Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

El canto de las sirenas
El canto de las sirenas
El canto de las sirenas
Libro electrónico1224 páginas19 horas

El canto de las sirenas

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

La música es algo más que un fenómeno estético: es una gnosis, una auténtica vía de conocimiento que Eugenio Trías (autor de una de las trayectorias filosóficas más sólidas que ha conocido nuestro país) ha reconstruido en un compendio de ensayos consagrados e insignes compositores, en un recorrido que va desde Monteverdí hasta las últimas vanguardias musicales. Los misterios gloriosos de Bach, la dualidad de lo trágico y lo cómico en Mozart, los grandes relatos de Haydn, el estilo heroico de Beethoven, el concepto de la obra total de Wagner, el espíritu creador de Mahler, la nueva teología musical de Schönberg, la noche eterna de Béla Bartók, los sacrificios de Stravinski, el panteísmo sonoro en Cage o la arquitectura musical de Xenakis, comparecen en estas páginas para revelar sus claves internas, sus relaciones, su antagonismos y similitudes, sus oposiciones y especificidades. El resultado es no sólo una excelente colección de ensayos individuales donde podemos apreciar a los grandes compositores bajo una luz distinta, sino también un argumento narrativo: una apasionante historia de las ideas a través de la música. O como el mismo autor sugiere, tal vez El canto de las sirenas constituya el Gran Relato que algunos de los mejores músicos occidentales han ido escribiendo a lo largo de los últimos cuatro-cientos años.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento16 feb 2022
ISBN9788418526961
El canto de las sirenas
Autor

Eugenio Trías

(Barcelona, 1942-2013) cursó estudios de Filosofía en España y Alemania y fue catedrático de Filosofía en la Facultad de Humanidades de la Universidad Pompeu Fabra. Divulgó su pensamiento a través de múltiples ensayos, entre los que cabe destacar Drama e identidad (1973), Tratado de la pasión (1978), Lo bello y lo siniestro (premio Nacional de Ensayo 1983), Los límites del mundo (1985), Ciudad sobre ciudad (2001) y la trilogía que conforman Lógica del límite (1991), La edad del espíritu (premio Ciudad de Barcelona 1995) y La razón fronteriza (1999). Llevó a cabo una profunda reflexión sobre la condición humana, del hombre como habitante del límite, en ese espacio fronterizo entre el ser y la nada de donde derivaba su relación con lo divino, con lo sagrado y trascendente que hacía de él un ser mestizo, distinto, el «filósofo del límite». Eugenio Trías fue uno de los filósofos españoles más prestigiosos y reconocidos internacionalmente, tal como lo demuestra el hecho de que, en 1995, fuera el primer pensador español distinguido con el Premio Internacional Friedrich Nietzsche. En España, recibió numerosas distinciones y fue doctor honoris causa por diversas universidades, entre ellas, la Universidad Autónoma de Madrid.

Lee más de Eugenio Trías

Relacionado con El canto de las sirenas

Libros electrónicos relacionados

Artículos relacionados

Comentarios para El canto de las sirenas

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    El canto de las sirenas - Eugenio Trías

    Eugenio Trías (Barcelona, 1942-2013) cursó estudios de Filosofía en España y Alemania y fue catedrático de Filosofía en la Facultad de Humanidades de la Universidad Pompeu Fabra. Divulgó su pensamiento a través de múltiples ensayos, entre los que cabe destacar Lo bello y lo siniestro (premio Nacional de Ensayo 1983), Los límites del mundo (1985), Ciudad sobre ciudad (2001), la trilogía que conforman Lógica del límite (1991), La edad del espíritu (premio Ciudad de Barcelona 1995), La razón fronteriza (1999), El canto de las sirenas (2007), La imaginación sonora (2010) y De cine (2013).

    Llevó a cabo una profunda reflexión sobre la condición humana, del hombre como habitante del límite, en ese espacio fronterizo entre el ser y la nada de donde derivaba su relación con lo divino, con lo sagrado y trascendente que hacía de él un ser mestizo, distinto, el «filósofo del límite». Eugenio Trías fue uno de los filósofos españoles más prestigiosos y reconocidos internacionalmente, tal como lo demuestra el hecho de que, en 1995, fuera el primer pensador español distinguido con el Premio Internacional Friedrich Nietzsche. En España, recibió numerosas distinciones y fue doctor honoris causa por diversas universidades, entre ellas, la Universidad Autónoma de Madrid.

    La música es algo más que un fenómeno estético: es una gnosis, una auténtica vía de conocimiento que Eugenio Trías (autor de una de las trayectorias filosóficas más sólidas que ha conocido nuestro país) ha reconstruido en un compendio de ensayos consagrados a insignes compositores, en un recorrido que va desde Monteverdi hasta las últimas vanguardias musicales. Los misterios gloriosos de Bach, la dualidad de lo trágico y lo cómico en Mozart, los grandes relatos de Haydn, el estilo heroico de Beethoven, el concepto de obra total en Wagner, el espíritu creador de Mahler, la nueva teología musical de Schönberg, la noche eterna de Béla Bartók, los sacrificios de Stravinski, el panteísmo sonoro en Cage o la arquitectura musical de Xenakis, comparecen en estas páginas para revelar sus claves internas, sus relaciones, sus antagonismos y similitudes, sus oposiciones y especificidades. El resultado es no sólo una excelente colección de ensayos individuales donde podemos apreciar a los grandes compositores bajo una luz distinta, sino también un argumento narrativo: una apasionante historia de las ideas a través de la música. O como el mismo autor sugiere, tal vez El canto de las sirenas constituya el Gran Relato que algunos de los mejores músicos occidentales han ido escribiendo a lo largo de los últimos cuatrocientos años.

    Diseño de portada: Elsa Suárez

    Publicado por:

    Galaxia Gutenberg, S.L.

    Av. Diagonal, 361, 2.º 1.ª

    08037-Barcelona

    info@galaxiagutenberg.com

    www.galaxiagutenberg.com

    Edición en formato digital: julio de 2021

    © Eugenio Trías Sagnier, 2007

    © Galaxia Gutenberg, S.L., 2021

    Imagen de portada:

    Ulises y las sirenas. Ánfora, cerámica de figuras rojas.

    490 a.C. Museo Británico. © Album/Lessing

    Conversión a formato digital: Maria Garcia

    ISBN: 978-84-18526-96-1

    Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede realizarse con la autorización de sus titulares, aparte las excepciones previstas por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 45)

    A Elena Rojas

    ÍNDICE

    PRÓLOGO

    I. CLAUDIO MONTEVERDI

    El poder de la música

    PRIMERA PARTE: MITO Y LEYENDA DE ORFEO

    Del relato clásico a la ópera

    La música y el reparto de su poder

    SEGUNDA PARTE: MÚSICA Y DRAMA

    El nacimiento del drama musical

    La mensajera

    Los comienzos de la música barroca

    II. JOHANN SEBASTIAN BACH

    Misterios gloriosos

    Bosque de símbolos

    Una Summa musical

    Las dos pasiones (de san Mateo, de san Juan)

    Las postrimerías

    III. FRANZ JOSEPH HAYDN

    El Gran Relato

    La frase de la vida

    Energía radiante

    El Gran Relato: de la Creación al Juicio Final

    IV. WOLFGANG AMADEUS MOZART

    Tragedia y comedia

    PRIMERA PARTE: LA BELLEZA Y LA MUERTE

    La obra o la vida

    Los ideales masónicos; la conversión de Mozart

    SEGUNDA PARTE: TRAGEDIA Y COMEDIA EN EL Don Giovanni

    El arquetipo de Don Juan

    Doña Anna y Doña Elvira

    La cesura trágica

    Tragedia y comedia

    Las grandes óperas de Mozart

    V. LUDWIG VAN BEETHOVEN

    Después del estilo heroico

    PRIMERA PARTE: EL PARADIGMA BEETHOVENIANO

    Ludwig van y la postmodernidad

    El estilo heroico

    Formalismo y música de programa

    SEGUNDA PARTE: EL ESTILO TARDÍO .

    El problema del finale

    Fuga final

    Tema y variaciones

    La Santísima Trinidad vienesa

    VI. FRANZ SCHUBERT

    Entre la vida y la muerte

    La divina facilidad

    La cercanía de la muerte

    Finale sinfónico

    VII. FELIX MENDELSSOHN

    El scherzo como forma de vida

    Antes de marzo

    Lógica de la conversión

    El scherzo como forma de vida

    VIII. ROBERT SCHUMANN

    La música que descendió del cielo

    El tema único y definitivo

    Las metamorfosis

    Ars nova

    IX. RICHARD WAGNER

    Las dos lanzas (de perdición; de redención)

    Música y filosofía

    Decadencia y sexualidad

    La lanza salvadora

    El espacio limítrofe

    La lanza maldita

    Las dos lanzas

    X. JOHANNES BRAHMS

    Tema y variaciones

    Estilo trágico

    Principio de variación

    El comienzo está en el fin

    Ni música absoluta ni música de programa

    El símbolo necesario

    XI. ANTON BRUCKNER

    Ave Fénix

    Crear es recrearse recreando

    Condición trágica y cristianismo

    Vitalidad de la forma sonata

    Canto del cisne y pájaro profeta

    XII. GUSTAV MAHLER

    El espíritu creador

    Cincuenta años de travesía del desierto

    Nueva definición de sinfonía

    Música popular y callejera

    Orquesta de orquestas

    Del fundamento matricial a la edad del espíritu

    XIII. CLAUDE DEBUSSY

    Arabesco y amor fati

    El ornamento no es delito

    Erotismo y fatalidad

    XIV. ARNOLD SCHÖNBERG

    La nueva teología musical

    El espacio y el tiempo

    La naturaleza equívoca del nihilismo

    El espacio lógico-musical

    La canción y su exposición

    XV. BÉLA BARTÓK

    Noche eterna

    Castillos lóbregos con aspecto humano

    La séptima puerta

    La Reina de la Noche

    Música nocturna

    Una historia de amor

    Antígona y Edipo

    Música nocturna y allegro barbaro

    XVI. ÍGOR STRAVINSKI

    El Gran Sacrificio

    Petrushka y T. W. Adorno

    Ideología y falsa conciencia

    Arqueología musical

    De la arqueología a la mitología

    El Gran Sacrificio

    XVII. ANTON WEBERN

    El umbral verdadero

    Épica, lírica y drama

    La pasión del incesto

    La jánica ambigüedad de la música

    XVIII. ALBAN BERG

    La última palabra

    Concordantia oppositorum

    Un nuevo sujeto argumental

    El arte de la recreación

    El sujeto neutro: masas y vida cotidiana

    El sujeto trágico: la última palabra

    XIX. RICHARD STRAUSS

    El límite, el símbolo y la sombra

    Richard Strauss, el progresista

    El Eterno Femenino y la «trilogía matrimonial»

    El límite, la sombra y la fecundidad del símbolo

    XX. JOHN CAGE

    Panteísmo musical

    Eventos musicales

    Panteísmo sonoro

    La muerte del arte

    De nobis ipsis silemus

    XXI. PIERRE BOULEZ

    Esterilidad de la belleza

    Música y literatura en el siglo XX

    Spätstil en los comienzos

    El límite como lugar de prueba

    Tras Stéphane Mallarmé: la estéril belleza

    XXII. KARLHEINZ STOCKHAUSEN

    Música del tiempo

    Música del tiempo

    Hacia las estrellas

    Música simbólica

    Epílogo filosófico

    XXIII. IANNIS XENAKIS

    Arquitectura sinfónica

    Recelos que despierta la teoría

    La música, la arquitectura y la tradición pitagórica

    Lógos y fōnḗ

    Masas sonoras

    Masas en movimiento

    Expresionismo abstracto

    CODA FILOSÓFICA

    I. PLATÓN: LA MÚSICA, LA FILOSOFÍA Y LOS PRIMEROS PRINCIPIOS

    Música y filosofía

    El daímōn: filosofía y religión

    Éros, anámnēsis, lógos: el triple camino filosófico

    El ascenso hasta el ser

    El Platón invisible

    Lo irracional

    La ciencia del límite

    II. EL HILO DE ARIADNA MUSICAL

    III. CATEGORÍAS MUSICALES

    Notas

    Bibliografía

    Desde los extremos vieron tendido el huso de la Necesidad, merced al cual giran todas las esferas [...]. El huso daba vueltas con movimiento uniforme, y en este todo que así giraba los siete círculos más interiores daban vueltas a su vez, lentamente y en sentido contrario al conjunto [...]. El huso mismo giraba en la falda de la Necesidad, y encima de cada uno de los círculos iba una Sirena que daba también vueltas y lanzaba una voz siempre del mismo tono; y de todas las voces, que eran ocho, se formaba un acorde. Había otras tres mujeres sentadas en círculo, cada una en un trono y a distancias iguales; eran las Parcas, hijas de la Necesidad, vestidas de blanco y con ínfulas en la cabeza: Láquesis, Cloto y Átropo. Cantaban al son de las Sirenas: Láquesis, las cosas pasadas; Cloto, las presentes, y Átropo, las futuras.

    Relato de Er, final del Libro X de La República de Platón (616a-617d). Traducción de José Manuel Pabón y Manuel Fernández Galiano.

    PRÓLOGO

    Este libro se aproxima a algunos de los principales compositores occidentales que han vivido entre el final del Renacimiento y nuestros días. Compone una trama de reflexiones sobre músicos que puede leerse como un gran relato: el que la música occidental ha generado desde Monteverdi a Xenakis.

    Constituye, por tanto, un recorrido por la música occidental en el que se va recalando en la aventura de algunos de sus principales creadores. Cada texto individual goza de su propia ley interna, si bien se advertirán los importantes lazos que lo conectan con los demás, o con algunos de los restantes. Mi pretensión ha sido reconocer la propuesta musical de cada uno de esos músicos. Su voz propia. La que desde que tuve edad para comprenderla me fue, una y otra vez, conmoviendo.

    Se trata de un conjunto trabado de textos que conforman un argumento narrativo. Van configurando, en su recorrido sucesivo, un relato de la música occidental desde Monteverdi hasta las últimas vanguardias musicales (a finales del siglo XX).

    No es, de todos modos, un libro de historia de la música, si bien se lleva a cabo en él un viaje en el tiempo. Cada texto constituye un microcosmos: un libro en miniatura que requiere el concurso de los otros para alcanzar su plena significación.

    Los textos poseen autonomía relativa: cada uno puede leerse con independencia de los demás. Pero este libro se ha escrito con la expresa intención de componer un itinerario a través del cual el laberinto de la música occidental, desde Monteverdi hasta Xenakis, puede hallar un posible hilo de Ariadna.

    Importa en él la tupida red de relaciones internas que configuran el texto, así como las resonancias y los reflejos que cada texto individual produce en los restantes. Mi intención es descifrar el enigma de la emoción y del embrujo que la música me ha producido. Si consigo transmitir esa pasión generada por el contacto con estilos y creadores musicales, habré conseguido mi propósito.

    En la parte final del libro, a la que he llamado «Coda filosófica», aparece Platón. El filósofo ateniense siempre ha sido el ángel custodio y guía, a la manera del Virgilio dantesco, de mi propuesta de una filosofía del límite. Si hay alguien en el mundo de las ideas y de las creencias con el que me hallo en sintonía filosófica, religiosa y estética es con Platón. No podía dejar de tenerlo presente en esta cita que auspicio aquí entre filosofía y música.

    Muchos hilos del relato que se ha ido trazando a lo largo del libro hallan en ese texto sobre Platón una importante clave hermenéutica. El libro que presento intenta establecer un arco reflexivo entre la filosofía y la música. Pero la estrategia utilizada para que esa interrogación filosófica sobre la música se lleve a cabo consiste en una expresa referencia a aspectos que me interesan de algunos de los grandes compositores occidentales, desde fines del Renacimiento hasta nuestros días.

    Ignoro si el libro que escribo compone un tapiz de ensayos. No sé muy bien lo que se quiere decir, muchas veces, con esa equívoca expresión (que sólo tiene para mí sentido en el contexto de su uso primigenio, en Michel de Montaigne). Este libro, lo mismo que todos los míos, es un libro de filosofía. La estrategia de reflexión filosófica es, de todos modos, distinta en este texto que en otros libros que he publicado. Toma la música como materia de reflexión. Y en particular la propuesta específica de algunos de los mejores músicos de la tradición occidental.

    No es mi intención, en este texto, abordar la naturaleza, esencia y diferencia específica de la música. Dejo este difícil asunto para otra ocasión. Aquí me he limitado a recorrer los argumentos musicales de algunos de los principales compositores de Occidente, desde Monteverdi hasta Xenakis. Sólo en la recreación textual que efectúo de las propuestas musicales de cada uno de ellos se aborda esa cuestión temática, siempre al compás del músico considerado en cada caso. Avanzo a continuación un minúsculo apunte de lo que algún día podría constituir una reflexión objetiva sobre la música, quizás una fenomenología de la experiencia musical; algo así como pensar la música.

    Suele definirse la música como «el arte de la organización de los sonidos que pretende promover emociones en el receptor». En recientes cursos universitarios («Música y filosofía del límite»; «Argumentos musicales») suelo descomponer y recomponer esta definición más o menos aceptada y aceptable. Es cierto que la música genera en el ámbito selvático del sonido, o del sonido/ruido, un posible cosmos, susceptible de desglose en diferentes «parámetros». Y ese cosmos posee un lógos peculiar, no reductible al lógos específico del lenguaje verbal o de las matemáticas. Ese lógos posee la peculiaridad de despertar diferenciados afectos, emociones, pasiones. Constituye, como la matemática, un cálculo: «cálculo inconsciente» llama Leibniz a la música. Pero desprende significación, sentido, como sucede en el lenguaje verbal, a partir de una ordenación de la fōnḗ (fonológica, sintáctica). Y sobre todo promueve emociones, afectos, sentimientos.

    Ese lógos musical es de naturaleza simbólica. El símbolo es, en música, la mediación entre el sonido, la emoción y el sentido. El símbolo añade a la pura emoción (en este caso, musical) valor cognitivo. La música no es sólo, en este sentido, semiología de los afectos (Nietzsche), también es inteligencia y pensamiento musical, con pretensión de conocimiento. Pero esa gnosis emotiva y sensorial no es comparable con otras formas de comprensión de nosotros mismos y del mundo.

    El concepto de símbolo suele siempre cabalgar sobre el presupuesto de la imagen o del icono. O se acomoda con mayor facilidad con artes espaciales, como la arquitectura (así por ejemplo en la estética de Hegel). Para adaptarse a la música, que es sobre todo arte del movimiento y del tiempo, es preciso criticar con energía ese exclusivismo escópico, visual, que suele asociarse casi siempre a la noción de símbolo. Se habla con máxima naturalidad de imágenes simbólicas, o de icono-símbolos, o del orden simbólico que presupone el orden imaginario (así en Jacques Lacan), o de imaginación simbólica (entendiendo imaginación como fuerza configuradora de imágenes). El símbolo suele componerse sobre imágenes o iconos.

    Hay que pensar el símbolo, en sentido musical, adaptado a modos o tonos musicales, a ritmos, a timbres, a instrumentos, a comportamientos agógicos, a formas de ataque, a intensidades, o a medición y acentuación de las duraciones. En los ensayos siguientes, en muchos de ellos, se intentará ese rescate de la noción de lógos simbólico como el orden del sentido que es propio y específico de la música.

    Posee la música características comunes al lenguaje verbal. Como éste, promueve la articulación del sonido, sólo que la música lo hace sin recurrir a lexemas o morfemas. En música la fonología y la sintaxis suscitan, sin organización de las unidades de significación, el plano semántico, que se produce siempre a través de los afectos y las emociones que la organización del sonido produce. Entre ese orden fónico y esas emociones, y a modo de segunda articulación, cada mundo musical, según las culturas y las épocas, introduce una convención o código peculiar: el que establece la asociación entre parámetros de organización del sonido y los afectos o emociones, y asimismo las formas de actuación o de comportamiento que se corresponden con esos sentimientos que la música despierta.

    En este sentido hay gran variedad de culturas musicales, del mismo modo como hay múltiples mundos lingüísticos. Pero en lugar de lexemas funcionan esos códigos culturales que unen sonidos (ritmos, gestos melódicos, alturas, ataques, intensidades, velocidades) con cierto código de afectos o de emociones. O bien ciertas determinaciones del sonido, y formas de acción vinculadas a esos sentimientos: salutación, vacilación, temor, consternación, sufrimiento, angustia, pánico, alegría, incitación bélica, sentimiento triunfal, melancolía, galanteo, alarde, goce sexual, alegría por el nacimiento, duelo por el tránsito del difunto, ironía, humor, burla, sarcasmo, etcétera.

    Es erróneo concebir una supuesta «inmediatez» de la música en su efecto en la recepción (en el sentido subjetivo-emotivo de las teorías románticas o idealistas: Schleiermacher, Mendelssohn, Hegel). Hay siempre una mediación cultural que introduce determinación en esa pretendida inmediatez de la conjunción entre sonido, parámetro musical, emoción y sentido. En todo arte musical existe la necesidad de un vínculo de estos componentes. Pero el módulo de ese nexo varía en los diferentes mundos musicales, en las culturas musicales, o en las distintas maneras de entender esa maestría técnica y artística propia del creador o intérprete musical.

    Por todo ello es insoslayable el concepto de símbolo para acercarse a esa unión de sonido, emoción y sentido. Todo símbolo implica siempre un convenio, una tácita alianza. Sobre esa noción me remito, sobre todo, a mis libros Lógica del límite y La edad del espíritu.

    El símbolo (sýmbolon) es la unión restaurada de una unidad escindida, moneda, medalla, pieza de cerámica. Al lanzarse las partes se restituye el convenio, la alianza. El símbolo expresa la conciliación de lo dividido y fragmentado. Restituye la unión entre una forma simbolizante y lo que en ella se simboliza (lo simbolizado a través del símbolo).

    Significa la sustitución de la cosa simbolizada por una figura material capaz de despertar emociones y de sugerir significaciones múltiples que –de manera siempre analógica e indirecta (Kant)– hacen referencia a lo que de ese modo se simboliza.

    En el símbolo se produce un coágulo de energía que le confiere naturaleza fronteriza, liminar, limítrofe. En relación con nuestra estancia en este mundo, o en el cerco del aparecer, el símbolo se concentra en los instantes-eternidad más intensos, o más pletóricos de sentido: por ejemplo, el ingreso en el umbral (limen), o la salida final (terminus). Es particularmente congenial con esas situaciones limítrofes del origen y del fin, o del nacimiento al ser y a la existencia, y de la extinción (con la muerte y la sepultura).

    Tiene también la música, dada su naturaleza simbólica, en la berceuse y en el réquiem dos formas especialmente adecuadas. La música se aviene de manera espontánea con esos misterios de la natividad y del tránsito. En el símbolo musical el limes que une y separa el cerco del aparecer y el cerco hermético halla una fecunda mediación lógica (o relativa al sentido).

    El nexo entre la organización del sonido (según dimensiones diferentes, o parámetros de medida), la ordenación a partir de pautas culturales de las emociones o afectos, y el lógos (o sentido) que de esa unión se desprende, exige esa noción de símbolo, que presupone cierto sustento de convención cultural (consciente o inconsciente) propia de un mundo histórico determinado.

    Esa conexión existe en las distintas culturas musicales: en la música teorizada por Platón en los primeros libros de La República, en los ragas hindúes, en el octoechos del gregoriano, o en las escalas –mayor, menor– del «temperamento igual» a partir del Barroco y del Clasicismo. Y lo mismo debe decirse de la música atonal, politonal, serial o postserial del siglo XX.

    Pido indulgencia al lector por la parquedad de estas reflexiones, que requerirían un libro propio y específico centrado en la tarea de pensar la música. Tampoco las reflexiones que vierto al final del libro, en la parte conclusiva, tienen pretensión alguna de progresar en esa necesaria reflexión sobre la esencia y condición de la música, que reservo para otra ocasión. Aquí me he limitado a recorrer el argumento que la música occidental ha ido trazando a través de algunos de sus mejores compositores, desde fines del Renacimiento hasta terminar el siglo XX: durante esos fecundos cuatrocientos años de creación musical.

    Al final del texto conclusivo (en las últimas páginas de la «Coda filosófica») hay, también, un esbozo de argumentación razonada de las posibles «categorías» y «eones» musicales que pueden descubrirse en la música occidental (desde sus orígenes gregorianos hasta nuestra era global). Pero nuevamente se trata de un simple apunte.

    Lo importante en este libro no es este pequeño prefacio, o la «Coda filosófica» final. Se trata de dos pequeños gestos teóricos que permiten facilitar la entrada y la salida de esta novela de la música occidental que aquí se va componiendo a través de las propuestas musicales de algunos de los grandes músicos encuadrados entre el principio del Barroco y la música de las últimas vanguardias.

    El mejor lector es el que va leyendo estos ensayos en su orden consignado, como si se tratase de la novela que algunos de los mejores músicos occidentales han ido escribiendo a través de cuatrocientos años. He querido rivalizar con ellos en la composición (pero con medios diferentes). No es ésta una partitura musical sino una narración razonada, de clara incidencia en el intersticio fronterizo entre música y filosofía. Se trata, creo, de un acto creador: el que urde y combina la trama de textos diferentes que, en progresión, forma este relato aquí expuesto. Aquí, al igual que en todos mis textos, la creación se entiende a sí misma como recreación: variación creadora de un material musical que aquí ha sido reflexionado según los criterios y los giros estilísticos y filosóficos que me son propios y específicos.

    De cada compositor musical he destacado un aspecto desde el cual he querido aproximarme a la totalidad de su propuesta creadora. El título de cada ensayo descubre esa perspectiva que se ha privilegiado en cada circunstancia. El primer ensayo –consagrado a Monteverdi– tiene cierto carácter de Gran Obertura de todo el libro. Y el de Xenakis sirve de adecuada conclusión (que une antecedentes y consecuentes, o hace bueno el mottetum medieval «En mi fin está mi comienzo»).

    A mi amigo Xavier Güell, director de orquesta e impulsor de importantes iniciativas en el terreno de la música del siglo XX, le debo multitud de conversaciones en torno al hilo conductor seguido en este libro. Gracias a él he tenido acceso a algunas de las principales fuentes bibliográficas del texto (como, por ejemplo, los tres tomos de la gran obra de Norman del Mar sobre Richard Strauss, hoy agotada). Este libro no hubiera sido posible sin su ayuda constante, y sin su asistencia continuada. Prácticamente discutí con él uno a uno los compositores tratados. Él sabe lo mucho que me costó poner punto final al libro, y renunciar a compositores sobre los cuales tenía ya previsto el guión, pero que era necesario dejar para otra ocasión con el fin de que el libro fuese publicable: Giuseppe Verdi, Orlando di Lasso, Franz Liszt, Piotr Ilich Chaikovski y Dmitri Shostakóvich, sobre todoN1.

    Le debo así mismo a mi amigo Benet Casablancas, excelente compositor, muchas sugerencias, así como la ayuda que me proporcionó sobre textos y partituras de músicos de la segunda posguerra que no eran fáciles de encontrar.

    Mi hijo David Trías leyó el texto y me dio pautas para la edición. A él y a mi mujer, Elena Rojas, les debo ayuda, asistencia y amor en la más difícil circunstancia de salud física de mi vida (que se me cruzó en el curso de la redacción de este texto): un cáncer de pulmón que fue, por fortuna, extirpado hace ahora más de un año gracias a los buenos oficios del excelente cirujano doctor Julio Astudillo Pombo, y a la orientación del equipo oncológico presidido por el doctor Rafael Rosell de Can Ruti (Barcelona).

    Ángel Lucia leyó el manuscrito, y sus ideas y sugerencias fueron inestimables. Debo también a mis amigos y colegas Patxi Lanceros, Fernando Pérez Borbujo, Juan Antonio Rodríguez Tous, Manuel Barrios y Arash Arjomandi opiniones que me permitieron evaluar el carácter del texto que estaba llevando a cabo. Sobre todo debo a Rodríguez Tous multitud de discos compactos de músicos de la segunda postguerra (Stockhausen, Boulez), así como partituras de J. S. Bach y de otros grandes compositores.

    Debo agradecer así mismo la solvencia discográfica y el entendimiento musical de la casa de discos Castelló, de Barcelona, sin la cual difícilmente hubiese podido completar esta apasionante aventura. Así mismo le debo a la sección bibliográfica musical de la librería Central, también de Barcelona, muy bien asesorada en el terreno musical, multitud de estímulos que me permitieron adquirir los libros precisos para los textos que iba componiendo.

    N1 Tenía ya muy avanzados los ensayos consagrados a Verdi, Liszt y Orlando di Lasso cuando me percaté de que el libro se volvía peligrosamente indefinido, eterno. Decidí cortar, con bastante dolor, el cordón umbilical que unía la creación del texto y la posibilidad de su publicación, quizá mediante la práctica de una cesárea textual inevitable. Pero el libro, sumamente extenso, corría el riesgo de ser sencillamente no publicable. Reservo para mejor ocasión (y espero que se dé esa circunstancia) proseguir este recorrido a través de las grandes propuestas creadoras de la música occidental.

    I

    Claudio Monteverdi

    El poder de la música

    PRIMERA PARTE

    Mito y leyenda de Orfeo

    Del relato clásico a la ópera

    Cuando la música occidental se da cita con la historia parece abocada siempre a encontrarse con el mito y la leyenda del héroe musical por excelencia: Orfeo, pastor tracio hijo de Calíope, musa de la poesía y del canto, y (según ciertas versiones) de Apolo, el dios del arco y de la lira.

    Sucedió, primero, en Florencia, en el año 1600, en ocasión de los esponsales entre Enrique IV de Francia y María de Médicis: se exhibió como festejo la Euridice de Ottavio Rinuccini, con música de Jacopo Peri. Con ella se intentaba, en la línea de la Camerata Florentina, resucitar la tragedia griega, a la que se suponía acompañada de una música en forma monódica, de naturaleza homofónica, con lira o cítara acompañando la voz (y siempre al servicio de ésta)¹.

    Volvió a producirse esa cita con Orfeo siete años más tarde, en ocasión también de un festejo cortesano, esta vez en Mantua, en la corte de los Gonzaga, con L’Orfeo (parole de Alessandro Striggio; música de Claudio Monteverdi).

    Esa homofonía rescatada a través de un recitativo continuo, como en la versión de J. Peri, intentaba poner fin al despliegue polifónico de la música renacentista, que al decir de los teóricos de la Camerata, Vincenzo Galilei especialmente, oscurecía de forma bárbara la inteligibilidad del textoN1. En la versión de Monteverdi, sin embargo, se toman distancias con ese doctrinario modo de seguimiento epigonal de las teorías de la Camerata Florentina.

    A través de esa sucesión de obrasN2 se va gestando el acta fundacional del drama musical. Asistimos así, con asombro estremecido, al nacimiento de la ópera.

    Más de un siglo y medio después, en 1762, se intenta que renazca ese género, extraviado al decir de Ranieri de’ Calzabigi por su servidumbre con el divismo de los cantantes (especialmente los castrati). En esa refundación neoclásica del género se retoma el relato de Orfeo. Se quiere garantizar un continuum musical sin el cual la ópera carecería, según los reformistas, de pulso dramático².

    De nuevo se insiste en la inteligibilidad del texto mediante un retorno a la homofonía en las arias individuales, en los dúos, o en el unísono de las imponentes formaciones corales de esta versión del relato de Orfeo de Calzabigi-Gluck. Se quiere así conseguir que la ópera sea lo que enuncia el subtítulo de esta obra: un drama per musica.

    Según creencia extendida, el mito y la leyenda de Orfeo son anteriores al ciclo homérico. En la primera epopeya reconocida de Grecia, la expedición de los Argonautas en búsqueda del Vellocino de Oro, aparece Orfeo en la comitiva. Facilita con su cántico que se bote al mar la nave de la expedición dirigida por Jasón: la que emprende la gesta marina en dirección al mar Negro, a la búsqueda del Vellocino. Orfeo consigue, además, acompasar el ritmo de los remeros en la navegación mar adentro³.

    Orfeo es, también, el inspirador de una religión que cuestiona la insalvable distancia homérica entre los mortales y los inmortales. Su mensaje de salvación tuerce por entero la convicción relativa a esa equivocidad de las naturalezas de lo humano y lo divino, sancionada sobre todo en la Ilíada. Esa religión órfica no acepta, tampoco, la versión homérica de la vida de ultratumba, la que aparece en el episodio de la visita de Ulises al infierno de la Odisea⁴.

    El alma humana es, según la creencia órfica, inmortal, sólo que debe expiar, en sucesivas reencarnaciones, el componente titánico de su naturaleza, del que sólo mediante purificaciones puede emanciparse. Posee un destello divino que asegura para siempre su naturaleza divina, pero está fundido con la maléfica sustancia carnal de los Titanes, fulminados y reducidos a cenizas por el rayo de Zeus en razón de haber dado muerte al niño Dionisos, hijo del padre de los dioses y de Sémele, una mortal (o en otras versiones hijo de Zeus y Perséfone)⁵.

    No hay en la religión órfica infierno comparable al que presenta Homero en la katábasis eis Háidou, o descensus ad inferos de Ulises, bien aconsejado por la hechicera Circe. Allí se produce su reencuentro con muertos convertidos en eídōlon, puras sombras errantes, con estatuto similar al de las imágenes oníricas, que revolotean cual despavoridos murciélagos, apiñándose en las inmediaciones del Cerbero, en las puertas del Hades, al olfatear el olor de la sangre que, a modo de anzuelo, ha arrojado Ulises aconsejado por Circe.

    Ulises intenta vanamente estrechar entre sus brazos la sombra evanescente de su madre. Aquiles le confiesa su desconsuelo, o que más le valiera ser siervo de un porquero aquí en la tierra que ser rey de tan mísera comitiva de puras sombras sin entidad; estrictos simulacros sin fuerza, sin ánimo, sin thymós⁶.

    En las versiones operísticas de la leyenda de Orfeo reaparece este infierno homérico, si bien en ocasiones, como en el caso de la Fabula in musica de Claudio Monteverdi, con algún toque relevante de la tradición dantesca, cristiana, como el célebre «Lasciate ogni speranza / voi ch’intrate», pronunciado en la ópera por la figura alegórica de la Esperanza, acompañante de Orfeo hasta el límite del mundo infernal, donde comparece el barquero Caronte (impidiendo que nadie atraviese la laguna Estigia sin su concurso)N3.

    La Esperanza, en razón de su naturaleza, debe abandonar a Orfeo en las orillas del infierno. Le conmina a que posea, para la travesía que le espera, un gran core e un bel canto, coraje de ánimo y capacidad de entonar una hermosa melodía.

    Carecerá Orfeo de Virgilio: de un personaje que pueda acompañarle en su penosa travesía por el infierno. En la versión de Rinuccini-Peri, antecesora y modelo de la de Striggio-Monteverdi, es Venus la que conduce a Orfeo hasta las orillas de la región del cosmos regida por Plutón. También debe abandonar a su protegido en las orillas de la laguna Estigia, la que permite llegar a ese mundo de sombras tan opuesto a la luminosa belleza de Afrodita, hija de Urano y nacida de las espumas marinas⁷.

    En el reparto homérico del mundo entre hermanos se asignó el infierno a Hades (Plutón), a Zeus (Júpiter) el cielo y la tierra, y a Poseidón (Neptuno) el océano. Plutón aparece siempre acompañado de su esposa Perséfone (Proserpina), a la que raptó (para desesperación de su madre Ceres) y condujo a esas sombrías y enrarecidas atmósferas subterráneas. Ambos constituyen el matrimonio real que rige el Hades. Así aparecen en el cuarto acto (de los cinco en que se desarrolla la fabula in musica de Claudio Monteverdi).

    Sólo en una versión tardía, la última ópera de Joseph Haydn, que en uno de sus manuscritos posee el extraño título de L’anima del filosofo (el otro manuscrito conocido titula la obra Orfeo ed Euridice), Orfeo es acompañado por un personaje, el Genio, que al modo de Virgilio le guía durante todo el recorrido por el infierno, desde que formula el ruego para rescatar a Eurídice hasta el ascenso a la superficie terrestre acompañado de su esposa (a la que –por mandato de Plutón– no puede mirar; si se gira la pierde para siempre)N4.

    Sólo desaparece ese personaje curioso, el Genio, genio en sentido latino, relacionado en el libreto de la ópera con la Sibila, cuando al transgredir la prohibición pierde Orfeo a su amada esposa por segunda vez.

    Ese genio asiste al desdichado Orfeo, que acaba de perder a su esposa. Antes de iniciar su descensus ad inferos tiene –en la versión haydniana– perturbadas las facultades mentales. El genio sibilino le recomienda la dedicación a la filosofía como terapia. De ahí el enigmático título de uno de los manuscritos, que tiene por soporte un pasaje bastante incidental. A continuación le guía como doble angélico y benefactor, casi como una transferencia de su propia alma y de su corazón. Es la sombra amable que le hace de acompañanteN5. Cumple un papel asistencial que evoca a Eurídice, alma y corazón de Orfeo.

    Las versiones latinas de las Geórgicas de Virgilio y de las Metamorfosis de Ovidio muestran a Orfeo en su soledad atravesando el infierno, descendiendo a él y ascendiendo después con Eurídice, que le sigue detrás como si fuera su sombra⁸. En ambas se insiste en que Orfeo, a punto de alcanzar el límite que le permitiría el ascenso a la superficie terrestre, no puede resistir más y vuelve el rostro hacia su esposaN6. Pierde, pues, a Eurídice por segunda vez. Eurídice experimenta de este modo, de forma imprevista y cruel, una segunda muerte. No queda claro en el doble relato de fuentes latinas la causa de ese infortunado percance, o el motivo de que Orfeo incumpla la prohibición.

    Ése es quizás el momento verdaderamente trágico de toda la narración: Orfeo gira la cabeza, e inmediatamente comprende la esterilidad de su ardua labor. Todo ese recorrido, con doble sentido direccional, primero el descenso, luego el ascenso, se ha esfumado en la nada. La propia Eurídice reconoce, antes de ser arrebatada de nuevo para el infierno, que el amor de su esposo, su gesta musical, el haber conseguido que en virtud de su cántico se apiadasen las potencias infernales (Perséfone, Hades), todo ha sido en vano.

    Eurídice es irremisiblemente devuelta al mundo de las sombras, deslizándose hacia el abismo, agarrando el aire como recurso desesperado, sin poderse defender de su caída hacia el vacío, sin serle posible cosa alguna que pueda salvaguardarla de ese desplome en la nada.

    Es un mérito de la versión de Ranieri de’ Calzabigi y Christoph Willibald Gluck insistir en ese clímax a través de un dúo de gran fuerza dramática que permite hacer comprensible la extrema tensión que obligó a Orfeo a girar su cabeza hacia su amada esposa antes de haber alcanzado la superficie terrestre. No comprendía Eurídice que Orfeo no se dignase mirarla. Éste temía además, como ya se insinúa en la versión de Striggio-Monteverdi, que las furias se abalanzasen sobre Eurídice y la arrebataran. No le era posible comprobar si su esposa le seguía los pasos.

    En la versión de Striggio-Monteverdi se hace referencia a este importante episodio de manera muy económica y rápida. En la de Calzabigi-Gluck, por el contrario, el tema está desarrollado al modo de un climax final de la ópera que dará paso, después, a un happy end algo precipitado, con la irrupción de un deus ex machina, el Amor, que ya había comparecido a lo largo de la ópera en papel semejante al que en otras versiones desempeña Venus (en la de Jacopo Peri), la Esperanza (en la de Monteverdi), o el Genio sibilino (en la de Joseph Haydn, posterior a la obra de Gluck).

    Esa leyenda y mito de Orfeo nos revela la esencia misma de la música. Es el mito de ésta, pues todo mito es el relato explicativo de los orígenes. Pero sobre todo nos descubre los alcances de la potencia de la música. Quizás esa escenificación del poder que la música puede poseer es lo que hace único e insustituible ese relato, y lo que explica su recurrente presencia en los momentos en que la música alumbra un gesto fundacional (sobre todo en el dominio del drama per musica).

    La ópera de Striggio-Monteverdi se inicia con un hermoso prólogo, un aria estrófica, después de un preludio musical que insiste como ritornello: un hermoso pasaje, sereno y triste, en ritmo de lenta danza, que sirve de interludio a la monodia ariosa que tiene por protagonista a La Música, en figura alegórica personificada.

    Io la Musica son, ch’ai dolci accenti

    So far tranquillo ogni turbato core.

    La música puede tranquilizar, con sus dulces acentos, todo corazón turbado; puede inflamar de noble cólera, o de amor apasionado, a los espíritus más fríos.

    Io, su cetera d’or, cantando soglio

    Mortal orecchio lusingar talora.

    Armada de su cítara de oro, puede deleitar los oídos mortales, incitando al alma a desear de manera ardiente la audición de las armonías de la lira celeste

    ... l’armonia sonora

    De la lira del ciel...

    La Música habla de Orfeo, que atraía con su canto a las bestias salvajes, y que pudo conquistar al infierno con sus plegarias

    e servo fe’l’inferno a sue preghiere.

    La Música sabe alternar –como en el relato de Orfeo se podrá comprobar– los cantos gozosos y los tristes. Consigue que «los pájaros queden detenidos en las ramas, / que las ondas de los riachuelos dejen de murmurar / y que toda brisa suspenda su curso».

    Se trata de aquilatar y comprobar el poder de la música: de esa música que acompaña el canto en el curso de una acción dramática que narra la fabula in musica de Orfeo.

    Ottavio Rinuccini y Jacopo Peri inician su Euridice con un personaje alegórico diferente: con la Tragedia. Sólo que en esa tragedia bucólica, de un carácter pastoral similar al que poseerá la versión de Striggio-Monteverdi, sólo se retiene el primer lance trágico, la pérdida de Eurídice el día mismo de los esponsales con Orfeo, y la consiguiente decisión de éste de bajar al infierno (aquí acompañado de Venus), hasta lograr incitar a la piedad, por el poder de su cítara y de su canto, a los reyes del Hades, Proserpina y Plutón, de manera que Orfeo pueda retornar a los campos de Tracia con Eurídice.

    Se omite todo lo que sigue: la prohibición de mirar atrás, la transgresión de esa norma y la pérdida de Eurídice en el umbral mismo del ascenso hasta la tierra. A pesar de esa invocación inicial a la tragedia, en esa versión festiva adaptada a la celebración de los esponsales entre Enrique de Francia y María de Médicis, el verdadero nudo trágico del relato queda escamoteado. Ésa es una de las razones (no la única) de la abismal diferencia de calidad entre esta débil versión de Rinuccini-Peri y la de Striggio-Monteverdi.

    La auténtica tragedia sucede luego. En la versión de Striggio-Monteverdi tiene lugar justo después de que Orfeo entona el cántico de alabanzas al poder de su lira, capaz de convencer a las potencias infernales. Ha podido persuadir a Plutón y a Proserpina, y aunque no ha logrado ablandar el corazón de Caronte, el barquero, al menos ha conseguido adormecerlo.

    Monteverdi escenifica ese poder movilizando todo el conjunto orquestal de instrumentos aptos para la imprecación y la plegaria. Con ellos pone a prueba de forma escénicamente convincente el poder de la música. Instrumentos de cuerda (violines, violas), de madera (pífanos, flautas, oboes), arpas: todos han ido formando un variado ritornello a la célebre aria estrófica «Possente spirto» (Poderosos espíritus). Todos terminan siendo conjurados para conseguir que Caronte, duro de corazón, si bien no logra apiadarse del lastimero ruego de Orfeo, quede al menos sumido en el sopor del sueño. Orfeo aprovecha el sueño de Caronte para arrebatarle los remos y surcar a través de la laguna Estigia, desafiando los vientos y las olas.

    El episodio del viaje de retorno, o la escarpada ascensión hasta la superficie de la tierra, omitido en Rinuccini-Peri, se halla reducido a mínimos en Striggio-Monteverdi. Sólo en la posterior versión de Calzabigi-Gluck, como se ha dicho, ese episodio está bien desarrollado, precipitándose tras él un final algo artificial, con la aparición de Amor como deus ex machina.

    También la ópera de Monteverdi concluye, en el acto quinto, el último de la fabula in musica, con la aparición de un deus ex machina: Apolo, en su carro solar, desciende a los campos de Tracia, e invita a Orfeo a que suba en su compañía al Olimpo con el fin de llevar una vida feliz sempiterna. Allí podrá ver, entre el cielo y el sol, la imagen sublimada de su esposa Eurídice, convertida en réplica fidedigna de la idea neoplatónica de Belleza, diluida quizás en esas armonías divinas de la lira del cielo a las que La Música hizo referencia en el prólogo a esta ópera.

    En la mayoría de estas versiones queda patente esa trágica segunda muerte de Eurídice, y es mostrado el lamento de Orfeo por la definitiva pérdida de su esposa. Si hasta ese momento la ópera había sido la escenificación de una plegaria, de un ruego, ahora es, por vez primera, la expresión dolorida de un lamento. Orfeo se halla de nuevo en los campos de Tracia, confrontado con ese destino manifiesto que le conduce, una y otra vez, a repetir su eterno papel sufriente.

    Orfeo rivaliza con el medieval Tristán –el Triste– en su Hado Aciago: el que le hace ser siempre uno con su eterna queja y lamentación, o con su infortunio continuo y recurrente⁹. Siempre a punto de rescatar a su hermosa esposa Eurídice; siempre en la tesitura final del perderla; siempre abocado a un intensísimo gozo puntual; siempre sustraído de manera cruel de esa alegría tan exaltada como breve.

    Pero en todas estas versiones queda omitida la escena final, la más reveladora del funesto destino trágico de Orfeo, o de su infortunio tremendo, definitivo. Me refiero a la muerte de Orfeo en manos de las enardecidas y furiosas ménades, espoleadas por el ofendido dios Dionisos, que en circunstancia similar al Penteo de las Bacantes de Eurípides se halla soliviantado por la impiedad y el desprecio que Orfeo manifiesta respecto a su culto. Rechaza el fruto de la vid y la demanda de amor de las mujeres –también las del séquito de Dionisos– obcecado en su duelo por Eurídice; según Ovidio, orientado poco a poco hacia el amor de jóvenes mancebos.

    Queda sustraída en todas estas óperas la escena final, muy presente en las fuentes textuales latinas de la leyenda, tanto en la obra de Virgilio como en la de Ovidio. En las Metamorfosis, de hecho, constituye un capítulo aparte.

    Esa omisión es significativa. Resulta ser una constante en casi todas las versiones. La excepción la constituye la tragicomedia pastorale del año 1620 (aproximadamente) La morte d’Orfeo, del músico Stefano Landi, con libreto también suyo, autor de óperas célebres de estilo romano como Il Sant’Alessio (1632), estrenada en el Palazzo Barberini, en la onda de «vidas de santos» promovida por la propaganda fidei barroca del Vaticano¹⁰. Landi se ciñe, en esa obra anterior, al episodio de Ovidio titulado «la muerte de Orfeo», previamente desarrollado en la cuarta parte de las Geórgicas de Virgilio.

    Se destaca en la ópera la ira vengativa de Baco, al que intenta en vano calmar una mujer, Nisa, de la comitiva de las bacantes. Esa cólera del dios es transmitida a las ménades que, al ser despechadas por Orfeo en su vano intento de seducirle, presas de «divino furor» –o de manía divina–, en ese estado de enloquecida inconsciencia que provoca la posesión divina (el entusiasmo del que habla Platón), se abalanzan sobre él hasta desgarrar sus carnes y despedazar sus miembros.

    Virgilio y Ovidio describen cómo le arrancan y dispersan todos sus miembros. La cabeza, arrojada al suelo, separada del tronco, seguía pronunciando la voz de su amada esposa: «Euridice, Euridice». La propia lira del cantor de Tracia, tirada y pisoteada, seguía emitiendo sonidos lastimeros, como si quisiera acompañar el nombre de la amada.

    En la versión de Ovidio la sombra del Orfeo muerto navega entonces hacia el Hades, donde se encuentra con la sombra de Eurídice, en un episodio de «final feliz» algo sarcástico. Stefano Landi retiene ese reencuentro en el Hades de ambas sombras, pero añade algunos elementos novedosos. Caronte no permite que la sombra de Orfeo llegue al Hades por hallarse desmembrada y por no haber sido convenientemente incinerados y enterrados sus restos mortales.

    La sombra de Eurídice, una vez cumplidos esos trámites funerarios, no puede reconocerle, pues ha bebido del Leteo, el río del Olvido. Aquí el relato de la ópera de Landi se inspira en la katábasis de Er, al final de la República platónica. La misma sombra de Orfeo deberá beber en ese río. Finalmente un deus ex machina acude en su ayuda: Mercurio librará a Orfeo del infierno, conduciéndole a la morada de los bienaventurados, junto a Zeus.

    Esa apoteosis –u otra semejante– constituye, por lo general, el final obligado de las versiones operísticas de esta tragedia. Con ellas se indemniza el profundo dolor que este relato desprende, y el carácter siniestro, espantoso, de ese episodio de descuartizamiento, o de corps morcelée, que en la mayoría de las versiones, la de Peri, la de Caccini, la de Monteverdi, la de Gluck o la de Haydn, suele estar omitido.

    La música y el reparto de su poder

    El horror en su forma quintaesenciada lo constituye esa forma trágica de morir que el desenlace de la historia de Orfeo presenta: el desgarramiento de todos los miembros de la unidad de un cuerpo entero, desperdigados, convertidos en disyecta membra. Un destino que Plutarco, representante del pensamiento sincrético y alegórico de la Antigüedad Tardía, emparentaba con el dios egipcio Osiris (asesinado por su hermano Set). No hay, sin embargo, conexión entre ambos relatos.

    Existe en el relato de la muerte de Orfeo –a diferencia de lo que sucede en el mito osírico– un vínculo muy profundo entre la víctima y el verdugo. Fue Dionisos el inductor de esa acción terrible y criminal. Orfeo repite en sus carnes el destino del niño Dionisos en la versión que de él da la religión órfica.

    Dionisos era hijo de Zeus y de Perséfone. En algunas versiones lo es de Zeus, disfrazado de nube, y de Sémele, una mortal, que al ser requerida en amores fue abrasada al unirse con el rayo del dios. Zeus debió ocuparse entonces de la propia gestación del hijo de ambos, Dionisos.

    El niño Dionisos es seducido en la versión órfica del relato de su infancia por los titanes. Éstos se presentan ante él con las caras blanqueadas de yeso. Se acercan a él con juguetes: lentejuelas, abalorios, un espejo. Dionisos niño se queda prendido de la imagen de sí mismo reflejada en el espejo. Entonces los titanes se abalanzan sobre él y lo asesinan. Luego descoyuntan sus miembros. Sólo queda a salvo el corazón, que será rescatado por Perséfone, la desconsolada madre en esta versión órfica. El resto del cuerpo es asado al espetón. Asado, no hervidoN7. Constituye el alimento caníbal de esos enemigos de Zeus que serán, a continuación, fulminados por su rayo y reducidos a cenizas.

    De los espesos vapores surgidos de ese incendio fulminante surgirá, precisamente, el linaje humano, a la vez mortal (como los titanes) e inmortal (en razón de haber ingerido la carne divina de Dionisos). El hombre es, para la religión órfica, mortal e inmortal, sometido a muertes periódicas pero con capacidad de resurrección, cual Ave Fénix. Es un semidiós, como Orfeo; o un dios que muere y resucita, como Dionisos.

    Todo hombre, al nacer, se abreva en ese río del Olvido al que Platón se refiere en el relato de Er, al final de La República. El alma es inmortal por naturaleza, pero sufre un destino de sucesivas reencarnaciones en cuerpos diferentes. Cada nacimiento es, en realidad, un renacimiento. Y cada vez tiene lugar esa amnesia originaria que impide el reconocimiento de las anteriores vidas trashumantes del alma. Al morir, o al desprenderse la accidental unión del alma con un cuerpo, se evalúa la orientación del alma en su conducta peregrina. El orfismo propone un estilo de vida ascético, vegetariano, que facilite el desprendimiento de la maldición de los sucesivos renacimientos.

    Adelantándose al pitagorismo y a Platón, la religión órfica es consciente del gran poder de la música, o de la conjunción de música y palabra en el cántico. En la economía de la liberación y salvación del alma el cultivo de la música es necesario. Ese poder de la música es un poder religioso, fundado en un mensaje de salvación. El mito de Orfeo documenta sobre ese poder extraordinario. La música apacigua la naturaleza, amansa la crueldad salvaje de las fieras, hace que toda la naturaleza se postre –encandilada, encantada– ante el poder seductor que la música y el canto desprenden.

    Y ese poder del canto y de la lira rebasa y trasciende su capacidad de civilización, amansamiento y apaciguamiento de los poderes terrenales. Alcanza también a las potencias infernales. No se limita a ejercerse en la naturaleza a cielo abierto. Llega al reino de los muertos. El relato de Orfeo, según lo transmiten Virgilio y Ovidio, es elocuente en este punto.

    En los campos de Tracia Orfeo exhibe ese poder capaz de expresar dolor y goce, acompañado de su séquito de pastores y de todas las fuerzas naturales de los campos y de los bosques, y de la naturaleza animada e inanimada. Se manifiesta en la expresión de sufrimiento al requerir de amores a la ninfa Eurídice. Sabe manifestar el gozo de su conquista: la que conduce a los esponsales del semidiós y la ninfa. Así sucede en los dos primeros actos de la versión operística de Striggio-Monteverdi.

    Pero Orfeo es también el cantor que revela el omnímodo poder de la música al descender a esa segunda región del cosmos que constituye el subsuelo infernal. Allí realiza su mayor proeza al vencer la voluntad –y el sentimiento– de las potencias infernales.

    En el infierno revela Orfeo toda la potencia de su única arma: la lira. No accede a sus puertas con ánimo de conquista. No es un sicario de Zeus, o de Core, que pretenda rescatar a la raptada Perséfone. La suspicacia de Caronte ante Orfeo, en la fabula in musica de Striggio-Monteverdi, se advierte en su aria de bajo, con voz ensombrecida por el amplificador, acompañada de tétricos instrumentos de basso continuo (el órgano mecánico, el citarrón).

    Contra su corazón de piedra se estrella la demanda de piedad de Orfeo, en la más celebrada de sus arias, que de misterioso modo atraviesa la laguna Estigia y llega al corazón misericordioso de Proserpina y al propio Plutón. Frente a esos possente spirto que gobiernan el infierno opone Orfeo, como único poder, su lira, que en la representación operística convoca toda la familia musical a modo de variado interludio, en cada una de las estrofas que componen, bajo forma variacional, esa compleja aria.

    Se oyen primero ascendentes violines que elevan su vuelo asistidos por toda la familia de las cuerdas, luego los instrumentos de madera, las flautas, oboes, pífanos, y finalmente el tañido de las arpas. La música entera, en toda la familia de sonidos aptos para acompañar la voz lastimera de Orfeo, voz que impreca y demanda en forma de súplica, de oración –del mismo modo como esa voz, asociada a la música de Monteverdi, se expresará bajo la forma del lamento en el único fragmento que nos ha llegado de la ópera siguiente, el célebre Lamento d’Arianna–, tal es el poder que exhibe Orfeo; el poder de la música¹¹.

    Según el relato de Virgilio y de Ovidio, Orfeo consiguió, como manifestación de ese poder maravilloso, en cierto modo mágico y taumatúrgico, que todo el infierno quedase encandilado¹²: los suplicios de los condenados se suspendieron de pronto mientras discurría la melodía del cántico; la rueda de Ixión dejó de girar, la roca de Sísifo dejó de rodar, el propio Sísifo pudo sentarse en ésta.

    El gran poder de reconciliación de la música, su armonización de todas las fuerzas de la naturaleza, diurna y nocturna, terrestre e infernal, su capacidad para conjugar, de forma sim-bálica, todas las potencias, sublimando el lado desgarrado y malo, o dia-bálico, tanto en la tierra como en el subsuelo, tanto bajo el sol como en el Hades, tal es el poder de esa música que se tiene a sí misma por tema y argumento en la ópera de Striggio-Monteverdi, y en especial en el prólogo que ella encarna en forma alegórica.

    La tragedia de Orfeo, basada en los textos de Virgilio y Ovidio, tiene carácter bucólico. Constituye una tragedia, o tragicomedia, pastoral. El escenario es la naturaleza, con sus bosques, riachuelos, ninfas, pastores; o bien el escenario infernal, con Caronte, Perséfone y Hades. No se retiene en esas fuentes la presencia del cantor, provisto de la lira, en un escenario muy diferente: el tercero a considerar según el reparto del cosmos en la Ilíada. No aparece Orfeo en referencia a esa tercera región: el océano, propiedad de Poseidón.

    Y sin embargo el poder de Orfeo se hace patente también en ese encrespado elemento, como lo testimonia la expedición de los Argonautas. Orfeo formó parte del séquito de Jasón y contribuyó, con sus cantos, a facilitar que se botase el navío, y que los remeros acompasaran su ritmo en el golpear de la superficie marina. Consiguió, además, desafiar y vencer un poder hostil también asociado al omnímodo poder de la música: el cántico de las sirenas, que aparecen siempre en toda descripción de la gesta de los Argonautas, lo mismo que en la Odisea homérica.

    Hijas de Aqueloo y de la ninfa Terpsícore, la musa de la danza, con aspecto de aves de rapiña y con rostro de mujer, pertenecientes al séquito de Perséfone, acompañaron al parecer a Ceres en su porfiada búsqueda de su hija, raptada por Hades, a través de los confines del orbe. Se apostaron finalmente en las orillas del mar, en donde embelesaban a los navegantes, impidiéndoles regresar a sus respectivos puertos.

    Su hechizo consiste en la calidad de su música y de su cántico, acompañado de la lira: son capaces de narrar todo cuanto sucedió en Troya; son en cierto modo omniscientes. Arrebatan a los marinos y los conducen a un prado maravilloso. Allí éstos pierden el sentido: ya nunca más quieren regresar a su patria. De ahí los consejos de Circe respecto a su encuentro por parte de Ulises en su viaje de regreso hacia Ítaca. El episodio de las sirenas sucede, en la Odisea, después del encuentro con la hechicera Circe. Ocurre después de la katábasis al mundo infernalN8.

    Medio mujeres, medio aves de rapiña, con cierto aspecto de arpías, son dos en el relato homérico. Conducen al navegante raptado y seducido a un prado de delicias donde, al parecer, pierde el conocimiento. ¿O es iniciado el personaje en un conocimiento superior, en el conocimiento supremo (relativo a todo cuanto existe)? En cualquier caso el que oye esos cantos no parece que pueda, o que quiera, regresar al puerto del que provino. Pierde memoria de su patria; de Ítaca (en lo que a Ulises se refiere).

    Esa música y esos cantos se hallan en radical disparidad con la voluntad de regreso que manifiesta Ulises, apoyado por los dioses que velan para que el retorno se produzca, Palas Atenea sobre todo, verdadero ángel tutelar de Ulises, y el propio Zeus, o su esposa Hera.

    Debe ser amarrado Ulises a un mástil que le permita oír los sones de las sirenas y sus relatos cantados, manifestación de su omnisciencia, al tiempo que sus compañeros de navegación deben tener taponados sus oídos con cera. Ese episodio se inscribe así en el carácter iniciático que posee, en la Odisea, ese regreso de Ulises.

    Hay tres grandes poderes que se reparten el universo de la música. Ante todo ese poder marítimo de las misteriosas sirenas, seductoras, peligrosas, que sin embargo parecen producir iniciación en el conocimiento de cuanto existe, pero que en razón de su poder de imantación y hechizo sumergen en olvido al navegante atrapado y le hacen perder el rumbo y destino de posible regreso a su patria.

    Orfeo revela también su poder en su capacidad de sobreponerse a ese hechizo de las sirenas. Según algunos relatos de la expedición de los Argonautas consiguió que a éstas se les cayera la lira de las manos. En virtud del cántico de Orfeo terminaron convertidas en piedra. La petrificación de las sirenas, trocadas en islotes, o en acantilados, constituye el triunfo de Orfeo sobre esas potencias ambiguas, probablemente de naturaleza infernal, funeraria (vinculadas a Perséfone).

    Esas mujeres que entonan cánticos irresistibles, con cuerpo de ave, adquirirán a partir del siglo VI de nuestra era, por contaminación con las nereidas de Neptuno, o por algunas ambigüedades del propio relato de Ovidio, ese carácter que llega hasta nosotros bajo el nombre de las sirenas: peces con cuerpo y rostro de mujer que embelesan con sus cánticos a los hombres del mar.

    En ese episodio de las sirenas se evidencia el gran poder de la lira de Orfeo, siempre asociado a Apolo y a la musa Calíope, quizá la predilecta de todas las musas de Apolo, que enseñó a su hijo Orfeo esos cánticos con los cuales pudo ejercer su poder mágico y taumatúrgico; también en el Océano.

    Ese poder se pone a prueba en la tierra, en el infierno (y en atmósferas marinas). Pero sobre todo es perceptible en los escenarios bucólicos en que es presentado el pastor de Tracia en los poemas de Virgilio y de Ovidio. Sobre todo en las Geórgicas, destinadas a describir la vida rural.

    En el relato de Orfeo el texto de Virgilio se refiere a la producción de la miel en colmenas cultivadas por un pastor de la Arcadia, Aristeo, que pretende seducir y raptar a Eurídice, salvada de este lance por Orfeo. En la tardía versión cómica de Jacques Offenbach, Orphée aux enfers, se evoca ese escenario del poema de Virgilio, con modificación de los papeles respectivos de Orfeo y de AristeoN9.

    También se descubre ese gran poder de la música de Orfeo en su aventura iniciática a los infiernos en búsqueda de su amada Eurídice, poniendo a prueba la potencia de su lira y de su cántico ante los espíritus infernales.

    Pero además de esos dos grandes poderes musicales, el de las sirenas, asociado a Perséfone y a la ninfa de la danza, Terpsícore, y el de Orfeo, de claro ascendiente apolíneo, existe un tercer poder, responsable de la muerte y del terrible descuartizamiento del semidiós. Un poder que también es musical. Pero en este caso no se trata del poder musical del canto y de la lira, como sucedía con las sirenas y con Orfeo. Se trata de un poder de una naturaleza musical diferente.

    Es el poder dionisíaco de las ménades. Un poder que no gravita sobre el instrumento de cuerdas, como es la lira o la cítara. Ese poder posee como instrumento genuino la flauta o la siringa del rústico dios Pan, quintaesencia del mundo pastoril. Y no posibilita el cántico sino la danza; la danza orgiástica; la danza de la comitiva de las bacantes.

    Éstas se hallan en estado de furor divino, excitadas hasta la divina locura, poseídas por el dios que se apodera de su personalidad. Siempre forman un séquito coral, una comitiva que constituye una colectividad en estado de rapto e inconsciencia, agitadas y enardecidas por el alcohol, y sobre todo porque el dios Dionisos ha penetrado en sus cuerpos y en sus almas hasta transmutar por entero su personalidad: constituyen la encarnación misma de ese dios que se ha adentrado en ellas hasta mutar su identidad.

    En la escena trágica y terrible de la muerte de Orfeo halla el mito del pastor de Tracia su más estricta unidad y sentido: constituye el relato que

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1