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Flamenco. Arqueología de lo jondo
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Libro electrónico160 páginas2 horas

Flamenco. Arqueología de lo jondo

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"El origen del Flamenco lo lleva escrito en su nombre. Y en el nombre de sus palos. Y en el nombre de las mujeres y hombres que lo han conservado en su garganta, en sus manos, en sus pies, en el alma. Porque las cosas existen cuando se nombran. Y sólo cuando se nombran existen. Desde la estrella más alejada del firmamento a la partícula más ínfima de la materia. Sólo lo ajeno al ser humano carece de nombre".
“Arqueolojía de lo jondo” es una emocionante defensa de las raíces andalusíes, moriscas, gitanas y negras del Flamenco. Escrita con una elegante aleación de rigor y belleza, Antonio Manuel demuestra que en el origen de los nombres se halla el manantial de lo jondo del que han bebido generaciones enteras, cantando al dolor y a lo sagrado, en andaluz y de memoria. Mucho más que un libro sobre Flamenco, en él se desvela la historia clandestina de la península que el pueblo custodió en sus cantes, toques y bailes. Un libro Flamenco que atravesará el corazón y la razón de quien lo lea.
IdiomaEspañol
EditorialLid Editorial
Fecha de lanzamiento9 sept 2018
ISBN9788417558321
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    Flamenco. Arqueología de lo jondo - Antonio Manuel

    El venero

    Raíces y alas:

    Pero que las alas enraícen

    Y las raíces vuelen.

    Juan Ramón Jiménez

    El Flamenco es universal porque está hecho de raíces y alas. De raíces que vuelan y de alas que arraigan. Por eso el aire huele a tierra cuando lo rasga un quejío. Y la tierra a sangre. Y la sangre a mar. Y la mar a muerte. Y la muerte a vida. Como si contuviera todos los gozos y las penas, de todos los hombres y mujeres, desde antes de que existiera el tiempo.

    La música del Flamenco son las alas que arraigan. Y su palabra, las raíces que vuelan. Cuando música y palabra se abrazan como uña y carne, quitan el sentío de cualquiera que las sienta. Pero no transmiten las mismas emociones por separado. Recuerdo al maestro Manolo Sanlúcar decirme que un simple rasgueo de guitarra se basta para crear Flamenco. O unas palmas. O un taconeo. O un quejío. La palabra sola, no. Huérfana no es Flamenca. La palabra es como una sanguijuela que sólo sabe a sangre cuando parasita de la música. Y tiene razón.

    En la radiografía de los sonidos se encuentran muchas de las claves sobre los orígenes de lo Flamenco. No será, sin embargo, la médula de este libro. No hay tesoros para recompensar a la Flamencología, desde la época de Demófilo hasta hoy, el titánico esfuerzo que ha realizado analizando su musicalidad para dotar de armadura científica a los ecos de la memoria de quienes nos precedieron. Y no seré yo quien la cuestione.

    Me detendré en la palabra. Pero no en la poesía cantada en andaluz que preña las raíces del árbol Flamenco. Iré más jondo. Al agua que buscan y que nadie ve. Al venero que las alimenta. Como un zahorí, quiero encontrar el origen del origen.

    El porqué de su nombre.

    Los nombres

    Porque te llamas Aurora

    me acuesto al rayar del día.

    Si te llamaras Custodia

    de la iglesia no saldría.

    Tientos

    El origen del Flamenco lo lleva escrito en su nombre. Y en el nombre de sus palos. Y en el nombre de las mujeres y hombres que lo han conservado en su garganta, en sus manos, en sus pies, en el alma. Porque las cosas existen cuando se nombran. Y sólo cuando se nombran existen. Desde la estrella más alejada del firmamento a la partícula más ínfima de la materia. Nada que sea ajeno al ser humano carece de nombre. Como decía Louis Aragon, «la palabra no fue dada al hombre: él la tomó». Y lo hizo para sentirse Dios al nombrar todo lo visible e invisible, real e imaginario, abstracto y concreto, empezando por sí mismo y terminando por Dios y la manera de negarlo.

    El primer acto social o jurídico que se dedica a un recién nacido consiste en la asignación de un nombre para que pueda ser aceptado y reconocido por propios y extraños. En todos los lugares, confesiones y culturas. Así, el nombre se convierte en su seña de identidad por excelencia. Inmutable hasta la muerte y el olvido, a menos que se le permita el cambio por voluntad propia, o forzado por el instinto de supervivencia con la intención de parecer otro, como hicieron nuestros moriscos, marranos, gitanos, negros, republicanos… Y Flamencos.

    Creo que ahí se encuentra una primera clave del origen de lo Flamenco: en la inteligencia emocional de un pueblo para resolver la tensión entre identidad y supervivencia. Las comunidades que optan por preservar íntegra su identidad, terminan muriendo lentamente, fosilizadas. Las que optan por sobrevivir a cualquier precio, suelen dar en pago su cultura para asumir la impuesta. Pero las hay que han resuelto esta difícil ecuación de ser sin dejar de ser, porque hicieron de su identidad la supervivencia. Éste es el caso de la mestiza y resiliente cultura andaluza. Y el Flamenco es una de las huellas más reveladoras de cómo un pueblo consiguió sobrevivir reconstruyendo su identidad para no dejar de ser quien era.

    Todavía hoy, las mujeres y hombres del Flamenco se renombran al modo en que siempre se nombraron. Sin saberlo. Como un espasmo de la memoria. Y se bautizan a la Flamenca evocando la manera en que se llamaban nuestros antepasados andalusíes, no importa el Dios al que rezaran, tomando o añadiendo el nombre de su madre o de su padre, el lugar donde nacieron, la profesión de sus ancestros o alguna característica física o emocional.

    El nombre en Al Ándalus estaba tan vivo como la persona nombrada. Una especie de currículo abreviado que contenía, por este orden, su futuro, su pasado y su presente. La primera parte del nombre se llama kunya (de dónde proviene la palabra «alcurnia»), fórmula de respeto con la que se hacía saber su condición de padre (abu) o madre (umm) del primogénito. De no tener descendencia, se comenzaba directamente con el ism o nombre en sentido estricto. A continuación, el nasab o patronímico determinaba su árbol genealógico con al menos tres de sus ascendientes precedidos por ibn (hijo) o bint (hija). Es muy común la expresión aljamiada «ben» entre mozárabes y sefardíes, así como la de «banu/beni» para señalar la pertenencia a un clan familiar o tribal. Sefardíes fue la denominación que se dieron a sí mismos los judíos de Al Ándalus, especialmente tras su destierro. Mozárabes, la manera con la que se llamó a los cristianos andalusíes, y que deriva de su condición bilingüe (al musta`rabun). La nisba, última parte de esta hoja vital, servía para designar el lugar de nacimiento o residencia, así como la profesión o el oficio del nombrado. A pesar de ello, no era raro que se añadiera un laqab o sobrenombre con el que destacar alguna particularidad física o del carácter de la persona.

    Para evitar la recitación completa de la cadena, el nombre se vulgarizaba con la elección del más llamativo o representativo de sus elementos (kunya, ism, nasab, nisba o laqab). Es lo que para muchos se conoce como el mote, el apodo, o su nombre más Flamenco: Niña de los Peines, Antonio Mairena, La Negra, Camarón de la Isla, Bernarda de Utrera o Paco de Lucía.

    A diferencia del trauma que supuso para nuestros conversos, llamarse a la Flamenca no implica renuncia de ninguna clase sino la confirmación más auténtica de su identidad latente. A nadie se le pasa por la cabeza que el bautizo Flamenco del cantaor, de la bailaora o del guitarrista, pretenda suplantar el nombre que le dieron en la iglesia o en el juzgado. No es su intención porque no les importa. Por más que lo mande Dios o la Ley, sus verdaderos nombres son aquellos por los que serán reconocidos entre los suyos, entre los Flamencos, inscritos en el registro del corazón donde guardan sus quejíos y palmas, junto a los nombres Flamencos de sus abuelos y abuelas que se los enseñaron. La enésima prueba del poder inderogable de las culturas que se resisten al olvido.

    Por la misma razón, es imposible que el universo métrico y sonoro de lo Flamenco se hubiera transmitido durante generaciones sin llamarse de alguna manera. Los palos, como sus cantaores, también fueron bautizados cuando nacieron. A la misma vez. Con los mismos códigos. Y en la misma lengua. El rastro de sus nombres nos conducirá a los partos de lo Flamenco.

    Porque hubo varios. Tantos como culturas lo atraviesan. Y cada una de ellas son madres del Flamenco porque todas lo parieron. Habrá nombres de palos que revelen su procedencia andalusí, morisca, sefardí, gitana, americana o negra. Y eso no convierte al Flamenco en andalusí, morisco, sefardí, gitano, americano o negro. Reafirma que es hijo del mestizaje de muchas madres que rompieron aguas para fundirse en una sola.

    Ésa es la verdad: sólo hay un Flamenco. Un solo río alimentado por varios afluentes. Lo que no impide aceptar que cada uno de ellos aportó al cauce común sus propias aguas y en distinto momento histórico. En el discurrir del río Flamenco, como en el de la vida, hallaremos cascadas y remansos, meandros y rápidos, que trazan su curso hasta la desembocadura pero que no pueden confundirse con su manantial. Para encontrarlo, debemos remontar sus aguas con la actitud del salmón que acata el instinto de una memoria atávica para regresar al lugar donde nació libre. Y eso es lo que haremos.

    Con la conciencia de hacerlo.

    El parto

    Tú me has venido a mí a buscar

    como el agua buscaba al río

    y el río busca a la mar.

    Soleá

    Ella parió en la misma cama y en el mismo día en que murió de hambre uno de sus hijos. Sola. Su hombre andaba buscando faena para que no se le murieran más hijos esa noche. Como si estuvieran imantadas por un amor telúrico, las aguas de la placenta se filtraron por el jergón para ungir de rojo la cajita blanca donde descansaban los restos de su hermano, y darle el pésame. La vida encima, la muerte abajo. Y en medio, la madre. No me extraña que pariera callada para no despertar al niño muerto. Pero si al final gritó porque la dignidad se le quedó estrecha para contener las duquelas de la vida y de la muerte, que Dios me perdone porque en ese bendito alarido encerró la historia del Flamenco.

    Remontar río arriba hasta encontrar la cepa de ese grito.

    Las dos expresiones que condensan lo Flamenco son «ay» y «ole» (del nombre de Dios en árabe «allah»): el dolor y lo sagrado. Después de pasar las fatigas del parto, se persignó. Ella no iba a misa pero tenía colgada del cuello la medalla de una Virgen, tan madre como ella. Y con la yema del pulgar que besó al santiguarse, dibujó una cruz roja en la frente del recién parido, y otra blanca sobre la cajita del recién muerto.

    Remontar río arriba hasta encontrar la cepa de esa cruz.

    La madre arrulló al niño vivo y al niño muerto con la misma nana que le cantaron al nacer, con la que su abuela acunaba a su madre, y con la que meció la primera Luna a la madrugada: «a dormí va la rosa de los rosales, a dormí va mi niño porque ya es tarde». El Flamenco se canta en andaluz y de memoria. Sin más partitura que el recuerdo y en el idioma en que se recuerda.

    Remontar río arriba hasta encontrar la cepa de la lengua y de la rosa.

    El manantial del Flamenco no es un lugar físico ni un tiempo determinado: brota del alma y de la garganta de quien lo siente, sin duda, los yacimientos más difíciles de expoliar. Si queremos entender por qué en el Flamenco se grita, se dice ole y se canta en andaluz y de

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