italiano supuso a su condición de judía. En lugar de albergar resentimiento, fue capaz de generar vida y conciencia de esas experiencias complejas o traumáticas y consagró su existencia a dos elementos para ella fundamentales de la condición humana: el anhelo de saber y el deseo de justicia e igualdad.
Desde la concesión del Premio Nobel, Rita se volcó en otra de sus pasiones desde la infancia: la escritura. Tocada con el don de la buena prosa, desde su autobiografía Elogio de la imperfección, publicada al calor del reconocimiento sueco, hasta sus trabajos más recientes que rescataban pioneras de la investigación y de la ciencia o hablaban a los jóvenes para exhortarles a seguir plenamente su vocación en la vida, gozó del reconocimiento y el aprecio de lectoras y lectores. Rita Levi-Montalcini no dejó de reunirse, casi semanalmente, con estudiantes de instituto de toda Italia para dirigir su interés hacia la ciencia y hacia la plena implicación en la lucha por un mundo más justo. Dedicaba especial atención a promover entre las niñas el seguimiento de carreras científicas.
Rita Levi-Montalcini fue a la vez pionera en su campo, precoz feminista en sus prácticas y discursos sobre la libertad y la igualdad entre mujeres y hombres, declarada antifascista y una luchadora social de un calado casi tan importante como el de su condición de madre de la neurociencia, disciplina que hoy sigue siendo fundamental en el avance del conocimiento humano y que sigue tratando de responder a la pregunta fundamental por la naturaleza del pensamiento y las emociones humanas. Su ejemplo de sacrificio, devoción y tesón sigue alumbrando a miles de científicas en todo el mundo.
1
EL DESPERTAR A UNA VOCACIÓN
La experiencia del papel subalterno de la mujer en una
sociedad enteramente regida por hombres me había
convencido de no estar hecha para esposa.
RITA LEVI-MONTALCINI
Puede que precisamente porque no tenía nada de particular, el sombrero llamara la atención de la pequeña Rita, que paseaba de la mano de su madre por su ciudad, Turín. Agarrada a la otra mano de Adele Montalcini iba Paola, su hermana gemela. Rita se había detenido en seco, como si el objeto la atrajera de una forma especial, a pesar de que su madre seguía andando. Tiró fuerte de su brazo y se dirigió a su hermana con el apelativo cariñoso que empleaba, Pa, señalándole un sombrero ancho y de paja en el escaparate junto al que acababan de pasar. Era de esos que se llevaban tanto en primavera como en verano, con una cinta alrededor de colores claros. Rita había conseguido detener la marcha del grupo que componía con su hermana y su madre y vio en los ojos de esta, que se había dado cuenta de cómo la atención de sus hijas estaba fija en las cristaleras de la sombrerería, una expresión cálida y divertida.
—Entremos —dijo.
Dentro de la tienda un señor con apariencia seria y voz sorprendentemente aguda les preguntó si podía ayudarlas en algo. Paola enseguida se lanzó: querían probarse sombreros; Rita señaló sin dudar el que había visto en el escaparate. Elevando la voz sobre el murmullo de las gemelas, Adele preguntó al dependiente si tenía dos iguales, pues como era costumbre solía vestirlas de forma idéntica. Mientras el hombre iba a comprobarlo, a Rita le brillaban los ojos: nunca había estado en una tienda en la que solo se vendieran sombreros y en cada lugar que miraba encontraba un motivo de juego que deseaba compartir con Paola. Era una suerte que fueran niñas y aún no tuvieran que llevar miriñaque, así podían corretear por toda la tienda. Su madre, que sí andaba enfundada en uno de esos armatostes, lo tenía un poco más difícil para seguirlas, y no dejaba de recomendarles mesura con una voz en la que Rita, sin embargo, supo que no había atisbo de enfado. Paola se había parado delante de uno de los espejos en los que las señoras podían probarse los elegantes tocados que descansaban en los estantes y empezó a hacer muecas para provocar la risa de Rita. El dependiente volvió con dos sombreros casi iguales: el mismo ancho, el mismo tono de paja, solo los distinguían los colores de las flores que había estampadas en el lazo que los adornaba. Rita supo que quería el de la cinta verde, pues era su color favorito. Su hermana eligió el otro, en rojo. Les quedaban un poco grandes, pero no importaba, Rita se mostraba encantada con el intenso color verde sobre su cabeza y solo se lo quitó cuando su madre le dijo que era preciso llevarlos a casa bien guardados en las cajas que el hombre había dispuesto.
No los estrenaron hasta el día siguiente, cuando su joven institutriz —una muchacha procedente de Cerdeña llamada Antonietta— las llevó a pasear después del almuerzo. Rita odiaba estas salidas diarias. Adele quería que sus pequeñas tomaran el sol e hicieran algo de ejercicio, pero a Rita no le gustaba demasiado relacionarse con otras niñas ni participar en sus juegos, en los que se sentía torpe. Estrenar el sombrero de paja con la cinta verde convirtió las horas de tedio del paseo en una pequeña aventura. Al regresar a casa, sin embargo, las cosas dieron un vuelco: ambas escucharon la voz de su padre, lo que significaba que Adamo Levi acababa de volver del trabajo. Paola se soltó de la mano de Antonietta y corrió presta a su encuentro. Rita se quedó a una prudente distancia. Su padre le inspiraba un difuso temor. Prefería mil veces la compañía de su madre, con la que se sentía siempre relajada y a gusto. Adamo torció la boca en un gesto de disgusto. «¿De dónde han salido estos sombreros?», preguntó. Las niñas guardaron silencio. No debían volver a usarlos, sentenció el padre sin elevar la voz, pero de forma tajante. Eran de mal gusto.
Con las mejillas encendidas, Rita dejó que Antonietta guardara los sombreros en el fondo de algún armario. Amaba a su padre, pero su severidad la asustaba. También, muchas veces, como en aquella ocasión, sus órdenes le parecían injustas. ¿Qué tenían de malo aquellos sombreros? ¿Por qué no podían usarlos si a ellas les