Me miró por mi nombre: Velero
Por Alejandro Gonfel
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¿Quién entre Markus, el pelotari, Évariste, Álvar, Ezio, o algún cierto alguien, es el único por el que se siente arraigo? ¿Quién es Él?
Me miró por mi nombre y Velero conforman una antología, primordialmente erótica, que, directa o indirectamente, se puede resumir en que es una larga carta de amor, a través de poemas, a uno solo y único hombre, en las distintas etapas de la formación del poeta.
Cada uno de los escritos lo tiene a Él como principal fuente de inspiración, indistintamente del título que el texto ostenta o a quién esté dirigido. Quién es Él se mantiene en misterio. Solo Alonso Quijano tuvo la enternecedora locura de mencionar con tanta vehemencia a Dulcinea; y yo, mucho me temo, también soy loco...
Alejandro Gonfel
Alejandro Gonfel (1958), nace frente al Ángel de la Independencia, de padre mexicano y madre norteamericana; tiene un gran arraigo por México en cuanto a idioma y costumbres, así como admiración por la literatura hispanoamericana y la inglesa. Estudió matemáticas en Inglaterra y comenzó a escribir poesía porque era apremiante escribir una larga carta de amor que cada vez se renueva. Clama la dignidad del erotismo gay y ha escrito dos poemarios: Me miró por mi nombre y Velero (Editorial Caligrama), integrados en su libro Me miró por mi nombre.
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Me miró por mi nombre - Alejandro Gonfel
I
Bagatelas
Carta al viento
Todavía.
A quien le corresponde:
También aquí,
en este basurero gris tan derechito, y ahora casa,
te sigo amando a ultranza, transgrediendo todos los límites
de las buenas costumbres.
En la distancia, a la distancia, en la ignominia;
en el ya basta.
Soy mi sueño de ti con mi mano en las sortijas de tu nuca todo el día de tu talle y tu saliva.
Soy vigía lujurioso de ti con tus ojos encendidos de mí toda la noche de mi estar muy dentro.
Te sigo amando contra lo imposible,
dentro del vacío;
en la lejanía de la cercanía de tu lontananza,
todo este eterno.
En la obsesión, en la sin vuelta, en la cerrazón, en la inducción más absurda.
Aquí también:
te sigo amando en… muy lejos, en la porra, en el cuerno,
en la… la de los enamorados, porque hay varias.
¿Sabes?, en este lugar solo se comen espárragos fritos;
y sí, aquí también te sigo añorando,
y deseando;
a todas horas, en todas partes.
De tantas veces que me has mandado me es casi familiar;
ya me llevo bien
con todos mis hermanos los desamparados:
los llenos de rencores,
los que buscan aquí sacarse un clavo con otro clavo,
y se terminan quedando sin clavel.
Yo solo recuerdo lo que no puede ser: perder
tus valles verdes, mi tierra; lo que me da sentido de arraigo
y pertenecer.
A mí me encanta mi clavo de clavel, mi clavel de clavo,
clavel naranja de la Playa de la Concha
que caminando en la arena me comí
cada pétalo, cada gajo al natural,
acompañado solo de brisa,
y de risa
y de nostalgia;
el que, pétalo a pétalo, me confundió:
me dijo sí cuando era no; me dijo no cuando era un sí.
No escuché la voz del último gajo
—en ese momento el tallo me sonrió
y me lo clavé en el alma—.
Todos los demás son claveles en blanco, capítulos falsos:
sin color,
sin gajos,
sin naranja,
sin alma,
sin ti.
Aquí,
te sigo amando.
Voy veinte leguas y espero
«Evocan sus recuerdos las vigilias
de noches que brillaron negros sueños,
silencios que vibraron sensaciones
alientos de arrebatos en su empeño».
M.ª José de Góngora
Si no vienes, ni me esperas, ¿qué espero?
Si vienes, y me esperas, yo te espero,
voy, vengo; espero a que tú vengas
de donde esperas que ya no tarde,
para venir a esperarte, si tú sí vienes
y esperas, para venir, que yo venga.
Si vienes y no me esperas, yo no espero:
voy, te encuentro, para que nos vengamos;
y, si no, espero verte venir: venir contigo de donde vengas.
Mas si no vienes, pero me esperas, voy al polo; bajo: les pregunto
a los pingüinos; subo: les pregunto a las jirafas, a las antípodas, a los canguros,
a las brujas, a los vientos, al mismo Ícaro reconstituido. Voy a tus sueños, donde tú
quieras y me vengo contigo.
Mi infancia
Si tú no ataras mi pluma,
le escribiría a la infancia,
pondría en una gran pecera las memorias
y volvería a los días.
Pondría de aquellas:
a las fantasías japonesas de grandes monstruos
con aspavientos;
a sudores evocados de los balones de travesuras de vidrios rotos,
y tierra en boca;
a las temidas brujas de ojos saltones;
a los horizontes del astronauta que torea
toros de Marte,
y recoge piedras marcianas con un capote;
al olor de gelatina de tiza de hoja de lápiz;
al sabor de chicharrón de chamoy efervescente de congelada de rompope;
a los atardeceres claros que languidecen;
a los abrigos de mis padres;
a los besos;
a los colores;
a la ese, a la bicicleta y a tantas otras cosas;
a los muñecos de ventrílocuo que hablan con pordioseras
y se casan de viejos con unas tuertas;
a los soldados, a los trenes, a los mecanos, a los violines
y de travesuras a mis dos aires de tarde en tarde;
al campanario dulce de principios de siglo, dulce y morbosa
que amaba España,
y ahora en su tumba crecen las verdolagas;
a los hombres que se levantaban a oír un himno
que hacían glorioso sus gobernantes;
a lo agridulce de la infancia y del tamarindo con chile;
al misterioso regaliz, al ceremonioso cocido, al viejo vino;
al irreverente y entrañable espagueti americano;
al viejo, al viejo vino;
al padrenuestro en inglés;
al observatorio en Chichén;
a la zarzuela en domingo.
Pero sucede que solo son transparencias ya