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Retorno a Rennes-le-Château: El misterio al descubierto
Retorno a Rennes-le-Château: El misterio al descubierto
Retorno a Rennes-le-Château: El misterio al descubierto
Libro electrónico338 páginas7 horas

Retorno a Rennes-le-Château: El misterio al descubierto

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¿Qué hay de verdad en todo lo que se nos ha contado sobre el origen de la fortuna de l´abbé Saunière? ¿Realmente el sacerdote encontró un tesoro? ¿Qué relación tiene la dinastía de los merovingios y la estirpe de Jesús de Nazaret y María Magdalena con este misterio? ¿Traficó Saunière con misas, con la complicidad de Monseñor Billard, el obispo de Carcassonne? Este libro es un recorrido por uno de los grandes misterios que Dan Brown alimentó y que conducirá al lector por nuevos y sorprendentes caminos hasta ahora poco transitados.
Tras más de 30 años investigando, en El retorno de Rennes-le-Château, el autor aporta una visión impensable sobre uno de los grandes, y más apasionantes, enigmas históricos de los últimos tiempos. Estas páginas nos acercan a los hechos de una manera objetiva, sin olvidar el verdadero aire de misterio que los rodea. El resultado es un faro que acompañará al lector por estos lugares misteriosos del sur de Francia, y lo llevará a revelaciones que no podrán dejarle indiferente... hasta el fin de sus días.
IdiomaEspañol
EditorialLid Editorial
Fecha de lanzamiento30 sept 2017
ISBN9788417229313
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    Retorno a Rennes-le-Château - Enric Sabarich

    Atrapado por Rennes-le-Château

    Acabo de mandar a imprenta mi último manuscrito sobre Rennes-le-Château y ya tengo ganas de volver. No sé qué tiene ese maldito pueblo que una y otra vez acabo deambulando por el Domaine de l’abbé Saunière y por su archifamosa iglesia buscando no sé muy bien el qué. No puedo evitarlo. Siempre tengo la esperanza de que algún día encontraré alguna cosa que nadie ha visto antes. Algún detalle escondido que haya burlado el escrutinio de los cientos de ojos que a diario escanean todos y cada uno de los rincones del lugar. Realmente estamos todos locos. ¿Qué esperamos encontrar allí? ¿Una pista dejada por el propio Saunière que nos llevará a un fabuloso tesoro? ¿Un guiño oculto a los ojos del profano que nos conducirá a alguna revelación inquietante? No lo sé. Pero es exactamente eso lo que acabo viendo siempre en los rostros de los que allí acuden en tropel, día tras día. Son rostros de emoción, de satisfacción, de ansiedad, de inquietud, de sosiego, y, por qué no decirlo, en ocasiones, de miedo. Lo cierto es que quien acude a la llamada de Rennes-le-Château lo hace plenamente consciente de que va a encontrar un lugar distinto en cada ocasión. Rennes-le-Château va cambiando con nosotros. Nunca es el mismo. Y nosotros tampoco.

    Me he jurado mil veces no volver, pero siempre acabo rompiendo el juramento. Rennes-le-Château es un imán. No se puede huir de su campo de atracción. Es curioso, pero no soy el único a quien le ha sucedido este desconcertante fenómeno. Todos los que cayeron, por una circunstancia o por otra, en las redes de Rennes-le-Château, quedaron atrapados para siempre. La lista es larga. Bérenger Saunière, Marie Dénarnaud, Noël Corbu, Henry Buthion, Alan Féral, Jean-Luc Robin, Graham Simmans, Henri Fatin, Henry Lincoln….Todos sucumbieron al embrujo del lugar, dejándose la piel y la vida tratando inútilmente de escapar (bueno, Lincoln aún lo sigue intentando a día de hoy). Pero es en vano. Una vez caes en las garras de Asmodeo, tu destino está marcado para siempre. ¿No me creen? Pues si no lo han hecho ya, visiten el feudo de l’abbé Saunière y ya me contarán.

    Esta vez les prometo que creía firmemente que por fin había hallado el antídoto al veneno rennesiano. Mis colegas, Xavi Bonet y Óscar Fábrega, también lo creían. El antídoto se llamaba Compendium Rhedae, y tenía la forma de un libro. Un libro hecho a tres manos, que además de hacer temblar los cimientos del enorme castillo de naipes que se había ido edificando con los años sobre Rennes-le-Château, pretendía —ilusos de nosotros— liberarnos para siempre del influjo de Saunière. Cerrar carpeta de una vez, pasar página. No sé si mis compañeros lo han conseguido (me temo que no) pero yo, mientras escribo estas líneas, ya estoy preparando mi mochila de viaje para acudir cuanto antes a la llamada de la colina. Con todo lo que sé ahora, con todo lo que no me hubiese gustado que fuera, pero es, pese a quien pese, la llamada suena en mi interior más nítida que nunca. Debo volver.

    Capítulo I. El pueblo del misterio

    —¡Rennes-le-Château!

    Por fin había llegado. La subida se me había hecho inacabable una vez más desde que tomara aquel desvío a la entrada de Couiza, un pintoresco enclave situado en pleno corazón del mítico Languedoc, tierra por excelencia de cátaros y griales, y como no, de buscadores de tesoros. Tras la última curva, un extraño cartel me advertía que iba a adentrarme de nuevo en la leyenda. A partir de aquí todo era posible. Se trataba de aquel famoso edicto municipal con fecha del 28 de Julio de 1965 que prohibía definitivamente toda excavación ilegal sobre territorio de Rennes-le-Château. Lo conocía bien. El alcalde de la época, Étienne Delmas, había aprobado dicho edicto harto de la barbarie destructiva que estaba asolando la aldea; y sobre todo, tras el incidente con la dinamita llevado a cabo por Roland Domergue, un radiestesista obsesionado por encontrar el tesoro, que hizo que enormes trozos de piedra salieran disparados a toda velocidad por todo el pueblo, destrozando varios tejados y provocando diversos daños de importancia. Lo cierto es que desde que el bueno de Noël Corbu, allá por mediados de los años 50 del siglo pasado, y con el fin, lícito por otra parte, de atraer clientes a su recién abierto Hôtel Restaurant la Tour, se sacara de la manga la fabulosa historia del tesoro encontrado por el antiguo cura de Rennes-le-Château, se habían contado por centenares los buscadores de tesoros faltos de escrúpulos que perforaban persistentemente el ya maltrecho subsuelo de la aldea en busca de una fuente inagotable de riquezas. Corbu les había puesto la miel en los labios. Aquel era un tesoro tan basto que el sacerdote no pudo gastar en vida, por lo que parte del mismo aún estaba escondido en algún lugar de la zona. La fiebre del oro había comenzado.

    1.jpg

    Las excavaciones están prohibidas en Rennes-le-Château.

    Mientras avanzaba por las calles siempre silenciosas y desiertas de uno de los lugares más misteriosos del planeta, no pude evitar tener la sensación de que había cubierto todas las etapas a lo largo de mi vida con el único propósito de estar allí de nuevo en ese preciso momento. El ciclo se había cerrado, pero sabía que una nueva puerta estaba a punto de abrirse ante mí. Un escalofrío recorrió de repente mi espina dorsal al presentir que ya nada volvería a ser como antes. Ahora ya sabía demasiado. Pero, ¿cómo comenzó todo? ¿Qué me había traído por primera vez a aquella apartada y olvidad aldea del Aude francés?

    En 1985 había llegado a mis manos un libro que habría de causar cierta conmoción entre la opinión pública debido a unas aseveraciones tan contundentes como polémicas que muy pronto habrían de llevarle a alcanzar la condición de best seller. Su título, El enigma sagrado, escrito por los británicos Michael Baigent, Richard Leigh y Henry Lincoln. En él se narraba la extraordinaria historia de un párroco rural, François Bérenger Saunière, que tras ser nombrado nuevo cura de la olvidada parroquia de Rennes-le-Château, y tras haber encontrado unos extraños pergaminos bajo el altar de su iglesia, se había visto en posesión de una fuente inagotable de recursos que le habían llevado a rodearse de megalómanas y ampulosas construcciones, así como a entregarse a extrañas y macabras actividades que acabarían por trastornar definitivamente la vida hasta entonces tranquila y sin preocupaciones de los habitantes de la aldea.

    He de reconocer que la historia me fascinó y me atrapó de tal manera que, pese a los años transcurridos y tras los ríos de tinta vertidos alrededor de este asunto, mi interés por todo lo que rodea a Rennes-le-Château no ha hecho más que aumentar a medida que he ido profundizando en los entresijos del misterio.

    Pero a medida que me iba adentrando en el libro, me daba cuenta con estupor de que Lincoln y compañía aún iban mucho más allá en sus razonamientos y conclusiones. Según ellos, en los documentos hallados por Bérenger Saunière se escondía ni más ni menos que «el acta del matrimonio de Jesucristo con María Magdalena». Tras la muerte de Cristo, su esposa, María Magdalena, habría emigrado y hallado refugio en el seno de una comunidad judía en el sur de Francia, preservando de esta manera su linaje, la Sang Raal o Santo Grial. En el siglo V el linaje de Jesucristo se habría de enlazar matrimonialmente con la dinastía de los francos, dando lugar así a la estirpe merovingia. Esta dinastía se habría transmitido secretamente hasta hoy en día en ciertas ramas de la familia Plantard, actualmente promocionada por la sociedad secreta del Priorato de Sión.

    El argumento de esta historia era tan delirante como apasionante, por lo que a partir de entonces decidí centrar todos mis esfuerzos en descubrir qué o quienes se escondían tras semejante blasfemia. Desde ese momento me convertí en un auténtico devorador de libros. Todo escrito, apunte o cita que hiciera referencia al misterio de Rennes-le-Château era inmediatamente fagocitado por mi mente ávida de conocimiento y de respuestas. Pero, como era de esperar, cuanto mayor era mi conocimiento, mayor era el número de preguntas que se agolpaban ante mí, dejándome siempre una constante sensación de desasosiego.

    Las más absurdas y extravagantes teorías se precipitaban convulsivamente ante mis ojos. Las hipótesis de tesoros visigodos, templarios, cátaros y judíos competían encarnizadamente con la falsificación de documentos, el tráfico de misas o las pruebas de la línea sucesoria al trono francés, pasando por la auténtica estirpe de Cristo, o la mismísima tumba de Jesús, sin olvidar ciertas elucubraciones que se basaban en una pretendida Geometría Sagrada, o que bien retomaban el viejo sueño alquímico de la Piedra Filosofal. ¿Qué significaba todo aquello? Rennes-le-Château se había convertido en el caldo de cultivo idóneo para todo tipo de delirios, donde las más turbadoras teorías se mezclaban con los frenéticos desvaríos de presuntos iluminados. Incluso había llegado a toparme con las pruebas irrefutables sobre una base de ovnis en las afueras de Rennes-le-Château… ¿Qué estaba pasando?

    La culpa de todo ello la tenía el Mito. Un Mito, con mayúsculas, que había ido evolucionando paso a paso hasta adquirir vida propia. Un Mito que nos contaba cómo a mediados de octubre del año 1792, Antoine Bigou, cura de la pequeña parroquia de Rennes-le-Château, y confesor de la señora de Hautpoul, Marie de Negre d’Ables, marquesa de Blanchefort, se había exiliado a España, como tantos otros clérigos de la región, ante la amenaza de las nuevas leyes fruto de la Revolución francesa que los tildaría de refractarios ante su negativa a jurar la nueva Constitución Civil del Clero. En su precipitada huida hacia lo desconocido Bigou había abandonado todos sus bienes y posesiones materiales en la aldea. Tan sólo un preciado objeto habría de formar parte de su exiguo equipaje. Se trataba de un gran secreto que habría sido custodiado generación tras generación en el seno de la familia Hautpoul, y que en 1781 la marquesa de Blanchefort le habría confiado ya en su lecho de muerte. Pero aunque aquel extraordinario secreto le habría de acompañar en todo momento en su huida, Bigou habría de dejar algunas desconcertantes pistas sobre su naturaleza, bien en el enigmático epitafio en la tumba de la marquesa, que él mismo se encargó de diseñar, bien en la confección de unos extraños pergaminos que escondería en el interior de la iglesia de Rennes-le-Château.

    A partir de ese momento, el secreto habría de pasar de mano en mano, aunque siempre bajo el control de toda una serie de sacerdotes del Aude que lo habrían de utilizar de distinta manera. Así, Antoine Bigou moriría exiliado en Sabadell el 21 de marzo de 1794, no sin antes haberlo confiado a otro párroco exiliado como él, l’abbé François-Pierre Cauneille, quien a su vez, a su regreso a la región del Aude como cura de Rennes-les-Bains, habría de transmitirlo a dos sacerdotes más, l’abbé Jean Vié, también párroco de Rennes-les-Bains de 1840 a 1872, y a l’abbé Emile François Cayron, de la parroquia de St. Laurent de la Cabrerisse. El sucesor de Jean Vié en Rennes-les Bains en 1872 habría de ser Henri Boudet, quien curiosamente había sido instruido desde pequeño por l’abbé Cayron. El secreto en manos de Boudet tomaría dimensiones insospechadas hasta entonces, y sería compartido por dos sacerdotes más de la región, Antoine Gélis, cura de Coustaussa, y Berenguer Saunière, que a partir de 1885 ocuparía la parroquia de Rennes-le-Château.

    La verdad es que la transmisión de aquel secreto entre los dos párrocos de Rennes-le-Château, Antoine Bigou y Berenguer Saunière, a lo largo de más de cien años siempre me había fascinado y desconcertado al mismo tiempo. Ahora, después del tiempo transcurrido y de los cientos de horas de investigación sobre el terreno, y a pesar que ya no podía dar crédito a aquella fascinante historia y que sabía que simplemente me hallaba ante una leyenda creada a partir de unos documentos apócrifos, no podía evitar un cierto estremecimiento cada vez que recordaba toda aquella sucesión de acontecimientos.

    Una vez contrastados todos y cada uno de los datos de que disponía, y habiendo separado el grano de la paja, ahora, de nuevo en Rennes-le-Château, me encontraba en disposición de ofrecer una visión más fidedigna de los hechos. Las piezas de aquel increíble puzzle habían encajado por fin de manera sorprendente, y, claro, ante la prueba de la evidencia, el Mito se había derrumbado irremediablemente.

    Y la primera pieza en caer había sido la de l’abbé Bigou. En un primer momento, el rastro de Antoine Bigou me había llevado hasta Sabadell, en donde, según el Mito, habría muerto el 21 de marzo de 1794. En mi afán por localizar algún documento que probara si no la muerte, al menos la estancia de Bigou en la capital del Vallés Occidental, me había topado con un importante contingente de sacerdotes exiliados procedentes de la diócesis de Alet, diócesis a la que pertenecía Rennes-le-Château en aquella época. El primero en llegar habría sido su obispo, monseñor Charles de la Cropte de Chantérac, el 9 de octubre de 1792. Tras él, y en los siguientes días, llegarían a Sabadell hasta catorce sacerdotes refractarios de la diócesis de Alet, sin duda deseosos de permanecer lo más cerca posible de su obispo en su exilio. Pero muy pronto habrían de quedar «en la consternación más sensible, como Huérfanos sin Padre y ovejas sin Pastor», según las emotivas palabras de su vicario general Pierre Arcens en carta dirigida al obispo de Barcelona, ya que Charles de la Cropte de Chantérac moriría el 27 de abril de 1793 y sería enterrado dos días después en la Iglesia de Sant Feliu de Sabadell.

    Pero entre todos aquellos sacerdotes exiliados en Sabadell a partir de octubre de 1792 no había ni rastro de Antoine Bigou. En el Arxiu Històric de Sabadell había encontrado un censo o matrícula realizado por el ayuntamiento en donde quedaban reflejados todos los extranjeros que residían en la población precisamente desde octubre de 1792 hasta septiembre de 1794. Pero Bigou no aparecía por ninguna parte. ¿De dónde había obtenido el Mito la fecha del 21 de marzo de 1794 para la defunción del antiguo confesor de la marquesa de Blanchefort?

    Pero aquella matrícula municipal aún habría de reservarme una sorpresa mayor. Entre la relación de eclesiásticos franceses residentes en Sabadell durante aquella época se encontraba un nombre que nos resultaba muy familiar, François Cauneille, que había llegado a la ciudad el 8 de noviembre de 1792 para abandonarla ese mismo día, pero no como sacerdote exiliado, sino como emigrante secular francés ¡teniente de una compañía de los ejércitos de patriotas! ¿Se trataba del mismo Cauneille a quien, según el Mito, Antoine Bigou había transmitido su secreto? Pero, ¿un teniente del ejército de patriotas? ¿No se trataba de un sacerdote exiliado al igual que Bigou?

    Sin duda, aquella revelación habría de desconcertarme profundamente. El teniente Cauneille. Aquello no parecía encajar con todo lo que sabía hasta aquel momento. Pero como me había propuesto, quería rastrear en las fuentes originales, y si aquel documento sabadellense había conseguido desmontar de un plumazo todo mi argumento, sin duda, debía estar en el buen camino. Un camino que se me antojaba resbaladizo y lleno de obstáculos, pero que valía la pena recorrer.

    Pero las sorpresas sobre Cauneille no habían hecho más que empezar. Días más tarde, en mi visita al Arxiu Diocesà de Barcelona, siguiendo el rastro de los sacerdotes exiliados franceses, daría con unos documentos nuevamente desestabilizadores. Se trataba de una relación de los eclesiásticos franceses residentes en Barcelona desde 1799. Y allí estaba. Con fechas del 29 de mayo de 1799 y 21 de noviembre de 1800, François Pierre Cauneille, residente en la Plaza del Rey de Barcelona, aparecía como el sacerdote que intervenía en la casa de la mismísima duquesa de Orleáns. De nuevo, las fuentes originales volvían a conmocionarme. Ahora, Cauneille no sólo volvía a recuperar su condición de sacerdote, sino que era ni más ni menos que el confesor personal de la duquesa de Orleáns, una de las nobles francesas más importantes que se habían instalado en Barcelona tras la Revolución francesa.

    Louise Marie Adelaide de Borbón-Penthièvre (1753-1821), más conocida como duquesa de Orleáns o duquesa de Chartres, era la viuda de Luis Felipe José de Orleáns, Felipe Igualdad, primo del rey Luis XVI, quien en 1793 sería condenado a morir en la guillotina, durante el reinado del Terror, tras la acusación de conspirar para la reimplantación de la monarquía. El hijo de ambos sería el futuro rey de Francia, Luis Felipe I de Orleáns, que reinaría de 1830 al 1848. La duquesa de Orleáns había sido encarcelada en 1793 y deportada a España por el Directorio en 1797. Se daba la circunstancia de que la duquesa era un miembro destacado de la Logia de la Francmasonería de Adopción La Candeur, creada en París en 1775, y por la cual la mujer tenía acceso a la masonería. Su marido, Felipe Igualdad, había sido asimismo Gran Maestre de la Orden Gran Oriente de Francia.

    Pero ésa no habría de ser la única relación de la francmasonería con la Ciudad Condal en aquella época convulsa. Entre los documentos del Arxiu Diocesà de Barcelona también encontraría una relación de las familias nobles francesas exiliadas y residentes en la ciudad en 1799. Allí, además de la ya mencionada duquesa de Orleáns, también se encontraban otros dos personajes de linaje monárquico, la duquesa de Borbón y el príncipe de Conti.

    Louise Marie Thérèse Bathilde d’Orleáns (1750-1822), la duquesa de Borbón, era la prima del rey, así como la esposa de Louis Henri Joseph de Borbón-Condé, de quien se divorciaría en 1780, y la madre del desafortunado duque de Enghien, asesinado en 1804 por Napoleón, acusado sin pruebas de la participación en un complot contra su persona. La duquesa, que había sido arrestada en 1793 durante la Revolución y exiliada a España tras el 1797, ostentaría el cargo de primera Gran Maestra de la Logia de Adopción La Candeur.

    Por su parte, Louis François Joseph de Borbón (1734-1814), el príncipe Conti, también había sido arrestado en 1793 y a su vez exiliado a España en 1795, muriendo en Barcelona en 1814. Al igual que el marido de la duquesa de Orleáns, el príncipe Conti también llegaría a ser Gran Maestre de la Orden Gran Oriente de Francia.

    Sin darme apenas cuenta me había topado con un foco borbónico de clara inclinación francmasona plenamente instalado en la Barcelona de 1799. Y l’abbé Cauneille, aquel a quien Bigou supuestamente había confiado su secreto, era el capellán de la duquesa de Orleáns, la madre del futuro rey de Francia. Las implicaciones de aquel extraordinario hallazgo parecían escaparse de mis manos.

    Pero, ¿realmente no había ni rastro de l’abbé Bigou en Sabadell? En la llamada lista Lacy del 12 de octubre de 1792, publicada en 2003 por el investigador francés Michel Vallet, aparecía el repertorio de los sacerdotes exiliados que entraron a España. Y en esta lista estaba ausente Antoine Bigou. Sin embargo, Vallet comentaba:

    Mgr de Chantérac vivió en esta situación durante unos meses, no sin suscitar el respeto de todos. Otros sacerdotes, refugiados como él, vivían en Sabadell, unos en comunidades religiosas, otros alojados por particulares. Ese fue el caso de Antoine Bigou.

    Expuesto en la iglesia parroquial de Saint-Félix, el fallecido (Mgr de Chantérac) fue visitado por una multitud devota que asistió el 29 por la mañana a la ceremonia fúnebre. Entre los veintiún sacerdotes franceses presentes en el funeral, se encontraba l’abbé Antoine Bigou.

    Del mismo modo, el profesor Joaquim Sala-Sanahuja comentaba algo parecido:

    En cuanto a la lista de clérigos occitanos establecidos en Sabadell a partir de 1792, que Bosch había escrito en unas hojas sueltas intercalados en el mes de agosto de 1793, la relación es visiblemente incompleta, si hacemos caso del recuento de veintiún curas que da la Vie abrégée para el obispado de Alet en el transcurso de la ceremonia fúnebre. (Además de estos curas de Alet, Bosch relaciona sacerdotes de otras diócesis vecinos: Miralpeix, Pàmies, Perpiñán, etc. [Bosch, 2003, pp. 233-235]). El cruce de las diversas fuentes consultadas nos ha permitido identificar veintiséis sacerdotes, además de varios capuchinos. Otros curas de Alet residían, pero, fuera de la ciudad, en una Bourgade, según confirma el canónigo Sabarthès en Histoire du Clergeat de Aude de 1789 à 1803, Répertoire onomastique. Muy probablemente —si nuestra premisa es cierta— en la actual masía de Can Deu, casa solariega de los Amat de Palou. Entre estos curas residentes en las afueras hubo un tal abbé Antoine Bigou, rector de Reinas (en francés, Rennes-le-Château), que quiso volver a Francia, al parecer, en el mes de marzo de 1793, pero que murió a los pocos días en Collioure, entonces en manos de las tropas castellanas.

    ¿Pudo haber llegado Antoine Bigou a Sabadell y refugiarse en las afueras en casa de algún particular, y por lo tanto no aparecer en los listados de registro? ¿Había muerto en Collioure?

    En mayo de 2009, de nuevo Michel Vallet reveló que había descubierto en los archivos parroquiales de la pequeña localidad costera de Collioure, en el Roussillon, el certificado de defunción de l’abbé Antoine Bigou. Según ese documento, Bigou habría muerto en Collioure el 20 de marzo de 1794, siendo enterrado al día siguiente en el cementerio de dicha pequeña parroquia en presencia de dos sacerdotes.

    Collioure, a 21 de marzo de 1794.

    Se da sepultura eclesiástica en Collioure a Antoine Bigou, cura de la parroquia de Rennes-Le-Château, de la diócesis de Alet, a la edad de setenta y cinco años, fallecido el día anterior. Dando testimonio de ello Frere y Joseph Berge, sacerdotes de la Iglesia de Collioure y que firman este documento.

    Aquello echaba por tierra definitivamente las afirmaciones del Mito. El lugar elegido por Bigou para su eterno descanso había sido Collioure, a orillas del Mediterráneo, el mismo que un siglo y medio más tarde acogería los restos del poeta andaluz Antonio Machado.

    Todo parecía indicar, pues, que finalmente el bueno de Bigou había conseguido regresar a su querida Francia. Pero lo cierto es que no había sido así. A pesar de que ya en 1643 la ciudad de Collioure había sido tomada por los ejércitos de Louis XIV, antes de ser anexionada oficialmente a Francia en 1659 por el tratado de los Pirineos, en 1793 la ciudad estuvo ocupada por tropas españolas, y no sería hasta mayo de 1794 cuando el general Dugommier la recuperaría finalmente para Francia.

    Así pues, aunque sólo fuera por dos meses, técnicamente podríamos decir que Bigou había muerto en el exilio. Sin embargo, existía un último detalle que ponía en duda la idea del exilio. Como podía leerse en el certificado de defunción, Bigou era «cura de la parroquia de Rennes-le-Château», es decir, que aún ejercía como tal. Quizá ese exilio nunca existió realmente y lo más lejos que llegó Bigou de su querido Rennes-le-Château fue la parroquia de Collioure.

    Capítulo II. Las señales comienzan a mentir

    El ansia por llegar a la iglesia iba en aumento a medida que me adentraba por las estrechas y solitarias callejuelas del pueblo. Buscaba una imagen familiar, una imagen que había visto ya cientos de veces, pero que no dejaba de inquietarme cada vez que me encontraba frente a ella.

    De repente, allí estaba. Al final de una de las angostas calles se levantaba majestuoso aquel famoso triángulo equilátero, protegido por su peculiar y llamativo porche amarillo flanqueado por dos palomas blancas. Era el tímpano de la iglesia de Santa María Magdalena. En otro tiempo había creído —y había querido creer— ver en su interior cómo se alternaban rosas y cruces. A lo largo de todos estos años había aprendido a interpretar las señales que iban apareciendo en mi camino, e inequívocamente, aquella era una de ellas. Pero era una falsa señal. Una señal impostada. Ahora veía claro que aquello no era un triángulo lleno de rosas y cruces. Aquello, en definitiva, no era un Triángulo Rosa-Cruz. A pesar de que sabía muy bien que el triángulo era como muy a menudo se designaba a una logia, y, que, por otro lado, la Rosacruz había sido (y aún lo seguía siendo) una misteriosa sociedad hermética nacida a comienzos del siglo XVII que había esparcido su doctrina en el seno de la francmasonería, en aquel tímpano no había nada en absoluto que me hiciera pensar en la célebre orden. De hecho, solamente había que fijarse bien en aquellas presuntas rosas para darse cuenta de que de aquella flor tenían muy poco. La Manufactura Giscard de Toulouse, autora del tímpano, había representado rosas de verdad en algunas de las estatuas interiores del templo, por lo que de ninguna manera podíamos considerar que aquello que yo estaba contemplando en aquel momento eran rosas. Pero, entonces,

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