Pabellón 36
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Hay millones de vidas en juego, como para que me importe la mía.
La Tierra se encuentra bajo el dominio de un virus mortal, el VMI XXI (Virus Mortal Incontrolado).
El periodista investigador norteamericano, John McGoonee, recibe una nota encomiándole a viajar a Madrid (España), en su apartamento de Nueva York. Al principio lo toma como una broma, pero al final decide hacer el viaje con el fin de tener noticias sobre el virus.
En Madrid, junto con el comisario Briones del Cuerpo de la Policía Nacional de España, descubre todo el entramado que hizo aparecer dicha pandemia.
Bartolomé Cantos Torres
Bartolomé Cantos Torres nació en Coín (Málaga) en 1951. Licenciado en Derecho. Su vida ha transcurrido en el País Vasco, Durango (Bizkaia), donde fue de niño. Desde hace unos años vive en Málaga. Es un autor tardío, siendo Pabellón 36 su primera novela.
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Pabellón 36 - Bartolomé Cantos Torres
1
Washington, 23 de abril de 2008.— Secretaría de Sanidad. En la sala de reuniones el ambiente es tenso, la gran mesa que ocupa el centro de la sala está llena de carpetas, las personas que debían ocupar las sillas estaban de pie, sus rostros denotaban la ansiedad de una larga espera, la persona que debía haber llegado llevaba más de una hora de retraso, el Secretario de Sanidad rugía por ello, pulsó de nuevo el botón del interfono:
—Señorita O’Connor —dijo por el interfono, cuyo tono distaba mucho de ser amable—. ¿Qué se sabe del Dr. Richardson?
—No lo sé, Señor, en el hospital me han comunicado que hace dos horas que salió hacia aquí —respondió la señorita O’Connor, con voz angustiada, para continuar diciendo—. Señor, al parecer el Dr. Richardson está saliendo del ascensor.
—¡Está bien! Hágalo pasar de inmediato.
Una vez que el Dr. Richardson entró en el despacho, todos los presentes dirigieron su mirada hacia el recién llegado.
—¿A qué se debe esta demora Dr. Richardson? —dijo el Secretario de Sanidad.
—Perdón, Sr. Secretario, —respondió el doctor—, pero el problema ha empezado a empeorar, ya ha aparecido el primer fallecido, he tenido que acercarme a la Clínica del Dr. Percival, lugar donde ha ocurrido este triste desenlace.
—Señores tomemos asiento —dijo el Secretario.
Todos los presentes ocuparon sus asientos delante de la gran mesa con las miradas puestas en el Dr. Richardson. Tras esto, el Secretario se dirigió a él:
—Bien, doctor, ¿cómo han ido los últimos experimentos?
—Sin éxito, Sr. Secretario —comentó este con el rostro sombrío.
—Entonces hay que darse prisa, ya son más de tres millones de enfermos, los hospitales y clínicas no dan abasto con esta enfermedad, y, lo que es peor, que estos se conviertan en cadáveres.
Londres, 25 de abril. Downing Street, 10. El Primer Ministro se encuentra con todo el gabinete gubernamental reunido; dirigiéndose al Ministro de Sanidad, le preguntó.
—Sr. Norton, ¿cuántos enfermos hay actualmente?
—Alrededor de millón y medio —contestó el citado Ministro— una gran mayoría no tienen esperanza de vida, en Estados Unidos ya han muerto en dos días quinientas personas y aquí nos acercamos a las doscientas, se ha probado con cantidad de medicamentos, pero ninguno ha dado resultados positivos.
—¿Cómo van las investigaciones? —preguntó el Primer Ministro.
—Vamos de fracaso en fracaso —respondió el Sr. Norton— el problema estriba en el desconocimiento del virus que ha provocado esta pandemia.
—O sea, que… —cortó el Primer Ministro—, desde hace siete meses estamos como al principio.
—Lo peor de todo es que la cifra de enfermos va subiendo —dijo el Sr. Norton.
—A ver qué le explico yo a la Reina. —Dijo el Primer Ministro, cuya expresión era de derrotismo—. Estoy harto de oír el teléfono con llamadas de Palacio, preguntándome si hemos encontrado soluciones, menos mal que este maldito virus no nos afecta a nosotros solamente, es mundial —cortó la conversación y tras quedarse pensativo durante unos segundos continuó—. Triste excusa.
París, 30 de abril. Palacio del Eliseo. El Presidente reunido con el Primer Ministro denotaba inquietud, la enfermedad había llegado al propio personal del Presidente.
—Lo peor de esto es que ya van más de un millón de personas enfermas —comentaba el Primer Ministro— y casi un centenar de fallecidos.
—Dé orden —dijo el Presidente— de que todos los laboratorios trabajen si es preciso las veinticuatro horas del día, esto ha de cortarse de alguna manera.
—Sí, Señor Presidente.
En ese momento sonó el teléfono, el Presidente se dirigió hacia él:
—¿Diga? —el Presidente oyó lo que le comunicaban desde la otra parte de la línea—. Gracias —dirigiéndose al Primer Ministro—. Añada a su lista otras diez personas más, concretamente en Marsella.
—Hemos de pensar en que esta mortandad irá en aumento —dijo el Primer Ministro.
Madrid, 5 de mayo. Palacio de la Moncloa. Reunión del Consejo de Ministros, dentro del Orden del Día, el tema de la pandemia que afectaba a medio mundo se tocó de pasada, pero eso no restaba importancia al tema.
—De momento señores —decía la Ministra de Sanidad—, aunque no nos afecta en gran medida, como está ocurriendo en las grandes urbes, tampoco nos hemos salvado nosotros, aquí no podemos hablar de cientos de miles, pero por desgracia sí de cientos, actualmente hay unas quinientas personas que padecen dicha enfermedad.
—Pero hay que seguir luchando contra ese virus y no bajar los brazos —dijo el Presidente del Gobierno.
Al igual que en España, así ocurría en media Europa, en especial la parte del Mediterráneo, donde el virus había afectado en número muy inferior al de otros países.
Boston, 10 de octubre. En un despacho cualquiera de un gran edificio de Boston, dos personas mantenían una entretenida conversación.
—Ya sabe, Mr. Taylor, cuando llegue a Madrid póngase en contacto con D. Luis, es la persona que nos ha recomendado nuestro enlace en Madrid —explicaba el mayor de los dos.
—¿Es de fiar ese D. Luis? —preguntó Mr. Taylor.
—Ya le he dicho que está bien recomendado y, además, España no es un país donde encontrar esta clase de gente con mucha facilidad, a no ser que busquemos una banda internacional.
—¿Y el personal que tengo en las oficinas?
—Esa gente no debe saber nunca lo que se esconde detrás de esa oficina, son personas preparadas para desarrollar ese tipo de trabajo, contratadas legalmente, ¡nunca deberán sospechar nada!
—En cuanto al dinero que he de manejar para los gastos...
—Se ha abierto una cuenta en un banco de España a nombre de la empresa, solo tiene que acercarse a él y firmar como Administrador de la empresa. ¿Alguna otra cosa?
—De momento nada más, señor Robinson.
Cual plaga aparece con sus garras afiladas, poco a poco se va haciendo dueña del planeta, a su paso, son muchas las personas que van cayendo al roce de sus envenenadas uñas, la mortandad se va incrementando al igual que la enfermedad va escogiendo sus víctimas, sin que se encuentren los remedios contra ella. El hombre se ve inútil ante semejante diablo, piensa en la supervivencia, y se pregunta: ¿Hacia dónde vamos? El dónde no se sabe, tampoco se sabe el origen de tan gran mal. Casi medio mundo padece el mal, el otro medio esperando que llegue el día en que les toque a ellos. Los científicos luchan a la desesperada, intentando descubrir el antídoto que devuelva la paz a la humanidad o, al menos, saber qué la provoca.
Los gobiernos poco pueden hacer, les ha pillado en plena crisis, han de contar con la ayuda privada, las arcas no dan para más. Desde la recesión de finales de los años veinte del pasado siglo no se había vuelto a padecer una recesión a nivel mundial tan grande como esta y para colmo una pandemia de origen desconocido estaba acabando con millones de vidas humanas: no hacía falta una nueva guerra, el desconocido virus había sustituido a todos los ejércitos. Contra él no valían los generales, ni las tropas, ni las armas, ellos también se encontraban impotentes, tampoco se salvaban. Solo la voluntariedad de los científicos podría acabar con ese mal y se dice voluntariedad porque no hay dinero para pagarles, la banca está estancada, su capital está invertido en lo que en su día ellos crearon, la sociedad de consumo, dinero que a duras penas logran recuperar, las economías nacionales se asoman a la bancarrota, muchos países están al borde de la quiebra.
No es un mal contagioso, pero sí mortal, el pánico había dado paso a no tomar los alimentos que siempre se han considerado sanos, es decir, los procedentes del agro, cuyas pérdidas eran multimillonarias.
La enfermedad se ha ido extendiendo poco a poco por más de la mitad de las grandes ciudades del planeta Tierra, estas se ven sumergidas en un caos. Las muertes, aunque lentas, se cuentan por millones, diariamente aparecen millares de personas que contraen la enfermedad sin nombre, el virus es completamente desconocido. Desde hace siete meses, cuando aparecieron los primeros síntomas, los gobiernos y sus departamentos de sanidad se encontraban impotentes, los hospitales comenzaron a encontrase en su máxima capacidad, no se sabe nada sobre el posible virus que ha provocado este caos, lo único cierto, es que los casos de enfermedad se daba en los países ricos, y lo más curioso, es que la zona mediterránea estaba casi libre del virus. Los laboratorios habían experimentado con todo lo que podían investigar, pero no lograban dar con la causa del virus.
El miedo se ha apoderado de los habitantes del planeta donde la enfermedad es imparable, pero, también, como ocurre con todo, siempre hay quien es inmune a esta fórmula de muerte, personas normales y corrientes, no son superhombres, pero sí se convierten en conejillos de indias, están siendo examinados exhaustivamente con el fin de averiguar qué les hace diferentes al resto de los humanos.
No había país que no tuviera sus conejillos de indias, ya hubiesen sido invadidos por el virus o no lo hubiesen sido, lo bueno de estos conejillos es que se presentaban voluntarios.
Las personas que incubaban la enfermedad tenían una media de seis meses de vida. En un principio, se creyó que era contagiosa debido a la manera tan rápida en que se propagó. La enfermedad, una vez contraída se declaraba mediante continuos espasmos, dolores pectorales espantosos y falta de aire.
A los pocos meses de aparecer el virus, muchos científicos comenzaron a exponer sus estudios sobre la posible procedencia, pero estos ensayos sólo se publicaban en los periódicos y revistas sensacionalistas, a la prensa le interesaba contar con cualquier exclusiva, aunque esta no tuviera ninguna base, con lo cual rellenaban sus páginas, no había otras noticias de gran interés.
La solución para parar el virus fue la prohibición a nivel mundial de la exportación de toda clase de alimentos, esa desconfianza aumentó más la crisis que sacudía al planeta, unos países por crear un excedente y el resto por falta de alimentos.
Las calles, plazas y parques de las grandes urbes se ven desalojadas de los grandes bullicios a los que estaban acostumbradas, sus habitantes tienen miedo hasta del aire que respiran, se desconfía de los gobiernos, creen que esto es una provocación, se considera que el planeta está demasiado habitado, el interés es rebajar la población mundial de alguna manera, pero lo que es peor, se desconfía hasta de la persona más próxima, nadie sabe quién es el causante de esta plaga.
Los científicos denominaron a este virus VMI XXI
(Virus Mortal Incontrolado)
2
Nueva York. Martes, 15 de julio de 2009. Esa mañana, John McGoonee, periodista independiente, se encontraba en una terraza, de las pocas que había abiertas, en la Calle 20, tomando un café. Como de costumbre, tenía varios periódicos encima de la mesa; mientras leía pensaba para sí "—Esto sí que es una tontería, toda la prensa habla del VMI XXI
al mismo tiempo que no dice nada". Cerró el periódico y lo tiró encima de los demás, se tomó el café, sacó dinero del bolsillo, llamó al camarero y abonó el café, se levantó dejando toda la prensa sobre la mesa.
McGoonee era de las pocas personas que se arriesgaban a tomar algo fuera de su domicilio, tanto cafeterías, como restaurantes, se encontraban casi en la ruina por falta de clientes, algunos ya habían cerrado.
Se levantó, sí, pero para qué, las calles estaban casi vacías, solo se encontraban personas, que por un motivo u otro tenían que salir. Lo único que McGoonee tenía en claro es que esta pandemia iba a hundir aún más la economía mundial. Él lo comprobaba en su trabajo, no encontraba nada que le llamara la atención para desarrollarlo. En vista de lo que veía en la calle y para no aguantar el tedio, al que sin querer se encontraba abonado, decidió irse a su apartamento que no estaba muy lejos de allí.
John McGoonee había empezado su carrera como becario en el New York Times, sus primeros trabajos eran como los de cualquier becario, primero en la redacción recogiendo las noticias que les enviaban y posteriormente en la calle para buscar noticias de poca monta. En cierta ocasión, recibió un soplo sobre una organización dedicada a la distribución de cocaína, ahí comenzó su suerte, ese era el periodismo que quería hacer, abandonó el New York Times y comenzó a realizar su sueño. Terminada su investigación, se la vendió al New York Times. Esto sirvió para acabar con la organización, anteriormente toda la información que poseía y antes de publicarla se la comunicó al FBI. Posteriormente realizó varias investigaciones que le dieron nombre, además de beneficiar su cuenta bancaria.
McGoonee, era un hombre paciente, pero persuasivo, hacía unos días que había cumplido treinta y cinco años, se conservaba joven y tenía buena presencia: su cuerpo se mantenía estilizado, su altura, uno ochenta y cinco metros. No le hacía ascos al sexo opuesto, con el cual tenía bastante éxito, esto le hacía mantenerse independiente en lo que respecta a formar pareja.
En su domicilio, McGoonee cogió un sobre en blanco y cerrado del buzón, no le extrañó mucho, estaba acostumbrado a que le dieran soplos de esa forma. En el ascensor quiso abrirlo, pero esperó a estar en su apartamento; cuando estuvo en él lo abrió y una vez leído, puso cara de asombro:
Si quiere saber algo sobre la pandemia diríjase a Madrid, España, allí podrá recibir cierta información que le servirá de algo, siento no poder darle más datos. Sí puedo decir, que dentro de poco saldrá una vacuna que acabe con el
VMI