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La Épica de las estrellas matutinas
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La Épica de las estrellas matutinas
Libro electrónico766 páginas12 horas

La Épica de las estrellas matutinas

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El 16 de octubre de 1978, durante las celebraciones del 70º aniversario de Enver Hoxha, gran dirigente del Partido del Trabajo de Albania, un diluvio nada propiciatorio destiñe la pintura roja de pancartas y banderolas con las consignas dedicadas al día jubilar, inundando Tirana con un reguero de agua mezclada con «la sangre de los mártires de la revolución comunista albanesa». Este hecho aparentemente intrascendente, sumado a la elección ese mismo día del nuevo papa de Roma, el cardenal polaco Karol Józef Wojtyla, es visto por los Servicios de Seguridad del Estado como un complot disfrazado de casualidad, como un sabotaje en plena línea de flotación de la guerra ideológica, coincidiendo justamente con la ruptura con la República Popular China. La orwelliana maquinaria de represión que los órganos competentes, en un rapto de patetismo revolucionario, ponen en funcionamiento para desenmascarar y castigar al «enemigo interno», encuentra su cabeza de turco perfecta en uno de los trabajadores de la empresa de decoración del espacio público de la ciudad: el pintor Edmond/Sulejman, desclasado descendiente de una familia musulmana y capitalista, amén de cornudo, divorciado y bebedor. Imposibilitado bajo el yugo de la sospecha y el miedo a la delación, en su vertiginoso desdoblamiento entre lo cotidiano (Edmond) y lo abisal (Sulejman), el pintor deposita todas sus esperanzas de rehabilitación en la realización de un gran lienzo titulado La épica de las estrellas matutinas, que el Gran Dirigente deberá destacar en la inauguración de la próxima exposición en la Galería Nacional de las Artes… Esta novela, inspirada en el caso del pintor Edison Gjergo y su cuadro homónimo, ganó el European Union Prize for Literature 2017. Su autor, Rudi Erebara (Tirana, 1971), la ha definido como una obra escrita contra «la inmoralidad de las dictaduras y sus dictadores».
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento3 may 2022
ISBN9788412168990
La Épica de las estrellas matutinas
Autor

Rudi Erebara

Rudi Erebara (Tirana, 1971) es pintor, poeta, novelista y traductor. Antes de dedicarse a tiempo completo a la escritura se graduó en la Academia de Bellas Artes de Tirana y ejerció como analista político, periodista y editor en varias cabeceras de prensa. Es autor de los libros de poesía Fillon Pamja (Donde comienza la vista, 1994), y Lëng argjendi (Zumo de plata, 2013); de las novelas Vezët e thëllëzave (Huevos de codorniz, 2010), y, especialmente, La épica de las estrellas matutinas (2016), ganadora del European Union Prize for Literature 2017 y traducida al ruso, griego e italiano. En su faceta como poeta y traductor, ha recibido los siguientes premios y galardones: ganador del Poema del Año (1991), distinción concedida por la Universidad de Tirana; del concurso nacional de poesía Migjeni (1993 y 1996), organizado por la Fundación Soros de Albania; y del Premio 8 de diciembre (1992); galardonado asimismo como Traductor del Año en 2012, por la versión albanesa del libro de poesía The Wind Is My Savior de A. R. Ammons, premio fallado por el jurado de la 15ª Feria del Libro de Tirana; y como Traductor del Año en 2013 y 2015, por sus versiones al albanés de Un mundo feliz de Aldous Huxley y Moby Dick de Herman Melville, ambos galardones concedidos por la Academia de Cultura de Albania.

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    La Épica de las estrellas matutinas - Rudi Erebara

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    LA ÉPICA DE LAS ESTRELLAS

    MATUTINAS

    Rudi Erebara

    LA ÉPICA DE LAS ESTRELLAS

    MATUTINAS

    ***

    Traducción del albanés a cargo de

    María Roces González

    GINGER APE BOOKS&FILMS

    Esta obra ha sido cofinanciada por el Programa Europa Creativa de la Unión Europea (Support to Literay Translation Projects) y ha contado con una ayuda a la traducción del Centro Nacional del Libro y la Lectura del Ministerio de Cultura de Albania (QKLL)

    Título original: Epika e Yjeve të Mëngjesit (2016)

    Autor: Rudi Erebara

    Traductora: María Roces González

    Colección: Thompson & Thompson

    TT01-00025-A

    Primera edición en Ginger Ape Books&Films: diciembre de 2021

    © De la edición original: Rudi Erebara, 2016

    © De la imagen de cubiertas: Rudi Erebara, Britma (El grito)

    © De la traducción: María Roces González

    © De la presente edición: Ginger Ape Books&Films

    © Copyright

    No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual.

    ISBN: 978-84-124622-0-3

    Depósito legal: AL 3848-2021

    THEMA: FBA

    Ginger Ape Books& Films, S.l.

    www.gingerapebooks.com . www.facebook.com/gingerapebooks . www.twitter.com/gingerape

    INTRODUCCIÓN

    Es esta una novela sobre la inmoralidad de las dictaduras y sus dictadores. Las dictaduras son diferentes entre sí, pero su grado de ensañamiento se suele justificar, por lo común, mediante el razonamiento de que la violencia la han ejercido ciertos hombres con ejército contra otro pueblo. Hecho que, si bien se evidencia a lo largo de la historia, bastarían para verificarlo algunos ejemplos del siglo XX. Primera Guerra Mundial, Revolución bolchevique, Segunda Guerra Mundial, guerras diversas en la antigua Yugoslavia, etc., y también los crímenes cometidos por un pueblo contra otro hoy, o por una religión contra otra. En Albania, los comunistas que masacraron a un pueblo desarmado, aun en tiempos de paz, más que cualquiera de los ejércitos de ocupación de la Primera y Segunda guerras mundiales, eran albaneses. Encarcelaron a decenas de miles, internaron a centenares de miles, expropiaron a millones de personas. Esta «aterradora catástrofe, este terrorífico terror», como diría el poeta Lasgush Poradeci, sucedió en un país muy pequeño, a un pequeño pueblo, a cargo de un ejército de albaneses contra albaneses. No existía ninguna diferencia religiosa, ninguna diferencia étnica, ninguna destacada diferencia política. Era un ejército contra civiles. Un ejército que consideró a Albania botín de guerra desde el primero de los días en que estableció su dominio sobre el conjunto del territorio albanés. Ninguno de sus habitantes, ricos o pobres, tuvieron la fortuna de poder permanecer neutrales, como habían hecho anteriormente ante cada uno de los ejércitos extranjeros. A los ricos los mataron, los encarcelaron, los expropiaron, los convirtieron en mano de obra en los campos de internamiento. Y algo semejante, con tantos miles y miles de personas, no lo había perpetrado antes ninguno de los ejércitos extranjeros. Cuando terminó el primer derramamiento de sangre y se esfumaron las riquezas sustraídas en Serbia y Rusia, este ejército de ocupación se volvió hacia la clase del campesinado trabajador, los kulak. La masacró también, tanto en lo relativo a su existencia como a su propiedad. Cuando desapareció igualmente esa riqueza nacional, construyó la lucha de clases con el último as que le había quedado al país tras la estúpida industrialización: la mano de obra. Y en cuanto rebajó el valor de la mano de obra hasta un límite en el que el salario cubría únicamente las necesidades más indispensables, la dictadura comunista fue aún más lejos. Encarceló deliberadamente a miles de personas para servirse de ellas como mano de obra. Y envió igualmente a varios miles más como mano de obra gratuita a internamientos no declarados como tales, bajo amenaza de cárcel y a tenor de la consigna: «Donde la patria tenga necesidad».

    Se creó una nueva realidad en una Albania de la cual no se podía escapar. Cualquier intento de huir de la dictadura se enfrentaba a la pena de muerte. El albanés era sencillamente esclavo del Partido del Trabajo, un esclavo al servicio del Estado Mayor del ejército de ocupación. La única huida posible era el arte. El sueño en lienzo.

    Sometida a esa realidad la gente se vio obligada a crear un sistema de vigilancia y defensa personales. Guardarse de con quién hablaba, de lo que hablaba, de lo que buscaba, de lo que gastaba, de dónde se encontraba. El albanés vivía a diario bajo la amenaza de que todo le iría mal en la vida si no se sometía al engranaje de la dictadura. Y el engranaje de la dictadura lo oprimía y le recordaba continuamente que debía ponerse a su servicio para que tomara parte en el crimen. No fue fácil en absoluto. El habitante de la ciudad acababa en una aldea abriendo un canal y el aldeano en la ciudad. Se arruinaban dos mundos. El que era trasladado al campo quería volver, pero el transferido a la ciudad hacía lo imposible para no volver jamás. El diablo habita en las pequeñas cosas. Nadie era importante. Ya fueras director, ministro, secretario del partido, gran escritor o artista, si así lo quería el partido te echaba simplemente del trabajo y te ponía a pico y pala. Te metía en la cárcel, te pegaba un tiro a ti y a la familia. (Recordaba los fusilamientos de castigo nazis). Y las víctimas irían sin remedio a cumplir la condena impuesta, porque no existía ninguna otra posibilidad. El individuo condenaba a la familia. La familia condenaba al individuo. No había salvación. Albania fue el único país donde se proclamó legalmente el ateísmo, donde se destruyeron los objetos de culto, donde se dio muerte y se encarceló a hoxha¹ y curas. Albania fue el único país donde aún hoy parece que ciertamente no hubo Dios. Albania fue para el individuo al margen del engranaje criminal de la dictadura, al margen del partido, al margen del clan, de la parentela, de la sociedad, un país sin salvación. Para quien procediera de las clases derrocadas, tal como definió la dictadura a los vástagos de las miles de personas ejecutadas con o sin juicio desde el día en que se marchó el último de los alemanes, Albania era el propio infierno, del que solo podías ser salvado si te perdonaba Dios. Y en Albania, esa misión se empeñaron en delegársela al dirigente de la dictadura, Enver Hoxha, todos los organismos del sistema. Desde el más importante al más insignificante. Desde la Asamblea Popular hasta la guardería infantil. Resulta difícil de comprender la razón por la cual los integrantes de este ejército de ocupación sentían tanto odio contra su propio pueblo. Podemos llegar a entender que todo un sistema escolar se encargaba de lavar los cerebros, pero, no obstante, el ensañamiento mostrado no tiene parangón. ¿Por qué durante cuarenta y cinco años residieron en Tirana más oficiales del ejército, de la Sigurimi² y policías que estudiantes, una vez terminada la universidad? Es perfectamente comprensible. Explica la ocupación.

    El último de los ejércitos llegado al país hablaba albanés y no tenía adonde regresar. Se quedaría, por ello, cuarenta y cinco largos años. Este nuevo ocupante llegó como la Italia fascista y la Alemania nazi bajo la bandera del libertador. Pero el albanés estaba y siguió estando contra la ocupación. Por esa razón me pareció oportuno ilustrar el posicionamiento antifascista y anticomunista del albanés a través de la obra La épica de las estrellas matutinas del gran pintor albanés Edison Gjergo, quien hubo de sufrir un injusto calvario siendo totalmente inocente. Estuvo encarcelado durante años terribles solo por ser pintor. Y no fue condenado cuando rompieron nuestros comunistas con los comunistas chinos. Se le condenó años antes, precisamente en aquellos que se conocen como los del liberalismo.

    He descrito el cuadro de Edison Gjergo como un símbolo de la participación popular en la guerra contra el fascismo. Pero explicando simultáneamente que algo así carecía de valor para el Partido del Trabajo de Albania. La suerte que le espera a Sulejman, o Edmond, en esta novela, no es la suerte de Edison Gjergo. Si bien, en definitiva, acabaría siendo la misma puesto que el partido había determinado incluirlos en la lista de los enemigos imperecederos. Aquellos que habían de continuar procreando nuevos enemigos. Y fue tan cierto que hasta el sustituto del dictador, Ramiz Alia, lo soltó por su propia boca al espicharla el sol de la Unión Soviética. Cuando cayó la dictadura comunista en todos los países del Este. Cuando se unieron las dos Alemanias, Ramiz Alia dijo entonces: «Estos que se han alzado hoy son los hijos y nietos de aquellos que matamos entonces, y que si fuera necesario mataríamos también hoy». Y lo dijo en 1990, cuando comenzó el movimiento estudiantil por la democracia. Cuando el socialismo había conseguido sublevar a Albania en demanda de pan y en cinco años huyó un tercio de la población, huyeron un millón de personas. Lo que continúa siendo una plaga en los veinticinco años de posdictadura.

    La épica de las estrellas matutinas, la obra de Edison Gjergo, me ha perseguido a lo largo de mi juventud por lo que furtivamente se decía de ella: una pintura extraordinaria contraria al partido, y tan potente como para mandar a la cárcel al pintor. Un cuadro como los del Louvre. Eso nos habían contado. Todos sabían que Edison era un pintor magnífico. Y cuando contemplé el cuadro por vez primera, como raras veces sucede con otros cuadros importantes, incluso del arte mundial, resultó lo que me había imaginado. Extraordinario. Épico. Una pintura que creía en la lucha contra los ocupantes. Una pintura en la que las estrellas eran verdaderamente astros de liberación y no las del ejército de ocupación de los comunistas. Este cuadro realmente trasciende la dictadura. Libera la guerra del fango en el que la hundió la dictadura. Le lanza a la cara a ella (la dictadura) la historia de la guerra de liberación y la devuelve al tiempo de tono azul con que está pintado el cuadro. La devuelve a los que lucharon contra los ocupantes por un amanecer en libertad y no por una nueva ocupación. Y Edison ilustra correctamente la historia de la guerra y se la entrega, como si fuera una medalla, al pueblo albanés. Edison Gjergo fue uno de los pintores condenados por la dictadura. Todos, sorprendentemente, fueron condenados bajo la misma acusación. Habían ido contra el partido. Habían conculcado las normas del arte comunista, las normas del realismo socialista. El engranaje ideológico de la dictadura fusiló poetas, músicos, sencillamente por no atenerse a tales normas. Era como pretender que una picadora de carne interpretara un aria de amor.

    Bajo estas condiciones extraordinarias, el albanés se desnaturalizó. Debemos comprender hoy, de manera realista, que Albania era un país sin salvación. Un país donde solo te salvaba la muerte. Pero incluso cuando te salvaba a ti, tu propia muerte podía significar la mayor de las desgracias para aquellos que dejabas atrás. En lo relativo al crimen era aquella una dictadura genial, incomparable en su clase. Cada pretexto e hilo estaban conectados. Las familias eran como un cordón de bombillas conectadas en serie. Si se fundía una, se apagaban todas. El individuo, por más mortificado que estuviera por salvarse, temía en primer lugar la hecatombe que la dictadura haría recaer sobre su familia, en el caso de que saliera vivo de la huida. Es esta también la victoria del alma. Esta victoria, pues el arte del realismo socialista no pudo considerar La épica de las estrellas matutinas como la medalla otorgada a los logros del ocupante comunista, la hizo posible Edison Gjergo y forma parte de nuestra historia, como la guerra de liberación contra el ocupante fascista.

    No sé de ningún otro país del mundo donde el Estado declare enemigos y condene al abuelo, al hijo, a los nietos y nietas, a los biznietos y biznietas. No sé de ningún país del mundo que haya construido un sistema estatal que dictamine que las familias serán enemigas por los siglos de los siglos, siendo las referidas familias la mitad de la población. Cuando en 1979 la Madre Teresa recibió el premio Nobel de la Paz, en Albania, su país natal, el hecho no tuvo eco alguno. Hoy, sin embargo, todo ámbito de importancia lleva su nombre. Este país llamado Albania que dio al mundo una persona de tal envergadura, consagrada al perdón, la misericordia y al servicio en favor de la humanidad, estaba dirigido en aquel tiempo por los criminales más grandes de Europa. El engranaje de la dictadura continúa sustrayendo la historia que no le pertenece.

    LA ÉPICA DE LAS ESTRELLAS MATUTINAS

    Edmond abrió la botella de fernet aún con las alubias y el pan en la boca. Llenó el vaso. Eructó. «Hoy, 16 de octubre de 1978, el pueblo albanés festeja a manos llenas, cumplido y sobrepasado el plan quinquenal en cada terreno de la vida, el cumpleaños del muy querido dirigente del partido. Transmitimos las principales noticias en Radio Tirana», mas él no prestó atención. Al llenar el segundo vaso, sopló afuera un enloquecido vendaval. Las ventanas comenzaron a ulular. Los goterones del chaparrón resonaron como trompetas contra los cristales, cesando tras cada racha de viento. «Parece que ya no mencionan a China a cada paso», pensó. Retiró el plato y la cuchara y los dejó en el fregadero. Los lavó con agua fría y le dio la vuelta al plato. Dejó la cuchara encima. Limpió la mesa. Vagó por la casa con el cigarrillo en los labios porque no quería irse a dormir tan temprano. Se sentó para coger una carpeta alquitranada. Simplemente pretendía ahuyentar el sueño, por lo que se sirvió otra copa. Al tercer vaso fue como si le desapareciera el cansancio acumulado. Recordó alegre que el día siguiente se le presentaba poco complicado. El chaparrón de afuera se transformó en tormenta. Le apetecía otra copa, pero le entró el sueño. Se llevó la radio a la alcoba. Sintonizó la rai a bajo volumen. Se metió en la cama y perdió la consciencia. Se despertó más tarde de nuevo al refrescar y hacer algo de frío. Apagó la radio. «Mañana», se dijo en voz alta. La lluvia caía a intervalos tras el primer chaparrón. Pero pasado cada uno de los intervalos, descargaba en tromba. La mañana clareó monocolor. El sol, al salir, se dilató como gota de leche en el café. Edmond lo vislumbró una sola vez en la cima del monte, en medio de la maraña de nubes, como una manchita blanca sobre la pared color azul acero del aire. Después se desvaneció. Parpadeó y miró el reloj. A continuación, para asegurarse que estaba despierto, manifestó: «¡Veamos si han elegido papa!». La radio de pilas soltó un chirrido parecido al del metal cuando araña la pared. Edmond se frotó los ojos, como si pretendiera distinguir mejor los letreros del receptor azul celeste: «iliria, dos bandas, ocho transistores/volumen/sintonía, M-tecla negra-C, ondas media y corta». Subió un poco el volumen. Ajustó con cuidado la frecuencia y, cuando menos se lo esperaba, la radio tronó: «Campari eeeed allegria!».

    Edmond bajó apresuradamente el volumen hasta oír por segunda vez el trac. El silencio roto y restablecido le pareció una sustancia suspendida sobre el dormitorio que se filtraba con impaciente vibración a través del cristal de la ventana. Se esforzó por escuchar las noticias en voz muy baja. Había aún demasiado silencio. La invisible voz del locutor surcó la negrura de las ondas y, a través del intestino de la radio y su altavoz, alcanzó las tinieblas de su oído como cuando se enciende una luz.

    Buongiooorrrnooo stamattittnaaaaa, tuuuutttiiii! Ayer, 16 de octubre de 1978, al tercer día desde el pasado sábado, el cónclave papal eligió al nuevo papa, el cardenal polaco Karol Józef Wojtyla por noventa y nueve votos de ciento once. El papa aceptó su elección con las siguientes palabras: «Con obediencia a la fe de Cristo, mi Señor, confiando en la madre de Cristo y de la Iglesia, no obstante las graves dificultades, acepto». El Papa ha tomado el nombre de Juan Pablo Segundo, en honor del difunto papa Juan Pablo Primero. Y saltándose el acostumbrado protocolo del Vaticano se dirigió al pueblo con estas palabras: «Queridísimos hermanos y hermanas, todos estamos apenados por la muerte de nuestro amadísimo papa Juan Pablo Primero, y he aquí que los cardenales han designado un nuevo Obispo de Roma. Lo han llamado de un país lejano…, lejano pero, sin embargo, muy cercano siempre por la comunión en la fe y tradición cristiana. He sentido miedo al recibir esta designación, pero lo he hecho con espíritu de obediencia a Nuestro Señor Jesucristo y con confianza plena en su madre María Santísima. No sé si podré explicarme bien en vuestra… ¡no!, en nuestra lengua italiana; si me equivoco, me corrigiréis…», dijo el papa con humor alterando adrede la palabra «corregiréis»…

    »El papa Wojtyla hace el número 264 en la lista cronológica de los papas y es el primero no italiano en 455 años. Con cincuenta y ocho años de edad es el más joven de los papas… —Al llegar aquí, la mano de Edmond, ovillada como un caracol en torno al dial, silenció la radio.

    «Bismilah! ¡Por Dios! —dijo dando un salto de alegría—. ¡Nuestro polaco se convirtió en papa!».

    La voz atravesó la penumbra ahora rota por la luz como si fuera una sustancia que pudiera agarrarse con la mano. Buscó al tuntún los calcetines en el suelo. Su boca despedía un jadeo de felicidad. La sonrisa se congeló en su rostro y poco a poco se fue transformando en una mueca de impaciencia. Se sentó en la cama con la cabeza gacha. El contorno negro de los calcetines hacía contraste con el gris difuso de las baldosas de hormigón y granito. Desperezó el cuerpo entumecido por el sueño. El tintineo del cristal vibrando bajo la tormenta le hizo mirar de nuevo el reloj. Se puso en pie y encendió la luz. Cogió la radio y movió la flecha hasta la sintonía de Radio Tirana. La apagó. Abrió la ventana. Husmeó un par de veces en el exterior calculando el frío que hacía. Fue como si aquella extraña sensación de felicidad se escabullera con sus jadeos hacia afuera para vagar por el negruzco cielo de la ciudad como un pequeño e invisible fantasma.

    Entró en el baño. Se detuvo ante el espejo a contemplar con sus propios ojos la petrificada sonrisa de sus labios. Se pasó ahora la mano por la mejilla sin afeitar, fue a salir pero se detuvo en la puerta a mirar de nuevo el reloj, recompuso el gesto con sonrisa triunfante sobre las ruinas de la anterior y pronunció en voz alta: «Hoy te mereces un rasurado húmedo, como para una boda, tongzhi Sulejman. ¡El camarada papa es nuestro polaco!».

    En la cocina, colocó el cacillo de cuatro tazas sobre el hornillo eléctrico. Fue a por la radio y la depositó sobre la mesa. Tomó una corteza de pan. Miró el reloj. Escuchó durante siete minutos la rai con la radio pegada al oído. Después sintonizó Radio Tirana y subió el volumen. En aquellos siete minutos se calentó el agua. Fue a afeitarse. Se embadurnó con la brocha la espuma del jabón de afeitar, mientras chupaba la dura corteza de pan tratando de no llevarse la espuma a los labios. De la radio le llegaba la estoica voz de la locutora. Enumeraba los porcentajes de superación del plan y los heroicos esfuerzos realizados en cumplimiento de los objetivos del sexto plan quinquenal en los también heroicos tajos de las gloriosas obras industriales. La locutora enfatizaba la «erre» incluso cuando la palabra llevaba simplemente «ere».

    «Para hacer más rriguroso, más fuerrte, más imporrtante lo que le han escrito otros», pronunció Edmond en voz alta.

    «¡Marrchamos a rritmo rrevolucionarrio! —añadió con prudencia Edmond, mientras deslizaba con delicadeza por su rostro la traicionera navaja de afeitar Astra—. ¡Nos rrasurramos con navaja de afeitarr rrevolucionarria, rrevisionistas chinos del alma! ¡Viva la navaja rrevolucionarria! ¡Viva el hermano pueblo chino que no se rrasurra en absoluto porque nada tiene que rrasurrar! ¡Viva el café con ferrnet, victorria». Edmond interrumpió su estridente discurso en el instante de lavarse la cara con agua fría. Resopló como un caballo y echó mano de inmediato a la toalla para secarse. Se frotó con fuerza para entrar en calor.

    «Los rrevisionistas soviéticos nos afeitan el culo con rraíz cuadrrada… ¡Bastarrdos! ¡Grranujas! ¡Trraidores! Escrribe en letra grande: más rrápido, más arriba, más lejos… —Desde la radio, en la cocina, llegaba como música de fondo del noticiero una marcha para acompañar el trabajo, cuyo estribillo acompasó Edmond al afeitado—: En una mano el picooo / patrria trranlará / en la otrra el fusiiil / trranlará, trranlará / nosotrros marrchamos hacia adelanteee, siemprre hacia adelanteee…». Trac, giró el botón y después cesó la lluvia.

    Salió a la escalera, miró la hora y comprobó el tiempo que hacía con la vana esperanza de que no lloviera antes de darse la vuelta en busca del paraguas. Una continua molestia. Cuidar de que no se rompiera. Miedo a perderlo o a que se lo robaran.

    «Cuatro días de jornal vale un paraguas», murmuró para sus adentros, como hacía cada vez que lo empuñaba. Cuando giró la llave en la cerradura, musitó en un tono que, por supuesto, solo pudiera oír él mismo, en sintonía con el chasquido de la cerradura: «rras, rras, rras rras».

    E hizo así desaparecer la preocupación que invade a alguien cuando sale de casa y cree no haber cerrado la puerta. Bajó paso a paso la escalera golpeando con la punta del paraguas cada peldaño. La monótona voz que acompañaba la sonrisa coagulada en su piel, que parecía gotear, ploc, ploc, ploc, con la humedad del afeitado, se quebraba cada vez que su pie pisaba los descansillos entre los pisos. Desde el apartamento 11, bajó las cuatro plantas del edificio construido con trabajo voluntario para salir a la calle por la escalera 3. Dejó atrás y allá arriba su casa: dos habitaciones y cocina-comedor, vacía, solitaria. Siguió recto, dándole la espalda. Pensó en sus padres, que murieron uno tras otro y vaciaron su vida. Lo dejaron con los estuches vacíos de las habitaciones, los recuerdos y la libertad, tanta que no hacía uso de ella. Una costumbre ya habitual este espinoso recuerdo que le venía a las mientes cada vez que dejaba su casa sola, y contra el que desde hacía tiempo intentaba luchar como si de un vicio se tratara.

    La libertad y la soledad iban de la mano, como van el día y la noche, y se hacían más cuesta arriba sobre todo los fines de semana. Se acoplaban como los cordones hasta formar un nudo y él se quedaba atrapado en la maraña de sus recuerdos imposibles de desatar. La envergadura del periodo de ausencia se agrandaba y ahondaba como la zanja de barro que las aguas del invierno se tragan y colman las sequías del verano. En las largas noches de invierno, la tristeza devoraba cuanto lo había llenado de alegría en los largos días de verano. Le pareció que realmente hasta allí, hasta el receptor pegado a su mejilla, llegaba el terraplén de la zanja vacía. Allí la soledad se asía y se hacía trizas. Se esperaba del plástico del receptor de radio lo mismo que de un depósito metálico cerrado. La música y las desconocidas voces en italiano, a menudo incomprensibles en las nuevas canciones, como el viento que atraviesa la zanja y surge al otro otro lado con inexplicable fragancia, le hacían recordar que, tal como sucedía con los puentes, todas las dificultades se superan y conducen a tiempos mejores; esos en los que los bellos recuerdos glasean el día y la luz del sol pinta color mantequilla las fachadas de las viejas casas de la playa, otorgándoles el suave tono que adquiere la bronceada piel de las corvas de las chicas bajo el reflejo de sus faldas blancas.

    Edmond pisó el suelo mojado por la lluvia nocturna con la sensación de marasmo de quien introduce los zapatos en el agua. Midió, en un principio, con la punta metálica del paraguas la profundidad del charco, como para comprobar si el agua estaba realmente tan mojada y fría como los espasmos emocionales de su cuerpo. El reflejo de la punta metálica del paraguas redobló su fulgor cuando el rayo descargó en algún punto del monte Dajti y él, aturdido, la alzó un poco asustado, después levantó la cabeza y miró hacia lo lejos asimilándolo. Su coagulada sonrisa pareció adquirir el calor de la sangre con el aire fresco cargado de oxígeno y el ruido de los autobuses. La borró sobre los dientes cuando sintió el trac de la pestaña metálica del paraguas sobre su cabeza junto con el estruendo de los truenos.

    El chapoteo de los zapatos le llegaba como una voz, ajena al ruido de los vehículos sobre la calzada, cada vez que se hacía el silencio. Edmond, mirando hacia abajo, observaba como desaparecían los reflejos grises de los charcos de lluvia y los formaban de nuevo las suelas de sus zapatos y las gotas transparentes. Hasta que ya en la acera volvió en sí al salpicarle el lodo negro del bache que, delante de la parada, abrió en el asfalto la rueda del autobús al desinflarse cuando este frenó y abrió sus puertas. Miró el reloj, miró el autobús, miró la calle, alzó la cabeza y miró hacia las nubes y la lluvia, introdujo la mano en el bolsillo para reunir la calderilla y, en cuando tocó el metal, su fresco tacto lo hizo volver en sí y se acordó de algo. Sabía que debía recordar algo que tenía que hacer, pero debido a la humedad pegada a su cuerpo por la inclemencia del tiempo, su recuerdo también se humedeció como la cabeza de una cerilla que no enciende. Se sacudió e intentó evitar la marabunta humana que, como cabeza de cerilla quemada dentro de la nueva caja de cerillas, trataba de empujar para entrar sin mojarse por la puerta entreabierta del autobús articulado, evitando el charco y con el paraguas cerrado en la mano.

    Se encogió, se subió los pantalones con una mano, aún en la acera y con el paraguas sin cerrar, cuando el autobús le mostró su trasero gris con la palabra «Shkodra» escrita con pintura rojiza antioxidante. El tufo que desprendió el autobús por detrás, junto con la humareda, fue como si arrastrara hacia él, con las gotas de lluvia, el pestazo del sudor de los pasajeros pegados unos a otros y la mezcla de olor a gasolina y grasa derretida por la combustión; todo lo cual hizo añicos su serenidad y resucitó la angustia de llegar tarde al trabajo. Se dio media vuelta y. atolondrado. se encaminó a casa. Se detuvo cuando advirtió que tenía algo que recordar, algo que hacer, que tenía que ir a alguna parte y que, con aquello, no casaba el horario laboral, y no solo porque la lluvia se hubiera abierto camino hasta sus calcetines. El mal tiempo de aquel día de buenas noticias le había empapado el fósforo de la alegría en el corazón, a tal punto de no llegar a comprender qué es lo que había dejado sin hacer. No conseguía prender la mecha del recuerdo. Introdujo la mano en el bolsillo y rebuscó en él. El tintineo de la calderilla cesó rápidamente. De su bolsillo, como lágrimas de añoranza en sus ojos, surgieron el paquete de cigarrillos y la caja de cerillas.

    Bajo el alero de hormigón de la tienda «Tejidos», se colgó del cuello el mango del paraguas y con extremo cuidado sacó un cigarrillo del paquete «DS», que se llevó a los labios aún secos con la yema de los dedos. Por debajo de la chaqueta, secó la caja de cerillas con el interior del bolsillo de la camisa, sacó una cerilla también con la yema de los dedos y la encendió. Restallaron las chispas de la llama, la varilla, después, transportó la resina de parafina hasta sus mejillas, al tiempo que dio una precipitada calada al cigarrillo. El humo de la cerilla y del cigarrillo se cobijaron bajo el paraguas, casi tan extraviados como él, sin rumbo fijo. Como si los tres temieran quedarse fuera de la harapienta cubierta y apagarse bajo la lluvia.

    Edmond esperó escuchando inmóvil cómo caía la lluvia sobre el semicírculo del paraguas; le daba caladas al cigarrillo e intentaba conducir el recuerdo más allá de una lejana estación, mientras lo atenazaba un deseo imposible: que lo avisara alguien en ese momento, que dejara un tanto de llover. Mas, dónde hallar un ramo conmemorativo de flores de otoño. Levantarse lo más rápidamente posible en un gran día de sol, que secara el hormigón de la tumba de su madre, y permanecer allí en cuclillas mientras se fumaba un par de cigarrillos, al sol. No se sostenía ni lo del cementerio ni lo de la lluvia. Después, cuando volviera, llovería a chorros, hasta hacerse un mar. Porque había convertido en costumbre llevar flores a las tumbas de sus padres cada día veintiuno, un día antes o un día después, un mes antes o un mes después de que el tiempo anunciara el cambio de estación. Y sentía en su interior la extraña añoranza que produce la angustiosa calma de los cementerios; la salvación que se halla entre las tumbas con losas de hormigón y granito blanco, todas idénticas, del servicio funerario estatal. Después, de regreso a casa, compraba una botella de fernet en la tienda estatal del barrio, subía y se recuperaba, se sentaba, lavaba el vaso con agua, untaba el borde de azúcar, se preparaba un cacillo de café de cuatro tazas, se sentaba en la cocina ante la radio, la encendía a un volumen solo audible por él y oía la rai sin prestar atención. Bebía fernet, bebía café, bebía fernet, café y, cuando advertía que había comenzado a emborracharse, cogía las fotos de los padres, las colocaba sobre la mesa y lloraba a tenor del tiempo que hiciera ese día, más seco o más lluvioso. Pero solo cuando estaba borracho. Jamás se permitía llorar cuando estaba sobrio porque tenía miedo de reblandecerse ante sí mismo y empaparse, tanto como para dejar de ser hombre a sus propios ojos y saberse un hazmerreír.

    Edmond sabía perfectamente todo aquello cuando le dio una calada al cigarrillo hasta el filtro. Con el mismo cuidado extrajo el segundo cigarrillo, e igualmente la cerilla, e igualmente la encendió. El humo, como su mente, deambuló bajo la harapienta tela negra y después se acurrucó bajo el alero de hormigón, recubierto de moho verde y negras franjas de herrumbre, de la tienda estatal «Tejidos», hasta que se esfumó. Clavó los ojos en la lluvia sin quitarse el cigarrillo ni de los dedos ni de los labios. Cuando la brasa le quemó la uña, lo tiró allí mismo. Se refrescó los dedos con la andrajosa tela negra del paraguas y miró el reloj. Recuerdo de papá.

    Después se puso a cavilar en el cruce: ir de visita al cementerio bajo la lluvia y regresar después al trabajo, aunque tarde, o bien llegarse al trabajo a esperar otro día que hiciera mejor tiempo y en una fecha más cercana a su equinoccio personal… El día jubilar del cumpleaños del dirigente había pasado. Y hoy era sobre todo un día no oficial de descanso. Volvió la cabeza y vio el autobús de rigor detenido en la parada tras arrojar sobre la acera el mismo buche de agua negra. Edmond echó a correr. Alcanzó el autobús aún con la puerta abierta. Cerró el paraguas cuando ya tenía un pie sobre el peldaño y el otro aún metido en el charco de agua negra.

    No había asientos libres. Pero tampoco iban pegados los unos a los otros como sardinas en lata, según la práctica habitual. La primera oleada de trabajadores ya había pasado. Encontró un rincón un poco más libre junto a la ventanilla entreabierta, se agarró a la barra de hierro con las dos manos y, bajando los ojos, se puso a sacudir los pies mojados. Y se sujetó bien para no lastimarse con las oxidadas chapas de los autobuses. Pagó el billete sin quitarle ojo al aguacero que descargó con fuerza en cuanto las ruedas del autobús comenzaron a girar. Cuando apretó el chaparrón y los goterones comenzaron a entrar por la ventanilla abierta, Edmond empujó el afilado borde del cristal con el mango del paraguas y cerró la ventanilla. De inmediato, los ruidosos e intensos goterones de lluvia comenzaron, paf, paf, paf, a estrellarse contra el cristal. Edmond se acercó aún más a la ventanilla para mirar hacia la calle, limpió el vaho que, al respirar, empañó al instante el cristal y, con los ojos fijos en el punto donde se juntaban las dos hojas de la ventanilla, decidió ir directamente al trabajo.

    No bajó. Se lanzó. Dio tres zancadas, primer peldaño, segundo, y cayó con el pie derecho sobre la acera. El fango negro del barro anterior, con la sacudida, salpicó como la andrajosa tela del paraguas. El aguacero parecía descargar en tromba sobre su cabeza, como la manguera de los bomberos en las películas de los Estudios Cinematográficos. Edmond se paró en seco, sin apresurarse. Miró hacia arriba, lo sacudió un estremecimiento capaz de recomponer los huesos y músculos entumecidos por el traqueteo del autobús; después, como si le apeteciera y lo hiciese por gusto, abrió, trac, el paraguas sobre su cabeza y se encaminó a trompicones al trabajo, mientas en su cerebro las flores conmemorativas para las tumbas se convertían sorprendentemente en blancas, como las margaritas de corazón amarillo. Sin pretenderlo se le pasó por la mente, casi con la misma intensidad, la visión de las losas de hormigón y granito blanco de las tumbas que se mojaban con la misma lluvia, en la misma ciudad, allá lejos en el cementerio de Shën Tufinë.

    Edmond no buscaba jamás su propio heroismo. Le agradaba el esfuerzo para conseguir un logro, pero no se permitía llegar a la extenuación que alumbra un sacrificio innecesario. La mojadura camino del trabajo la entendía como algo necesario; y la mojadura hasta el cementerio como algo heroico. Si bien sentía que un día como aquel, de aguacero, le venía mejor emocionalmente que un día de sol. La lobreguez de cementerio que había caído sobre la ciudad le ofrecía la posibilidad de pasar, más fácilmente en esta ocasión, su equinoccio personal, el día de visita al cementerio. Aquellos sombríos nubarrones, aquel chaparrón incesante, convertirían el cementerio en un lugar indefinido, de borroso trazo. Como un lugar bajo la niebla. Y siguió hacia el trabajo sin quitárselo de la cabeza. Cuando sintió las perneras de los pantalones pegadas y cada vez más arriba, pisó con mayor determinación sobre los charcos, pensando a cada instante en la senda más fácil que involuntariamente habría de elegir sobre el asfalto o sobre las baldosas de hormigón de las aceras.

    ***

    Edmond llegó a la empresa a las siete y media. Con media hora de retraso, también por el día de lluvia, esperaba que el aguacero hubiera reblandecido la perpetua vigilancia revolucionaria del pasado jubileo, el habitual entumecimiento previo a los grandes festejos. Hoy era día de descanso. De limpieza general del taller. Vendrían después los preparativos para las fiestas de noviembre. El día 8 de la Fundación del Partido Comunista, a continuación el día 28 de la Independencia y el 29 de la Liberación del fascismo.

    Gani, el guarda, miró primero por la ventanilla de la garita y a continuación sacó la cabeza y le dijo:

    —¡En el cuarto de la cola los tienes!

    Edmond fue directamente hacia su puesto de trabajo. Oyó a alguien gritarle:

    —¡Eh, Sul, agarra unos cuantos listones de los de tapizar!

    Cogió la bata de dril y volvió al cuarto de carpintería, donde se hallaban todos reunidos, secándose. Abrió el paraguas en cuando deseó un «buenos días» colectivo y colgó la chaqueta del primer clavo que encontró vacío en la pared, en la fila de los otros pantalones y chaquetas que ya estaban soltando vaho. El cuarto de la cola despedía de continuo olor fecal debido a la disolución de los pegamentos, pero cuando llovía, aquel olor lo disimulaba la peste de los calcetines y zapatos puestos en fila, par a par, junto a los hombres, como fusiles en el armero. Lo sombrío y fosco del día desaparecía en el interior por efecto de las luces rojas de las lámparas eléctricas, recubiertas permanentemente del polvo del serrín de la madera y de los pelitos de algodón de las telas de lienzo para pancartas. Se volvieron todos hacia el fuego, manteniendo la misma posición que antes. Él salió y fue a por los listones. Volvió con un caldero lleno en el brazo. Nadie dijo nada. Se acercó e introdujo en la estufa de la cola unos cuantos trozos de madera y, como todos los demás, colocó un tablero de abeto en el suelo, se quitó los zapatos, se quitó los calcetines, los colocó bajo la estufa como los demás y permaneció ante el fuego descalzo.

    Continuó el silencio incluso con la llegada del responsable del taller. Solo los truenos rompían la quietud a cada paso. El responsable encendió, pensativo, un cigarrillo en la estufa y extrajo de debajo de ella sus propios zapatos. Salió del cuarto de la cola con el calzado en la mano y desapareció, con el cigarrillo en la boca, sin hacer el menor ruido.

    En el cuarto de la cola, ante el fuego, permanecían cinco hombres con los calcetines en la mano, los pies descalzos, los zapatos ante sí bajo la estufa, la cabeza gacha, los cigarrillos en la boca, a los que daban incesantes caladas para ahogar de algún modo el fuerte hedor putrefacto que circulaba con el vaho. Los hombres fumaban manteniendo el humo en la boca el mayor tiempo posible y soltando luego pequeñas volutas que ascendían con el vaho de las ropas que se les secaban encima. Mirando hacia abajo podían ver las lenguas de fuego cuando se escapaban del hogar.

    En la tibieza del empapado guardarropa entró el director de la empresa con una carpeta en la mano; no dijo una palabra, pero, sin embargo, todos abandonaron la solemne posición de silencio y comenzaron, sin apresurarse demasiado, a prepararse para el trabajo. El director se acercó aún más al fuego mirando al suelo, como si estuviera controlando a quién le calaban los zapatos y quién tenía las uñas de las zarpas sin cortar. Hizo el gesto de que no se movieran. Después, con la cabeza gacha, también él encendió un cigarrillo.

    Los seis cigarrillos se consumían en un silencio solo vulnerado por el crepitar del fuego. El fuego centelleaba rojizo en medio de las tinieblas del hogar, como las palabras que se tratan de decir. Edmond se acercó aún más al fuego y se arrodilló sobre su tablero de abeto. Se limpió la planta del pie con la pernera del pantalón aún mojada y se puso el calcetín. Hizo lo mismo con el otro pie. Miró de reojo a los demás y todos oscilaron, con parsimonia, hacia la misma posición y sobre los mismos tableros de abeto.

    Edmond, sin pronunciar palabra, se puso el primero los calcetines y sus pies golpearon con fuerza el tablero para tratar de desprenderse del hedor y la humedad que le transmitían los calcetines a medio secar. Después se calzó los viejos zapatos que usaba en el trabajo. Estaban secos. Se volvió de espaldas a la estufa, con el cigarrillo pegado a los labios, como el resto, que sujetó ante sí con la mano derecha sobre la izquierda, ceremoniosamente, como si estuviera guardando un minuto de silencio. Algunos de sus compañeros hicieron lo mismo y adoptaron la misma pose. Permanecieron inmóviles secándose las espaldas contra la estufa.

    Enver, secretario del partido en la empresa de decoración del espacio público de la ciudad, llegó a las ocho y los encontró secándose.

    —¡Buenos días, camarada Veri! —le dijeron.

    A Enver no le hacía mucha gracia que lo llamaran Enver, le gustaba más que usaran el diminutivo Veri, y más exactamente e incluso mejor que lo llamaran camarada Veri. «Enver» era en su vida un nombre majestuoso, un nombre escrito en letras mayúsculas capitales como montañas, enver. Era así como se llamaba el hombre más grande del mundo. Ni en sus ensoñaciones más secretas se permitía llegar a la razonable conclusión de que su nombre, como el del dirigente, era simplemente el elegido por centenares de padres de todo el país en otro tiempo; antes de que «Enver» hubiera alcanzado el divino significado del hombre extraordinario al que erigir un lapidario en el universo de la conciencia en permanentes prácticas del camarada Veri.

    Había venido al mundo con ese nombre para ser sencillamente carpintero tras dos años de escolarización. Y, por entonces, no comprendía el enorme significado de aquel nombre. Después había hecho el servicio militar, donde se convirtió en miembro del partido; había terminado la escuela del partido y pasado el periodo de candidatura al mismo en el ferrocarril. Y tras rodar por varias empresas de producción, había encontrado este puesto de trabajo en la decoración del espacio público de la ciudad, donde se encontraba cómodo y cada minuto de su vida guardaba consonancia con sus convicciones ideológicas, el comunismo glorioso, la gloria del socialismo, la gloria de la revolución proletaria y del gran dirigente del pueblo, sobre todo. Estaba en el lugar donde le podía otorgar a su nombre la debida importancia. Le parecía que el nombre de Enver era de alto rango, tanto militar como político. Como si la mismísima naturaleza con todas aquellas invisibles leyes suyas hubiera cruzado por las mentes de sus padres predestinándole al servicio del más grande, puesto que le estamparon el mismo nombre. El «camarada Veri» ascendió merced al trabajo con los chinos; si bien sintiera en cierto modo que utilizar el nombre de Enver degradaba el nombre del propio dirigente, restándole grandeza, peso, pulcritud. Con la llegada de los chinos había cursado la escuela técnica nocturna en la rama de química tecnológica, con la esperanza de que lo enviaran a China a especializarse en pinturas. Y le pareció que llamarse Enver ayudaba. Sentía un enorme deseo de ver un país comunista desarrollado, donde el secretario del partido estaba a la altura de un general. Y lo habían incorporado a la lista para viajar a China, pero, para su desgracia, hasta entonces no había podido ser. Y ahora llegó este enfriamiento. Él, políticamente, sin embargo, era muy transparente. Contaban con el padrecito Stalin y con la madre China. Enver, el gran dirigente del pueblo, era el verdadero hijo de la revolución marxista-leninista mundial. Y al resto de Enveres de Albania les había encomendado el destino la tarea de mantener bien alto el inmaculado y resplandeciente nombre del dirigente.

    El estado de las relaciones entre Albania y China era como el que se había producido tras la muerte de Stalin con la llegada de Jruschov, cuando él era todavía un muchacho. Entonces no comprendió muy bien de qué iba el asunto. Carecía de la debida escarcha revolucionaria. Mientras que ahora sí que entendía este enfriamiento. La helada cayó sobre el espíritu de Enver, y un viento glacial sopló sobre su corazón, temiendo por el destino de la revolución comunista en aquel país. Tan mal se sentía que ni se atrevía a pensar ni en broma en reproducir sus habituales expresiones: «Yo, tongzhi Veri, tú, camarada Veri, él, tongzhi Ali; tú, camarada Li; nosotros somos hermanos, nuestros partidos son hermanos», expresiones que con tanta frecuencia había repetido a lo largo de los cálidos años de amistad albano-china. Pero ahora los chinos se marchaban a diario. Con la inminente ruptura, él se quedaría sin ver el país comunista desarrollado, lo que para Veri suponía un gran desengaño, porque él quería ver con sus propios ojos el comunismo industrial, el verdadero socialismo, gloriosamente aplicado en China. Los chinos no volverían a participar en la decoración de la ciudad ni en las labores relacionadas con las actividades conjuntas en los terrenos ideológicos de concienciación comunista de las masas. De modo que Veri consideró razonable compensar su ausencia con su propio trabajo.

    Él, hombre ubicuo por naturaleza, se pasaba ahora varias veces al día cuando por un taller, cuando por otro. Para estar precisamente en el lugar donde el trabajo encallara. Que vieran todos con sus propios ojos que, en el caso de que Albania rompiera con China, el partido habría de hallar la solución, como había hecho siempre: con los serbios de Yugoslavia, con los rusos de la Unión Soviética, y ahora con los chinos de Mao. Veri siempre llevaba algo en la mano, ya fuera un puñado de clavos, una hoja de papel cuadriculada, las fotos de los dirigentes, un rollo de cuerda, un destornillador, una brocha, o alguna otra cosa. Sostenía con aplomo en la mano algo útil para su propio trabajo o para el de algún otro, pero con el tiempo convirtió la costumbre en una manía. Ahora, incluso cuando salía de trabajar llevaba, sin falta, algo en la mano, una carpeta, un bloc o simplemente un clavo torcido que ni el demonio sería capaz de usar. Si bien, más a menudo, en fechas jubilares, se le veía con uno de los libros sobre comunismo de cubierta roja, bien de Lei Feng, Mao, Enver Hoxha, Lenin o Stalin. Veri era un estalinista convencido, lo mismo que lo era el gran Enver, primer secretario del Comité Central del Partido del Trabajo de Albania. Llevaba años manifestándolo abiertamente, pero, eso sí, era lo suficientemente espabilado para no proyectar la sombra de Stalin sobre el Mao de los chinos, aplicando de ese modo las enseñanzas del partido y del camarada dirigente en relación con la China Popular. Ponía todo su amor y devoción revolucionarios allá donde lo requería el trabajo de partido. Eran estalinistas como partido albanés e internacionalistas en relación con China. No rebajaban la figura de Stalin, pero claro está que no lo mencionaban cuando pudiera parecer que lo estimaban más que a Mao. Con su propio caletre Veri había pensado que, al fin y al cabo, dos hermanos o dos hermanas no piensan sobre la misma cosa lo mismo.

    La revolución cultural china era ideológica de principio a fin, propagandística, pomposa. No era necesario tener demasiado en cuenta la teoría y filosofía comunistas. La revolución china era práctica. Como el arroz pilaf con qofte, que se puede comer en el desayuno, al mediodía y en la cena. La decoración del espacio público de la ciudad era un trabajo incesante, con horario prolongado en ocasiones hasta los domingos. Y todo era sencillo. Veri no tenía que asumir ninguna responsabilidad. Todo llegaba desde arriba directamente a la base. Los chinos tenían sus propias demandas referidas a la presentación gráfica de carteles y banderines conjuntos, pero, eso sí, la mayoría de las veces entregaban el trabajo acabado, traído de la propia China. Seguramente, la enorme facilidad que encontró Veri, en tanto que comunista albanés, y no solo él, sino toda la brigada, se debió a que con los chinos jamás había ocurrido que tuvieran escasez de base material. Los chinos contaban con su propio color rojo tanto en lo relativo a la tela de lienzo como a la pintura. Tenían el rojo específico de la revolución, que a menudo se distinguía del rojo albanés de la bandera nacional o de los estandartes decorativos con la hoz y el martillo, esos en los que se escribía «Viva el PTA³» u otros vivas y glorias a manos llenas, y cuya producción llegaba lista desde China; hasta que el Comité Central, a propuesta del campesinado cooperativista, decidió que hubiera dos rojos, el de los albaneses y el de los chinos, y que aparecieran juntos en el uso cotidiano. Pero, claro, no en las fiestas jubilares. En tales fiestas solo debía de haber un rojo. El rojo del comunismo, del que disponían en grandes cantidades en el almacén y utilizaban de acuerdo a la importancia y envergadura de la fiesta.

    Todos habían visto a Enver retorcerse de felicidad en el intercambio de cumplidos cada vez que un chino que supiera albanés lo saludaba, puño en alto, con aquella cara siempre sonriente: «¡Viva el camarada Enver!». Veri lo saludaba, a su vez, puño en alto aullando como si le fuera a estallar la cara y mientras traqueteaba la prótesis en su boca: «¡Viva el tongzhi Enver! ¡Viva el tongzhi Mao! ¡Viva la inquebrantable amistad albano-china! ¡Viva el pueblo chino!».

    En los casos de epilépticas crisis de consignas políticas, tongzhi Veri, tal como se presentaba él mismo con cada vez mayor frecuencia a los chinos, miraba a izquierda y derecha a todos los presentes con ojos desorbitados. Con el puño a la altura de la parte superior de la cabeza parecía un carnero mocho que tuviera el único cuerno que le quedaba tronchado. En su mirada se atisbaba cierto pánico o vergüenza, pero sin llegar a definirse claramente. Hizo falta tiempo para que aquel gesto lo comprendiera el resto de los trabajadores de la empresa. La mayoría interiorizaba lo que pensaba y más bien se lo tomaban como una reacción de inquietud. Pero cuando llegó y se profundizó la revolución cultural a la par que la amistad, las dádivas e inversiones chinas; cuando el orgullo común consistió en la lucha conjunta por la victoria del socialismo en Vietnam y en todo el mundo, en la flota china, que navegaba bajo bandera albanesa, los aviones, los tanques y las armas de todas clases que desfilaban en las interminables paradas militares, el sorprendente gesto del tongzhi Veri fue adquiriendo cada vez mayor sentido, hasta convertirse en tan significativo para él como para todos los demás, de modo que, sin tardanza, en cuanto un chino ponía los pies en el taller de producción, si alguien veía al secretario del partido alzar el puño hasta la parte superior de la cabeza, como atendiendo a una señal, tras el primer «viva», cuantos se encontraban en el taller comenzaban a gritar de inmediato otros «vivas y glorias», hasta que el camarada chino y tongzhi Veri terminaban su repertorio de consignas. A continuación volvían todos al puesto de trabajo mostrando un celo artificial, con acelerada disposición, como si rodaran un documental de principios de siglo, antes de que se inventara la cruz de Malta en el cine.

    Hoy, en la penumbra de la mañana, el camarada Enver deambulaba en silencio de acá para allá mientras esperaba que los que se secaban en el cuarto de la estufa se incorporaran a su puesto de trabajo. En casos como estos, él siempre ponía por delante las necesidades de la clase obrera, si bien nunca se retiraba a la oficina sin comprobar que todos se encontraran en sus puestos. En todo caso, hoy era un día de descanso a medias y los trabajadores estaban mojados. La clase obrera de la empresa de decoración se merecía un descanso en horario laboral para secarse tras la abnegada tarea realizada. «La dictadura del proletariado es la verdadera democracia» era la consigna que utilizaba Enver Rropi en casos semejantes, para convencerse de que aquel consumo de horario laboral venía directamente determinado por la necesidad de los proletarios. De modo que permanecía algo apartado hasta que ellos mismos lo invitaran a acercarse, pero, eso sí, se encontraba allí dentro con ellos, uno más del colectivo de trabajadores. Lo cual, a sus propios ojos, le otorgaba la debida importancia al cargo que ostentaba. Y así fue, apenas los demás dejaron la estufa sin apresurarse demasiado, él se acercó, les echó un vistazo y estiró los brazos para secarse ante la mirada de los presentes. Tenía ambas manos vacías. Nada de lo acostumbrado se encontraba en ellas.

    El director lo llamó desde lejos:

    —Enver, sécate y ven para que discutamos juntos un asunto…, y di también que venga alguien del taller de enmarcado. —El aludido afirmó con la cabeza y levantó involuntariamente la mano como si fuera a cerrar el puño. Y a todos les pareció como si también él, en aquel preciso instante, comprendiera que tenía la mano vacía, como si la lluvia persistente le hubiera limpiado su manía.

    Edmond lo siguió con la vista y a continuación observó cuidadosamente con el rabillo del ojo a todos los demás. Entró en acción un movimiento general, como si comenzara a girar la muela de un molino de agua. Sin mayor tardanza, el pum, pum de los martillos del taller de armazones consiguió ahogar el estruendo de los truenos. El olor desprendido por la cola al disolverse atufó incluso el despacho de dirección. El calor de la estufa se transformó en una mezcla de sudores al serrar la madera. El Veri del partido permaneció allí, en medio de la peste de la cola, y comenzó a secarse por todos lados, aunque no se quitó ni los zapatos ni los calcetines. Se lo pensó y se lo pensó, después, por la fuerza de la costumbre, agarró del suelo un listón a medio quemar y comenzó a garabatear, sin percatarse en absoluto, con su punta chamuscada sobre el suelo de hormigón. Volvió a pensárselo manteniendo la posición inclinada, solo que sin dejar de atender a que pareciera que se estaba secando, en el papel de último sacrificio, después miró alrededor para que nadie lo viera y, con la misma mirada de astucia con la que solía obligar a los trabajadores a iniciar sus vivas y glorias, se quitó los zapatos, se quitó los calcetines, se sentó en el suelo sobre un pedazo de tablero e introdujo los pies desnudos bajo la ardiente estufa. Y así, al calor del fuego, del humo, del pestazo, sin gran esfuerzo se quitó la chaqueta dos tallas más grande y se la colocó delante de las rodillas.

    Cuando supuso que estaba lo bastante seco, se levantó, se calzó, miró alrededor para que no lo viera nadie, tampoco él vio a nadie, salió y se acercó al taller de cosido:

    —Que Vjollca la del almacén vaya a dirección, que tenemos reunión a las nueve. Decidle que vengan también los responsables de las secciones y alguno de los pintores que se ocuparon de banderines y banderolas.

    El secretario del partido fue, sin que nadie lo detuviera, hasta el despacho del director. El director, el camarada Adriatik, con estudios superiores de mecánica, ya estaba sentado en la mesa de reuniones y fumaba con los ojos clavados en el exterior de la ventana que, al estar abierta, dejaba ver la lluvia y un trozo de lienzo rojizo caído sobre el alféizar. Volvió la cabeza para comprobar quién había entrado por la puerta tras la escueta llamada, como la de un militar, y después dijo:

    —Vamos, Enver, siéntate, y no cierres la puerta hasta que lleguen todos, no es necesario que nos martilleen hoy la cabeza con los toc, toc de llamada.

    Tras acercarse antes a la ventana para observar el lienzo rojizo, fue a sentarse frente al director.

    Sin mayor tardanza, llegaron los titulares de los talleres según su tarea. Vjollca del almacén, Ismail del taller de pintura, Bamir de la carpintería, Gëzim del taller de enmarcado y utilería.

    El director, cuando vio que todos ocupaban su sitio, se levantó de la mesa redonda, señaló con el dedo hacia el lienzo colgado del alféizar y se acercó él mismo a cerrar la puerta del despacho.

    ***

    Cuando vio salir a los jefes, Edmond se apoyó en la mesa de su propio puesto de trabajo. Miró hacia los demás. Iban al tuntún por el taller a la espera de que la reunión terminara. Le parecía que el mal tiempo los había afectado espiritualmente y que el entumecimiento de aquella oscura mañana los había ennegrecido hasta adquirir los rasgos hostiles de los pecadores en el infierno que aparecen en la parte inferior de los iconos bizantinos. Permanecían en silencio como enemigos de la revolución ante el tribunal popular, de acuerdo al imaginario de Enver. Esperaban las nuevas directrices para las pancartas, los banderines, los retratos, para las fiestas de noviembre, la de la fundación del partido, la del Día de la Independencia y la del Día de la Liberación de la patria de los ocupantes fascistas y traidores. La consigna capital era: «¡Recibamos con la frente bien alta y a manos llenas las fiestas de noviembre!».

    Se acercó a las ventanas del taller como solía hacer cuando no tenían faena. Se llegó al ventanal más grande de la sala, el alto con dos batientes, por el que sacaban tumbados los alargados lienzos de los retratos de los miembros del buró político destinados a las fachadas de los ministerios. Allí, frente a los cristales rotos en los esquinazos por las innumerables entradas y salidas, y de cara a un viento que aventaba las gotas de lluvia hacia el interior, mientras pensaba en el día del cementerio, echó una mirada alrededor como para buscar un clavo al que agarrarse, mientras sus ojos se detuvieron en la franja de yerba junto al muro. Donde acababa la franja, en el sendero abierto por las pisadas, el agua corría formando un canal hasta descargar en la alcantarilla. Le pareció que el agua bajaba de color rojo y la siguió con la mirada sendero arriba hasta el lugar de donde procedía. Y finalmente, arriba, donde se secaban en verano los grandes lienzos de los carteles de las espartaquiadas, en una ventana del despacho de dirección vio colgado en la parte de afuera un trozo de tela roja.

    El agua cesó después su acometida, pero el arroyo de la bajante continuaba salpicando de rojo el patio y descargando en la alcantarilla. Edmond sacó un poco más la cabeza por debajo del filo del cristal roto, que se fijó a su nuca como una transparente guillotina, y vio bajo la tela el profundo charco rojo que la corriente no dejaba de vomitar. Después, con incomprensible curiosidad, de modo totalmente inconsciente, introdujo de nuevo la cabeza bajo el cristal, la sacó sin menoscabo y, con un tesón ajeno a su carácter, abrió con esfuerzo los batientes de la espaciosa puerta, que fuera la antigua ventana de la mezquita, y salió a la lluvia para palpar con la mano el agua roja.

    Cuando se abrió el ventanal y penetró el aire frío, sus compañeros de taller se alertaron por si tuvieran que iniciar algún trabajo, pero al no oír voz alguna, se fueron acercando uno a uno con la misma curiosidad que Edmond. Poco después salieron todos. El hecho corrió de boca en boca y de taller en taller. Comprendieron ahora por qué se dilataba tanto la reunión que celebraban en dirección. Contemplaron el hecho una vez más y volvieron a sus puestos de trabajo. Edmond cerró el ventanal y volvió como el resto.

    Salió un sol de justicia. Las minúsculas salpicaduras que soltaban los viejos canalones de la antigua mezquita del siglo xviii, ocupada ahora por los talleres de la empresa de decoración del espacio público de la ciudad, se mezclaron con el vaho que salía por la cristalera rota. Entonces se abrieron las ventanas del despacho del director y se pudo ver salir el humo de los cigarrillos como si algo estuviera ardiendo en su interior. Luego fueron apareciendo uno tras otro, conforme a la importancia y rango en la empresa, para palpar la tela de lienzo. Unos la olieron, otros la frotaron como cuando se lava la ropa con jabón.

    ***

    —Compañeros y compañeras, camaradas —comenzó

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