El Heredero
Por Alvin Karel y Melvin Karín
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Información de este libro electrónico
Un acaudalado inversionista italiano es asesinado en Colombia. Su hijo, William Mancini, se enlista a una agencia de seguridad estatal con la esperanza de vengar la muerte de su padre. Las circunstancias lo llevan a la pérdida de su fortuna, la separación de su familia y al exilio. Pero antes, descubre un entramado de corrupción que vincula a generales de la república con el crimen.
“El Heredero” es el primero de tres libros que, junto con “La Alézeya” y “El Heredero Insospechado”, componen la trilogía “La Familia del Espía”. Un cautivador thriller político que revela la pugna entre gobiernos e instituciones estatales en sus vínculos con poderosas empresas privadas, que a través de una compleja red de maquinaciones luchan por preservar el poder.
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El Heredero - Alvin Karel
Introducción
Capítulo I
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
Capítulo V
Capítulo VI
Capítulo VII
Capítulo VIII
Capítulo IX
Capítulo X
Capítulo XI
Capítulo XII
Capítulo XIII
Capítulo XIV
Capítulo XV
Capítulo XVI
Capítulo XVII
Capítulo XVIII
Capítulo XIX
Capítulo XX
Capítulo XXI
Capítulo XXII
Capítulo XXIII
Capítulo XXIV
Capítulo XXV
Capítulo XXVI
Capítulo XXVII
Capítulo XVIII
Capítulo XXIX
Capítulo XXX
Capítulo XXXI
Capítulo XXXII
Capítulo XXXIII
Capítulo XXXIV
Capítulo XXXV
Capítulo XXXVI
Capítulo XXXVII
Capítulo XXXVIII
Capítulo XXXIX
Capítulo XL
Capítulo XLI
Capítulo XLII
Capítulo XLIII
Capítulo XLIV
INTRODUCCIÓN
El Heredero
es el primero de tres libros que, junto con La Alézeya
y El Heredero Insospechado
, componen la obra La Familia del Espía
.
La colección en su conjunto es un thriller político y de aventuras que recrea la corrupción política e institucional latinoamericana, desarrollada desde la intimidad de las clases poderosas que la alimentan y transforman. A través de la familia del espía, la obra expone el idealismo de las dirigencias políticas y las luchas de poder con las clases sociales que las desafían. En un sentido amplio, en los tres libros, se interpreta, desde la ficción, la tensión política que vive Colombia y a su vez todo el hemisferio americano.
CAPÍTULO I
Un bombazo retruena en el sótano de la fiscalía, una nube de polvo y fuego se alarga por la fachada del edificio y pulveriza, al instante, los ventanales de cristal. Llamas sofocantes crepitan desde un jeep en el centro de la explanada; la placa calcinada del vehículo columpia en el suelo, al lado de un botín de niña chamuscado. Gritos de dolor y sonidos de sirenas rasgan la escena que periodistas exponen en televisión.
Doblado frente al escritorio, al fondo de su alcoba a media luz, Alejandro permanece acezante ante el recuerdo inevitable. El dolor que aún quema su piel hace vibrante el llanto. Lágrimas gotean de sus mejillas, se esparcen como manchas húmedas sobre las hojas y destiñen las cursivas de La Alézeya entre sus manos. A sus dieciséis años, demacrado y sin aliento, el menor de los Mancini se enfrenta al mayor secreto de su familia.
Con manos temblorosas, Alejandro se enjuga las lágrimas y luego cierra de golpe el manuscrito sobre el escritorio. Por fin, después de seis horas, abandona el asiento. Aún viste el vaquero y la camisa franela con los que recorrió en la mañana las propiedades ruinosas de su padre. En los bajos del chevignon resaltan estrías de sangre apelmazada en la tela. Reconoce que no es su sangre. Pertenece al subalterno que le salvó la vida, horas antes.
Con los puños en los bolsillos del pantalón recorre despacio la moqueta gris alrededor de la cama. Camina por delante de los óleos colgados en las paredes de su alcoba. Lo fustiga el hedor que cunde desde arcones con acuarelas y pinceles arrumados en un rincón. Entre sombras huidizas se acerca al ventanal, descorre la cortina y observa el vidrio lloviznado.
Desde lo alto de su habitación, en el segundo piso de la casa, reconoce al centinela que patrulla por los caminos adoquinados de la propiedad. Lleva un gorro de lana en la cabeza, chaqueta negra y un Galil apoyado al hombro. Parece intranquilo, lo perturban las órdenes que chasquean en la radio de comunicación en su mano izquierda; sin dudas, presiente el peligro que atisba desde la oscuridad que rodea a la hacienda.
A lo lejos, en el valle circundado de montañas, se divisa la ciudad, iluminada de norte a sur. En cualquier lugar de aquellas casas o edificios, Alejandro sospecha que conspiran los enemigos de su padre.
Piensa en Elena, presume que ella se desvela dando vueltas en la cama. A él le carcome la idea de ahondar en el sufrimiento de su madre con aquel manuscrito. Pero, acepta con remordimiento, que fue ella quien construyó ante la familia una versión falsa sobre la vida de su padre, William Mancini. Un testimonio antagónico al del director de la policía nacional, mayor general Floriberto Urdaneta, quien, en rueda de prensa nacional, negó todo vínculo de William con los departamentos de inteligencia policial: William Mancini es un terrorista, un forajido. Nada tiene que ver con la policía y las instituciones del estado
.
Todos, incluida su madre, parecen aliados para ocultar la verdad.
Se frota los ojos aletargados del trasnocho, aparta los cabellos de su frente y observa, por un instante, el reflejo tenue de su rostro en el cristal de la ventana. Ojeras violáceas resaltan en su cara pálida, redonda, aún infantil. Ha padecido tanto, y en tan pocos años de vida, que ya no le quedan lágrimas. ¿Por qué no huir como el resto de mi familia, olvidar este asunto y vivir en paz?
Desanda sus pasos y retorna al escritorio iluminado por un flexo. Esparcidos sobre la mesa y en la pantalla del ordenador relucen documentos secretos de William Mancini, Víctor Montoya, Alonso Marroquín y cuantos nombres distinguen a su progenitor. Se deja caer en la silla frente a La Alézeya; esta vez no se atreve a abrirla. Pasa la yema del índice derecho por las incrustaciones de la cubierta del libro en cuero repujado, y experimenta la misma soledad que su padre al escribirlo; el mismo encierro, el mismo miedo que pincha la piel, distintas esperanzas. Inclina la frente sobre el puño de sus manos y cierra los ojos.
Perdonar, olvidar... perdonar, olvidar... perdonar, olvidar
—murmura.
Ahora, comprende con pesar las razones de la persecución a su familia, la presencia permanente de guardaespaldas junto a ellos y las restricciones que él y su hermana Isabel padecieron desde la infancia. Sus padres les mintieron; ahora él quiere conocer la verdad. Sin embargo, un nuevo desafío abre abismos en su camino: en pocas horas se vence el permiso humanitario que lo autoriza a permanecer en Colombia. Ultimado ese tiempo, él y su madre quedan obligados a regresar a Miami, al exilio.
CAPÍTULO II
Ocho años antes, abril 07, 2012
Bogotá-Colombia
El presidente de Colombia, José Vicente Tabares, acompañado del secretario de presidencia y el consejero de seguridad nacional recorrieron al unísono la alfombra dorada del paraninfo de los próceres, cruzaron la antesala del salón protocolario e ingresaron al salón de crisis del palacio de Nariño. La cúpula militar había sido convocada de urgencia para un consejo de seguridad nacional. En torno a una mesa de guayacán esperaban, entre ellos, el ministro de defensa y del interior, el director de la policía nacional y el general de las fuerzas armadas acompañados de otros oficiales.
El presidente saludó con una leve inclinación de su cabeza y se acomodó en su asiento en el centro de la mesa. Era un hombre enjuto, encanecido, de mediana estatura y mirada autoritaria detrás de unos lentes montados al aire. Esa tarde lucía traje de cachemir negro y corbata azul.
—¡Señores! Les he convocado para informarles la entrada en vigor del Plan República II
. Una nueva estrategia de seguridad nacional. Un viraje en nuestra política de estado y en nuestra diplomacia internacional —enarcó el entrecejo—. Pasaremos de actuar a la defensiva, a enfrentar de forma abierta y contundente a gobiernos hostiles en la región, principalmente, aquellos que apoyan a grupos terroristas en nuestro país. Lo haremos no solo en el terreno diplomático, sino también en el militar.
Un oficial que hacía las veces de secretario general de presidencia pasó al mandatario un cartapacio azul con un membrete dorado en la cubierta, que rezaba: Agencia Civil de Espionaje Colombiano
. El documento era el resultado del trabajo conjunto de una comisión especial del ministerio de defensa colombiano, con asesores de la CIA y la DEA. En sus más de quinientas páginas, pormenorizaba los pasos para el desarrollo del nuevo departamento de seguridad, desde el carácter de los agentes que debían reclutarse, el tipo de formación a recibir, la tecnología a emplear y las fuentes de financiamiento.
—En el marco del Plan República II
—prosiguió el ejecutivo—, crearemos una agencia autónoma de operaciones encubiertas, que complementará las acciones del Departamento Nacional de Inteligencia. Los agentes adscritos a esta unidad no solo recaudarán información, sino que combatirán a terroristas y a enemigos de toda índole, dentro y fuera de nuestras fronteras. Escogeremos a los mejores entre los mejores. Crearemos el mayor centro de espionaje de Latinoamérica —hizo una pausa enfática, se acomodó las gafas y barrió con la mirada a los presentes—. Tengo el honor de informarles que el general de la policía, Leopoldo Beltrán, será el director de este nuevo departamento de seguridad. Recibirá todo el apoyo técnico, logístico y económico necesario para su montaje y puesta en marcha.
A la derecha de la mesa, un oficial adusto, de mirada oscura y varios soles en las hombreras de su uniforme, inclinó el rostro. Recibía con beneplácito la designación del ejecutivo. Un año atrás había sido ascendido a director general de la policía nacional: era considerado uno de los mejores estrategas de Colombia y uno de los hombres de confianza del gobierno. Sin embargo, su designación no era bien recibida por toda la cúpula militar. Algunos generales se mostraron recelosos.
—General Beltrán, reclute a hombres y mujeres excepcionales en sus profesiones —le indicó el presidente—. Exmilitares, expolicías, oficiales y patriotas incorruptibles, con razones personales de peso para unirse a este programa. Así, también, a diplomáticos y a ejecutivos capaces de infiltrar gobiernos, altos mandos militares y agencias internacionales que apoyan a terroristas en nuestro país.
—Como usted ordene, señor presidente —dispuso el general con un leve asentimiento—. Sirvo a la patria y a su voluntad.
—La patria os agradece su compromiso y sacrificio, general —exaltó el presidente—. Muchos de los ataques terroristas en el país son planeados por mercenarios acobijados en países vecinos, que los protegen y financian. Llegó la hora de demostrar a nuestros enemigos internos y externos, toda nuestra capacidad estratégica y militar —en el recinto hubo muestras de aquiescencia por parte de varios oficiales—. Tenemos la obligación de defender la libertad y la democracia en nuestro país y la región. No rehuiremos de la guerra si es necesario, por lo que debemos prepararnos —el ambiente quedó electrizado con las palabras del mandatario; más que un informe, parecía una arenga de guerra. El presidente se irguió en la silla y detuvo su mirada en un oficial a su derecha—. A continuación, el señor ministro de la defensa, general Rigoberto Manrique, nos detallará el alcance y los programas concebidos dentro del nuevo Plan República II
.
Un oficial corpulento, de un metro ochenta, ataviado en un traje verde olivo, inclinó el rostro con solemnidad y se levantó del asiento. Caminó estirado por delante de los oficiales hasta una pantalla de proyección al fondo de la estancia. Representaba la línea dura del gobierno. Hombre implacable acostumbrado a la guerra. El verdadero artífice de la nueva estrategia de seguridad nacional.
—Señores. Enfrentamos una situación excepcional que requiere medidas excepcionales —inició en tono circunspecto—. Nuestro país, como nunca en su historia republicana, vive al borde de una guerra internacional, a la vez que afrontamos una crítica situación de seguridad interna. Por esta razón hemos tomado medidas trascendentales —la luz roja de un puntero en su mano derecha señaló un organigrama en la pizarra—. En el marco del Plan República II
, el país será dotado de baterías de artillería, radares de alerta temprana y una flotilla de aviones de combate F16. Reforzaremos nuestra defensa antiaérea con misiles de medio alcance tierra-aire y aire-aire, los cuales emplazaremos en las fronteras este y sur del país; así, también, reforzaremos la dotación militar en fragatas que patrullan nuestros mares y ríos. Pero el mayor impacto del Plan República II
no estriba en el plano de la disuasión militar, sino en el terreno de la inteligencia y la contrainteligencia —en la pantalla se reflejaron los planos en 3D de un fortín militar—. En los siguientes meses, pondremos en marcha la Agencia Central de Espionaje Colombiano, ACEC. La misma estará dirigida por oficiales de alto rango, con independencia para elegir objetivos, tanto militares como civiles, ordenar ataques selectivos e intervenir en operaciones encubiertas, dentro y fuera de nuestro país.
Algunos oficiales, entre ellos el general Beltrán, se mostraron conformes con la declaración: por fin podrían cumplir su cometido. Desde hacía meses presionaban al ejecutivo para cambiar la estrategia en materia de seguridad nacional. Pero el comandante de las fuerzas militares, mayor general Juan Manuel Mejías, no comulgaba con esta parte del programa.
—Con el debido respeto, señor ministro —exclamó con voz ronca—, explíquenos, ¿cómo evitaremos la extralimitación de funciones de esa junta autónoma? ¿Cómo impediremos que nos conduzcan a una crisis internacional sin fundamentos?
El ministro escuchó el requerimiento en posición firme con los brazos cruzados a la espalda; la mirada fulminante revelaba su contrariedad.
—Entiendo su inquietud, comandante —replicó—. Pero la ACEC sólo estará sometida a los preceptos de su director principal, quien responderá, únicamente, a la autoridad del señor presidente de la república. No existirá otro tipo de regulación, ni judicial, ni militar.
—Entonces, ¿qué