Ambición Criminal
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la abogacía asqueado por los sucios negocios de su padre Massimo Parretti, abogado
como él. Bruno ingresa en el Cuerpo Nacional de Policía en calidad de inspector para
luchar contra el crimen organizado. La traición de la abogada Consuelo Montenegro,
su primer amor, hará que Bruno caiga en un abismo de dolor y desesperación al saber
que Consuelo le ha dejado por su padre. Una vez recuperado del golpe, trata de evitar
el encuentro con ambos pidiendo el traslado a Barcelona. Allí encuentra una felicidad
temporal al unirse a la joven periodista Marisa Paredes. Una vez retirado por razones
personales, acepta una peligrosa misión a propuesta de su exjefe en la que Marisa
saldrá muy malherida. Este hecho cambiará sus vidas.
Pedro Quijada Bru
Pedro Quijada Bru es un escritor novel que empezó a escribir en el año 2020 durante su confinamiento por la covid-19 en un pueblo de la España vaciada. En aquel apartado pueblo escribió su primera obra: En un lugar de la Manchuela (Reflexiones en confinamiento). Un ensayo publicado en julio de 2020. Pedro Quijada publicó su segunda obra en mayo de 2021, titulada: La saga Robles (1890-2002). Una novela histórica que transcurre a lo largo del siglo XX, basada en las vidas de 4 generaciones de una saga familiar. Las ventas de ambas publicaciones agotaron sus primeras ediciones. Un año más tarde (abril de 2022), publica su tercera obra, la novela de género negro: Ambición criminal. La acción transcurre por la trágica vida de un abogado reconvertido a inspector de policía para combatir una corrupción sin freno propiciada por la ambición de gentes sin escrúpulos, entre ellos su propio padre y su bello primer amor.
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Ambición Criminal - Pedro Quijada Bru
Ambición Criminal
Pedro Quijada Bru
Ambición Criminal
Pedro Quijada Bru
Esta obra ha sido publicada por su autor a través del servicio de autopublicación de EDITORIAL PLANETA, S.A.U. para su distribución y puesta a disposición del público bajo la marca editorial Universo de Letras por lo que el autor asume toda la responsabilidad por los contenidos incluidos en la misma.
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© Pedro Quijada Bru, 2022
Diseño de la cubierta: Equipo de diseño de Universo de Letras
Imagen de cubierta: ©Shutterstock.com
www.universodeletras.com
Primera edición: 2022
ISBN: 9788419138903
ISBN eBook: 9788419139689
A: Lola ,mis hijos y mis nietos
En la sórdida España de los años 60 del siglo XX, las novelas policiacas de la época solían terminar con la frase:
El criminal nunca gana
Actualizada la frase a nuestro tiempo, debería decir:
El criminal nunca gana, salvo en numerosas ocasiones
Capítulo 1
Una llamada inesperada
Urbanización Los Berrocales, Pozuelo de Alarcón. Madrid.
Domingo, 15 de julio de 2016.
En plena ola de ese calor que suele azotar la ciudad de Madrid durante los meses de julio y agosto. Un calor que en las horas centrales del día inunda los cuerpos de las gentes en sucesivas oleadas y desvela durante las horas nocturnas a todo aquel desafortunado que no disponga de aire acondicionado en su dormitorio.
El comisario jubilado Bruno Parretti, de origen italiano y nacionalidad española, se disponía a darse un baño en la piscina de la urbanización en la que residía junto a su pareja, la española Marisa Paredes, periodista free lance en activo que trabajaba para varios medios españoles, especialmente en reportajes de investigación periodística con contenidos cuanto menos delicados
desde el punto de vista de una opinión pública asidua a sus publicaciones, lo que le había proporcionado un hueco entre las celebrities
de este país.
Bruno había nacido hacía 63 años (25 de febrero de 1953) en la ciudad italiana de Lucca, en la provincia del mismo nombre enclavada en la región de La Toscana italiana. Su padre, Massimo Parretti, abogado de profesión, se trasladó a España con su familia en 1959, cuando Bruno contaba 6 años. Fue destinado a un despacho de abogados italianos dedicado a gestionar temas legales de connacionales que habían participado en la guerra civil con Franco y habían permanecido en España, amparados por el nuevo régimen y favorecidos por él en sus nacientes negocios. El bufete estaba ubicado en la calle Santa Engracia de Madrid, a la altura de la calle Rafael Calvo.
Massimo se había casado 8 años antes con la española Luisa Falcón, apenas 6 meses después de haberse conocido en Roma con motivo de un viaje de españoles a la ciudad eterna para visitar el Vaticano por parte de la periodista especializada en interiorismo y muebles de estilismo, y un viaje coincidente de Massimo a la misma ciudad para visitar a un cliente. Dos años después nacería el primogénito y a la postre único hijo de la pareja, al que pusieron por nombre Bruno.
Bruno se hizo con el tiempo un mocetón alto, de 1,87 metros, de cuerpo atlético, espalda ancha y abultados bíceps, fruto de una genética heredada y del deporte hecho a lo largo de su juventud. Bruno era poseedor de una mandíbula cuadrada de hechuras arquitectónicas, ojos intensamente verdes, abundante pelo negro tendiendo a grisáceo, con pequeñas islas de canas prematuras salpicando su cabellera, normalmente larga por ausencia de visitas al peluquero. Su piel, desde que nació, fue siempre de un color moreno mediterráneo. Dos rasgos característicos de la manera de ser de Bruno habían sido desde joven su total ausencia de prejuicios y una sonrisa fatalmente escéptica, con asomo de cinismo.
Había vivido una vida bastante plena, podría decirse, no sin altibajos fruto de episodios temporales que le harían caer en abismos psicológicos que prefería olvidar o enterrar en la sima más profunda de su mente. Como alternativa, optaba a veces por ahogarlos en alcohol con su bebida preferida: whisky escocés de malta a palo seco.
Esa tarde de julio, estando en el borde de la piscina de la urbanización a punto de lanzarse de cabeza al agua, como siempre le había gustado hacer aún a pesar de ejecutar mal el salto, oyó sonar su teléfono móvil al tiempo que vibraba sobre la toalla en la que lo había abandonado.
—Bruno, ¿no oyes tu teléfono?, te están llamando.
—Marisa, por favor, mira la pantalla y dime quién me llama.
—Es Alfonso Espadas, tu excompañero.
—Vale, salúdale y dile que me pongo en un minuto.
Bruno se fue acercando a Marisa con cara de fastidio, pensando:
«Qué querrá este pesado en plena canícula cinco meses después de jubilarme, espero que no tenga nada que ver con su trabajo».
—Hola, Alfonso, estaba al borde de la piscina a punto de saltar, ¿qué se te ofrece?
—Perdóname, Bruno, no es mi intención interrumpir tu baño, no te molesto más de un minuto. Como lo que quiero pedirte es largo, me gustaría que quedásemos lo antes posible para contarte algo mientras comemos. ¿Puedes hacer eso por mí?
—Claro, Alfonso, podemos comer juntos, pero espero que no sea un tema de trabajo. Si es para pedirme un consejo profesional, pase, pero ya sabes que desconecté inmediatamente después de mi despedida. En dos semanas, Marisa y yo nos vamos de vacaciones a la Costa Brava.
—No quiero ocultarte —dijo Alfonso— que se trata de un tema de trabajo, y no solo de mi trabajo, sino que también afecta al que tú hagas, si aceptas. Tengo una proposición que hacerte en nombre del jefe.
—Oye, oye, que yo ya no tengo jefes, solo jefa y la tengo a mi lado. —Sonrió Marisa como solo ella sabía hacerlo—. Y no la veo muy satisfecha al ver la cara que estoy poniendo al escucharte.
—Si te parece bien, quedamos a comer mañana lunes en La Gran Cachelada, que tú bien conoces. Como está en Pozuelo, no tendrás que desplazarte apenas.
—Ok, nos vemos allí a las dos en punto. Ahora, al agua, que me estoy abrasando. Adiós, Alfonso.
—Hasta luego, Bruno.
Esa misma noche, Bruno daba vueltas en su cabeza al recordar esas palabras de su excompañero y subinspector de policía, cinco años más joven que él: «Tengo una proposición que hacerte en nombre del que fuera tu jefe».
«¿Por qué razón no le había llamado directamente Julián Valiente?, ¿qué se traían ambos entre manos?».
A Marisa le molestaba horrores tener el aire acondicionado encendido toda la noche al ser bastante friolera, por lo que en cuanto se acostaban, hubieran o no tenido relaciones sexuales esa noche, apagaba el aparato. A partir de ese momento, Bruno comenzaba a tener un calor que iba en aumento, hasta el punto de desvelarle completamente.
Bajaba al jardín, se tumbaba en el chill out y, tras encender un primer cigarrillo Camel, al que sucederían otros, comenzaba a dar vueltas en su cabeza a asuntos bien resueltos o no en el pasado de su brillante carrera y de una vida agitada en lo profesional y tormentosa en algunos periodos de la personal.
Capítulo 2
Bruno Parretti
Bruno tuvo una infancia feliz en Lucca, la antigua ciudad de la Toscana italiana testigo de rivalidades históricas entre las autoproclamadas repúblicas marineras de la Península italiana costeras con el mar Tirreno, en especial entre Pisa y Génova, pero también entre Pisa y Livorno o entre Pisa y Lucca. El niño consideró un fastidio abandonar su ciudad, su colegio y a sus amigos cuando sus padres decidieron trasladarse a España por motivos profesionales, pero a su edad no tuvo más remedio que adaptarse al nuevo país, a un nuevo idioma, a un nuevo colegio y a nuevos amigos.
Sus padres le inscribieron en el Liceo italiano de la capital de España para facilitarle una adaptación lo más suave posible. Del Liceo pasó a la Universidad Complutense de Madrid para estudiar Derecho por voluntad de su padre, con el fin de que se hiciera abogado como él mismo y, quién sabe, para heredar el bufete cuando a él se le quitaran las ganas de seguir peleando. Su expediente académico fue brillante, había sacado la tercera nota más alta de su promoción cuando se doctoró.
Durante los años en que cursaba el doctorado acudía regularmente, a modo de prácticas, al despacho de abogados del que su padre era el socio principal.
Pronto se apercibió de que por ese despacho circulaban clientes, mayormente italianos, con pintas sospechosas o con maneras que a Bruno le parecían de mafiosos. Algunos acudían acompañados por individuos con pinta de matones profesionales, pero también iban clientes españoles con pintas similares. Todos vestían buenos trajes y zapatos italianos, corbatas de Hermés y Carolina Herrera, amén de ornamentos un tanto horteras, a juicio del joven Bruno: gruesas pulseras y cadenas de oro macizo, relojes carísimos: Rolex, IWC, Patek Philippe, Mont Blanc, Chopard, etc. Marcas que Bruno conocía muy bien, dada la afición de su padre por los relojes de lujo. En casa de sus padres había por todas partes estuches de maderas nobles forrados de fieltro en su interior y cerrados en su parte superior por un cristal transparente que dejaba a la vista tales joyas.
Con el tiempo, Bruno comenzó a sospechar de las actividades del bufete y de los socios de su padre: un italiano, napolitano de origen, llamado Andrea Toccafondo y un navarro, natural de Pamplona, de nombre Joseba Adúriz.
Por el despacho de la calle Santa Engracia aparecían ocasionalmente algunos políticos locales en claras actitudes sospechosas, pues intentaban evitar que el personal del bufete identificara sus caras. La secretaria de Massimo les hacía pasar por un pasillo que comunicaba directamente con una de las dos puertas de entrada al despacho, situadas en el hall de la segunda planta del edificio. De ese modo evitaban las salas comunes, en las que trabajaban los abogados asociados y el personal auxiliar.
Las sospechas de Bruno de que en el bufete se llevaban a cabo actividades alegales o directamente ilegales se fueron incrementando a raíz de que por descuido cayera en sus manos un expediente de recalificación urbanística en una zona clave de Madrid que contenía información confidencial. Más adelante identificó varias copias de correos electrónicos intercambiados entre el bufete y dos concejales del Ayuntamiento de Madrid que contenían las trazas de un arreglo entre estos y el bufete para recalificar un terreno de uso público destinado en el Plan Urbanístico a zona verde, con la clara intención de calificarlo como de uso urbanizable residencial.
Con el tiempo cayeron en sus manos expedientes más comprometidos. En ellos se incluían casos que, según los conocimientos jurídicos de Bruno, podrían calificarse de extorsión, cohecho y prevaricación, hasta llegar a uno de ellos que desprendía un fuerte tufo a blanqueo de capitales. En él se citaba a políticos de un partido de derecha conocidos en los ambientes municipales de la Comunidad de Madrid.
Sus sospechas se acrecentaban cuando observaba cómo su padre y sus socios se callaban o cambiaban de tema cuando él se acercaba a la mesa de la terraza de la plaza de Olavide en la que los tres socios solían bajar a desayunar diariamente a eso de las diez de la mañana, cuando coincidían en el despacho a esa hora. Era una costumbre de años, en la que insistían atraídos por el buen café de aquel bar y los deliciosos churros que servían y que volvían loco a Bruno.
Por ese tiempo, su padre nadaba en la abundancia económica, se había mudado desde la calle Don Pedro, en el distrito Centro de Madrid, a la elegante Colonia del Viso, en el distrito de Chamartín, un recóndito reducto destinado a la gente más pudiente de la capital del Reino. Lucía ropa cara de corte italiano, relojes caros y conducía un par de coches deportivos: un Jaguar biplaza descapotable y un Lamborghini Miura rojo, asimismo descapotable.
Desde el primer momento, Luisa, su mujer, mostró su fastidio por pasar de vivir en un barrio popular, en el que charlaba a menudo con sus vecinos, con los comerciantes de las tiendas próximas o con los propietarios de los puestos del Mercado de La Cebada, a otro barrio elitista en el que cada vecino vivía aislado en su palacete. Bruno compartía, en general, las opiniones de su madre, con la que estaba muy unido y muy en particular el hecho de no compartir la mudanza decidida por su padre. Unos meses más tarde del cambio, Massimo inició los trámites para divorciarse de su mujer con la implícita aprobación de Bruno.
Bruno hacía meses que calladamente venía observando un creciente distanciamiento entre sus padres. Más adelante tuvo que soportar fuertes tiranteces entre ellos, que regularmente terminaban en agrias discusiones en el poco tiempo en el que se veían, debido a los viajes de ella y las largas ausencias de él por motivos de trabajo
. Bruno apoyaba sistemáticamente a su madre en esas ocasiones, porque a esas alturas había sabido que su padre tenía una amante, si bien no lo sacaba a relucir para no agriar más las discusiones.
No pudiendo soportar por más tiempo la situación, Bruno se independizó, yéndose a vivir de nuevo a la calle Don Pedro, el piso y el barrio en que había pasado parte de la infancia, la adolescencia y toda la etapa universitaria, por lo que pidió a sus padres permiso para vivir en él, permiso que le fue concedido sin reproches, conscientes de que la convivencia en aquel hogar no era la más adecuada para un joven como él, que trataba de abrirse camino en la vida. Además, la relación de pareja llevaba demasiado tiempo deteriorándose.
Con el generoso dinero que obtenía del bufete por su escaso trabajo, creía poder mantenerse solo e incluso financiarse las oposiciones al cuerpo de la Policía Nacional. Después de todo lo visto y oído en el bufete, tanto a su propio padre como a sus socios y clientes, estaba dispuesto a convertirse en inspector de policía, a ser posible para dedicarse a investigar casos de corrupción económico-financiera y de blanqueo de capitales.
En octubre de 1978, tras seis meses de intensa preparación, ingresó en el Cuerpo Nacional de Policía como subinspector en prácticas, adscrito a la comisaría del Puente de Vallecas. Un año después adquiriría la condición de comisario adjunto en la misma comisaría; permanecería en ella hasta que en enero de 1983 fuera destinado como comisario en la comisaría del distrito Centro, ubicada en la Ronda de Toledo, cercana a su domicilio. Los delitos que investigaría en ese destino estaban relacionados con robos con y sin fuerza, alunizajes
, agresiones y tráfico al menudeo de estupefacientes.
En esa etapa vivió el divorcio de sus padres, divorcio que llevaron a cabo sin necesidad de ir a juicio, ya que en cuanto al reparto de los bienes gananciales, Massimo se mostró espléndidamente generoso. No obstante, Bruno se puso claramente de parte de su madre. Ella, una mujer fiel y en esos momentos diagnosticada de cáncer de mama, no había transgredido su promesa de fidelidad, en cambio Massimo había tenido varias amantes ocasionales, según le constaba a su hijo.
En ese tiempo, Bruno conoció a la que años después se convertiría en su pareja: Consuelo Montenegro Sánchez.
Consuelo era una joven 3 años mayor que Bruno, abogada y socia fundadora del despacho Montenegro y Almagro, abogados. Era una abogada brillante que, tras seis meses de prácticas en un bufete secundario, ingresó en uno de los despachos más relevantes de la capital en derecho procesal y penal. Tras destacar de forma notable en el ejercicio de su profesión ante los tribunales de Madrid durante cinco años, había fundado su propio despacho, en sociedad con un compañero de la facultad igualmente brillante, Nicolás Almagro.
Capítulo 3
Consuelo Montenegro
Consuelo Montenegro era una mujer agraciada física e intelectualmente. Estaba dotada de un pelo abundante, muy negro y rizado. Le solía dar distintas formas con el resultado de unos peinados originales que, combinados con sus grandes ojos negros, hacían que destacara entre las mujeres de su generación. A ello contribuía su altura, 1,75, y su talle escultural, realzado por vestidos y faldas ajustadas, generalmente muy cortas, que dejaban al aire sus largas y musculosas piernas, prolongadas por zapatos de tacón de aguja. Sus labios carnosos, habitualmente pintados de un rojo vivo, haciendo juego con el esmalte de sus largas uñas y su nariz afilada, hacían de ella una mujer tremendamente atractiva.
Bruno y Consuelo se conocieron cuando la abogada prestaba asistencia legal a un detenido en la comisaría de Centro durante un interrogatorio en el que Bruno llevaba la voz cantante. La rapidez de pensamiento y la fluidez verbal de Consuelo llamó poderosamente la atención de Bruno, hasta el punto de quedar impresionado por ella. Él tuvo la sensación de que a ella tampoco le fue indiferente.
Coincidieron profesionalmente en un par de ocasiones más en los dos meses siguientes, tanto en comisaría como en los juzgados, hasta que cuando Bruno estuvo bastante seguro de que entre ellos había nacido algo más que mutua simpatía, le propuso una cita para cenar en un conocido restaurante de la Cava Baja. Se trataba de Casa Lucio, al cual solía ir frecuentemente con amigos y excompañeros de la facultad, hasta el punto de hacerse amigo de Lucio, con el que a veces compartía copas después de la hora de cierre del restaurante. Allí bebían y reían hasta la madrugada.
Durante la cena —los famosos huevos rotos de Lucio y unas cocochas de merluza al pil pil— fue despertándose en ambos una atracción que venía estando latente desde su primer encuentro en la comisaría de Centro. De Bruno, a Consuelo le atraía su franca sonrisa, sus poderosas mandíbulas, su hoyuelo en la barbilla y, sobre todo, su mirada franca y su pose escéptica frente a un mundo lleno de gente ambiciosa y tramposa, como la que le había rodeado desde su infancia y que le hacía mantener una actitud llena de escepticismo ante la vida y hasta cierto punto cínica. Actitud que se reflejaba en su media sonrisa cuando salían a relucir temas morales en las conversaciones.
A Bruno, de Consuelo le gustaba todo. Su físico y su rapidez mental para abordar cualquier tema profesional o social, en especial le gustaban sus largas piernas, terminadas en unos tobillos perfectos, su culo ligeramente prominente, sus labios carnosos, sus facciones y su espléndido pecho, ni grande ni pequeño. Tenía una conversación interesante, poblada de jugosas anécdotas que divertían a sus interlocutores habituales.
Al término de la cena, Bruno supo que se estaba enamorando de Consuelo y que él no le resultaba indiferente a ella. Se ofreció a acompañarla a su casa, algo que ella aceptó de buena gana.
Una vez en el umbral del portal de la calle Tutor, en pleno barrio de Argüelles, en el que vivía Consuelo, Bruno, tras una breve charla, hizo ademán de despedirse, gesto que cortó ella de raíz al invitarle a subir a su casa a tomar una copa.
Consuelo vivía en un primer piso, por lo que solía renunciar a subir en el ascensor. Decía que subir escaleras le ponía el culo prieto. Subía las escaleras pausadamente, sin prisa. Su corta falda dejaba a Bruno, que la seguía, contemplar sus poderosos muslos, sus duras nalgas y hasta el hilo de su tanga. Bruno se estaba empezando a empalmar. Cuando llegaron al rellano junto a la puerta de entrada, Consuelo, al buscar las llaves de su piso en el bolso, bajó la mirada y pudo ver la erección que empezaba a abultar de forma ostensible en su bragueta.
—Algo se está poniendo contento por ahí dentro, ¿no? —dijo ella.
—Más que contento, nervioso. Nunca había visto a nadie subir unas escaleras como tú lo acabas de hacer —respondió él.
—Será porque sabía quién venía detrás —dijo provocadora Consuelo.
—Termina de abrir la puerta, que esto se está poniendo interesante, Consuelo Montenegro.
Resultó una velada tórrida, en la que las acometidas de Bruno eran respondidas con vehemencia por parte de Consuelo. Una vez desbordada la pasión, dieron rienda suelta a sus instintos sexuales más primitivos.
Tras más de dos horas follando, sus cuerpos quedaron marcados por el ímpetu que ambos habían desplegado en la batalla sexual emprendida, batalla que parecía denotar unos deseos contenidos desde hacía tiempo. ¿Desde su primer encuentro? Era muy posible.
Tras ese primer encuentro íntimo, Bruno intentaría contactar por teléfono con Consuelo. Sin éxito. Consuelo no descolgaba el teléfono, lo dejaba sonar hasta que se cortaba la comunicación o bien la cortaba directamente ella. Ese gesto despistaba tremendamente a Bruno, que pensaba que Consuelo no parecía ser mujer de una sola noche, ¿o quizás solo con él?
Ese pensamiento le atormentó un tiempo, pues Consuelo le gustaba de verdad.
A las 6:30 de la mañana, con las primeras luces del día, Bruno se despertó sobresaltado y aturdido. Estaba en el chill out de su casa, tumbado sobre el sofá. Recreaba los últimos momentos de su largo sueño. Solía soñar mucho. En realidad, las cosas no habían transcurrido como en el sueño. Era cierto que Consuelo le había sido algo esquiva al principio y reacia a comprometerse, pero no hasta el punto de no cogerle el teléfono.
El resto de lo que recordaba del sueño coincidía bastante con lo que habían sido sus inicios como estudiante, su