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El viejo y el agua
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Libro electrónico331 páginas4 horas

El viejo y el agua

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El I Ching y la pampa argentina forman la curiosa dupla de resortes de esta novela. El libro clásico de sabiduría oriental colaboró para decidir aspectos de la trama. La geografía pampeana aportó paisajes y gente a la niñez de los autores, y en ellos se inspiraron para crear su segunda obra de ficción.Los recorridos de los inmigrantes, de los jóvenes y de los personajes misteriosos de provincia se cruzan con la influencia de un Carl Jung, en esta evocación personalísima a cuatro manos de los años ´60 que Bossa y Strómbolo nos traen.-
IdiomaEspañol
EditorialSAGA Egmont
Fecha de lanzamiento28 abr 2022
ISBN9788728013526

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    El viejo y el agua - Juan Isidoro Bossa

    El viejo y el agua

    Copyright © 2020, 2022 Juan I. Bossa, Olga L. Strómbolo and SAGA Egmont

    All rights reserved

    ISBN: 9788728013526

    1st ebook edition

    Format: EPUB 3.0

    No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

    www.sagaegmont.com

    Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

    DEDICATORIA

    A los habitantes de los pueblos de la pampa cordobesa en los años sesenta, cuando Argentina todavía era una fiesta.

    Allí nos tocó vivir nuestra infancia, donde todos nos conocíamos y nos cuidábamos, donde se hacía un culto de la amistad y se escuchaban las historias más increíbles de los que venían de afuera, pero todos eran aceptados e integrados.

    Había problemas, por supuesto, pero vivíamos en paz.

    Aquella vida de nuestras infancias nos inspiró para esta novela, que es pura ficción.

    AGRADECIMIENTOS

    Esta novela mejoró sustancialmente gracias a las críticas, aportes y cuestionamientos de nuestra editora, Mariel Aspitia. Para ella nuestro sentido agradecimiento.

    También resultó una fuente de inspiración, para un aspecto central de la misma, el artículo El I Ching y la genética moderna, de Iñaki Martín Subero, publicado en la página web I Ching Dao. Ese artículo nos permitió resolver una parte principal de nuestro argumento. Encontrarlo y leerlo nos ratificó aquello de que las novelas se escriben solas. O, como decían en la antigüedad: los escultores se dedican a sacar la parte de la piedra que sobra, porque la estatua ya está allí. Delicias que nos regala esta manía de escribir.

    PRÓLOGO

    Esta novela es nuestro homenaje al I Ching, el Libro de las Mutaciones, un texto antiquísimo, en el que nos hemos inspirado para escribirla.

    No somos especialistas en él. Somos lectores respetuosos, que valoramos su riqueza y admiramos su misterio.

    Aquel texto comenzó a escribirlo Fu-Hi en el año 2400 antes de Cristo y luego fue continuado por varios autores, entre ellos Confucio, en el transcurso de muchos siglos. En 1923 Richard Wilhelm terminó de traducirlo del chino mandarín al alemán.

    En 1949 Carl Gustav Jung, que había sido amigo personal de Wilhelm, prologó esa traducción que publicó el hijo del traductor, Hellmut Wilhelm, tras la muerte de su padre, acaecida en 1930. Y allí él declara: A lo largo de más de treinta años me he interesado por esta técnica oracular o método de exploración del inconsciente, ya que me parecía de insólita significación.

    Con esta afirmación, Jung comunicó al mundo que había estado consultando con regularidad al I Ching. Él ya era un prestigioso siquiatra. Nos imaginamos que develar este secreto, suponía un gran riesgo para su reconocimiento intelectual puesto que, para el pensamiento occidental, científico-racional, este libro sólo parecía un conjunto de fórmulas mágicas, o material para la charlatanería. Nos preguntamos, entonces ¿por qué lo afrontó?...

    Él nos responde allí mismo: Puedo correr el riesgo porque estoy ahora en mi octava década y las cambiantes opiniones de los hombres ya apenas me impresionan; los pensamientos de los viejos maestros tienen para mí mayor valor que los prejuicios filosóficos de la mente occidental.

    La participación de Jung en esta novela es sólo fruto de nuestra imaginación.

    El I Ching, entonces, a diferencia de otros libros considerados sagrados o filosóficos, no se lee de modo convencional. El lector tiene que interactuar con él a través de un método. En la actualidad, la manera más usual de hacer la consulta es tirando tres monedas al aire en seis ocasiones consecutivas. Cada tirada establece, para cada ocasión, un número entre seis y nueve. Ese número constituye un trazo, que puede ser completo o cortado, sin mutación o con mutación. Esos seis trazos configuran un hexagrama. Puede haber 64 hexagramas diferentes y a cada uno le corresponde un capítulo del libro.

    Si alguien quiere consultar el I Ching, primero tiene que hacer una pregunta y después tirar las monedas. Según el hexagrama que resulte, será la respuesta que el I Ching le da.

    Se lo puede consultar para adivinar el futuro, que fue el primer uso que se le dio. También para profundizar sobre diversos temas filosóficos, o para reflexionar y sacar conclusiones para la vida del consultante.

    El I Ching nos plantea, a los hombres de este tiempo, un misterio que nos resulta insondable: ¿qué tiene que ver arrojar unas monedas al aire, que caerán con cualquier combinación de resultados, con algún tema que queremos resolver o dilucidar? El primer impulso es pensar que hasta es absurdo preguntarnos esto. Pero luego de hacer la experiencia, con la mente abierta, los resultados pueden ser sorprendentes, favorablemente sorprendentes.

    Entonces uno puede cuestionarse si la manera de abordar el conocimiento a la que estamos acostumbrados, es la única posible. Y ahí podría empezar toda otra historia.

    Pero esto es sólo una novela. Una ficción constituida por múltiples capas: puede leerse como un simple relato entretenido, o conectarse con problemas político-sociales de un determinado tiempo y espacio, con ideas dominantes en un momento histórico, con diferentes concepciones de la búsqueda de la verdad. Y también alguien podría disponerse a leerla, además de por lo anterior, como un estímulo para descubrirse.

    Escribir esta novela fue un estimulante desafío que nos impusimos, y esperamos haberlo alcanzado.

    Al I Ching le damos nuestras sinceras, profundas: ¡gracias!

    Y a vos, querido lector, además de agradecerte tu atención, te deseamos que disfrutes este relato de la manera que más te convenga.

    PRIMERA PARTE:

    El Ascenso

    "Lamento mucho, querido amigo.

    La pérdida de tu destino fue la oportunidad,

    para encontrar el mío.

    Pero la vida va para adelante, es como un río…"

    I. El Progreso

    Sono Paolo… sí, Paolo Rufinotti, sí. Nacido en Italia, sí, hace poco tiempo que llegué a Argentina… Sono del norte de Italia, sí, pero de Trieste, en la zona rural, cerca de Yugoslavia, por eso mi acento. Me gusta más la tranquilidad, por eso me vine a Ombú Viejo.

    ¿Dónde dejé los otros pasaportes? Tranquilo, están bien guardados… Me gusta la Argentina porque aquí no hay guerra. Allá fue muy mala la guerra, muy mala. Yo no peleé porque estuve muy enfermo, casi me morí, mucho tiempo enfermo.

    ¿Estos muebles? Son para la fermentación de la masa. Bueno, pero no sé si abriré una pastelería, veremos. Son de chapa común, pintados para que no se oxiden. Lo normal… Las bandejas también, el mismo motivo, mismo material.

    Desembarqué en Buenos Aires el… ¿15 o el 23 de julio de este año?, sí, el 15 de julio de 1955… no debo confundirme con la del 23 de julio del 48. No debo cometer ese error, ¿cómo explicaría lo de Milko Svoboda? Soy Paolo Rufinotti.

    Ser Paolo es importante, es más seguro. Ahora estoy más protegido, es lo que me indicaron. Y el libro ha sido claro: ¡estamos iniciando el progreso!, ¡no aguanto más este viaje!, ¡cuántas horas sin ver nada!, ya debe faltar poco para llegar.

    ¡Qué duro es esto, de no saber dónde están los otros, qué ha sido de sus vidas! Ahora los nazis ya no son una amenaza, tampoco los japoneses. Pero, para nosotros, sigue habiendo mucho peligro. ¡No deben encontrarnos!, ¡debo proteger lo que sé…!

    El traqueteo del viejo ómnibus por el camino de tierra lo adormecía de a ratos. La ruta estaba en un estado deplorable y eso demoraba el trayecto de los doscientos y pico de kilómetros rumbo al norte, entre la capital provincial y su destino. Cada tanto, algún caserío solitario interrumpía el bucólico viaje, sin despertar demasiada curiosidad.

    Arribaron al mediodía de un lunes de finales de noviembre. El calor era insoportable y, cuando descendió del colectivo, estaba cubierto de polvo, algo a lo que no estaba acostumbrado.

    El sol, en el cenit de un cielo despejado, fue su mejor auspicio.

    "Por supuesto, no podía ser de otra manera… ¡estamos iniciando el progreso!, se dijo, sonriendo circunspecto, recordando lo que él llamaba para sí el dictamen de La Boca", mientras se sacudía, con el borsalino de paja, su traje, y esperaba para recoger sus equipajes.

    –¿Son suyos estos armatostes? –le preguntó el guarda, mientras trataba infructuosamente de mover, en la bodega del colectivo, lo que parecía una cocina a leña.

    –¡Claro!, eso y las dos maletas grandes –respondió él, pronunciando lentamente las palabras, en un español con un acento muy extraño–. ¡Por favor, tenga cuidado, es muy delicado!

    El guarda lo miró divertido, creyendo que le hacía una broma, pero el gesto de preocupación de aquel extranjero tan particular, lo persuadió de lo contrario.

    Fueron necesarias cuatro personas para descargar aquellos dos extraños armarios metálicos, petisos, que contenían bandejas, doce en total, también metálicas, todo pintado de un riguroso gris.

    –¡Todo esto pesa más de trescientos kilos! –se quejó el guarda, cuando por fin lograron ponerlos en tierra.

    –Es material de patisserie, fermentación de panes, muy delicado… –arguyó el extranjero de minúsculo bigote rubio, en aquel español que pretendía ser natural.

    El guarda lo miró de nuevo, ahora con sorna, y pensó para sí: ¡Buen lugar para instalar una pastelería fina!.

    Es que Ombú Viejo era un pueblo de no más de cuatro mil almas, clavado en el medio de la pampa semiárida de Córdoba, en aquel 1955 en que habían sucedido hechos graves y Argentina estaba conmocionada y dividida. El panorama era desolador, ¿a quién podía ocurrírsele venir a instalar una pastelería fina, en Ombú Viejo?, ¿para qué?

    El hombre preguntó dónde podría alojarse y le indicaron el único hotel del pueblo.

    Demoró un par de días en definir sus pasos, averiguó todo lo necesario y luego hizo las ofertas. Ambas fueron aceptadas, de manera que él partió a la ciudad de Córdoba una mañana en el primer colectivo, con una sola valija, y regresó al atardecer.

    Al otro día, en un par de horas, en la única Escribanía del pueblo, concretó las compras y pagó en efectivo las dos propiedades: un salón muy grande frente a la plaza y una antigua casa que quedaba a tres cuadras hacia el norte, en una esquina en ochava.

    Ambos vendedores quedaron encantados con aquel comprador que no regateó ningún precio y abonó de contado los inmuebles. Uno de ellos, después de concluida la operación, le dijo, como al pasar:

    –¿Qué negocio va a poner? Porque pastelería, acá, no va a andar… hace siglos que está La Centenaria, famosa por sus cañoncitos de dulce de leche.

    El mensaje le llegó claro. Allí las noticias corrían más rápido de lo que él esperaba. Debía ser cuidadoso.

    Tendría que instalarse cuanto antes, no estaba tranquilo con sus pertenencias arrumbadas, parte en su cuarto y parte en el depósito del hotel. Quería anclarse en Ombú Viejo, disponer de sus cosas a su antojo, organizarse con una rutina de pueblo chico y pasar a ser uno más, mimetizarse.

    El salón que adquirió tenía veinte metros de frente por veinticinco de fondo, y un patio de treinta y cinco metros, por todo el ancho. Exponente típico del art déco rioplatense, construido a doble altura, tenía un entrepiso que bien podía oficiar como escenario para orquesta, en fiestas o bailes. Con su volumetría escalonada y sus grandes ventanales, era propio de una época de esplendor, de apuestas diluidas, que aquel pequeño pueblo ya había dejado atrás. Llevaba más de diez años cerrado, cuando él le echó el ojo. Techos altos, para apaciguar el calor. Gruesos muros, para contener las fantásticas habladurías de sus habitantes, los que, a partir de ese momento, serían mudos testigos de los cambios de Ombú Viejo. Ese pueblo que, pasados muchos años y por el noble deseo de Paolo, de ayudar al que se transformaría en su hermano del alma, jamás volvería a ser el mismo.

    La casa de la ochava era antigua, pequeña, pero de buena construcción. Él se mudó allí el mismo día que la compró. Se ocupó personalmente de limpiar los armarios de fermentación y colocar, prolijamente, las once bandejas. Todos estos materiales los guardó celosamente, con llave, en un cuarto del fondo.

    En el pueblo ya corrían los más disparatados rumores en relación al recién llegado y a los pocos días ya lo habían bautizado el Viejo. Nunca se supo de quién fue la ocurrencia, pero había consenso sobre que tenía ojos de viejo. Tal vez porque eran pequeños, algo hundidos, demasiado claros, o por sus pequeños anteojos… Por lo que fuera, parecían de viejo, aunque era un hombre que no llegaba a los cuarenta años de edad.

    En poco tiempo arribó, procedente de Córdoba, un camión de mudanzas que traía un enorme letrero, junto con todas las mesas y sillas de estilo vienés.

    A mediados de diciembre inauguró, sin ninguna pompa, el Bar El Cairo. La novedad fue recibida con algo de curiosidad y mucho escepticismo: Veremos cuánto aguanta en este pueblo, parecía ser el pensamiento predominante.

    Uno de los primeros en ingresar fue Félix, pidió un café y se sentó en la misma mesa que ocuparía, desde ese momento, casi todas las tardes y noches, durante más de medio siglo.

    Entonces Félix era un joven atolondrado, amante de la noche, la timba, la bebida y las mujeres. Pese a su corta edad, ya era conocido en los pueblos cercanos por ser el alma de todas las fiestas. Era un deleite escucharlo, tenía la capacidad de transformar cualquier anodina realidad, en una ocurrente y divertida aventura. Huidas de esposas despechadas, apariciones nocturnas, situaciones de enredos, todo resultaba atractivo en su relato, que siempre envolvía con un manto de misterio y discreción. Esa era su arma de seducción.

    Nadie, ni mucho menos él mismo, podría haberse imaginado que el Viejo terminaría eligiéndolo como confesor, para confiarle un conocimiento tan trascendente. Y que, ese hecho, terminaría desatando una historia tan increíble como dramática.

    Cuando el Viejo se acercó a saludarlo y darle la bienvenida al bar, Félix lo felicitó, sonrió, cambiaron pocas palabras y volvió a sentarse. Así era él, simpático, sociable, pero nunca inoportuno. Los chismes no eran lo suyo, prefería vivir sus propias aventuras y, en todo caso, alimentar las fantasías de los chismosos del pueblo.

    Así que éste es… Más que viejo, parece un hombre triste, concluyó.

    El Viejo se sentó en su mesa, al fondo del salón, y se quedó en silencio, pensativo. Ahora que empezaba a calmarse, se decía, mentalmente, mañana, tarde y noche:

    La perseverancia trae humillación.

    Lo repetía incansablemente, como rumiándolo, tratando de entender qué significaban esas palabras, cómo esos designios se ajustaban a su realidad presente. O si, más bien, eran sentencias relativas a su pasado no tan lejano…

    El hexagrama en cuestión le había resultado particularmente difícil de interpretar. Si bien hacía tiempo que estudiaba el libro, tal vez aún era novato… Pero de algo estaba seguro: debía concentrarse en interpretar las líneas en mutación y, en especial, la última.

    Se acostumbró a pasar horas sentado en la mesa del fondo de El Cairo, observando, pensando, rememorando. También regodeándose en su fuero íntimo: nadie sabía quién era, no había la más remota posibilidad de que alguien, en ese pueblo perdido, pudiera saber de él, ni de lo que representaba. Sólo le restaba esperar. Los comentarios pasarían y él, muy pronto, sería parte de esta comunidad.

    Había alcanzado la posición que buscaba, desde que salió del centro de Europa, poco tiempo después de que terminara la Segunda Guerra Mundial, cuando recibió el alerta del Profesor.

    Lo recordaba nítidamente: había sido en los últimos días de octubre de 1945 cuando llegó el telegrama proveniente de Zúrich que, escuetamente, rezaba: Ejecutamos movimiento A el 31 de este mes.

    Presuroso, se preparó. Europa todavía era un caos, las comunicaciones y los transportes no estaban regularizados y él tenía un viaje largo por delante. Pero llegó a tiempo y, en aquella tarde del 31 de octubre de 1945, en un pequeño restaurante de Verona, se reunió por diez minutos con el Profesor, quien le dio precisas instrucciones que memorizó rápidamente. Pronto volveremos a vernos, hasta entonces Zúrich seguirá siendo el enlace. Nuestro hombre en Buenos Aires es de absoluta confianza. Creo que, en menos tiempo de lo esperado, se editará el libro, la traducción ya está concluida. Le enviaré a él un ejemplar por correo, para que te lo entregue. No estarás solo, el libro te guiará. Aquellas fueron las últimas palabras del Profesor, que lo abrazó, le hizo un último comentario, le entregó una pequeña bolsa negra, que él guardó cuidadosamente en el bolsillo de su pantalón, y se marchó.

    Llevaba consigo, nuevamente, la desolación. Era un joven de 28 años recién cumplidos, una de las mentes científicas más brillantes de su tiempo. Le había tocado desarrollar sus mejores descubrimientos en medio del mayor conflicto bélico, y mantenerlos en el más estricto secreto, confiando en las indicaciones de la Hermandad. Y ahora, cuando se iniciaba la pacificación, y creía que llegaría el momento de trascender… justo ahora, su mentor, el intelectual más sólido que él conocía, Premio Nobel de hacía ya muchos años, líder indiscutido de la Hermandad, le indicaba que debía desaparecer por un tiempo, siguiendo estas instrucciones que tienes que memorizar ahora. Por supuesto, no se le ocurrió contradecirlo, menos todavía cuando le advirtió: Aunque parezca mentira, aunque no podamos entenderlo, es cuestión de vida o muerte. Aquello, llegado el momento, se te revelará.

    Ya en los primeros años de sus estudios secundarios, él era reconocido por su genialidad. Lo que desconcertaba a sus profesores, era la agudeza y sencillez con que planteaba las preguntas: iba directo al grano, al corazón de cada cuestión. Por eso, después de aquel encuentro, no podía dejar de pensar si dicha revelación vendría de alguien o la descubriría él mismo.

    Tuvo la suerte de que, en su ciudad, se encontraba una de las universidades más prestigiosas de Europa, con un claustro en Química que incluía, tradicionalmente, a algunos de los científicos más reconocidos del mundo en esta disciplina. Con ellos empezó sus estudios universitarios, en 1935, y rápidamente se distinguió por su curiosidad y tenacidad para perseguir el conocimiento. A los veinte años ya se codeaba con las mayores celebridades de su disciplina, en congresos científicos que podían tener lugar en Londres, Viena, Berlín, Roma, Praga, Ámsterdam, Estocolmo, París. Él asistía a todos los eventos que podía, sin descuidar sus estudios. Su entusiasmo parecía infinito; su inteligencia, inconmensurable. Solicitó formar parte de dos laboratorios experimentales, y fue aceptado, aunque todavía era muy joven. Muchos lo consideraban un claro candidato al Premio Nobel, en un horizonte de diez o quince años.

    Sin embargo, desconcertó a todos, cuando decidió concentrar sus estudios en algo que parecía tan sencillo y con un pobre potencial. Lo que había decidido investigar no se ajustaba a las expectativas que había despertado. Más de uno pensó: Muchas mentes brillantes se pierden en los laberintos de su genialidad.

    –Debo partir, tía, y todavía no sé cuándo regreso.

    –¿Te vas de nuevo a alguna reunión científica, a un congreso?

    –Sí… algo así, sólo que esto puede durar un poco más de lo habitual. Trataré de mantenerme comunicado de la mejor manera.

    A mediados de 1937, en un congreso científico en Viena, conoció al Profesor. Allí todo le resultaba intimidante. Las enormes escaleras de mármol y las ornamentadas arañas de cristal, el ir y venir de los hombres, todos mayores que él, enfundados en sus sobrios trajes. Haciendo alarde de sus monóculos, para demostrar su interés frente a algún tema. Los debates dentro y fuera de los salones, las tertulias informales, todo aquello era, al mismo tiempo, estimulante.

    El hombre era un erudito de fama mundial y expuso sobre los últimos avances de sus investigaciones. Al concluir su ponencia pasaron a la ronda de preguntas, y luego a una pausa para tomar un café. Este fue el momento que él aprovechó para acercársele.

    –Disculpe, Profesor, deseo presentarme. –Su avidez por el conocimiento, venció a su proverbial timidez.

    Mencionó su nombre y apellido y en qué universidad estudiaba. El Profesor guardaba un prudente silencio. El joven pidió permiso para hacerle unas preguntas, respecto a lo que él había estado explicando.

    –No quise preguntar antes, porque quizás esto pueda parecer una falta de respeto y nada está más lejos de mi ánimo, pero verá usted, necesito su opinión…

    Los siguientes veinte minutos fueron una epifanía para el Profesor: ¡no podía creer cómo nadie antes, ni mucho menos él mismo, se había planteado esos interrogantes!

    Se entusiasmaron tanto con el intercambio de ideas y puntos de vista, que tuvieron que pedirles en dos ocasiones que, por favor, regresaran al salón principal para seguir con la actividad prevista. Quedaron en que cenarían juntos y proseguirían la conversación.

    Así lo hicieron, y aquella cena se prolongó por casi tres horas. Podrían haberse extendido aún más, pero ya era tarde y el congreso continuaba al otro día. Cuando estaban por levantarse el Profesor le preguntó:

    –¿Ha pensado en algún tema en particular, para cuando concluya sus estudios? ¿Piensa iniciar algún proyecto de tesis doctoral?

    El joven comprendió que aquel era el momento justo, perfecto.

    –Sí, Profesor. Claro, continuaré con este objeto de estudio hasta agotar todos mis interrogantes. En realidad, empecé ya hace un tiempo, y he avanzado bastante. Mis tres conclusiones principales, que todavía no he compartido con nadie, son éstas…

    Cuando concluyó su exposición, el Profesor lo miraba estupefacto.

    –Espere un momento, quiero saber si le entendí bien. Lo que usted afirma es esto… –dijo, bajando la voz.

    –Así es, Profesor. Me ha comprendido usted perfectamente. ¿Qué le parece?

    –¿Alguien más conoce este proyecto? –repreguntó, estremecido, el Profesor.

    –No, aún no me atreví a comentárselo, en profundidad, a nadie en la Universidad. Hice algunas menciones breves, pero tengo que ser muy cuidadoso. Soy un alumno becado, tengo que atenerme a lo que se espera de mí. No puedo correr riesgos, ¿comprende?

    –Ha sido muy acertada su decisión. Le propongo algo: mañana, después del cierre del congreso, tengo previsto cenar con un amigo. Un humanista erudito, una mente única. Me gustaría presentárselo y que usted nos acompañe a cenar, ¿puede ser?

    –Con todo gusto, Profesor.

    La calurosa tarde de diciembre avanzaba en Ombú Viejo, pero él estaba muy a gusto en su bar. Vestido con ropa sencilla, de estatura mediana y contextura delgada, el pelo castaño corto y prolijamente peinado con fijador, su fino bigote cuidadosamente recortado, sus lentes redondos de montura liviana, sus modales suaves, el tono moderado de su voz, mimetizado con las sombras del fondo del salón.

    –Hola, Paolo, ¡buenas tardes!

    –Hola, buenas tardes, ¿Félix, verdad?

    –Así es, veo que tenés buena memoria, ¡muy importante para cuidar a la clientela! –Félix sonrió a sus anchas y se acercó a la mesa del Viejo–. ¿Te vas a pasar la vida sentado acá? Mirá que esta gente, que está trabajando con vos, son todos de confianza, acá en el pueblo nos conocemos bien, podés salir un rato sin preocuparte. ¿No querés ir, esta noche, a un baile que hay en Algarrobal, un pueblo a 30 kilómetros de acá? Vos sos soltero, ¿no?

    –Sí, soy soltero. Gracias por tu invitación, otra vez quizás, hoy no puedo.

    –Bueno, una lástima. ¡En ese pueblo hay unas minas buenísimas! –Félix sonrió y volvió con sus amigos.

    A la noche siguiente, el Profesor le presentó a su amigo, Carl Gustav Jung, y el joven se quedó anonadado, porque este hombre ya era toda una celebridad, aunque nada tenía en común con los temas de su interés… o eso era lo que él creía. Era una oportunidad excepcional para un joven como él.

    El Profesor era, entonces, prácticamente un septuagenario y su amigo ya había pasado los sesenta años de edad. Ambos tenían una claridad mental, y una locuacidad, que deslumbraron al joven. En la primera parte de la cena, él se limitó a escucharlos. Estaban iniciando el plato principal cuando el Profesor, dirigiéndose a él, señaló:

    –Le comenté brevemente a Carl nuestra conversación de anoche, y él se interesó mucho en el tema. ¿Querría repetir las conclusiones a las que ha arribado?

    El joven se sintió halagado, y también sorprendido, puesto que este hombre no era conocido como amigo de las ciencias duras.

    –¡Adelante, no se preocupe, hable con total naturalidad! Él está muy acostumbrado a escuchar ideas innovadoras, hasta insólitas… Y sabe, más que nadie,

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