Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Hernando Colón, el bibliófilo que se enfrentó al emperador
Hernando Colón, el bibliófilo que se enfrentó al emperador
Hernando Colón, el bibliófilo que se enfrentó al emperador
Libro electrónico714 páginas11 horas

Hernando Colón, el bibliófilo que se enfrentó al emperador

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Cristóbal Colón tuvo dos hijos: Diego, nacido de su matrimonio con la portuguesa Felipa Moniz, y Hernando, el bastardo fruto de su relación con la cordobesa Beatriz de Arana en los años en que, ya instalado en Castilla, el genovés intentaba ganar el patrocinio de los Reyes Católicos para su proyecto descubridor. Al primogénito le legó sus títulos y los derechos contractuales pactados en las Capitulaciones de Santa Fe; al menor la inteligencia, una determinación inquebrantable y el mandato de defender los privilegios y el nombre de los Colón.

Hernando, conocido como uno de los cortesanos con mayor erudición de las cortes europeas, se enfrentará no solo al poder, primero del rey Fernando el Católico y después del emperador Carlos I, con quien paradójicamente le unió la amistad, sino a funcionarios creadores de una red clientelar en torno a los beneficios económicos que deparaban las Indias.

Una apasionante novela donde los Reyes Católicos, Beatriz de Bobadilla, Cisneros, el emperador Carlos, Francisco de los Cobos, el funcionario que llegará a convertirse en mano derecha del emperador, los humanistas de la corte abanderados por Pedro Mártir de Anglería y fray Diego de Deza, Bartolomé de las Casas, Américo Vespucio, Alonso de Ojeda, Miguel Ángel Buonarroti, el papa Julio II, Rafael Sanzio, Baldassarre Castiglione, Erasmo de Rotterdam, Hernán Pérez de Oliva, rector de la Universidad de Salamanca, y una de las primeras editoras de la historia, la ynprimidora Brígida de Maldonado, conforman la historia del bibliófilo que se enfrentó al emperador.
IdiomaEspañol
EditorialLid Editorial
Fecha de lanzamiento26 abr 2021
ISBN9788418757099
Hernando Colón, el bibliófilo que se enfrentó al emperador

Relacionado con Hernando Colón, el bibliófilo que se enfrentó al emperador

Libros electrónicos relacionados

Artículos relacionados

Comentarios para Hernando Colón, el bibliófilo que se enfrentó al emperador

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Hernando Colón, el bibliófilo que se enfrentó al emperador - Valdivieso Fontán

    Introducción

    Las deudas de esta historia

    Hace unos diez años, tomando café en el centro de Sevilla, mi amigo José Guillermo Caballero y yo tuvimos la suerte de escuchar unas explicaciones del catedrático de Historia de América, Pablo Emilio Pérez-Mallaína, sobre Hernando Colón. En un momento dado, el catedrático dijo algo así como «Hernando era visto por los Ponce y los Guzmanes como un advenedizo, lo miraban por encima del hombro».

    Aquel pensamiento prendió en mí, porque vi retratada la Sevilla de mi época, que no ha dejado de ser escaparate para sus oligarquías provincianas, al que hoy se suman políticos. Más aún, aquello me llevó a preguntarme si, en esencia, el poderoso se comportaba en el 1500 de manera muy diferente al año 2000.

    Indagué sobre Hernando Colón, comenzando por la biografía escrita por Juan José Guillén («Hernando Colón, humanismo y bibliofilia», Fundación José Manuel Lara), que simultaneé con la lectura de la «Historia del almirante», escrita por el propio Hernando. Inmediatamente descubrí a Klaus Wagner, cuyas publicaciones y conferencias, pioneras en el estudio de nuestro personaje, han sido vitales para reconstruir personalidad, viajes y fechas; y escudriñé «Hernando Colón, historiador del descubrimiento de América» (Cultura Hispánica), clásico de Antonio Romeu de Armas que analizó el contexto en que Hernando Colón escribió su obra y qué partes pueden considerarse veraces. También estudié «Obras y libros de Hernando Colón», de Tomás Marín (CSIC), entre otros trabajos.

    No menos reveladora resultó la exposición sobre su colección de estampas, organizada por Caixaforum y comisariada por Mark Macdonald, cuyo catálogo me habló del coleccionista. Y he de destacar, entre el abundante material consultado, los artículos «El palacio de Hernando Colón: arqueología de la arquitectura en el patio de San Laureano (Sevilla)», de los autores Arenas, Carrasco, Conlin, Jiménez, Lafuente, Martín y Vera, «Buscando Roma. Hernando Colón, Carlos V y la arquitectura entre antiguos y modernos», de Carlos Plaza, «El itinerario de adquisiciones de libros de mano de Hernando Colón», de Carmen Álvarez, «Bienes de Beatriz Enríquez de Arana», de Melania Calvo, y «Un documento de don Hernando Colón (1536)», de Pedro Andrés Porras, por el que supe que adelantó la dote de su cuñada.

    Alcancé dos conclusiones: la primera, que Hernando Colón es una figura misteriosa, de quien se resumen algunos rasgos de su personalidad apresuradamente, como su condición de célibe; y la segunda, que es imposible conocerlo prescindiendo de los hechos colombinos, pues dedicó su vida a pleitear con la Corona en defensa, puede decirse que apasionada, de los privilegios santafesinos. Y ahí fue donde me adentré en una inmersión de años, en que devoré decenas de libros, conferencias y artículos en revistas científicas cuya relación exhaustiva excede la extensión de una explicación. No pretendí escribir una novela histórica, pero hube de afrontar el hecho de que Hernando estuviera rodeado desde su niñez de personajes históricos y prácticamente todos los personajes de esta novela lo son. Hasta Guillermo de Sopranis fue un escudero del cuarto viaje de Colón, al que se le pierde la pista de regreso en La Española, tal cual ocurre en nuestra historia. Creo que salvo los personajes de fray Jerónimo de Fuensalida y el alcalde Galíndez, que aparecen en el último capítulo, todos los demás en esta novela responden a personas que existieron. En suma, esta historia, que concebí como una fábula sobre el poder y los restantes móviles del género humano, es deudora de algunos libros y autores principales de obligada reseña, lo que me obliga a disculparme con otros muchos autores que consulté en menor medida y no citaré por brevedad.

    Comprender el espíritu de una época de la grandeza del Renacimiento, con tendencias a veces contradictorias, no es sencillo, y en esta tarea me sirvieron de ayuda «El pensamiento moderno», de Luis Villoro (Fondo de Cultura Económica), «Renacimiento y Modernidad», de Moisés González y Antonio Sánchez (Tecnos), «El nacimiento de la modernidad», de Felipe Fernández Armesto (Debate), y el clásico de Eugenio Garin, «El Renacimiento italiano» (Ariel). Ni que decir tiene que no se puede escribir sobre esta época sin haber leído la obra de Pico della Mirandola, Maquiavelo, Erasmo, nuestra Celestina, del bachiller Fernando de Rojas, y como el lector habrá comprendido, el «Diálogo de la dignidad del hombre», de nuestro humanista cordobés, Hernán Pérez de Oliva, al que he rendido homenaje.

    Respecto a los Reyes Católicos debo citar, entre numerosos libros leídos, las obras que sobre este reinado y la regencia de Fernando ha escrito Luis Suárez Fernández («Isabel I, reina: (1451-1504), «Fernando el Católico», ambos en Ariel, etc.), el excelente «Isabel la Católica», de Giles Tremlett (Debate), y «Cisneros, el cardenal de España», de Joseph Pérez (Taurus). Mención especial merecen «La casa y corte del príncipe Don Juan (1478-1497). Economía y etiqueta en el palacio del hijo de los Reyes Católicos», de José Damián González (Sociedad Española de Estudios Medievales), y los artículos «Corte, casa y Capilla Real de Isabel la Católica: un programa político», de Adriana Báez, «La ordenación fernandina de las Indias (1509-1516)», de Jaime González, e «Inquisición, mitra y carisma. Don Fray Diego de Deza, arzobispo de Sevilla. Brevísima aproximación a un hombre y su época», de José Gámez.

    La bibliografía sobre el reinado de Carlos I de España y V de Alemania es inabarcable. Entre lo mucho consultado debo citar «Carlos V, el César y el hombre», de Manuel Fernández Álvarez (Espasa), «Carlos V», de Geoffrey Parker (Planeta), «Carlos V. El emperador que reinó en España y América», de Luis Suárez (Ariel), «Carlos V, emperador y hombre», de Juan Antonio Vilar (EDAF), el «Carlos V» de Philippe Erlanger (Palabra), y «La empresa imperial de Carlos V», de Rafael Carrasco (Cátedra). Otro libro consultado fue «Encuentros en Flandes. Relaciones e intercambios hispanoflamencos a principios de la Edad Moderna», editado por Thomas y Verdonk (Leuven University). En menor medida me he apoyado en otros autores como Henry Kamen. Han sido incontables las monografías o artículos leídos sobre el período; destaco «El confesor del emperador: la actividad política de fray García de Loaysa y Mendoza al servicio de Carlos V (1522-1530)», de Guillermo Nieva.

    Por lo que se refiere a Francisco de los Cobos, es imprescindible recurrir al clásico «Francisco de los Cobos, secretario de Carlos V», de Hayward Keniston (Castalia), además de mucho material disperso.

    Me resultó apasionante estudiar el mundo del libro a principios del siglo XVI. Entre un buen número de artículos y monografías consultados, debo destacar el delicioso libro «Los primeros editores», de Alessandro Marzo (Malpaso). Disfruté mucho llegando con Hernando a Venecia, la capital de libro de su época, para lo que me ayudó el libro «Arte y vida en la Venecia del Renacimiento», de Patricia Fortini (Akal).

    Para estudiar la cartografía de la época recurrí a las actas de la «I Jornada de Cartografía en la Biblioteca Nacional. Difundiendo la cartografía antigua» (Madrid 2015), y al libro «La cartografía náutica española en los siglos XIV, XV y XVI», de Ricardo Cerezo (CSIC). También a artículos como «Los padrones reales del primer cuarto del siglo XVI», de este último autor, diversos trabajos de María Isabel Vicente, entre ellos «La revolución cosmográfica a partir de los viajes colombinos», así como «La cartografía como instrumento de poder en la época de los Reyes Católicos», de Jorge Ángel Gómez, «El padrón real. Una base de datos cartográfica en continua actualización», de Antonio Crespo, y «La controversia sobre la cartografía del cuarto viaje colombino durante la regencia de Fernando el Católico: la ruta real», de Bárbara Polo. Otros artículos consultados fueron «La Cosmografía de Ptolomeo de la Real Academia de la Historia y su relación con Cristóbal Colón», de Carmen Manso, y «Los artífices del Plus Ultra: pilotos, cartógrafos y cosmógrafos en la Casa de la Contratación de Sevilla durante el siglo XVI», de Antonio Sánchez. Sobre el Itinerario de Hernando, pueden consultarse el libro «Los grandes proyectos cartográficos nacionales en el siglo XVI», de Antonio Crespo (Instituto Geográfico Nacional) y los artículos «La descripción y cosmografía de España: el mapa que nunca existió», del autor anterior, y «La descripción y cosmografía de España (o Itinerario) de Hernando Colón: sus aportaciones a los historiadores», de José Javier Rodríguez.

    Me apasionaron dos libros sobre un tema acerca del que soy un ignorante absoluto: la vida a bordo. Me refiero a «Los Hombres del Océano. Vida Cotidiana de los Tripulantes de las Flotas de Indias, siglo XVI» (Diputación de Sevilla) y «Naufragios en la Carrera de Indias durante los siglos XVI y XVII. El hombre frente al mar» (Universidad de Sevilla), ambos del citado Pérez Mallaína.

    Entrando en el tema colombino, son muy recomendables los hispanistas anglosajones como John Elliot y su clásico «El viejo mundo y el nuevo», Hugh Thomas (imprescindible «El imperio español» en Planeta) o Fernández Armesto, este último autor de la considerada con justicia una de las mejoras biografías del almirante, que ha sido una de mis referencias. Este grupo de autores se caracteriza por no dar pábulo a hechos no contrastados, método a priori irreprochable, pero en mi opinión obvian la evidencia de que sobre algunos aspectos tanto de Cristóbal Colón como de su descubrimiento se cubrió un velo de secreto, entiendo que por razones de Estado. En ello pudo influir la guerra de espionaje y contraespionaje que libraban Castilla y Portugal o las bulas papales, pero en todo caso parece que el misterio es indiscutible. Por ejemplo, Hugh Thomas despacha, a mi juicio precipitadamente, el posible origen converso de Colón.

    Entre las biografías de Cristóbal Colón o estudios sobre el descubrimiento de América destacaría, entre los innumerables leídos, la obra de Consuelo Varela, autora fecunda de quien he utilizado muchos libros y artículos: «Cristóbal Colón, retrato de un hombre» (Alianza), «Amerigo Vespucci, un nombre para el nuevo mundo» (Anaya), «Cristóbal Colón, de corsario a almirante» (Lunwerg), «Cristóbal Colón y la construcción de un mundo nuevo. Estudios, 1983-2008» (Archivo Gral. Nación Rep. Dominicana), etc. Otras obras que han influido en esta historia son «Cristóbal Colón, misterio y grandeza», de Luis Arranz (Marcial Pons), el clásico «Vida del muy magnífico señor don Cristóbal Colón» de Salvador de Madariaga (Espasa), «Cristóbal Colón y el descubrimiento de América», de Verlinden y Pérez-Embid (RIALP), sin olvidar el monumental «Bartolomé de las Casas» en dos volúmenes de Manuel Giménez Fernández (Escuela de Estudios Hispanoamericanos). Para el estudio del segundo viaje me apoyé en la tesis doctoral de Mª Montserrat León, «El segundo viaje colombino». Sobre el cuarto viaje consulté «La reina Isabel y el cuarto viaje de Colón», de Jesús Varela, «Las cuentas del cuarto viaje de Cristóbal Colón», de Juan Gil, y «Los pasajeros del cuarto viaje de Colón», de la mencionada Mª Montserrat Guerrero.

    Un tema muy interesante aborda el artículo «Cristóbal Colón, ¿hombre rico, hombre pobre? Una perspectiva sobre la supuesta riqueza de Cristóbal Colón», de Anunciada Colón de Carvajal. Los continos del almirante han sido, por su parte, objeto de estudio por István Szaszdi, investigador al que citaré posteriormente. Y sobre sus últimos días recurrí al artículo «Los últimos días de Cristóbal Colón», de la ya citada Bárbara Polo.

    Pero sería injusto relegar aquí a otros autores como Pérez de Tudela, al que luego me referiré, autor de «Los Reyes Católicos y la oferta de Cristóbal Colón»; Carmen Mena, de la Universidad de Sevilla, de quien consulté varios artículos, entre los que destaco «Don Fernando el Católico, Dueño o "Señor de las Indias del Mar Océano"» y «Preparativos del viaje de Diego de Nicuesa para poblar la Tierra Firme. Sevilla y los mercaderes del comercio atlántico (1509)»; Margarita Gómez, entre cuya producción figura «La Cancillería Real en la Audiencia de Santo Domingo. Uso y posesión del sello y el registro en el siglo XVI» y «El documento y el sello regio en Indias: su uso como estrategia de poder»; Alfonso Franco, de quien destacaré «El primer oro de las Indias. La fortuna de Lope Conchillos, secretario de Fernando el Católico»; Jack E. Patterson, autor de «El obispo Fonseca y la empresa de América»; y Montserrat León, de quien utilicé «Pasajeros del segundo viaje de Cristóbal Colón». Igualmente consulté, «Diego Álvarez Chanca, primer espía en América», de Adelaida Sagarra, y «La Cancillería Real en la Audiencia de Santo Domingo. Uso y posesión del sello y el registro en el siglo XVI», de Margarita Gómez. Me resulta imposible citar todos los investigadores consultados, como por ejemplo los participantes en diversas Jornadas de Historia sobre el Descubrimiento de América y en el Congreso «Cristóbal Colón, 1506-2006. Historia y Leyenda», todos ellos celebrados en Palos de la Frontera y cuyas actas he leído. Y no menos apasionante me resultó la lectura de las relaciones y cartas del propio Cristóbal Colón…

    Repasé hasta la saciedad «Don Diego Colón, almirante, virrey y gobernador de las Indias», de Luis Arranz (CSIC), para reconstruir los pasos del hermano de nuestro protagonista y del propio Hernando.

    Sobre el apasionante del procurador eclesiástico García de Gibraleón, recomiendo el artículo «Micer García de Gibraleón († 1534), un bróker eclesiástico en la Roma del Renacimiento», de José Antonio Ollero Pina (Universidad de Sevilla).

    Se comprenderá que haya leído publicaciones o artículos que se empeñan en demostrar el origen portugués, gallego, catalán o balear de Colón. También la tesis de Enseñat de Villalonga. Pero no puedo compartirlas. No se trata solo de que Colón declarase su origen; es que repasando la trayectoria de los Colón estuvieron rodeados de paisanos toda la vida (basta repasar el listado de tripulantes en los viajes a América), el propio Colón escribió en su peor momento al banco de San Jorge de Génova en busca de apoyo, como se ha visto en esta novela, y sus hijos no dudaron en esgrimir su origen extranjero cuando se jugaban sus privilegios en los pleitos con la corona, extremo muy importante como he tratado de reflejar. Hasta los italianismos de su lengua han sido identificados (véase el interesante trabajo de fin de grado de Mª Eugenia Martínez de la Huerta).

    Sobre la hipotética condición de conversos de los Colón, me resultaron esclarecedoras, dentro de la magna obra «Mitos y utopías del descubrimiento» (Alianza Universidad), de Juan Gil, autor profundo donde los haya, las páginas que dedica a la religiosidad de Cristóbal Colón . El almirante no solo era hombre del Antiguo Testamento, sino que aspiraba a reconstruir el templo, ambición no precisamente cristiana, y sus reiteradas alusiones a la Trinidad eran caracterísricas de conversos. La tesis de Gil, lúcida, concuerda con otros muchos indicios: el apoyo a Colón por parte de varios conversos de la corte como Santangel o Luis de Torres, su empleo de la vírgula en la escritura, la que parece deliberada salida de Palos el día 3 de agosto de 1492 y no el día 2, la abreviatura de la bendición hebraica «Baruch Haschem». Incluso ha sido investigado lo ocurrido con las pocas familias llegadas desde Sefarad a Génova a consecuencia del progrom de 1391, lo que discute a Hugh Thomas, dicho sea de paso.

    No me ha interesado en modo alguno sumarme a la moda, que solo se puede explicar por la ignorancia, de denostar al personaje de Colón y los navegantes españoles. Antes al contrario, considero que Colón fue un personaje genial, capaz de percatarse en medio del océano de la desviación magnética o de que la tierra es achatada por los polos, por poner dos ejemplos. Cuestión diferente es que no fue un santo ni estaba preparado para gobernar, sino que como comerciante que era concibió su proyecto descubridor como una empresa, al modo de las factorías portuguesas. Era un hombre occidental de su tiempo.

    El cese como virrey y gobernador de Cristóbal Colón, y la instrucción a la que fue sometido son hechos históricos, que he recogido ampliamente en esta historia. Hoy se ha investigado sobre eso, sin perjuicio de que sea básico el libro de Consuelo Varela, tomado por mí como referencia, «La caída de Cristóbal Colón. El juicio de Bobadilla» (Marcial Pons).

    Tampoco quisiera que se malentendiese mi relato acerca de la mortandad que sufrieron los indios taínos tras la llegada del hombre occidental. Leer eso hoy en clave localista es tener cortas miras. Sobre este tema consulté el libro «Esclavos rebeldes y cimarrones», coordinado por Javier Laviña (Fundación Ignacio Larramendi), así como «Repartimientos y encomiendas en la isla Española (El repartimiento de Alburquerque de 1514», de Luis Arranz (Fundación García Arévalo). Este tema se relaciona estrechamente con la labor de los dominicos, que debería ser más conocida, y sobre la que entre otro material me resultaron muy útiles los artículos de István Szaszdi «El inicio de la lucha por los derechos de los indígenas del Nuevo Mundo. Una reinterpretación política», de Jaime González «Fernando el Católico y la población indígena antillana», y de Emilio García «Bartolomé de las Casas y los derechos humanos». Por supuesto que es difícil adentrarse en esta parte de la historia sin conocer la obra de De las Casas, cuya exageración en ocasiones ha destacado Elvira Roca en su muy divulgado «Imperofobia y Leyenda Negra». No quiero olvidar el estudio de las leyes de Burgos, de Antonio Pizarro.

    Para estudiar el pleito colombino o pleitos colombinos, según se prefiera, he mantenido a la vista en todo momento los cuatro volúmenes de la edición que, en 1989, promovió el Centro Superior de Investigaciones Científicas, Escuela de Estudios Hispano-Americanos de Sevilla. He consultado «Capitulaciones colombinas. 1492-1506», de Rafael Álvarez (Colegio de Michoacán), y el trabajo de autores como Cesáreo Fernández-Duro, J.Enloy Anzola y Rodrigo Sazo. Pero es innegable el impacto que en estos estudios ha tenido la publicación de «La herencia de Cristóbal Colón. Estudio y colección documental de los mal llamados pleitos colombinos (1492-1541)», a cargo de Anunciada Colón de Carvajal y José Manuel Pérez-Prendes. He consultado con detenimiento esta obra reveladora, si bien no comparto lo que considero un sesgo excesivo a favor del almirante, pues me incluyo entre los que piensan que la interpretación y aplicación de las Capitulaciones de Santa Fe se prestaban a controversia jurídica.

    Siendo inmensa la deuda con los autores citados y otros que omito por brevedad, no habría concebido esta historia sin el aporte de dos autores: Juan Manzano Manzano y Luis Coín Cuenca. Sin ellos esta novela no existiría.

    Cuando hace ya algunos años leí el libro del profesor Manzano «Colón y su secreto» (Cultura Hispánica), quedé maravillado por la riqueza de argumentos a favor de la tesis de un prenauta, hasta el punto de pensar desde entonces que es la hipótesis más sensata y verosímil. Puedo decir que quedé atrapado en el colombinismo gracias a Manzano, de quien posteriormente leí su magna «Los Pinzones y el descubrimiento de América» (Cultura Hispánica).

    He analizado también la muy conocida obra en el ámbito del colombinismo de Pérez de Tudela, «Mirabilis in altis» (CSIC), pero a diferencia de los muchos argumentos que aporta Manzano, apoyados en la lógica, no consigo creerme la posibilidad de unas mujeres caribes perdidas por el centro del océano a bordo de una canoa.

    Pero si quedé impresionado por la investigación de Manzano, en igual medida me impresionó la tesis del profesor de la Universidad de Cádiz, Luis Coín Cuenca. Si el profesor Coín («Aspectos náuticos de los cuatro viajes colombinos» y «Una travesía de 20 días a 2 rumbos que cambió el mundo», ambos en Servicio de Publicaciones de la Universidad de Cádiz) hubiera desarrollado su labor en alguna universidad británica o americana, tendríamos sus tesis hasta en la sopa, no me cabe duda. Porque el profesor Coín aunó su conocimiento documentalista de la historia con su ciencia naútica. En otras palabras, de cuantos historiadores leí o escuché es el único que sabe navegar con una carabela, y gracias a su entrega pudo promover la construcción de una carabela con las técnicas artesanales de la época y reproducir gobernando esa embarcación el viaje del descubrimiento de América en el año 1990. Con la visión de un navegante, es Luis Cuenca quien demuestra que el diario de navegación de Colón es una falsificación, pues, sin ir más lejos, no se pueden encontrar en mitad del océano pájaros que no se apartan más de cincuenta kilómetros de la costa, o encontrar agua poco salobre donde no lo es. Del mismo modo, ningún marinero sensato montaría velas para navegar con velocidad en lugar de precisión de ceñida por un mar en que ignorase la existencia o no de arrecifes, a menos que contase con información. Y Colón era sensato, pese a su adanismo. De paso, el profesor Coín demostraba la tesis de Manzano: Cristóbal Colón sabía muy bien qué ruta adoptar y a la distancia que encontraría tierra. El relato del primer viaje ha sido siempre una verdad oficial.

    Sevilla, primavera de 2021

    Primera parte

    El laberinto del almirante

    Valladolid, febrero de 1494

    La Corte

    «…la corte debe ser el espacio para caber y sufrir y dar recaudo a todas las cosas que a ella vinieren de cualquier naturaleza que sean; pues allí se han de librar los grandes pleitos y tomarse los grandes consejos y darse los grandes dones; y por eso allí son necesarios largueza y grandeza y espacio para saber los enojos y las quejas y los disentimientos de los hombres que a ella vinieren…»

    Las Partidas, ley 28.

    El primer recuerdo de mi vida que merece considerarse así fue el momento de mi presentación, junto con mi hermano Diego, a la reina Isabel. Yo tenía cinco años, mi hermano catorce. De los anteriores meses que pasé en Sevilla retengo la sensación de agitación en aquella casa del barrio de Santa María la Blanca en que mi hermano y yo vivimos con mis tíos, de la que conservo unas imágenes desdibujadas, y la certeza de que mis ensoñaciones de niño estaban dominadas por dos personajes: el almirante, mi padre, a quien había visto partir en un barco y del que los mercaderes de Sevilla hablaban como el héroe que había cambiado la historia del mundo, y la reina Isabel de Trastámara, todavía sin el título de la Católica, de quien no podía decir si era una persona como las demás o una divinidad, por la reverencia con que escuchaba hablar de ella.

    Veo al crío que yo era atenazado ante la reina; apenas había entrevisto su presencia sentada en el trono con una capa de terciopelo negro con los bordes de armiño. Procuraba ni pestañear. Mi tío Bartolomé, que proveniente de Francia no había llegado a tiempo de zarpar en Cádiz con mi padre en el segundo viaje, una expedición de mil trescientas personas en la que como señal inequívoca iban a las Indias por primera vez soldados y curas, nos había recogido en Sevilla y llevado hasta la corte en Valladolid. Tenía una explicación; ambos hermanos habíamos sido nombrados, a petición del almirante, pajes del príncipe don Juan, el varón llamado a unir los reinos de Castilla y Aragón. Eran tiempos en que pocas mercedes le iban a negar los reyes al descubridor.

    Si añado que nací en Córdoba en agosto de 1488, fruto de la relación del almirante con la joven Beatriz de Arana, con la que no estaba casado y quien le había servido de apoyo en aquellos años en que era un don nadie, cualquiera comprende la magnitud del agradecimiento a mi padre que presidió mi vida. Estaba yo llamado a ser un hijo fornecido, resultado de la fornicación al margen del matrimonio, y mi padre me legitimó nada menos que ante los reyes. Podría haber sido un bastardo, y fui don Hernando toda mi vida. Nuestro nombramiento como pajes no representaba para los reyes un gran gasto; los nueve mil quinientos maravedís anuales que yo ganaba eran una insignificancia en el presupuesto de la corte, y a cambio tenían los dos rehenes más preciados del hombre en que habían depositado las ambiciones del reino en la mar océana, además de ser como dos figuras decorativas. Por supuesto los reyes no coaccionaron al almirante, sino atrajeron a sus hijos con una oferta irrenunciable. El lenguaje del poder real empleaba esa sutileza cuando convenía. La presencia en la corte de los dos hijos del almirante no había sido improvisada por ninguna de las partes; de hecho, mi padre pudo haber llevado a mi hermano Diego antes, pues lo habían nombrado paje mediante cédula real de mayo de 1492. Sin embargo, no quiso llevar a su primogénito hasta después del descubrimiento de las Indias, para que sus hijos fueran respetados en medio de tantos herederos de mayorazgos, ya que para mi padre nuestra presencia en la corte colmaba su obsesión por la distinción social de su familia, tan importante como el dinero. Y para los reyes éramos una prenda de confianza, porque no olvidaban que habían puesto las aspiraciones atlánticas de Castilla en manos de un genovés que a la vuelta del viaje del descubrimiento había pasado nueve días con el rey de Portugal antes de llegar a la corte castellano-aragonesa.

    De mis primeros años en Córdoba no recuerdo nada concreto, ni siquiera la cara de mi madre. En una nebulosa vislumbro una casa encalada que debía ser modesta, una azotea en una parte de la planta alta donde un palo soportaba una cuerda, guardo la imagen de mí sentado en esa azotea envuelto en una luz blanquísima mientras mi madre trabajaba y de una salamanquesa en una pared. Conservo la imagen de las cejas prominentes como las de un búho de un maestro puesto por el almirante, que venía a diario a enseñarnos a leer y las cuatro reglas aritméticas a mi hermano y a mí, cuyo nombre nadie evocó. Recuerdo haberme bañado con mi madre y lo que creo era el vello de su pubis, una imagen que debió de impresionar mi sensibilidad de niño. Y, sobre todo, recuerdo el día que rodé las escaleras sin que nadie me quite de la cabeza que fui empujado por mi hermano Diego, al que llevaba detrás cuando las bajábamos. Mi madre corrió a recogerme del suelo, lloré con todas mis fuerzas, más asustado que otra cosa por el chichón en la frente y el desagrado de haber sido empujado, mientras mi madre juraba haber visto que Diego no había hecho nada.

    Diego, el hermano mayor al que habría de dedicar gran parte de los esfuerzos de mi vida, el hijo legítimo que tuvo el almirante en Portugal, el heredero del mayorazgo y de los títulos que por capitulaciones correspondían a los Colón, el segundo almirante, a quien me dolía reconocer como un simple. Mi hermano me respetó, aunque su amor nunca fue limpio, contaminado por un desdén subyacente a mi condición de hijo natural y la envidia a mi inteligencia. Fue la paradoja que nunca pude contar; yo había tenido la fortuna de ser hijo de un hombre con sentimientos filiales, que no solo no se desentendió de su paternidad sino de quererme como un hijo, pero pese a que mi padre sabía que yo estaba más capacitado que Diego, su heredero era el legítimo por cortos que fuesen sus méritos. Ese era el orden de mi tiempo. Primero me sentí advenedizo en la corte, tiempo después, cuando mi hermano emparentó con la casa de Alba, sería advenedizo en mi propia familia. Con los años uno se resigna a comprender que así es la vida, y que casi nunca los mejores ocupan los puestos, ni los más justos deciden, sino que esos logros se reservan para los dispuestos a pisar y dejarse pisar, o simplemente para los que tienen la suerte de estar en el sitio y momento adecuados.

    No regresé a ver a mi madre nunca; ya adulto, no me importó que ella viviera en Córdoba y yo instalara mi casa en Sevilla. Fue algo sobre lo que los Colón colocamos un velo, y faltaría a la memoria de mi padre si contara la razón. En abril de 1493, a la vuelta del viaje del descubrimiento, don Cristóbal marchó a presentarse ante los reyes en Barcelona. El hallazgo de islas había ya puesto en marcha la maquinaria de aquel Estado que, pese a tener todavía mucho de medieval, era el más eficaz de la época, y antes de que mi padre se postrara a los pies de los reyes en Barcelona estaba decidido que realizara de manera inmediata un segundo viaje con la intención de ganar aquellas tierras para Castilla habitándolas. A la vuelta de Barcelona, en el mes de junio, el almirante paró en Córdoba para llevarnos definitivamente con él a mi hermano Diego y a mí. Fue entonces cuando conocí a mi padre, escena de la que retengo la indumentaria que vestía el almirante y su altura desde mi perspectiva de niño. También la sensación de ceremoniosidad, porque mi padre nos esperó a las puertas de la casa, a la que nos condujo mi madre. Un niño que todavía no había cumplido cinco años no podía ser consciente de que perdía en ese momento un caudal insustituible: los besos de su madre. Porque el almirante fue un gran padre, cariñoso a su manera, pero no daba besos. Con mi padre nos sentimos desde muy corta edad continuadores de la estirpe que con el tiempo comprendí él mismo había inventado, y en esa dignidad no había espacio para niños; fuimos hombres desde el principio. En mi caso, esa carencia de afecto en mi infancia agigantó mi propensión a lo contemplativo, a mantener la distancia y me privó de desarrollar la capacidad de recibir y dar el calor del cariño, y hasta de tocar a los animales o las plantas.

    Vivimos durante unos meses en Sevilla, en la casa que le habían concedido, siempre por la mediación del almirante, a mi tía Briolanja o Violante Moniz, la hermana de la esposa portuguesa de mi padre, Felipa Moniz, y su marido Miguel Muliart. Con el tiempo supe que aquella casa había pertenecido a una familia de judíos onubenses expulsados de Sefarad, pues estábamos en lo que hasta hacía muy poco había sido una de las mayores juderías en el mundo. Es justo que recuerde a mi tía Briolanja, una mujer buena que hizo cuanto pudo por darnos amor a mi hermano Diego y a mí, más meritorio en mi caso porque Diego era hijo de su hermana.

    De aquellos seis meses en Sevilla recuerdo el ajetreo de gente entrando y saliendo para saludar al almirante, y vagamente la figura de su socio Juanoto Berardi, a quien con el tiempo consideré entrañable por lo mucho que oí hablar a mi padre de él. Quizá el recuerdo más preciso de aquellos meses sea el de mi padre bramando ¡hideputa! en el patio de la casa, un día que hablaba con Berardi de sus negocios, refiriéndose a Juan Rodríguez de Fonseca, al que llamaré muchas veces en esta historia Fonseca, comisionado por los reyes para la organización de la expedición que iba a ocupar las islas recién descubiertas y pronto pesadilla de los Colón para el resto de nuestras vidas. Porque, aunque Fonseca sería nombrado meses después obispo de Badajoz, sede que no pisaría del mismo modo que estaría ausente del resto de las sedes de su ascendente carrera eclesiástica, preferiría dedicarse a la administración de las Indias en nombre de la Corona.

    Ahora Sevilla quedaba lejos. El ujier mantenía el orden en la antecámara previa al salón del trono, en la que aguardábamos nuestro turno quienes íbamos a ser recibidos por los reyes. Éramos tantos, algunos provenientes de sitios lejanos, que la sala era un hervidero a duras penas mantenido en silencio. Las puertas de la sala del trono permanecían cerradas y estaban custodiadas por dos alabarderos. Me intimidaban sus alabardas; yo no había conocido otras armas que las espadas de mi padre y mi tío siempre envainadas. Cuando escuché don Bartolomé, don Diego y Hernando Colón, un escalofrío me recorrió el espinazo. Mi tío Bartolomé nos dijo:

    —Recordad, sobrinos. Postraos y mirad para abajo con humildad, mostrad mucho respeto.

    La reina no era guapa, sus facciones resultaban anodinas. Hernando del Pulgar la describió como «hermosa» porque había que verla hermosa; yo veía a una mujer que ya había pasado de los cuarenta años y que, antes de hablar, me parecía extranjera. Su pelo era castaño cobrizo, la piel clara, la nariz se alargaba de arriba abajo en su cara, y los ojos y su boca pequeños. A la edad que yo la conocí sus mejillas comenzaban a ser flácidas. Pero si las facciones eran vulgares, su mirada entre celeste y verdosa era de una intensidad inolvidable para cualquiera que la hubiera sentido sobre sí. No era necesario conocerla para comprender que esos ojos, a los que acompañaba una contracción de labios, todo lo controlaban, en contraste con la quietud de aquella mujer en el trono. No se movía, no mostraba perturbación ni emociones mientras escuchaba, observaba a quien tenía ante sí hasta hacerlo sentir desnudo. De pronto habló y eso produjo un segundo contraste, porque al escrutinio que ofrecía su mirada ahora se sumaba la vitalidad:

    —Qué niños tan bonitos tiene el almirante y con qué gracia saludan, don Bartolomé, os felicito. Os agradecemos el rey y yo que los hayáis traído a la corte con tal prontitud. Los pobres echarán de menos al almirante, a quien Dios conduzca sano a nuestras nuevas tierras, pero conocéis los motivos políticos que han obligado a que esta expedición salga de inmediato.

    Mi tío permanecía callado en una posición de acatamiento. La reina hablaba desde arriba; con el tiempo me explicaron que ella había dispuesto estar siempre elevada respecto a los súbditos.

    —El mayor es Diego, el hijo de la portuguesa, ¿no, don Bartolomé?

    —Así es, alteza.

    —¡Y qué rico es el pecadillo del almirante!

    Al escuchar aquello del pecadillo del almirante intuí que se refería a mí, sin tener idea de por qué me llamaban pecadillo, apelativo que debo reconocer no me hizo gracia. Pero a los presentes en la sala sí se la hizo, tratándose de una salida espontánea de la reina que celebraron con risas.

    —Es como decís, alteza. El pequeño es Hernando, el hijo legitimado por el almirante —contestó mi tío—, listo, como nuestro serenísimo príncipe don Juan comprobará cuando lo requiera. Para su servicio y el de sus altezas.

    —Sabéis que es voluntad nuestra establecer una corte para el príncipe en que convivan sabios, preceptores morales y los hijos de las familias notables, que han de ser el futuro corazón del reino. Pretendemos para ellos la mejor formación y unos valores comunes respetuosos con el credo de la Santa Madre Iglesia. Estos jóvenes han de acompañar hoy al príncipe, mañana al rey, y no hay mejor modo de que nazca entre ellos la lealtad, que se conozcan mozos y compartan la educación. Hoy se pueden permitir trabar amistad con la inocencia de la juventud. En Castilla y en Aragón terminaron los tiempos de banderías, y en nuestro proyecto de crear el primero de los reinos de la cristiandad entran los hijos de nuestro almirante. Por eso podréis partir presto con toda tranquilidad, don Bartolomé. Acudid en ayuda de vuestro hermano, el almirante, al mando de la escuadra de apoyo que ya estamos organizando y partirá en cuanto recibamos carta de don Cristóbal desde las Indias detallando los suministros y pertrechos que necesita.

    Puedo reconstruir aquellas palabras de Isabel, pero reconozco que yo no miraba a su cara, y mucho menos al rey, ni a los maceros. Mi vista se fue al collar que cruzaba de hombro a hombro de la reina, compuesto por haces trenzados en oro y rematados en perlas, con esmeraldas engarzadas:

    —Muchacho, la corte se puede ver como este collar —me explicaría Anglería un par de años después de mi presentación a los reyes ante un cuadro que representaba a Isabel con veintitantos años, en el que lucía esa presea—. Puedes obnubilarte con el ceremonial, o ir más allá y comprender que todo en la corte sirve para demostrar el poder del reino personificado en una figura elegida por Dios que está por encima de todos, comenzando por los nobles. El oro representa el esplendor de Dios; la autoridad del monarca es ejercida por la gracia divina. Todo se resume en la palabra poder. Ese collar es un icono hecho para que la reina muestre en los actos públicos que es la mujer más poderosa, la más rica y la más legítima. Por eso su motivo es el emblema de nuestros reyes.

    —¿Por qué hay que tener un emblema?

    —Haces bien en preguntarlo todo, esa es tu obligación ahora. La heráldica nació con los yelmos de los caballeros. En el momento en que los caballeros se cubrieron la cabeza con el yelmo para protegerla en batalla, tenían que identificarse y ahí nacieron los emblemas. Quien es algo importante tiene su escudo, por eso a vuestra familia se le ha concedido uno, que es un escudo de concesión.

    —¿Y por qué los reyes eligieron ese?

    —Fue muy pensado, Hernando, porque tiene un significado. A ver, si te diera la orden de coger una flecha y quebrarla por la mitad, ¿podrías hacerlo?

    —Seguro, maese.

    —Y si ahora en vez de una flecha cogieras diez, las juntaras, y yo te dijera que las partieras de un gesto, ¿podrías?

    —Anda, es verdad.

    —¿Lo ves? Esas flechas simbolizan que el reino es más fuerte unido, proceden de una tradición según la cual un filósofo invitó a Alejandro Magno a hacerlo para enseñarle precisamente eso, que la unión hace la fuerza.

    —¿Y el yugo?

    —El yugo es el nudo gordiano que cortó Alejandro Magno con su espada, el gordum, que le abrió el dominio de Asia. Esa historia retrata al rey. Ya te darás cuenta de que por encima de todo trata siempre de conseguir lo que se propone. Por eso le gusta el lema tanto monta, con el que se refiere a que lo mismo da desatar un nudo que cortarlo. Eso nos habla de la ambición de nuestro rey, que no se arredra en compararse al mismísimo Alejandro. Si además tienes en cuenta que las flechas de la reina comienzan por la f de Fernando, y el yugo del rey por la y de Ysabel, se redondea el emblema real con una deferencia de sus altezas a su cónyuge.

    —Qué complicado. ¿A quién se le ocurrió?

    —El yugo de Fernando es reconocido como idea de Antonio de Nebrija, el lingüista, y si quieres saber quién ideó las flechas de la reina, pregúntale al maestro Lucio Mareo Sículo cuando lo veas.

    Pero quedaban dos años para esa explicación, yo estaba ahora hincado de rodillas con mis cinco añitos ante la reina, ensimismado en aquella especie de talismán sin saber qué me tocaba hacer a continuación. Allí tenía al núcleo de influencia en el reino, pues poder ser escuchado por los reyes era la influencia. Entre aquellas personas solo recuerdo a tres mujeres: Beatriz de Bobadilla, marquesa de Moya, de cuya jerarquía en la corte hablaba el hecho de ser quien que cada día de Navidad recibía de la reina la paz; la infanta Isabel, hija primogénita de los reyes y segunda en el orden sucesorio, que vestía como una novicia desde que enviudó con apenas veinte años, y Beatriz Galindo, la Latina, erudita y maestra de la reina y de sus infantas. La separación de hombres y mujeres en la corte era innegociable para la reina Isabel, sus hijas no podían haber tenido un maestro varón, de igual modo que con el tiempo supe que la reina dormía siempre acompañada de sus damas cuando no lo hacía con el rey, por que quedara constancia de la honestidad de la monarca de Castilla.

    —Alzaos, don Diego y Hernando. Anglería haceos cargo

    —ordenó la reina dirigiéndose a uno de los presentes, un hombre entrecano de barba perfilada—. Entráis en el colegio del serenísimo príncipe, nuestro hijo don Juan, a quien serviréis como pajes bajo la autoridad de fray Diego de Deza, preceptor de su alteza y hombre a quien adornan la piedad y la erudición. A fray Diego, a Pedro Mártir de Anglería, así como al resto de maestros de la corte encargados de vuestra educación deberéis obedecer en cualquier circunstancia. Estoy convencida de que el almirante estará orgulloso de sus hijos.

    Con estas palabras, a las que devolvimos alguna genuflexión de más —mi tío Bartolomé nos había dicho que en materia de genuflexiones siempre sería mejor que sobraran a que faltaran—, salimos del salón del trono. Nunca conseguí enterarme de lo que hacía un paje, que era el oficio por el que me pagaban, aparte de algún recado de vez en cuando y ejercer de cortesano. En realidad, me retribuían por aprender en aquel colegio que los reyes montaron en torno a su hijo, sin dudas el mayor privilegio de mi vida.

    Tuvimos la suerte, en un campo abonado a envidiosos, de que tanto fray Diego de Deza como Pedro Mártir de Anglería fueran amigos de mi padre. El toresano fray Diego fue uno de los hombres decisivos para que Castilla financiara el viaje del descubrimiento del almirante, ya que cuando el dominico profesaba en el convento de San Esteban de Salamanca, en cuya universidad era catedrático de Teología, recibió la visita de quien todavía no era almirante sino un buscavidas allá por 1486, meses antes de que los reyes llevaran al fraile a la corte como preceptor del príncipe, sin que nadie haya sabido qué le contó mi padre privadamente para convencerlo. Era el fraile tan amigo del almirante que este le atribuía el mérito de que él hubiera descubierto para Castilla. En toda época predominan los ignorantes, y los muy digitalizados de hoy podrían pensar que exagero al decir que los dominicos del convento de San Esteban eran sólidos intelectuales. Bastará decir que antes de conocer a mi padre fray Diego había estudiado Sphoera, obra del dominico florentino Leonardo Dati en colaboración con su hermano Gregorio, en la que sostenían la esfericidad de la tierra, o que otro monje de San Esteban, fray Juan de Santo Domingo, mereció la elogiosa nominación de mathematicus optimus, y como una tercera muestra Tomás Durán, fraile del mismo convento, había trabajado en la edición de Praeclarissimum mathematicorum opus, de Brawardino. No era novedad para los dominicos la esfericidad del planeta porque seguían el pensamiento de san Alberto Magno y santo Tomás de Aquino. Mi otro referente, en realidad el gran referente de mi formación fue Anglería; además de ejercer como humanista —y empleo una palabra que, nacida siglos más tarde, define al pensador de mi tiempo—, desempeñó funciones diplomáticas y terminó siendo cronista del reino, papeles en los que siempre respetó a mi padre, quien necesitaría en pocos años que se hablara y, sobre todo, escribiera bien de él. Ambos competían en sabiduría y ambos habían demostrado su valía enseñando en Salamanca, la gran universidad de Castilla, donde Anglería había llegado a ser paseado a hombros de los alumnos por el claustro, entusiasmados con la calidad de su latín y sus comentarios de Juvenal. Pero había una diferencia entre ellos que explica mi predilección por Anglería: el diferente peso de la religión sobre su pensamiento. Y es que, aunque el milanés se había ordenado sacerdote un par de años antes y era persona de sincera espiritualidad, su pensamiento estaba más anclado en el hombre que en Dios y por eso era más abierto, lo que en mi edad adulta comprendí se debía a su formación en Italia; en tanto fray Diego de Deza se inscribía en la ortodoxia de pensamiento de los dominicos por más que fuera un erudito. Sería una desfachatez negar hoy la creación jurídica y moral que forjaron los dominicos en torno a los derechos de los indios, en su condición de hombres, que revela su peso intelectual, pero mi italianismo lo heredé de Anglería. Poco tiempo después se incorporó a los humanistas de la corte Lucio Marineo Sículo, otro pensador italiano del que debo dar cuenta, que en Salamanca había impartido Oratoria y Poesía, y a quien le habría gustado enseñarme griego. Aunque aquella escuela no solo ofrecía el magisterio de grandes humanistas sacados de Salamanca, también facilitaba el acceso a una biblioteca no muy extensa, la oportunidad de contemplar la colección de pintura flamenca de la reina y de escuchar la música en la corte, donde no faltaban vihuelistas y los cantantes del coro de la capilla real al que la reina era tan aficionada, pues en mi época era más importante la música vocal que la instrumental.

    Mi descripción está excluyendo a mi ayo. Era costumbre que a los hijos de las grandes casas llamados a la corte les fuera puesto su propio ayo. Mi padre no iba a consentir que Diego y yo fuésemos menos, y encomendó nuestro cuidado a Jerónimo de Agüero. No era un mal hombre, el raro era yo, y se fue inclinando sin premeditación por Diego, al que entendía mejor y terminó queriendo más. Sería su mano derecha el resto de su vida porque mi hermano era agradecido. El distanciamiento entre Agüero y yo fue natural; adopté mi propio ayo en la figura de Anglería, que fue al principio lo que los romanos llamaban ludi magister porque terminó de enseñarme a leer y escribir, y me condujo luego por el saber. Pedro Mártir de Anglería recibió un niño pequeño y creó a quien se consideró uno de los eruditos de la corte, aunque sobre todo le agradezco haber querido a un niño que raramente jugaba, un niño sin gracia.

    Una de las principales disciplinas a la que habíamos de aplicarnos los pajes era el latín; vivíamos en una época en que un hombre culto debía saberlo hablar, y por supuesto un rey. Los cronistas a sueldo de los reyes no se olvidaron de incluir en las crónicas que el príncipe Juan llegó a ser latinista, pero la verdad es que sus pajes no teníamos más remedio que saber, porque eso atormentaba a fray Diego de Deza, que el príncipe no consiguió conversar en latín. No era inteligente ni estudioso. Nuestra presentación al príncipe lo describe; la recuerdo bien porque me sorprendió su labio leporino, algo que no había visto antes y lo obligaba a hablar con dificultad, y porque me sentí fuera de lugar. Contaba el príncipe quince años, mi hermano Diego solo un año menos, y a ambos les unía el gusto por el juego, las doncellas, los perros y comer dulces. Tenían además la necedad de disfrutar riéndose de todo aquel que les pareciera distinto, más por fatuidad que por una maldad que no tenían. —¿Jugáis a algo? —fue lo que se le ocurrió decir al príncipe, por supuesto dirigiéndose a mi hermano, cuando fuimos llevados a su presencia.

    —A lo que gustéis, majestad.

    —¿Os gustan los naipes y los dados?

    —Mucho, majestad.

    —¿Y el ajedrez?

    —Estoy aprendiendo —mintió mi hermano.

    —Yo os enseñaré. Bruto, acércate a saludar a don Diego —dijo el príncipe a su perro, llevado por el mozo repostero de camas.

    Bruto se dirigió meneando su rabo a mi hermano, que lo acarició. El príncipe y mi hermano se reían, tenían afinidad y eso podría haber propiciado la amistad entre ambos, que no existió porque fray Diego de Deza se encargó de que no hubiese oportunidad. El príncipe no respiraba sin que fray Diego lo controlase, y el fraile y Anglería comprendieron que las aficiones de Diego Colón no eran las más convenientes al príncipe Juan, motivo por el que ambos jóvenes no dispusieron del suficiente tiempo juntos para intimar. Había otro motivo que entonces yo ignoraba: poblando la corte del príncipe hijos de grandes del reino, no se le iba a permitir al de un marino el privilegio de gozar de una cercanía excesiva al heredero del trono. Se comprenderá que uno, a quien no le gustaba el juego, ni los perros y estaba todavía lejos de ser púber, le fuera indiferente al príncipe. Nadie acapara todas las virtudes, mantuve ante la vida una distancia contemplativa. Tampoco me sentí cómodo con la espontaneidad. Cuando conocí al almirante, comprendí que en eso salía a él; ya dije antes que yo extremaba mi aversión al contacto físico con los animales, las personas y las plantas, fui una persona inhábil para ese deleite material. Eso solo tuvo dos excepciones que cuento en esta historia.

    El príncipe en que habían de confluir los reinos de Castilla y Aragón era feble y ni siquiera las prescripciones del galeno converso Lorenzo Badoz, que había ayudado a traerlo al mundo, consiguieron fortalecerlo. Anglería, cultivador de esa mezcla de astronomía y astrología propia de mi época, explicaba la debilidad del príncipe por el augurio que supuso el eclipse total de sol que se produjo el veintinueve de julio de 1478, a los veintinueve días de nacer en Sevilla. Si hubiera existido un sindicato de tortugas de las islas Baleares, habría declarado al príncipe y a su médico personas non gratas, pues Badoz había prescrito extracto de tortuga y los reyes estuvieron dispuestos a conseguirlo allá donde fuera posible pese a su carestía, y dentro de sus reinos las tortugas habitaban mayormente en las islas Baleares. También le recetaron polvo de unicornio, que no sabría decir de dónde diantres traían. Pero, por muy estrambóticos que fueran los vigorizantes recetados, el príncipe no consiguió ser robusto.

    La sensación de fragilidad que ofrecía el príncipe Juan, a quien la reina llamaba «mi ángel», quedaba más en evidencia por su infantilismo, conocido en la corte y silenciado. No era capaz el heredero de dormir con la luz de las velas apagada, guardaba en sus armarios dulce de membrillo, bolitas de anís y yemas de huevo que le eran permitidos sin límite; no aprovechaba, como era de esperar el estudio; el arte militar que trataba de enseñarle Juan de Zapata en el fondo le aburría y pese al interés en la enseñanza de la esgrima que ponía a diario maese Bernal no llegaría a ser diestro en el manejo de las armas como su padre. Sin embargo, se entregaba a los juegos de mesa sin cansarse y a los chistes de su barbero, que al margen de acicalar al muchacho era como un palmero oficioso de la corte. Los hijos de las grandes casas aristocráticas que se veían en el brete de practicar armas con Juan de Aragón, armado caballero a los doce años, debían poner cuidado en no descalabrarlo de un mandoble. El príncipe ofrecía tan pocas oportunidades de majestad, que se difundió debidamente por la corte su afición a jugar al ajedrez cuando se sentaba en el retrete, al menos como indicio de que cagaba empleando su ingenio.

    Los pajes, como el príncipe, estudiábamos una versión escolar de la gramática de Antonio de Nebrija, y aquellas crónicas históricas que el ideario de los Reyes Católicos aconsejaba. Desde el principio sorprendí a los maestros de la corte con mis progresos; injusto sería olvidar a quien en la nebulosa de Córdoba me había enseñado a leer prematuramente. Nuestra educación se completaba con obras para la formación caballeresca, el estudio de la heráldica, dibujo, música y, por supuesto, de la filosofía, principalmente aristotélica, y la historia sagrada.

    Fueron aquellos primeros años como cortesano presididos por el estudio los únicos en que fui feliz, si por felicidad se ha de entender una disposición estable, pues en poco tiempo la suerte del almirante se torcería y a partir de ese momento los hermanos Colón hubimos de mantenernos en guardia para el resto de nuestras vidas. Ahora me doy cuenta de que la envidia estuvo presente desde el principio, y mi condición de advenedizo me convertía en blanco de comentarios de cuya comprensión me protegió entonces mi corta edad por precoz que fuese.

    Los Reyes Católicos y su corte, en los primeros meses de 1494, se atracaban de gloria. Hacía poco más de dos años de la toma de Granada; mientras que el resto de Europa temía el empuje del imperio otomano, Castilla había sido capaz de sostener durante años el esfuerzo económico, logístico y guerrero para la conquista de un reino a los infieles. Todavía resonaba la voz de mi padre trayendo la noticia del descubrimiento, cuando para anticiparse a la reacción del rey portugués habían organizado de inmediato una expedición de mil trescientas personas y diecisiete barcos, provista de armas, caballos y bestias. Y como la convicción de aquellos reyes en el triunfo era ilimitada, se asumía desde el instante que firmaron con Francia el Tratado de Barcelona un año antes, por el que Aragón había recuperado el Rosellón y Cerdeña, la probabilidad de que sus tropas hubieran de mantener a raya en Italia a las del rey francés Carlos VIII cuando el galo se decidiera a atravesar los Estados Pontificios con la intención de conquistar el reino de Nápoles. Si el rey francés era taimado, más podía serlo Fernando. Es difícil describir aquella sensación de euforia, sustentada en la determinación de aquellos reyes.

    Esa confluencia histórica explica que a ningún habitante de la corte le extrañase que, a pocas leguas de Valladolid, en la villa de Tordesillas, castellanos y portugueses, dos reinos de las Españas se dispusieran a negociar el reparto del resto del mundo por descubrir y cristianizar. Ante el Papa de poco servían las protestas de otros reinos; eran Portugal y Castilla quienes se iban a repartir las rutas por el Atlántico por ser —antes los portugueses— quienes se habían lanzado a su descubrimiento. Carlos VIII de Francia, ante la hegemonía oceánica de los pueblos ibéricos, se preguntaba si en el testamento de Adán habría una disposición que los distinguiera. Era pues el reparto del Atlántico la cuestión principal que ocupaba a la corte cuando yo llegué a ella, que como se comprenderá me era ajena cuando todavía no había cumplido seis años, pero he podido reconstruir a posteriori.

    De las primeras semanas tras mi llegada, en torno a finales de febrero o principios de marzo de 1494, recuerdo la invectiva que me lanzó Duarte Pacheco Pereira, un portugués de mediana edad que formaba parte de una de las embajadas que iban y venían entre ambas cortes intercambiando mensajes en aquellos meses previos a las negociaciones formales en Tordesillas. Años después me interesé por aquel personaje, y aparte de su nombre supe que Duarte Pacheco había navegado por la costa africana y que había estado a punto de morir, en uno de esos viajes, tras perder su barco en la isla del Príncipe, donde fue rescatado enfermo por Bartolomé Días cuando regresaba de doblar el cabo de Buena Esperanza. Lo que aprendió en la mar le valió para arrogarse el título de geógrafo oficial de la corona portuguesa, cargo que en aquella corona era garantía de conocer la navegación de altura:

    —Vos sois hijo del almirante, ¿no? —me espetó.

    —Sí, señor.

    —Pues cuando veáis a vuestro padre decidle de parte de un súbdito portugués que se le está yendo la mano con lo que deja escrito, porque entre las capitulaciones que firmó en Santa Fe antes de su primer viaje y la confirmación de sus privilegios que les hizo firmar a los reyes el año pasado en Barcelona, a su vuelta, él mismo se delata.

    —No os entiendo, señor.

    —Lleváis razón, hijo, os lo diré de modo comprensible. Preguntadle a vuestro padre cómo es posible que el documento que le firmaron los reyes en Barcelona el año pasado, confirmándole al regreso de su descubrimiento los privilegios que le otorgaron en Santa Fe, a finales de abril de 1492, hable de islas y tierras firmes descubiertas cuando se sabe que solo descubrió islas en su viaje. Si raro es que en las Capitulaciones de Santa Fe se hable de tierras ya descubiertas y no por descubrir, más rara suena la confirmación del año pasado en Barcelona, cuando todavía se supone que no se han descubierto tierras firmes.

    No comprendí aquellas palabras del portugués, cuyo contenido puedo reconstruir de manera fiel, pero sabía que no entrañaban nada bueno para nosotros, los Colón, porque destapaban algo oscuro. No respondí.

    —Decidle al almirante que sabemos que se ha aprovechado de Portugal y no lo olvidamos —añadió—. Otra cosa es que podamos demostrarlo.

    Entonces llegó Pedro Mártir de Anglería, la única vez que lo vi correr, hecho una furia. Me pegué a una de las piernas de mi maestro:

    —Pacheco, ¿sois tan desvergonzado de dirigiros a un niño con esas patrañas? ¿Cómo es posible que estéis tan al corriente de documentos firmados por mis señores que obran en la cancillería de esta corte? No os valdréis de espías, ¿no? ¿O es que tan bajo estáis dispuestos a dejar a vuestro rey enceguecido por la envidia?

    —¿No es cierto lo que digo? Me estoy quedando corto precisamente porque es un niño, de lo contrario habría sido más contundente.

    —Si el documento de confirmación de los privilegios del almirante que otorgaron mis señores en Barcelona dice que ha descubierto tierras y no solo islas es porque es así, y punto.

    —En Lisboa quedaron dos marineros portugueses que acompañaron a Cristóbal Colón en ese viaje y sabemos que no se ha descubierto ninguna tierra firme. ¿Me queréis decir que nos enteramos los portugueses mejor que vuestros reyes de lo que hace Colón? ¿O que los escribanos de la corte castellana se emponzoñan de vino antes de redactar los documentos referidos a las Indias? ¿O más bien interesa decir que habéis descubierto tierras para hacer valer derechos de la corona de Castilla sobre los derechos de mi rey?

    —Cometéis la infamia de hablarle a un niño sobre su padre en base a simples rumores.

    —Anglería, a mí no me vais a engañar. Las mediciones de Colón eran erróneas, y eso lo sabían los sabios y marinos portugueses, pero también los vuestros. El dictamen de la Junta de Salamanca era tan correcto como el de nuestros sabios en Portugal, la circunferencia de la tierra es muchísimo mayor de lo que dice Colón. A vuestro

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1