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El señor del imperio eterno y los blancos
El señor del imperio eterno y los blancos
El señor del imperio eterno y los blancos
Libro electrónico682 páginas10 horas

El señor del imperio eterno y los blancos

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Un nuevo clásico imprescindible de la fantasía juvenil con más de un millón de ejemplares vendidos.

El nacimiento de los gemelos Jacey y Richard Brecon en el seno de una familia de la nobleza británica ocasiona la mayor felicidad de sus padres. Pero un extraño lunar de nacimiento en el antebrazo de ambos preocupó tremendamente a sus progenitores durante mucho tiempo.

Trece años después, un estuche con un invaluable medallón de oro y un enigmático pergamino aparecen misteriosamente en las oficinas de lord Brecon. El documento le encomienda que adquiera una insólita espada a toda costa. Esta se encuentra en una misteriosa subasta realizada en las afueras de Londres. El arma subastada es extraordinaria y la más poderosa que existe en la Tierra. La espada es escondida hábilmente para evitar que caiga en manos siniestras. Pero el maléfico lord Doogthvan y las fuerzas del mal la desean para acabar con los dos mundos e instaurar elcaos.

Este evento acarreó una serie de increíbles y asombrosos acontecimientos que colocó a toda la familia en grave riesgo. Esto llevó al matrimonio Brecon, con sus gemelos, a verse involucrados con personajes defensores de un mundo mágico paralelo a la Tierra. La familia recibe una carta de invitación para el fantástico lugar y deciden involucrarse en esa nueva aventura. Asistiendo a la más famosa Academia de Caballería y Magia, para la cual sus hijos ya estaban destinados.

A partir de ese momento, la historia de los gemelos comenzaría a cambiar. Tendrían clases de esgrima con todo tipo de armas. También estudios de caza y de magia, aprendiendo toda clase de encantamientos. Utilizando unos poderosos calderos encantados para su iniciación. El niño Richard Brecon se ve obligado a convertirse en hombre para adquirir poderes arcanos especiales. Motivado por el enorme deseo de ayudar al reinado mágico, acepta el reto. Sin saberlo, a cambio de ese conocimiento absoluto, le sustraen años de su adolescencia, que son absorbidos por la magia del lugar. Reapareciendo poco después como un joven adulto ante la vista asombrada de todos. En el torneo más prestigioso del reino, el joven Richard Brecon gana el título de campeón paladín gladiador. El nuevo caballero tendrá muy buenos amigos, incluyendo a elfos, y muchos enemigos también. Ahora el joven paladín es poseedor de los secretos de un poder arcano casi ilimitado. Comenzando una cruzada por traer de vuelta la espada robada a lord Whaldgrave, su dueño original. Esta aventura, para la cual estaba predestinado, se ve colmada de difíciles obstáculos, batallando en una serie de interminables episodios contra las fuerzas del mal. Demonios, dragones maléficos y bestias de toda clase son involucrados en las feroces batallas del paladín. Sus aventuras junto a sus amigos lo convierten en el más admirado y querido campeón del reino mágico.

Rubén Berland"

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento30 ene 2021
ISBN9788418548031
El señor del imperio eterno y los blancos
Autor

Rubén Berland

Ruben Berland nace en la Ciudad de La Habana (Cuba), el 7 de octubre del año 1955. Casado, tiene dos hijos y tres nietas. Artista de bellas artes galardonado con un sinnúmero de diferentes premios y menciones. Profesor, maestro, licenciado en Pintura y Dibujo de la Escuela Nacional de Bellas Artes de San Alejandro y del Instituto Superior de Arte (ISA) en La Habana (Cuba). Es un ferviente investigador y especialista en mitología universal. Durante toda su trayectoria es reconocido a nivel internacional por su excelente dominio técnico y su virtuosismo en las bellas artes. El autor siempre demostró un gran interés en la literatura fantástica, aventurándose en su primera novela de magia y fantasía épica. La precursora de una saga donde hace hincapié en las relaciones familiares y en un mundo diferente colmado de imaginación, abarrotado de aventuras mágicas. Su actual novela es un presagio de un universo cognoscitivo que va desentrañando a medida que se sumerge másen el universo mitológico y literario. Magistralmente escrito y dirigido para un lector juvenil ávido de un mundo fantástico. Ciudadano norteamericano con descendencia franco-anglosajona. Actualmente, reside en Longwood (Florida) en los Estados Unidos de América.

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    El señor del imperio eterno y los blancos - Rubén Berland

    El señor del imperio eterno

    y los blancos

    Rubén Berland

    El señor del imperio eterno y los blancos

    Primera edición: 2020

    ISBN: 9788418548512

    ISBN eBook: 9788418548031

    © del texto:

    Rubén Berland

    © del diseño de esta edición:

    Penguin Random House Grupo Editorial

    (Caligrama, 2020

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com)

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    Este libro está dedicado a mis tres nietas, porque ellas querían un legado inolvidable de su abuelo, simplemente un cuento de hadas.

    A mi esposa, Maritza Berland, por toda la paciencia que siempre me tuvo desde que empecé a escribir.

    A mi hija, Janet Berland, por creer en lo que comencé a redactar, además, porque siempre le gustó mucho la mitología, la magia, las princesas y los cuentos de hadas.

    A mi hijo, Freddy Berland, por compartir conmigo mis sueños de paladín, guerrero, mago y cazador en un mundo lleno de magia y fantasía. También al mejor amigo de todos. Especialmente los más sinceros, estimados, leales amigos, consejeros y muchas veces padrinos, ustedes, los lectores. Gracias a todos por creer en mí y en mi libro desde el primer instante. Gracias a esos fieles lectores y a todos los fanáticos de este mundo mágico que con mucha emoción han seguido la historia.

    ¡Gracias!

    Rubén Berland.

    Capítulo 1

    La espada de las furias

    La residencia Brecon, situada a las afueras de la ciudad, era una hermosa mansión en el número 7 del bulevar White Lane. Estaba rodeada por un extenso muro de piedras. La vivienda poseía entre sus vastas propiedades un pequeño bosquecito privado. Una enorme puerta de entrada mostraba curiosos y extraños símbolos de la cultura celta trabajados en hierro forjado. Estos contaban con rejas del mismo material. Todas se mantenían en excelente estado y estaban pintadas de verde oscuro. Los ornamentos del enrejado eran de extraordinaria belleza artística y terminaban con acentos dorados que realzaban la majestuosidad de la complicada elaboración. Por entre los barrotes se dejaba ver una agradable y señorial mansión de arquitectura clásica. Alejada del resto de las otras casas, la vivienda parecía un castillo protegiendo un bien elaborado campo colmado de jardines y de árboles decorativos muy bien cuidados. La residencia contaba con un pequeño riachuelo que pasaba por detrás del ala izquierda de una de las salas de estar. También con un bosque bastante denso dentro de su vasta propiedad. Los propietarios de ese paraíso eran lord y lady Brecon. Ellos se habían educado en las mejores universidades de Europa y Estados Unidos. A pesar de sus múltiples compromisos, también tenían una corporación de venta de arte en la ciudad llamada Art & Antiques Brecon’s. Eran personas expertas en mitología e historia universal. Siendo muy respetadas por toda la comunidad. Siempre habían estado muy interesadas en coleccionar todo tipo de armaduras. Incluyendo armas arcaicas y toda clase de talismanes antiguos. Sus colecciones estaban catalogadas como piezas históricas de un inestimable valor. Por supuesto, no eran baratijas de fantasía, como se vendían en otros lugares de la ciudad por fraudulentos comerciantes.

    Dentro de la extensa colección no podían faltar una serie de objetos enigmáticos que eran únicos en su clase, que correspondían a otras culturas desaparecidas. Tenían libros muy raros con temas herméticos y ejemplares muy valiosos que les había costado años atesorar. Los domingos la familia Brecon visitaba religiosamente la concurrida iglesia de su comarca en la misa matutina. Esta era una familia que jamás se hubiera mezclado en ningún suceso misterioso, esotérico o mágico. Pero siempre había un grupo de amistades curiosas que se interesaban en saber qué opinaban sobre el tema paranormal. Ya que los consideraban expertos en el tema y nunca se cansaban de preguntar. Insistentemente deseaban conocer la interpretación que les daban sobre acontecimientos sobrenaturales desde su punto de vista erudito. Para los que querían saber más sobre su opinión, incluyendo a todas las personas que les cuestionaban sobre el tema, invariablemente les daban la misma respuesta:

    —Para nosotros la magia y la hechicería corresponden tan solo al mundo de los cuentos de hadas. En el mejor de los casos, son fábulas o hechos históricos no descifrados aún por la ciencia —explicaban, dejando a todos con la boca abierta.

    El señor Brecon gozaba de una excelente apariencia. Con un pelo negro de un corte medio muy bien cuidado y peinado hacia atrás. Contaba con mechones de cabello que caían ocultándole la mitad de sus orejas. Su rostro estaba moldeado con unas líneas muy definidas. La nariz un poco respingada. Con su mentón ligeramente sobresaliente, el señor Brecon se distinguía por un aire hidalgo. Era un hombre de seis pies. Apuesto y de aspecto atractivo. No parecía tener treinta y cinco años. De constitución delgada, siempre vestía un bien entallado traje de corte clásico. Debajo del mismo se podía adivinar un cuerpo que había sido ejercitado durante años con alguna disciplina especial. Tenía mucha energía y le encantaba el entrenamiento físico. Sus profundos ojos azules marcaban un aire de aristócrata inteligente y sabio. La señora Brecon, igual de atractiva, era de una hermosura sajona incomparable. Poseía grandes ojos verdes, tan claros que se confundían en la luz con la vegetación de su jardín. Dando la sensación de tener en sus ojos un misterioso claro matinal. Una boca redonda bien contorneada, con unos labios carnosos muy seductores, de un rojo fuego, que hacían juego con su color de cabello. Era una mujer pelirroja muy encantadora. Todo el tiempo lucía radiante, siempre vestía de manera sencillamente refinada. Continuamente se arreglaba mucho para verse elegante y distinguida.

    Era de esas mujeres educadas y activas. Pero, sobre todas las cosas, muy inteligente. Cuatro años menor que su esposo. Se pasaba gran parte del día entre exóticos libros y extraños manuscritos. Le gustaba administrar las actividades diarias de su hogar. Explicándole a su ama de llaves por dónde debía hacer énfasis en la limpieza de la casa. La señorita Allison, de más de sesenta años, siempre estaba atenta al más mínimo de sus caprichos. El radiante matrimonio Brecon disfrutaba mucho de la vida familiar. Y estaban muy felices por tener unos gemelos de tres años tan hermosos. Al pequeño niño lo llamaron Richard y a su bella hermana le pusieron como nombre Jacey. Para ellos no había mejores hijos en el mundo y los adoraban. Sus vidas eran plenas y perfectas.

    Los abuelos de los pequeños no disimulaban su preocupación de vez en cuando, comentándole a su primogénito, lord Brandt Brecon, sobre un lunar que tenían los niños en el antebrazo derecho. Una mancha en forma de una pequeña cruz que aparecía dentro de un círculo. La pareja siempre encontraba una evasiva a su cuestionamiento y a veces desviaban el tema con una ligera sonrisa visiblemente nerviosa. El señor Brandt Brecon no podía imaginar que en los siguientes años vendrían tiempos difíciles para sus hijos y su familia relacionados precisamente con este suceso. De vez en vez, los abuelos le mencionaban el tema del lunar y la pareja no sabía qué decir. Inmediatamente desviaban la conversación. Siempre que se le presentaba la oportunidad, buscaban otro asunto de interés para apartarse del tema. Pero esta duda siempre latente solo la comentaba algunas noches cuando estaba a solas con su esposa. Los dos fingían ante los abuelos, restándole importancia al asunto. En las reuniones familiares, lady Jessica se angustiaba mucho, pero trataba de disimularlo sonriendo y bromeando sobre otras cuestiones. Algunas veces, cuando se retomaba la conversación, se levantaba del pequeño sofá de piel marrón y brindaba un pedazo de tarta de manzana. Otras señalaba algo insignificante en la televisión, distrayendo la atención. Y de esa manera se escapaba del asunto disimuladamente. Cuando se retiraban todos a sus habitaciones y se quedaban solos, se consolaban mutuamente buscando alguna solución lógica y razonable que pudiera ayudar a solucionar aquel enigma en el antebrazo de los pequeños. Tenía que haber una razón que fuera explicable. Pero nada estaba claro aún. Todo terminaba siempre en especulaciones sin una base sólida. Sus preocupaciones quedaban siempre interrumpidas por las dudas. El extraño origen de la marca en los gemelos los atormentaba diariamente. Por eso los mandaron confeccionar unos brazaletes muy discretos para encubrir las marcas de los ojos curiosos de todos:

    —¿Significaría alguna clase de maleficio para los niños? —decía lord Brecon en sus momentos de dudas.

    Definitivamente, no lo creían ni él ni su esposa. Aunque a veces dudaban de sus orígenes:

    —¿Es que acaso pudiera serlo? —se repetía a veces en voz alta cuando estaba angustiado y triste.

    Esta sola idea hacía que los dos temblaran de miedo de solo pensarlo. Según sus estudios sobre simbolismos, ellos sabían que la cruz que se había originado dentro de un círculo creaba un poderoso poder mítico. Y este signo era tan antiguo como la misma humanidad. Conocían que en todas las culturas representaba al ser supremo y era un símbolo universal. Lo reconocían como la cruz cósmica. Sabían que era una cruz sagrada. Porque todo aquello que siempre se encontraba dentro de un círculo aludía a poderes sobrenaturales. Era mucho más allá de la comprensión de la lógica humana. Por supuesto, este símbolo era considerado como una manifestación del poder divino. Pero con el pasar del tiempo todas estas interrogantes y suposiciones habían perecido ahogadas por la rutina diaria. La solución para los dos gemelos se corrigió con una discreta manecilla dorada que cubría el lunar de la mirada de los curiosos cada vez que salían a socializar. Un tiempo después, el olvido se ocuparía de archivar este suceso en el «bolso de los malos recuerdos», el saco que jamás se abriría para ellos.

    El quehacer diario y la vida moderna tan agitada ocasionarían que este minúsculo detalle en el antebrazo de los niños se borrara de sus mentes. O, por lo menos, así creían ellos. Los años pasaron y sus vidas transcurrían normalmente, sin la mayor preocupación. La señora Eggleston era una viuda regordeta y bajita. Poseedora de una gran fortuna. Con un rostro rojizo y sin cuello debido a su gran papada. Estos detalles físicos la hacían ver como una pequeña pelotita de carne envuelta en un lujoso vestido color ámbar de seda inglesa. Tenía una boca que nunca paraba de chismorrear. Su pelo era lo más excéntrico que pudiera conocerse, ya sufría el embate de los peinados más extravagantes que uno se pudiera imaginar. Era vecina cercana de los Brecon y todo lo opuesto a ellos. Su manía de hablar y hablar sin parar la hacía lucir como una bolita parlanchina imbatible. Pero, a su vez, era una mujer desbordante de simpatía y bondad. En las tardes sociales, los señores Brecon se divertían oyéndola contar todas las murmuraciones del vecindario entre carcajadas y sutiles comentarios de uno u otro vecino. Principalmente personalidades de la nobleza.

    Sobre todo, lo que más les hacía reír era cuando contaba que su pequeño Max, su adorable perrito, como le llamaba, le hacía pasar tremendos sustos al cartero arrancándole la bolsa de correspondencia, y este salía corriendo como alma que se llevaba el diablo. A pesar de que algunas manzanas de distancia separaban sus mansiones, se veían desde hacía mucho tiempo con bastante regularidad. En realidad, era muy buena amiga de la familia y siempre que podía traía con ella a su hijastro de cuatro años, el pequeño Glover. Otra de las visitas frecuentes a la casa de los Brecon eran los lores de Osborn. Un matrimonio de nobles aproximadamente de la misma generación que los señores Brecon. Eran sumamente amables y de muy buen humor. Muy pegados a la familia por generaciones. Siempre habían estado ligados en todo tipo de acontecimientos. Eran los afortunados progenitores de una pareja de trillizos que se nombraban Ellen, Martin y Reynolds. A menudo coincidían en todas las fiestas de los señores Brecon. Jamás los niños paraban de brincar y corretear. Jugueteando todo el tiempo. Continuamente se la pasaban realizando travesuras por toda la mansión, una tras otra, alentados por los pequeños Jacey y Richard.

    Comenzando esta historia nueve años después. Un sábado en la mañana, los gemelos estaban entretenidos pasando un rato divertido con su consola de videojuegos. Disfrutaban embelesados su pasatiempo favorito en su nueva televisión gigante con pantalla 8K Ultra HD de última generación. Las horas en la habitación de recreo pasaban sin importarles otra cosa. Los niños acababan de comenzar unas merecidas vacaciones en su mansión Brecon, del bulevar White Lane, en un exclusivo reparto en las afueras de la ciudad. Jacey había crecido bastante para sus cortos años. Sus bellos ojos azules eran intensos y contrastaban con su pelirrojo cabello, igual al de su madre. Era muy simpática, bonita y mucho más alta que el resto de las niñas. Su hermano Richard era más grande. También más alto que el promedio de los varones de su misma edad. Era delgado, con un corte de cabello medio. Los mechones de pelo negro caían sobre sus orejas. Tenía unos grandes ojos azules y todos decían que era el vivo retrato de su padre.

    Esa mañana, la señora Brecon se deleitaba preparando un pastel de manzana especial, receta heredada de su abuela, y que era un secreto bien guardado de su familia. Los abuelos Brecon también vivían en la mansión. En esos días se encontraban de vacaciones. Esta vez habían decidido marcharse de la ciudad en compañía de viejas amistades que los habían invitado a su yate privado y estaban disfrutando un viaje de recreo por las islas griegas. Mientras, lord Brecon estaba pasando un día en su trabajo bastante normal, en su oficina del piso veintitrés, uno de los edificios más lujosos en el distrito comercial. El elegante noble y hombre de negocios firmó varios documentos que le habían dejado en su escritorio. Estuvo un gran rato revisando la pantalla de la computadora, concentrándose en las ventas que se estaban efectuando en diferentes casas subastadoras dentro y fuera del país. A toda prisa, chequeó algunos manuscritos que tenía sobre la mesa. También realizó muchas llamadas en la mañana de carácter muy importante. Y siguiendo una rutina establecida por años, habló con varios de sus mejores amigos sobre los temas habituales del día. Sin que esto fuera demasiado agobiador, atendió personalmente a nuevos clientes de mucho agrado. Todo esto sin parar de moverse diligentemente de un lado de la oficina al otro lado del salón de exposiciones, provocando que su secretaria casi corriera detrás de él tomando notas. A la joven no le quedaba más remedio que dar pequeñas carreritas agitadas, anotando nuevas citas en su atestada agenda de piel negra. En fin, transcurría un cotidiano día de trabajo.

    El buen humor de lord Brecon se notaba. Les sonreía a todas las personas que se encontraba a su paso. Estaba satisfecho, su negocio le encantaba y, mirando su reloj Rolex de pulsera, decidió dar un paseo como era su costumbre a esa hora. De esa manera, se relajaba un poco. Era su rutina cada vez que iba al trabajo los fines de semana:

    «Es el momento de caminar un poco», dijo para sí.

    Salió al corredor dejando atrás su oficina y tomó el elevador, atestado de personas, bajándose en la planta baja. Franqueó el amplio y abarrotado lobby de la entrada principal con pasos ligeros. Momentos después, estaba en la acera rodeado de muchos transeúntes que pasaban de un lado para otro con la rapidez característica de una gran ciudad. Londres era una metrópolis muy agitada por esos días.

    Frente al imponente edificio de su negocio había un pequeño café muy pintoresco, donde acostumbraba a repasar el periódico matutino. Mientras lo hacía, degustaba un rico fly up, el apetitoso plato tradicional inglés que no podía evitar. Estaba presentado con tocino, huevos y tostadas. Siempre servido con té o jugo de naranja. Este platillo era la deliciosa especialidad de la casa. Siempre disfrutaba mucho aquella pausa. Cuando terminó su rico desayuno, regresó de nuevo a su establecimiento. Caminó aprisa, dejándose llevar por el torrente de gente que seguía en esa dirección. Cuando al fin pudo llegar a su oficina, lo primero que hizo fue quitarse el saco y se dejó caer en su confortable asiento cerrando los ojos. Instintivamente, cruzó sus manos detrás de su cabeza, entrelazando los dedos en señal de satisfacción, y se relajó por unos instantes. Sin saber cómo, cayó en un profundo sueño. Pasaron unos minutos hasta que despertó algo atontado. Miró alrededor de su oficina y todo estaba en orden. Todavía su paladar no había olvidado el exquisito sabor de la combinación de los diferentes ingredientes de su fly up. Cuando de momento se percató de que sobre su mesa se encontraba un cofre de ébano con decoraciones doradas. Una pequeña llave del mismo material pendía de una cadenita. Estaba sujeta a un diminuto aro saliente que se enroscaba de uno de los arabescos del precioso estuche. La reliquia tenía el tamaño de una caja de habanos:

    —¡Doris! —le reclamó a la secretaria, alzando ligeramente la voz.

    La joven corrió hasta la puerta de la oficina parándose en seco justo en el marco. Se acomodó sus espejuelos de aumento estirándose a la misma vez su saco y acicalándose toda para evitar un regaño de su jefe:

    —Diga, señor Brecon —balbuceó tímidamente.

    —¿Sabes quién dejó este cofre sobre mi escritorio? —inquirió lord Brecon.

    —¡No, señor! No tengo la menor idea —se apresuró a decir con aire de preocupación.

    Lord Brecon la miró fijamente, levantando el entrecejo:

    —¡Le juro que en el tiempo que usted se ausentó no ha entrado nadie aquí! —dijo algo nerviosa la empleada.

    —¿Estás segura de lo que estás diciendo? —preguntó con tono suave, pero enérgico, esta vez mirándola a los ojos.

    —¡Sí! Sí, señor, estoy segura —replicó la secretaria.

    La joven reaccionó con un gesto involuntario tapándose la boca. Se notaba que estaba visiblemente agitada. Sabía que se había dormido por unos instantes, pero le daba terror decírselo a su jefe:

    —¡No me explico de dónde apareció este joyero! —comentó entre dientes, mirándola fijamente a los ojos.

    —¡Pero, señor, yo le aseguro que no sé! No me moví de mi puesto. Sinceramente se lo digo. Puede revisar las cintas de vigilancia para que vea que digo la verdad, señor —tartamudeó la pobre secretaria, que comenzaba a temblar—. ¡Na-nadie ha-ha entrado! —explicó de nuevo tartamudeando un poco más.

    La empleada no dejaba de frotarse las manos sudorosas en un gesto nervioso. En su rostro se percibía una mezcla de angustia con una marcada preocupación por el acontecimiento. Ella le profesaba un gran respeto a lord Brecon, casi picando en una devoción exagerada.

    El señor Brecon se la quedó mirando seriamente. Con aquella mirada azul profundo que sabía que la cautivaba. Por unos instantes, pensó en reprobarla, pero se quedó callado. Y haciendo un ademán con la mano, le ordenó que se retirara diciéndole:

    —¡Señorita, haga el favor de marcharse! —indicó con un suave tono autoritario.

    —¡Gracias, señor!

    —¡Doris, recuerde que yo no creo en fantasmas! Luego veremos cómo apareció esto aquí. Espero que esto no se repita. Nadie, entiende bien, ninguna persona puede entrar a mi oficina sin ser vista por usted.

    No dijo nada más sobre el evento.

    Nuevamente se sentó en su butacón color piel oscuro y respiró profundamente:

    —¡Oh! Gracias, señor, no volverá a suceder, se lo prometo.

    La joven, agradecida, se disculpó otra vez. Doris exhaló un suspiro de alivio. Y la temblorosa secretaria se alejó lo más rápido que pudo. Lord Brecon se tomó el tiempo mirando a su empleada retirarse del lugar. Mientras aparecía una ligera sonrisa entre sus labios. Sin demorarse más, se cercioró de estar solo otra vez. Cuando la asustada joven desapareció por la puerta, apresuradamente, tomó la llave de la extraña caja con su mano derecha y la introdujo en la pequeña cerradura. Lord Brandt Brecon abrió el cofrecito y en su interior apareció un exótico tesoro. Una cadena de oro viejo con unos eslabones gruesos. Tenía el diseño de las joyas que se manufacturaban para la nobleza en la época de las cruzadas. De los eslabones colgaba un hermoso medallón también del mismo material. Estaba tallado en oro blanco un círculo con una cruz dentro. Cuatro pequeños triángulos en diferentes posiciones aparecían sobre cada vértice donde finalizaban las líneas de la cruz. La joya parecía muy antigua. Era grande y muy pesada.

    Una sensación extraña invadió su cuerpo. Bastante intrigado por el acontecimiento, sacó de la gaveta un estuche con unos frascos. Tomó uno y con un gotero extrajo un líquido transparente como el agua. Dejó caer una gota sobre una parte de uno de los eslabones, que inmediatamente hizo su efecto. Acto seguido, sacó una lupa de la misma gaveta y observó con detenimiento. El resultado no se hizo esperar:

    —¡Es oro real! Del mejor quilate y muy antiguo —murmuró para sí.

    Con una leve sonrisa, lord Brecon guardó nuevamente el estuche con los frascos y la lupa. Debajo de la joya permanecía un sobre de papel muy costoso y envejecido por el tiempo. Lo tomó dejando la reliquia a un lado sobre el escritorio:

    —¿Quién podría haber traído este pequeño tesoro? —se preguntó para sí mismo.

    Pero, sobre todo, esta misiva sumamente extraña, fuera de lo común, no tenía idea de quién la hubiera mandado. Pero, para su sorpresa, su nombre estaba escrito en el sobre con tinta azul oscuro en un estilo muy peculiar de letra antigua que contrastaba con el color amarillento del papel. En sus líneas se podía leer:

    Lord Brandt Brecon.

    Art & Antiques Brecon’s

    North Sea Driv, Triumph Bldg. 9

    23rd Floor, London.

    United Kingdom.

    La carta no tenía remitente. El señor Brecon dio vuelta al sobre y el reverso estaba acuñado con un sello de lacre de color azul marino. Un grabado impreso con un antiguo escudo de armas describía el mismo gráfico de la cruz dentro del círculo. El elaborado diseño destacaba unas figuras dentro de los triángulos de cada vértice, que sobresalían de los puntos de la cruz. Estaban enlazados por la parte exterior del círculo. Dentro de los pequeños triángulos había grabado un dibujo bien definido que mostraba la representación de una clase diferente de animal legendario.

    En el triángulo norte había grabada un águila. En el sur aparecía un tiranosaurio. Al este, un tiburón. Y en el triángulo oeste, un dragón flameante.

    —Esto es una locura —se dijo.

    Abriendo más los ojos, cada vez más incrédulo, rasgó el extraño sobre y con mucho cuidado extrajo una nota del pergamino ambarino con la misma caligrafía anterior. El papel tenía un membrete igual con similar escudo de armas. Era una nota muy extraña y no podía creer lo que estaba explicando la escritura. Leyó el documento inclinándose sobre él como para no dejar escapar ninguna de las palabras, que parecían brillar. El extraño texto decía:

    CONSEJO MUNDIAL DE LOS REINOS UNIDOS MÁGICOS

    Supremo imperator, gran maestro: lord Jasper Whaldgrave, supremo gran maestro druida, caballero-hechicero de las artes mágicas, decano de la Orden Universal y Cósmica de los Cinco Elementos, comandante máximo de las Fuerzas Blancas de Merlín, gran maestro de armas, duque de dragones.

    Estimado señor lord Brandt Brecon:

    Tenemos el honor de invitarle a una subasta de armas antiguas que se realizará en la ciudad de Nortdruida, al norte de Londres, en el número 12 de Greendoor.

    Le podemos adelantar todo el dinero que necesite para la adquisición de una espada muy querida por mi persona. Es sumamente importante que usted obtenga por cualquier medio a su alcance el arma de batalla que será subastada. Es una joya histórica. Es única, es una filosa desconocida y olvidada en el tiempo llamada la espada azul de los elementos.

    El proceso de la venta comenzará mañana a las doce en punto. Al mediodía del próximo domingo. El medallón que usted tiene ahora en sus manos es muy especial y sería un adelanto desinteresado a sus honorarios por este encargo. Solo manténgalo como fe de mi buena voluntad para que crea en la legitimidad de mi propuesta. Pero puede disponer de él en última instancia si lo necesita como complemento para ganar la subasta.

    Después de que el encargo me sea entregado, será recompensado excepcionalmente por sus molestias. Por ninguna razón falte a la cita, y mucho menos regrese sin haberla comprado. El dinero que pueda necesitar para conseguirla no es un problema para mí. Debe adquirirla a cualquier precio. Pronto nos conoceremos personalmente.

    Atentamente,

    Lord Jasper Whaldgrave,

    Supremo gran imperator,

    Supremo gran maestro,

    Duque de dragones

    Había una rúbrica al final del texto con una caligrafía de estilo medieval acompañada de un timbre real. La firma daba por terminada la extraña misiva.

    —Esto debe ser una tomadura de pelo. Ciertamente, muy refinada y de muy buen gusto. Definitivamente, es muy ingeniosa y, por lo que veo, bastante costosa —comentó en voz baja, rascándose el mentón.

    Levantó la brillante cadena con el medallón en sus manos y volvió a repasar el misterioso mensaje. Por un instante, se quedó observando con detenimiento todos los rincones de su amplia y confortable oficina:

    —¿Quién podrá ser? —se preguntó tremendamente intrigado.

    Lord Brecon se levantó de su asiento y caminó unos pasos haciendo círculos por la oficina, bastante sorprendido por el suceso:

    —¿Cuál de mis amistades se había tomado el tiempo para hacer una broma de tal magnitud? ¡O quizás un cliente millonario me estaría tomando el pelo! No, no lo creo. Pero, analizándolo bien, ¿quién conocía la marca de mis hijos tan bien como para haber mandado confeccionar una copia de sus lunares en una joya aparentemente tan antigua? El medallón y la cadena en sí valen una fortuna —se dijo mentalmente.

    Esta vez se quedó mirando fijamente el extraño mensaje. En su pensamiento volaban miles de interrogantes. Además de todos esos nobles títulos que describen a este lord o caballero misterioso y desconocido. «¿De dónde podría ser? En mis libros no había registro de ninguna persona con esas características».

    —No era posible que fuesen los Osborn, los padres de los trillizos. Estos señores de verdad eran muy traviesos y siempre se la pasaban haciendo bromas. ¡Tan chistosos! —murmuró—. No puedo imaginar que me hicieran esto —volvió a susurrar.

    Nuevamente se sentó en su butaca y se puso el dedo índice sobre la sien, manteniendo su vista sobre la extraña reliquia:

    «¡No!», pensó.

    —Estos amigos tienen mucha clase y, además, están muy ocupados con lo del Parlamento en estos días como para hacer algo así.

    Su rostro se contrajo y sus pensamientos volaban en todas direcciones.

    —No puedo llegar a una conclusión definitiva. —Comenzaba a sudar y se pasó un pañuelo por la frente.

    Lord Brecon hizo un ademán de desapruebo con la cabeza, moviéndola de un lado para el otro. Y tamborileando con los dedos de su mano derecha sobre la mesa, se quedó meditando por un momento. Su mente seguía preguntándose sin desviar la atención de la joya si esto era una broma o si era algo serio de verdad. Y, si era real, ¿cómo podía saberlo?

    El cofre, la cadena con el medallón, el sobre con esa carta y su antigua escritura. Todo parecía una muy buena y elaborada fantasía. Definitivamente, era alguien muy listo y adinerado. La mejor manera de averiguarlo era participando en la supuesta subasta:

    —Seguiré la broma hasta el final. Incluso si tengo que arriesgarme en algo. No voy a parar hasta descubrir sus últimas consecuencias —murmuró.

    Su rostro demostraba evidencias de su turbación. Cerró el cofre cuidadosamente, acomodándolo donde no pudieran verlo, y guardó la nota en el bolsillo interior de su chaqueta. Se acercó al amplio ventanal, por donde podía divisar una vista espléndida del río Támesis. Y se quedó largo rato con la vista perdida en algún lugar del impresionante London Eye, el Ojo de Londres. No dejó de pensar en todo lo que estaba aconteciendo a su alrededor. El resto de la tarde pasó sin más contratiempos.

    Al otro día, en la mansión, el señor lord Brandt Brecon hizo que todo el mundo se despertara temprano. Era una bella mañana de domingo. Los gemelos, que no querían levantarse para nada, seguían remoloneando en sus camas. Hasta que dos jóvenes domésticas lograron hacer que se despertaran a costa de súplicas. Para ellos era el día de holgazanear por toda la mansión. Por supuesto, la señora Allison —el ama de llaves—, con su acostumbrada etiqueta, mandó preparar el desayuno para todos. Al poco rato, la familia estaba terminando de ingerir los deliciosos platillos que les había preparado su vieja cocinera.

    El señor Brecon, aprovechando el momento y tocando repetidas veces una copa con una cucharita de dulce, anunció sin saberlo la decisión más grande de su vida.

    La copa, medio llena con jugo de naranja, tintineó llamando la atención. Todos se callaron y lord Brecon hizo otro toque más para llamar otra vez la curiosidad. Esta vez hubo un silencio completo. Y levantando el tono de su voz, que parecía más jubiloso y risueño que de costumbre, dijo:

    —¿Alguien de esta mesa desea divertirse hoy con mamá y papá? Por supuesto, dando un paseo —preguntó mirando a los niños con expresión alegre.

    Esta vez observó a todos para asegurarse el efecto que había causado su repentina pregunta. Los gemelos casi saltan de sus sillas de alegría:

    —¿Es cierto eso, papá?, ¿de verdad? —comentó Richard casi ahogado con otro jugo de naranja.

    —¡Vamos a salir! ¡Yupiiii! —exclamó Jacey.

    Soltando su tostada embadurnada en miel y mantequilla sobre el plato, sus lindos ojitos azules brillaron de alegría.

    —Sí, claro. ¡Hoy es el día de un paseo familiar! —afirmó lord Brecon—. Todos vamos a ir de excursión. Por supuesto, cuando terminen el desayuno. ¡Solo cuando terminen! Los quiero listos en diez minutos.

    Acompañó su decisión dando una ligera palmada sobre el mantel de la mesa.

    Los gemelos ya se habían olvidado del sueño que tenían. Y de un momento para otro se atragantaron con todo lo que les faltaba por desayunar. Los jovencitos salieron disparados saltando de alegría, alejándose del comedor. Seguidos muy de cerca por la señora Allison, que apresuraba a los muchachos hacia sus habitaciones reclamándoles y gruñéndoles cariñosamente:

    —¡Vamos, vamos, ya oyeron a su padre! Apúrense o se las verán conmigo si no cumplen con sus deberes —decía la señora Allison—. Vamos, niños, apúrense.

    Mientras, les daba pequeños empujoncitos por la espalda con sus avejentadas pero bien cuidadas manos. Los hermanos soltaban risitas cómplices por sus travesuras mientras corrían retozando entre ellos. Lord Brecon, viendo que estaba solo con su esposa, dejó su portafolio de cuero en la mesa y, aproximándose lentamente, le hizo una señal con su dedo índice indicándole que se acercara. Ella se levantó de su silla mostrando un pícaro semblante. Y él tomó a lady Jessica muy suavemente por su cintura. La abrazó y diciéndole al oído le susurró melosamente:

    —Nos vamos de paseo a la ciudad de Nortdruida.

    Terminando la cariñosa y dulce frase con un suave beso en la pequeña y encantadora orejita, que la estremeció completamente de pies a cabeza:

    —Bien, cariño, voy a ponerme algo más adecuado para el paseo. Me sorprendes todavía. Hace semanas que no viajábamos un domingo. Bueno, sí. ¡Claro! Hemos salido, por supuesto, a la iglesia. ¡Claro, a la iglesia! Pero hoy no es lo mismo, creo que no estoy bien arreglada para la ocasión —dijo mirándolo amorosamente a los ojos.

    Se despegó suavemente, desprendiéndole las manos, que tenía en su cintura. Y se marchó dando ligeros saltitos tarareando una canción de moda por estos días en la radio londinense. El señor Brecon la miró alejarse con un suspiro de felicidad. En su rostro se reflejaba una sonrisa de satisfacción. Definitivamente, seguía más que nunca muy enamorado de ella. Veinticinco minutos después, Jacey y Richard estaban sentados en la parte de atrás del vehículo con Rocko, un malamute. Era un cachorro joven, tenía dos años. Muy grande y poderoso. Su cuerpo era como el de un lobo. Tenía un ojo verde y el otro azul. De pelambre negra y blanca. El gran perro era muy noble, fiel e inteligente. Con un cariño extremo para los gemelos. El cachorro siempre había considerado al niño Richard como su amo sobre todos los demás. Los señores Brecon habían manejado por un buen rato y se acercaban a la ciudad por la autopista norte:

    —Hoy vamos a Nortdruida, aparte del paseo por la ciudad, me encargaron comprar una supuesta espada para una persona multimillonaria. Que, de ser cierto todo lo que me dice la carta, espero conocerla pronto. Es una adquisición muy especial. Ya me dieron un adelanto bastante generoso —dijo lord Brandt Brecon sin despegar los ojos de la calzada que tenía delante.

    —¿Una nueva relación? —inquirió lady Jessica.

    —¡Sí! Más tarde espero contarte todo esto con más detalle, cuando regresemos —dijo haciéndole un guiño de ojos.

    Ella lo observó con una mirada cariñosa y asintió con la cabeza. Dándole un apretoncito en el hombro con su delicada y bien cuidada mano enguantada. El señor Brecon se apresuró, acelerando un poco por el corredor que lo llevaba por la vía norte con el vistoso auto. Hasta que vio una pancarta que decía: «Ciudad Nortdruida: trescientos cuatro kilómetros». El coche se mezcló dentro de la caravana de automóviles que circulaban por la misma ruta. Lady Brecon observaba por la ventana igual que los niños y el perro. Todos sin excepción apreciaban el bello paisaje que iban dejando atrás. La mañana había amanecido agradable, luminosa y muy resplandeciente. La niebla estaba empezando a desaparecer. El tráfico solo comenzaba a congestionarse un poco a medida que se acercaban a las distintas ciudades. Pero los estancamientos de los vehículos hacían que muchas personas se desesperaran y riñeran. Gritándose unos a otros, una diversidad de improperios no apropiados para menores. Habían quedado atrás en los Estados Unidos. Junto con la última semana de trabajo en la que estuvo viajando por esos lares. Pero aquí, en el Reino Unido, gracias a que muy pocos salían de sus casas ese día, acompañados por el carácter flemático de su gente, este día en especial no sucedería eso. Era un fin de semana radiante y tranquilo:

    —¡Hoy es domingo, qué gran día! —exclamó estirándose un poco en su asiento.

    Con una sonrisa a flor de labios y sin dejar de mirar hacia delante, puso más frío el aire acondicionado. Tenían todas las ventanillas levantadas y a los niños les empezaba a dar sueño otra vez. Los muchachos se recostaron sobre el lomo del perro.

    El señor Brecon miró su reloj de pulsera con un gesto de tranquilidad. Fijándose en que solo eran las diez y cuarto de la mañana. Tenía tiempo suficiente para llegar. La ciudad estaba más al norte, así que tenía una hora y cuarenta y cinco minutos. La cita era a las doce en punto. Tiempo suficiente para salirse del poco tráfico que tenía y llegar con anticipación al compromiso. Cuando tuvo la oportunidad de echar un vistazo por el espejo retrovisor, se dio cuenta de que los niños ya estaban dormidos, recostados los dos sobre Rocko. El enorme perro no se movía para evitar despertar a los pequeños. Sus ojos permanecían alertas y vigilantes, al igual que sus puntiagudas orejas, que se movían en dirección hacia cualquier ruido exterior. Lord Brandt Brecon, con la mano derecha, bajó un poco más la radio, que comentaba el estado del tiempo. Y le dedicó una sonrisa a su esposa, que disfrutaba la travesía. Le hizo una señal de silencio con la mano para que no fuera a despertar a los chicos durante el viaje. Con sus gafas de sol puestas, ella no pareció darse cuenta y continuó con la vista clavada en un punto del bello paisaje rural. Lady Jessica esbozó una ligera sonrisa de asentimiento. Después de un buen rato de agradable travesía, entraron en las inmediaciones de ciudad Nortdruida. Con los gemelos ya despiertos y mirando por el cristal de la ventanilla, nuevamente se entretuvieron en contar las vacas y los caballos que encontraban por el camino. El auto se desvió de la autopista. Sin darse cuenta, comenzaron a transitar por un pasaje estrecho y empedrado. El sendero era de dos vías, pero muy angosto, y se extendía por varios kilómetros hasta aproximarse a las primeras edificaciones del lugar.

    Cuando al fin llegaron, notaron de inmediato el movimiento y la dinámica de la gente en un pueblo pequeño. Las casas y los edificios reflejaban una arquitectura más atrás del medievo. Parecía que habían entrado en un parque temático. Era una ciudad muy antigua, forjada en la primera época de las caballerías. Con sus calles de adoquines multicolores, sus arcos y sus columnas milenarias. Las casas de piedra con sus chimeneas, que dejaban escapar pequeños hilos de humo blanco que se elevaban hacia lo alto. Estos formaban figuras caprichosas en el aire para luego desaparecer en el cielo azul. Muchas de las viviendas contaban con sus escudos de armas y sus estandartes, que ondeaban con el soplo de la brisa matutina. Su arquitectura se había mezclado poco con el paso de los siglos, por lo que seguía siendo muy tradicional y patrimonial. Era todo un monumento viviente a la Edad Media. Los faroles de las calles eran de bronce, realizados a mano por antiguos herreros. Al igual que una diversidad de rejas y de otros elementos decorativos hechos en hierro forjado. Los techos eran casi todos de tejas azules. Excepto los de la parroquia, que estaban hechos de barro rojo. La ciudad mostraba una visión del pasado que se preservaba como en una burbuja de tiempo y había llegado intacta hasta nuestros días. Los niños jugaban en las aceras. Los jóvenes reían y hacían bromas entre ellos, mirando o leyendo alguna revista. Muchos, sentados en los bancos del bulevar, conversaban alegremente sobre algún tema local sin importancia.

    La ropa era lo único que contrastaba con todo ese ambiente antiguo. Todos se vestían de forma contemporánea, aunque a la manera pueblerina. Las muchachas y las señoras se paseaban en grupos alrededor de la fuente de la plaza principal. Muchas comentando en voz baja e intercambiando pequeñas miradas de complicidad entre las más jóvenes. Los señores vestían algunas veces con un atuendo típico adecuado a su negocio. Casi todos los establecimientos estaban abiertos ese domingo. Los vendedores usaban ropa temática dependiendo del tipo de tienda en la que trabajaban. Pequeños mercaderes ambulantes florecían por todas partes, dándole un toque de festividad carnavalesca a la pintoresca villa. Mucha gente hacía sus quehaceres rutinarios y las calles comenzaban a llenarse de turistas curiosos:

    —Solo hay poca gente vistiendo como nosotros —observó lord Brandt Brecon.

    Algunos pueblerinos los observaban de reojo y otros con admiración. El automóvil de los Brecon era el centro de muchas miradas curiosas. Era evidente que por allí no abundaban los carros de lujo como ese. Los provincianos que estaban sentados frente al portal de sus comercios saludaban a sus conocidos con aire familiar. Y otros, haciendo su rutina diaria, se integraban con el colorido paisaje. De vez en cuando se escuchaban algunos ladridos de perros callejeros, posiblemente detrás de algún desafortunado gato. Se les podía oír todo el tiempo por diferentes lugares en la pintoresca ciudad. La familia Brecon no tenía nada que ver con la gente de ese lugar. Pero en aquel pueblo tan atrayente se sentían bien cómodos. Les gustaba encontrarse en esa mezcla de ambiente medieval y contemporáneo que los envolvía agradablemente:

    —Qué bien me siento, es como viajar atrás en el tiempo —comentó el señor Brecon.

    Él era un amante de la historia antigua y la leyenda viviente de la pequeña comarca le hacía vivir un pasado desaparecido anhelado por él. Momentos después, parquearon el auto en un estacionamiento cerca de la plaza principal.

    —¿Dónde estará la calle Greendoor número 12? —comentó el señor Brecon.

    Todos miraron en diferentes direcciones, tratando de ayudarlo. Cuando descendieron del vehículo, Richard, estirando los brazos, pudo respirar una buena bocanada de aire fresco. En algún momento, pensó, hablaría con su papá y traería a sus amistades de vuelta a esta ciudad. Dando otro paseo como este. Sus compañeros no se lo podían perder con la cantidad de tiendecitas y todo tipo de golosinas y regalos. Era una oportunidad fabulosa para recrearse de nuevo con sus amigos. Richard y Jacey lo estaban disfrutando mucho realmente, quizás hasta podían jugar a los caballeros cruzados con sus cascos y espadas de juguete. Aprovechando la escenografía real del lugar.

    ¿Cuántos años hacía que no venían a este sitio maravilloso? «Quizás desde que era muy pequeñito», pensó el niño.

    La vida en la ciudad donde él vivía era tan agitada y con tantos compromisos sociales de sus padres que no les habían permitido retirarse a descansar ni siquiera un día para dar este tipo de excursiones. Que, en realidad, eran muy deseadas por él y su hermana.

    «No todos los fines de semana podíamos contar con una salida como esta», pensó el jovencito.

    Caminaron un poco entre la muchedumbre y el niño pudo divisar a lo lejos, en una de las esquinas, un letrero de bronce con una inscripción. Estaba clavado en la vieja pared de piedra y se podía leer: «Greendoor N.º 12».

    —¡Papá, mira, es allá, mira! —dijo Richard, apuntando con el dedo índice.

    El muchacho estaba contento por haber descubierto el cartel anunciador primero que los demás. Todos dirigieron la vista hacia donde señalaba Richard. Menos Rocko, que estaba más interesado en olfatear todo lo que podía acercarse a su hocico. Mirando a Richard con una sonrisa y una marcada satisfacción en su rostro, dijo el señor Brecon:

    —Bueno, gracias, cazador, tienes muy buena vista.

    De repente, una exclamación de alegría lo sacó de su comentario:

    —¡Mamá! ¡Mira esa muñeca! ¡Y mira, mamá! Una tienda de chocolates —gritaba Jacey.

    Entusiasmada por el descubrimiento, fue arrastrando por la mano a lady Brecon, que estuvo a punto de perder el equilibrio:

    —¡Niña, ya la vi! Espera un momento, compórtate, déjame despedirme de tu papá —le contestó la señora Jessica.

    Tomando nuevamente su postura original, la joven madre terminó de despedirse dándole un beso de piquito al señor Brecon, que se había quedado mirando la escena con una sonrisa a flor de boca:

    —Acompañen a su mamá y lleven a Rocko. ¡Por supuesto! Vayan a comprar algunas cosas. Yo los alcanzo en cuando termine con el encargo —finalizó diciendo el señor Brecon.

    Los gemelos tomaron a la mamá por la mano y se alejaron con Rocko, que lo olfateaba todo, incluyendo los pies de las personas que pasaban cerca de él. No eran pocos los niños que se acercaban a ponerle la mano por su enorme cabeza, y el noble animal los olía y les pasaba la lengua en señal de amistad. Entre la gente se escuchaban exclamaciones de admiración y muchas otras más recelosas se alejaban desconfiadas por el temor que infundía el tamaño del imponente animal:

    —Cuando termine, los llamo por el celular. ¡Asegúrense de que el teléfono de mamá esté encendido! —les advirtió lord Brecon.

    Mientras se despedía con la mano derecha, con la otra mano apretaba el pequeño estuche de piel que protegía el celular sujeto a su cinturón. Era un viejo hábito que le permitía asegurarse de que no lo había dejado en el auto. Lord Brandt Brecon siguió caminando hasta la entrada donde estaba la señal sobre la puerta de madera con clavos de bronce. Observó el otro letrero, mucho más grande, de madera tallada, pintado con letras rojas y negras. Con unas bien delineadas cenefas blancas. El cartel que sobresalía sobre el arco del portón tenía una inscripción en la que se leía: «Eadwig’s, casa de subastas».

    Al traspasar la entrada, un pequeño corredor lo llevaba a una puerta que daba paso a una sala de tamaño regular. Las paredes estaban pintadas de rojo ladrillo gastado por el paso del tiempo. Parecían estar abandonadas desde hacía muchos años. El espacio era bastante sombrío. Tenía aspecto desatendido y misterioso. Muchas curiosidades colgaban de las paredes, haciéndolo más desagradable a primera vista. Vidrieras llenas de objetos raros. Entre ellos se hallaban armaduras de caballeros de distintas épocas. Cuadros pintados al óleo con marcos de todo estilo abundaban por todo el espacio. Espadas, hachas, ballestas, esqueletos, animales exóticos disecados estaban por todas partes. Iluminados apenas por algunas escasas velas, a pesar de que había luz eléctrica. Los bombillos amarillentos dentro de sus faroles no alcanzaban a llenar todos los rincones. Ni la tenue luz que despedían las velas podía iluminar el local medianamente. Todo daba una sensación de un recinto fantasmagórico y sobrecogedor, prácticamente abandonado:

    —¡Oigan! ¿Hay alguien aquí? ¡Hola! —exclamó lord Brecon.

    Nadie respondió a sus voces. Siguió caminando y pasó con recelo por un estrecho corredor a una recámara más grande, donde había sillas ordenadas en hileras. Lord Brecon observó con algo de recelo lo que parecía ser la subasta a la que había sido invitado. El aspecto del lugar era mugriento y tenebroso:

    —No se parece en nada a los pintorescos comercios que he visto afuera, en la plaza principal —comentó para sí en voz baja.

    Al final del salón, un podio sobre el cual una pequeña tribuna presidía el salón. Unas pocas filas de asientos hacían notar que en aquel sitio se celebraría el remate para el cual había sido invitado. Diversas personas ya habían llegado al lugar y estaban sentadas en espera del acontecimiento. Algunos miraban por debajo de sus túnicas, que les caían hasta los ojos. Otros conversaban entre ellos. Eran como la gente que había visto en la calle. Esta extraña audiencia vestía con ropas del siglo xix. La mayoría de ellos de apariencia desaliñada. Era algo singular, también había cinco o seis de esas personas con capas oscuras. El ambiente era extraño, chocante y maloliente. Nada parecía estar bien allí. Lord Brecon se sentó en una silla que estaba al costado de una pared. Su cabeza rozó un marco y estuvo cerca de golpearse con una pintura al óleo de un caballero montado con armadura. La pintura estaba en un pesado marco con pátina dorada. De momento, el caballo pareció relinchar. Lord Brecon se sintió confundido y perturbado con la visión por un instante. No lo podía creer, debía ser fruto de su imaginación. Estaba desconcertado con aquel ambiente irreal. Asomándose desde adentro de unas pesadas y polvorientas cortinas, apareció un hombrecillo que caminó con pasitos rápidos mirando a la extraña audiencia. El singular personaje no se detuvo hasta que llegó a estar detrás de la tribuna. Apenas su cabeza sobresalía por encima del estrado. Con un pequeño salto se encaramó en un banquito con forma de escalera para sobresalir un poco más.

    Tenía unas patillas blancas y largas. Era notable que su cabeza fuera más grande que el resto de su cuerpo. Su rostro parecía una calabaza arrugada. Usaba gafas redondas enganchadas sobre su nariz aguileña. Su piel era de un color lechoso nada agradable. El traje, de un verde oscuro como aterciopelado, estaba bastante gastado por el tiempo. Portaba un sombrero escocés un poco maltrecho que no se quitó para la reunión. Parecía que tenía cien años. El extraño personaje extrajo un reloj de oro del bolsillo de su chaqueta. Lo abrió mirándolo detenidamente. Esperó unos segundos y anunció con voz desentonada:

    —Les damos la bienvenida a esta, la institución más antigua de la Tierra, la casa de subastas Eadwing’s.

    Después de una estudiada pausa, volvió a decir:

    —Son las doce en punto. Hora de comenzar la subasta, caballeros —indicó el enano.

    Varias personas susurraron entre ellas. Algunos ancianos que estaban al final de las filas levantaron la mirada. Otros abrieron los ojos como si las palabras del hombrecito hubieran sido un despertador para ellos.

    El murmullo que había en el lugar se silenció cuando aparecieron dos enanitos también delgados, pero mucho más altos que el primero. Y vistiendo trajes viejos del siglo xix, salieron de atrás de las cortinas por donde antes había aparecido el subastador. Traían consigo una caja cerrada de caoba que trataban con mucha delicadeza. Se pararon al lado de la tribuna y el más alto de los dos abrió la cerradura de la cubierta, dejando ver su interior. Un resplandor azuloso salió desde el fondo de la misma. Allí estaba la espada azul. Todos miraron con mucha atención. Como encantados por la extraña luminiscencia que salía de la caja. El señor Brecon, que estaba a media distancia de donde se encontraba la plataforma, pudo ver cómo los reflejos de color azul bañaban las figuras de los más cercanos a ella. Ahora el local tenía una coloración azulosa, dando la apariencia de una puesta teatral. No había pasado mucho tiempo cuando se oyó un ligero cuchicheo que venía de las filas de atrás. Pero el enanito interrumpió inmediatamente:

    —Como verán, distinguidos señores, ¡damas y caballeros!, la subasta del día de hoy no es nada común —dijo.

    Señalando con un gesto de la mano hacia donde se encontraba el arma:

    —Esta espada es muy antigua y valiosa. No tenemos otras piezas ni siquiera parecidas a esta. Tampoco tenemos mucha información al respecto. Pero nuestro equipo de investigadores expertos en la materia la sometió a la prueba del carbono-14, comprobando que tiene más de mil años, y nos aseguró su autenticidad. Esta espada es única y está intacta, como acabada de forjar. Se rumora que perteneció al rey Arturo de Camelot, pero no hay pruebas contundentes que lo comprueben. La misma, querido público, está valorada en…

    No terminó de decir la cifra.

    —¡Comenzaremos por la módica suma de cien mil libras esterlinas!

    A lord Brecon le pareció elevadísimo el monto para una espada sin la suficiente información que requeriría tal pieza. Para comenzar con un precio como ese, pensó, un poco incrédulo, «¿qué era?, ¿la espada del rey Arturo de verdad?», especuló en su mente.

    Le dio pena con él mismo. Estaba mofándose para sus adentros de la cotización y del origen dudoso de la filosa. Agudizó su vista para tratar de ver todos sus detalles. Y sintió una sensación de energía mágica que irradiaba aquella extraña espada. Pero, de todas formas, había recibido el dinero suficiente de algún excéntrico multimillonario como para no escatimar en gastos. Acto seguido, levantó la mano en señal de aceptación:

    —¡Aaah! —murmuró el subastador—. Ya tenemos un comprador allí en la esquina —dijo el enano mirando al señor Brecon con aire intrigante—. ¿Quién da más, quién da más? —inquirió con voz autoritaria—. ¿Quién ofrece ciento diez mil?, ¿quién da?

    El pequeño subastador observó a todos buscando una mano levantada. No había terminado la frase cuando en la parte posterior del local, entre las sombras, se comenzó a sentir un desagradable y nauseabundo olor. El hedor apestaba como a carne en descomposición. De la parte de atrás del aposento, una figura mucho más grande y tenebrosa que el resto de los otros encapuchados apareció. Y sin que se le pudiera ver el rostro que cubría con su capucha, mostró una mano huesuda que salía de adentro de su enorme túnica negra de hechicero. Hizo unos movimientos con sus largos dedos llamando la atención del subastador:

    —¡El caballero del fondo dice ciento veinte mil!

    Hubo un murmullo en la sala. El señor Brecon, mirando atentamente la espada azul, levantó de nuevo su mano haciendo una señal:

    —¡Ciento treinta y cinco mil! —gritó el enano.

    La figura tenebrosa hizo otro gesto con la palma.

    —¡Ciento cincuenta mil! —chilló el pequeño hombrecito.

    Parándose en las puntas de los zapatos, el enano inquiría con su dedo índice a uno y a otro. La sala empezó a caldearse. Los murmullos se convertían en exclamaciones, y el tiempo transcurría en una encarnizada batalla de ofertas.

    —¡Sí! —vociferaban unos y los otros.

    —¡Eso es! —gritaban los demás.

    Ya pasaban los primeros cinco minutos de la subasta. Mientras seguía el frenesí de no dejar que la pieza fuera para uno u otro comprador Ya habían acontecido diez minutos. El enanito vociferaba cifras y cifras cada vez más elevadas. Esta batalla de un lado y del otro llegó a los quince minutos de feroz disputa en el viejo reloj de arena que estaba en una de las repisas. Ninguno de los dos compradores quería ceder terreno. Cuando, de momento, tomando a todos por sorpresa, la figura vestida de negro se levantó de su asiento. Su desagradable hedor, ahora de azufre, era más fuerte que nunca. Con voz grave y profunda exclamó:

    —¡Dos millones quinientas mil libras!

    Los ojos de todos miraron con estupor a la oscura figura del fondo en todo su tamaño:

    —¡Dos millones! Dos millones —exclamaban voces por todo el salón.

    El subastador temblaba de emoción. Le brillaban los ojitos detrás de las gafas y, en un gesto casi inconsciente, dijo:

    —¡No da más! Dos millones quinientas mil libras a la una, dos millones quinientas mil libras… ¡a las dos!

    En un rápido ademán, fue a descargar el martillo sobre la tarima cuando:

    —A las trrreeesssss…

    No pudo terminar de decir la palabra.

    El martillo se quedó levantado en su mano. No pudo dar el golpe final. El señor Brecon también se había puesto de pie. La audiencia ya no tenía orden. Todos gritaban y vociferaban palabras a favor y en contra. Menos la figura vestida con capucha negra, que permanecía amenazante, erguida y desafiante en toda su talla, su presencia era horripilante. De repente, el encapuchado dio dos pasos hacia adelante dirigiéndose al enanito de la tribuna. La sombra amenazante señaló con su mano en un gesto agresivo de ordenanza. Con su esquelético dedo índice, que dejaba ver una larga uña negra mal cuidada, que más parecía una garra que otra cosa, y que apuntaba directamente al subastador. Gritó con una amenazante voz seca y apagada, como de ultratumba. Mirando fijamente a los ojos del enano, insistió con un tono maligno:

    —¡Acabe de dar el golpe! —le ordenó con un ademán agresivo.

    Esta vez una voz desgarrada, pero más grave, brotó de sus entrañas:

    —¡Dé ese golpe! —repitió amenazante.

    El mal olor se había apoderado del salón. Muchos empezaban a taparse la nariz por el fuerte hedor de azufre.

    —¡Espere! ¡Espere! ¡Le igualo la suma y le entrego el medallón que traigo aquí! ¡Todo a

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