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El Gemelo Desaparecido
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El Gemelo Desaparecido
Libro electrónico223 páginas3 horas

El Gemelo Desaparecido

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El inspector Stefano Zamagni comienza a investigar para poner un rostro a la persona que parece ser la directa responsable de los homicidios ligados a la Asociación Atropos y a otros hechos conectados al criminal Daniele Santopietro, cuando una vecina le pide un favor: ir a la casa de su sobrino hemipléjico, al que han encontrado muerto hace poco, para intentar comprender cómo ha podido suceder. El inspector, de esta manera, suspende la investigación que iba a reemprender para satisfacer la petición de la amiga. Al principio se piensa que la muerte del muchacho hemipléjico haya podido ser debida a una pelea con un extraño, sin embargo la investigación acaba en un callejón sin salida. ¿Por qué ha muerto el muchacho? Para llegar a la solución del enigma, el inspector Zamagni y sus hombres deberán volver al pasado, incluso a través de la lectura de los diarios del muchacho, y llegar a descubrir algo impensable, en un thriller con implicaciones psicológicas que mantendrá al lector en tensión hasta la última página.
IdiomaEspañol
EditorialTektime
Fecha de lanzamiento4 feb 2019
ISBN9788893983501
El Gemelo Desaparecido

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    El Gemelo Desaparecido - Federico Betti

    El gemelo desaparecido

    titulo: El gemelo desaparecido

    autor: Federico Betti

    tradutor: Maria Acosta

    UUID: 3ae27f54 – d014 – 11e7 – a280 – 17532927e555

    Este libro ha sido producido con StreetLib Write

    http://write.streetlib.com

    Índice

    Prólogo 5

    I 9

    II 17

    III 27

    IV 37

    V 49

    VI 61

    VII 73

    VIII 87

    IX 97

    X 105

    XI 115

    XII 125

    XIII 133

    XIV 147

    XV 157

    XVI 169

    XVII 173

    XVIII 187

    XIX 199

    XX  209

    XXI 221

    XXII 261

    Epílogo 269

    NOTA DEL AUTOR 271

    Prólogo

    Él no podía saber qué consecuencias tendría aquella acción que, en ese preciso momento, podría parecer a cualquiera absolutamente normal. 

    Lo único de lo que estaba absolutamente seguro era que se encontraba bien.

    Es verdad que no sucedía nada realmente emocionante: la acostumbrada rutina, pero para Él lo más importante era estar bien y hasta ese instante nada le hizo presagiar que, de un momento a otro, algo cambiaría.

    En Su caso, el sentido del tiempo no le preocupaba ya que el discurrir de los mi­nutos, de las horas, de los días y demás se reflejaba perfectamente en la frase todo es relativo. 

    En un momento indefinido de un día cualquiera, del que no sería capaz de explicar los detalles, Él vio a Otro.

    ¿Qué hacía en ese lugar?

    No sabría dar una respuesta, de todas formas cada día que pasaba Él se daba cuenta que el Otro tenía, evidentemente, Sus mismos derechos, también el de vivir en el sitio donde se encontraba.

    Desde el día en que lo había visto, todo había ido como la seda, sin problemas, hasta que algo se torció. 

    Él no sabría decir qué había salido mal pero seguramente había ocurrido algo que había provocado que la situación cambiase.

    Al Otro no lo vio más, aparte de eso, todo seguía como antes, la misma rutina de siempre. Él seguiría siendo el que era, aunque, a decir verdad, cada día se sentía más fuerte…

    Dos meses después…

    Su marido temblaba y desde hacía unos días que ya le costaba dormir.

    El hombre sabía que cualquier día podía ser el bueno y que muy pronto se converti­ría en padre.

    Obviamente todos los amigos y los parientes lo sabían y estaban ya preparados para celebrarlo con regalos de recordatorio; el día en que la mujer fue llevada a Urgencias él llamó enseguida a todos aquellos que se le ocurrió para informarles de que deberían estar preparados porque el gran día había llegado.

    En el quirófano el marido no podía evitar su nerviosismo. Aunque probablemente no se diese cuenta estrechaba la mano de la mujer tan fuerte que le habría podido hacer daño.

    Después de una espera bastante larga ella decidió dar a luz a un niño y la tensión se suavizó.

    La señora fue acompañada de nuevo hasta la habitación del hospital de Santa Úr­sula de Bolonia, donde permaneció acompañada por el marido.

    Después de los controles de rigor, la responsable de la unidad de obstetricia in­formó a los esposos que su hijo pesaba cuatro kilos y medía cuarenta y dos centímetros.

    Al hombre y a la a mujer no les parecía real: aquel día un sueño se había convertido en realidad.

    Después de transcurrido el tiempo necesario para asegurarse que fuese idónea para darle el alta del hospital, el hombre volvió con su mujer para acompañarla a casa junto con su hijo primogénito.

    Esa misma noche el marido había conseguido contactar con los amigos y pa­rientes más cercanos, para poder montar una fiesta en honor de su hijo.

    Fue una fiesta en toda regla, con tarta de nata y chocolate, pastelitos, galletas sala­das, todo tipo de refrescos y los inevitables regalos que compondrían el ajuar del recién nacido. Cuando se despidieron al finalizar la fiesta, parecía que cada uno de ellos volviese a su propia casa todavía más feliz que cuando habían recibido la noticia del nacimiento del niño.

    Veinticinco años más tarde

    I

    Carla Mezzogori llevaba una vida sin sobresaltos, de vez en cuando salía con el ma­rido, o con las amigas mientras que él quedaba en casa viendo algún programa deportivo en la televisión.

    Los dos se habían encontrado bien juntos desde el primer momento, en sintonía, porque ninguno de ellos había dado señales de querer hacer nada distinto de lo que siempre hacían.

    Hace falta decirlo, eran las típicas personas de costumbres fijas que no se esperaban nada de particular de la vida ni hacían nada para cambiar el destino a fin de que les ocurriese algo extraordinario.

    No tenían hijos porque no se habían planteado jamás el tenerlos y, a esto, había que añadir el miedo a que pudiese ocurrir algo similar a lo sucedido a Luciano, el hermano de Carla.

    Marco, el hijo de Luciano, desde el momento de su nacimiento había presentado al­guna anomalía, si se puede decir así, y con el paso del tiempo sus padres habían descubierto que sufría de hemiplejía. En pocas palabras, en su caso tenía la parte derecha del cuerpo paralizada. No era capaz de mover ni el brazo ni la pierna.

    Es verdad que, desde el comienzo, apenas fue confirmado el diagnóstico, Luciano y su mujer se informaron y se esforzaron para que el hijo viviese mejor, con terapias y esas cosas, pero la situación y su evolución natural habían contribuido a que Carla y su marido no quisiesen tener hijos.

    La ausencia de un hijo propio y las condiciones del sobrino habían ayudado, por lo tanto, a la formación de un vínculo bastante fuerte entre Carla y Marco Mezzogori.

    El muchacho tenía ya veinticinco años y desde su nacimiento había mejorado mu­cho, aunque no podía hablarse de curación.

    Desde hacía unos años Carla iba a ver al sobrino, sola o acompañada por el marido, dos o tres veces a la semana; por lo general por la noche, a menudo cuando volvía del tra­bajo o después de cenar.

    Sólo durante unos treinta o cuarenta minutos, justo el tiempo para ver cómo estaba, hacerle un poco de compañía y después volver a casa.

    Ella y su marido, al igual que el sobrino y su familia, vivían en San Lazzaro di Sa­vena, en la provincia de Bolonia, a pocos kilómetros del centro de la capital de Emilia-Ro­magna.

    Los primeros vivían en el avenida de la Repubblica, una calle paralela a la vía Emi­lia; para ir a ver a su sobrino debían caminar sólo algunos cientos de metros hasta la cer­cana calle de la Rimembranze.

    Carla Mezzogori, a decir verdad, no tenía una buena relación con la cuñada, la ma­dre de Marco, sin embargo, cuando iba a ver al sobrino soportaba bastante bien la situa­ción, a veces poniendo a mal tiempo buena cara.

    Quizás también el carácter de Marisa Lavezzoli, este era el nombre de la mujer, había sido una de las causas de la desaparición del padre del muchacho, cuando éste era poco más que un adolescente.

    Un detalle bastante extraño, que desde el principio habían notado Carla y su marido, era que Luciano Mezzogori se había ido de un día para otro sin decir nada a nadie, sin dejar nada escrito ni ningún rastro de otro tipo, como si de repente hubiese querido cambiar de vida dejando el pasado atrás, irse a tierras más o menos lejanas y no volver atrás.

    La situación de los dos restantes miembros de la familia Mezzogori, es decir Marco y su madre, no era realmente halagüeña.

    Desde el día en que el marido no estuvo ya con ellos, Marisa Lavezzoli había tenido que ocuparse ella sola del hijo hemipléjico, con todas las terapias y las curas respectivas, además de, obviamente, deber afrontar también los gastos de las dos intervenciones quirúr­gicas a las que Marco había debido someterse en el transcurso de los años para intentar mejorar las condiciones de salud en las que se encontraba.

    Desde que Luciano Mezzogori desapareciera, todos los ahorros iban destinados al tratamiento médico de Marco.

    Por desgracia la madre no había conseguido nunca un trabajo a jornada completa y siempre se había debido contentar con algunos trabajillos esporádicos, de pocos meses o una duración parecida, con los que recolectar por lo menos el dinero suficiente para el pro­pio sustento y el de su hijo, así como los gastos médicos necesarios para éste último.

    Después de unos años, cuando las cosas empeoraron aún más, llegó el de­sahucio: ahora ya la madre no era capaz de pagar el alquiler, del que generalmente se ocu­paba el marido, y al cabo de un mes Marisa Lavezzoli y su hijo debieron mudarse al aparta­mento actual.

    Era uno de esos gestionados por el Ayuntamiento que eran concedidos a personas con estrecheces económicas y que costaba suficientemente poco como para poder permi­tírselo.

    Por estos motivos sucedía a menudo que, cuando iba a visitarlos, la tía de Marco dejaba un poco de dinero con la esperanza de que fuese usado de la mejor manera.

    A causa de su hemiplejía el muchacho llevaba de manera permanente una prótesis estabilizadora para el hombro y el brazo derecho y otra para la pierna derecha y a intervalos regulares le venía suministrada la toxina botulínica para aliviar la tensión muscular.

    Obviamente Marco sentía gratitud por todo aquello que hacían por él, aunque no dejaba de sentir que era un peso para la madre, la tía o cualquiera que hiciese cualquier cosa por él.

    Una de las personas con las que Marco, hasta donde podía decirse, había conectado, además de la madre y la tía Carla, era la enfermera que pasaba a verlos cada mañana cuando él debía despertarse y que también le ponía las inyecciones de toxina botulínica.

    Lo trataba como si fuese su hijo y esto el muchacho se lo agradecía.

    Daniela Rossi era una señora de unos cincuenta años que formaba parte del equipo médico que supervisaba a Marco desde el día en que había aparecido el problema de la hemiplejía. Al principio las enfermeras se iban alternando en la supervisión de Marco ayu­dándole en sus necesidades diarias, después, él mismo, por medio de la madre, había expre­sado el deseo de que fuese Daniela siempre la que se ocupase de él.

    Cuando llegaba la enfermera, la madre de Marco se mantenía a distancia, en otra habitación del apartamento, para no ser un estorbo; generalmente, todas las operaciones,  desde la mañana hasta la noche, le llevaban más o menos una media hora, a continuación Daniela se iba y volvía al día siguiente.

    Lo mismo sucedía con Andrea Fusari, un experto en gimnasia de rehabilitación que supervisaba de manera privada a Marco Mezzogori dos veces a la semana.

    Eran una excepción las ocasiones en que Marisa Lavezzoli encontraba uno de sus empleos ocasionales, que habitualmente la obligaban a salir de casa dejando al hijo solo: en esos casos la señora Rossi pasaba todo el tiempo con Marco hasta que volvía su madre.

    Había también momentos en los que Marco quedaba solo en casa y esto ocurría cuando era necesario ir a comprar de manera imprevista.

    Habitualmente se confiaba al servicio puesto a disposición por el supermercado,  por lo que bastaba llamar por teléfono dejando una lista de la compra  y un voluntario les llevaría todo a la casa, mientras que en el caso de compras no previstas la madre salía in­tentando hacerlo lo más rápido posible para no dejar a Marco demasiado tiempo solo.

    El otro momento en que Marco quedaba solo era cuando escribía su diario personal.

    Había tomado aquella decisión cuando había alcanzado la mayoría de edad.

    El diario, para él, era un compañero inseparable, sobre cuyas páginas imprimía to­das sus emociones, escribía lo que le apetecía escribir y con él, a veces, dialogaba como si el diario pudiese hablar con él. Allí anotaba los eventos y lo que le ocurría durante la jornada, todos sus pensamientos y emociones.

    Evidentemente también consideraba el diario como un medio para desfogar todo lo que tenía dentro, ya que se sentía forzado a vivir en unas condiciones en las que no habría que­rido estar.

    Se encerraba en su habitación antes de ir a dormir y transformaba las emociones en palabras hechas con tinta.

    Por lo general intentaba terminar de escribir  antes de que llegase la enfermera que lo ayudaba a acostarse, en caso contrario, ella lo dejaba hacer sin meterle prisa y, una vez que había terminado, se hacía cargo de él.

    II

    Stefano Zamagni conocía a Carla Mezzogori porque vivían en la misma calle, a poca distancia uno de la otra: él, cerca de la Plaza de la República y ella en la intersección con el primer tramo de vía Venecia.

    La primera vez que habían hablado había sido por casualidad cuando, un día, él le ayudó a sacar del automóvil un paquete muy voluminoso y se había ofrecido, dado el peso, a llevarlo por lo menos hasta el interior del vestíbulo del edificio.

    Estaba pasando al lado del coche de la mujer cuando, viendo que tenía dificultades, se había ofrecido a ayudarla.

    Ella se lo había agradecido y después cada uno había seguido su camino.

    Desde aquel día había sucedido varias veces que se habían cruzado por la acera y que se saludaban y, con el pasar del tiempo, el inspector de policía había empezado a inti­mar con la mujer y, poco después, también con su marido.

    Lo que tenía Zamagni con Carla Mezzogori y Giuseppe Ruspoli no podía definirse como una auténtica amistad, pero sí que eran conocidos.

    Ellos, incluso, habían invitado a cenar a Zamagni alguna que otra vez en su casa, y así transcurrir un par de horas en compañía. Él, para compensarles, a veces llevaba algo de beber y a veces les invitaba a comer en el bar.

    Durante sus charlas hablaban de distintos temas entre los que se encontraban sus trabajos: Carla era funcionaria en la oficina de correos de Bolonia, en el barrio Manzzini, el marido trabajaba en un taller mecánico; se quedaron sorprendidos cuando Stefano Za­magni les dijo que él era inspector de policía. También hablaban de la preocupación de Carla Mezzogori por su sobrino hemipléjico, de la relación que tenía con el muchacho y del hecho de que ella y su marido no tuviesen hijos por miedo a que pudiese nacer un niño con los mismos problemas. Obviamente, también hablaban de cuestiones más intranscenden­tes.

    Desde que había conocido esta situación familiar Zamagni a menudo le preguntaba a Carla por las condiciones de salud del sobrino, sin que pareciese que se entrometía, y ella le decía que era más o menos estable.

    Obviamente el inspector no sacaba el argumento de repente sino que aprovechaba el momento en que la mujer hablaba de ello.

    Sólo le preguntaba cómo estaba el muchacho, porque, en el fondo, lamentaba que existiesen situaciones como ésta.

    Una vez Carla había hablado de su relación, realmente nada buena, con su cuñada y el hecho de que su hermano, el padre del muchacho, algunos años atrás, se hubiese ido, aparentemente, sin decir nada. Esto había contribuido a que en la mente de Zamagni apa­reciese la idea de que en aquella familia las relaciones no eran buenas.

    Todos estos pensamientos desaparecían de la mente del inspector cuando estaba en el trabajo, ocupado en la resolución de algún caso más o menos intrincado. En particular, había vivido hacía poco el inesperado epílogo de los hechos ligados a la Asociación Atro­pos.

    Zamagni no conseguía entender todavía lo que sucedía en realidad: estaba intentando concluir lo que parecía una sencilla investigación policial, hasta que había ocurrido algo extraño en lo que no había ni siquiera pensado.

    Y todo así, de repente.

    Estaba escuchando con los altavoces una llamada telefónica que le podría

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