El sueño de Vara
Por Julián Resquicio
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El sueño de Vara - Julián Resquicio
CAPÍTULO 1
illustrationAsí pudo empezar todo
Había una vez una familia de serpientes que habitaba bajo un cúmulo de piedras que soportaba un viejo poste de teléfono, en un hermoso prado de montaña. Tenían una sola hija de apenas dieciocho meses.
Sus recursos parecían escasos, pues el entorno era apenas visitado por moscardones y mariposas nocturnas, lo que representaba un gran problema de abastecimiento para la familia, dado que el moscardón es rápido y desconfiado, en tanto que las polillas no tenían gran cosa que llevarse a la boca. Esto, sin contar con que Vara, así se llamaba la hija de nuestra humilde familia, se sentía más bien vegetariana, ¡bueno, en la medida en que esto fuera posible!, pues todas las serpientes son carnívoras. Además, era alérgica al polvo que se desprende de las alas de las mariposas.
Cuando hubo cumplido apenas veinte meses, tomó la decisión de dejar de ser una carga para sus padres, y aprovechando el momento de la comida en que, eventualmente, los tres disfrutaban de una amena conversación sobre la abundante floración del prado en aquella primavera, Vara les espetó:
—¡Mamá, papá, me gustaría recorrer el mundo! Deseo ver unas flores distintas de las que llevo viendo a lo largo de mi vida y además deseo dejar de ser una carga para vosotros que sois tan pobres.
—¡Ay, hijita, recorrer el mundo! Pero el mundo está lleno de peligros y tú todavía no has alcanzado los dos añitos —le respondió muy triste su madre.
—¡No sabes lo que dices, hija mía!, el mundo que deseas recorrer es muy peligroso, incluso para mí. En ese mundo hay muchos animales que intentarán hacerte daño, especialmente los hombres, esos seres extraños que en tiempos remotos debieron pertenecer a nuestra familia pero que ahora caminan erguidos como el poste que se sostiene sobre nuestras cabezas. Esos seres son muy dañinos, hasta los más chicos, pues utilizan piedras y palos para hacernos daño —le aclaró su padre, no menos triste y apenado que su esposa.
—Lo sé, papá, ¡pero no todos esos seres serán tan malos! Además, yo también puedo ser muy peligrosa —se defendió la serpientita, al tiempo que mostraba sus dos hileras de dientecillos, apenas visibles, en cada una de sus mandíbulas.
—Pero, Vara, nosotras no tenemos ponzoña, solo somos peligrosas para pequeños animales o insectos. Correrás grandes riesgos que van a preocuparnos en exceso —le matizó su madre, que temía que su decisión fuese ya irrevocable.
Y, en efecto, la decisión de Vara era ya irrevocable. Durante los escasos días que siguieron, nuestra protagonista se proveyó de un pequeño hatillo en el que puso un poquito de todo. Algo para comer, alguna camisa por si mudaba y algunos utensilios de uso frecuente y poco voluminosos que podrían serle útiles. Cuando tuvo todo preparado, se despidió cariñosamente de sus padres y apenas despertó el nuevo día partió a su aventura un tanto entristecida, pero a la vez llena de animosidad y de deseos de conocer cosas nuevas y, sobre todo, a los hombres, esos seres casi desconocidos e intrigantes que, sin saber muy bien por qué, siempre le habían fascinado.
CAPÍTULO 2
illustrationEl encuentro con las ratas de agua
La primera jornada de su viaje resultó tranquila. Apenas tuvo necesidad de comer unas babosas que abundaban por doquier, pues continuamente caminaba por la orilla umbrosa de un riachuelo que de ningún modo se le ocurrió atravesar.
Ya la oscuridad desalojaba a la mortecina luz del atardecer cuando de repente atisbó a lo lejos el humo blanquecino de una fogata. Como estaba muy fatigada y el frío comenzaba a hacer mella en su alargado y minúsculo cuerpo, Vara sintió al mismo tiempo un gran alivio y un temor desconcertante. A esas horas su familia solía recogerse al calor del hogar y solamente cuando amanecía, ya desayunados, se colocaban en la dirección del sol naciente para recibir su calor benefactor. Sin embargo, esas sensaciones que tanto le agradaban, pertenecían ya a un pasado que a la vez le parecía inmediato y muy lejano. Ahora era ella misma la que tenía que asumir su destino, la que debía tomar las decisiones, acertadas o no, para poder sobrevivir.
Mientras pensaba en qué cara debería mostrar, si la de una frágil serpientita o la de un peligroso reptil lanzando su bífida lengua al aire, Vara se iba acercando lentamente a lo que ella deseaba imaginar, un cálido lugar de acogida. Pronto le fue posible distinguir a sus moradores, pues estos vivían aquí, junto a unos carrizos no demasiado densos de la orilla. Recordó con cierto estremecimiento que este animal, quizás de menor tamaño, había sido en numerosas ocasiones el menú favorito de sus padres, lo que le hizo avergonzarse un tanto cuando por fin se aproximó:
—¡Buenas noches, señoras rat… as!
—¡Buenas noches! —respondieron casi en coro varias ratas entre la cortesía y el estupor, pues ellas no entendían demasiado de serpientes, pero no ignoraban que las había muy diminutas y no por eso eran menos peligrosas.
—¡Uf!, estoy agotada —balbuceó la serpientita—, y he pensado que tal vez ustedes podrían darme refugio hasta el amanecer.
—¿Nos… otras? —protestó escandalizada la que parecía ser la jefa del campamento—. Pues... verás... es que apenas tenemos sitio, y… —apuntó finalmente a modo de conclusión, aunque dichos argumentos apenas fueron ya audibles para nuestra joven protagonista. El resto del grupo, cuyo estupor inicial parecía haberlas paralizado, exclamó casi al unísono:
—¡Eso, eso, no tenemos sitio!
—¡Vamos a ser generosas! —corrigió comedida la regente temiéndose lo peor, y que lo peor, además, comenzase por ella misma—. Le concederemos asilo por esta noche y le daremos algo de cena. En cuanto amanezca deberá partir, pues aquí hay niños y no hay espacio para tanta gente.
—¡Eso, eso, que se quede esta noche! —respondieron casi en coro las restantes ratas del grupo que no deseaban contrariar a su jefa y todavía menos a su pretendida invitada.
Vara se sentó junto al fuego y bosquejó un bostezo involuntario que generó mucha alarma e incertidumbre entre las ratas de agua. Estas mantuvieron su espacio y le aproximaron algo de alimento que no desagradó en exceso a la serpientita, pues, aunque el menú contenía algunos pétalos de diente de león, lo sustancial eran insectos y pequeños pececillos parduscos o asalmonados, algunos de ellos ya malolientes. Después de la cena, Vara se despidió de la colonia de roedores con un «buenas noches» bastante afectivo que fue replicado de forma masiva e inmediata por casi todas sus anfitrionas, ante el temor nada desdeñable de verla encolerizada. Tras esto se hizo un silencio casi absoluto, pues pese al hábito nocturno de estos roedores, esa noche todas descansaron para no levantar sospecha alguna que pudiese alterar el sueño de su temida hospedada.
Las casi doce horas en que la oscuridad mantuvo secuestrada a la luz, permitieron un sueño plácido y blando a la serpientita. Sus sueños contenían la imagen de sus progenitores que se mostraban satisfechos de la forma en que se desenvolvía su querido y único vástago. Vara, pese al temor nada disimulado de sus hospedadoras que no conseguían conciliar el sueño, se sumergía en un paraíso de bondad, donde todo el mundo pudiese vivir en una paz de equilibrio, con el mínimo desgaste para todos los seres que habitaban la Tierra. En sus sueños alzaba el vuelo como una paloma, se sumergía en los lagos como una perca, recorría los grandes espacios sin necesidad de arrastrarse, como lo haría un gran lagarto de la pradera. Su sueño era placentero cuando le sorprendió la derrota de la oscuridad con el nacimiento de un muevo y luminoso amanecer.
Cuando abrió los ojos, el campamento de roedores estaba ya soliviantado.
—¡Buenos días! —dijo la serpientita casi al mismo tiempo que bostezaba, mostrando involuntariamente su lengua bífida que tanto asustaba a las ratas que le acogían.
—¡Buenos días! —respondió la jefa del cado que, sin embargo, no se adelantó ni un solo segundo a los buenos días generalizado de sus temerosas colegas.
Tras este escueto saludo, se le agasajó con un pequeño y breve desayuno, compuesto de raicillas carnosas y alguna larva, que Vara degustó sin demasiados gestos de desagrado, pero que era casi una invitación a su partida.
—¡Tengo un problema! —dijo de repente nuestra viajera, lo que produjo nuevamente un fuerte estremecimiento en todos los roedores que la miraban entre impávidos y aterrorizados.
—¡Tiene un problema! —aclaró la jefa del grupo como si el resto de las ratas no hubieran podido oírla por sí mismas.
—¡Tiene un problema! —exclamaron en coro el resto de las ratas, sin poder evitar un miedo escénico que les impedía mantener quietos sus largos rabos pelados sobre el casi cenagoso