Lucio, esclavo de Hispania
Por Sergio Delgado
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La historia de un gran Imperio contada por los protagonistas que la forjaron.
Cansado de magos de gafas redondas, brujas, demonios y demás figuras fantásticas que inundan la literatura juvenil, el autor se ha propuesto escribir una novela histórica dedicada al público adolescente, entretenida y al mismo tiempo veraz; una oportunidad única de aprender de forma divertida sobre nuestro pasado más remoto.
Sergio Delgado
El autor Sergio Delgado López es Licenciado en Geografía e Historia por la Universidad Hispalense de Sevilla, impartiendo clases como profesor en diversos institutos públicos de Andalucía.
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Lucio, esclavo de Hispania - Sergio Delgado
Sergio Delgado
MGElogo_444444_grey-finalTítulo original: Lucio, esclavo de Hispania
Imagen del busto de la portada cedida por cortesía del Arxiu Museu Nacional Arqueològic de Tarragona/ R. Cornadó
Diseño de cubierta realizado por Sergio Delgado López
Primera edición: Septiembre 2016
© 2016, Sergio Delgado
© 2016, megustaescribir
Ctra. Nacional II, Km 599,7. 08780 Pallejà (Barcelona) España
Algunos de los personajes mencionados en esta obra son figuras históricas y ciertos hechos de los que aquí se relatan son reales. Sin embargo, esta es una obra de ficción. Todos los otros personajes, nombres y eventos, así como todos los lugares, hechos, organizaciones y diálogos en esta novela son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados en esta obra de manera ficticia.
Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a Thinkstock, (http://www.thinkstock.com) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
ISBN: Tapa Blanda 978-8-4911-2711-6
Libro Electrónico 978-8-4911-2712-3
Para Eva, con todo mi amor.
CAPITULO I
En el antiguo Imperio Romano, en los tiempos del emperador Trajano, la ciudad de Roma dominaba todas las tierras que rodeaban el Mediterráneo. Eran los días en que los hombres juraban o maldecían por los dioses, los niños jugaban en las calles a ser legionarios y la plebe buscaba diversión en abarrotados anfiteatros donde veían a los gladiadores luchar por sus vidas. Eran los días en los que Roma era el centro del mundo conocido, una gran urbe insaciable a la que llegaban las más exóticas y variadas mercancías. El aceite y plata de Hispania, el trigo de Alejandría, el ámbar de Germania o incluso las sedas traídas de la lejana China, todo se transportaban hacia ella a través del Mare Nostrum, en navíos mercantes que llegaban de forma pausada pero continua al puerto de Ostia, en la desembocadura del río Tíber. En este gran puerto la actividad era incesante. En sus muelles llenos de vida los marineros trabajaban mientras reían comentando bromas con el resto de la tripulación o malgastaban sus sestercios en apuestas y juegos con los demás. También estaban los sufridos esclavos que transportaban sin descanso de un sitio para otro pesados sacos de todo tipo, los apresurados estibadores que gritaban a todo aquel que se interponían en su camino, o la multitud de curiosos que simplemente dejaban pasar el tiempo mirando las fabulosas baratijas traídas desde los rincones más alejados del mundo conocido, mezclados en un alocado enjambre humano en el que era imposible encontrar algún tipo de orden o lógica. Gritos, empujones, olores y aromas de toda clase… Ese era el día a día en uno de los puertos más grandes del imperio.
Mientras esto ocurría, sentado en el borde de uno de los atracaderos, un muchacho de unos quince años miraba al mar con nostalgia. Con su pelo negro ligeramente ondulado por la brisa marina y sus ojos castaños escudriñando el horizonte, soñaba con lugares y gentes lejanas que nunca iba a conocer. Se sentía preso de la tierra donde había nacido, de Ostia y de sus aburridas y viejas calles donde siempre ocurría lo mismo, sin que ninguna novedad rompiese la monotonía diaria. Aburrido de ver siempre las mismas caras y hablar de las mismas cosas. Pero sobre todo se sentía preso de su padre. Desde que este enviudó hacía ya unos años, su carácter se había agriado y ya solo tenía tiempo para pensar en su negocio, una herrería.
—¡Sabe Juno que daría mi vida si pudiera embarcarme en uno de esos barcos y acabar con esta vida tan aburrida! – soñaba el melancólico muchacho-. Viajaría a un país exótico en busca de aventuras, uno de esos países de los que tanto hablan los marineros cuando regresan al puerto. Allí me alistaría en las legiones y lucharía con valentía contra los bárbaros, y quién sabe si en poco tiempo y contando con la ayuda de la diosa Fortuna ascendería a centurión. Así podría mandar sobre mis propios soldados. Sería tanta mi fama y mi riqueza en estas tierras de pueblos incivilizados que el emperador no tendría más remedio que nombrarme gobernador. Entonces iría a Roma, y por las calles el pueblo exclamaría al verme pasar: «¡Aquí viene el gran Lucio! ¡Lucio el Victorioso! ¡Lucio el Conquistador!»…
Lucio podía pasarse horas y horas sentado en el muelle ensimismado en fantasías de este calibre, aunque también sabía mostrarse como un muchacho despierto si hacía falta. Durante un tiempo estuvo asistiendo a la escuela de enseñanzas básicas, donde aprendió sin mucha dificultad a leer y escribir. Y aunque nunca le había gustado trabajar en la herrería, ayudaba a su padre en el negocio y era capaz de manejar el metal con gran destreza y energía. De repente su atención se centró en el velamen de un barco que estaba a punto de entrar en el puerto. Era el Antonia Licina, un mercante que conocía bien porque su gran amigo Marcus formaba parte de la tripulación. Hacía ya varios meses que habían salido de Ostia y estaba deseando saber todo acerca de su viaje. Sin esperar un momento más allí sentado se levantó y corrió hasta el punto del embarcadero donde el navío se disponía a atracar.
—¡Eh Marcus! ¡Aquí! -empezó a gritar hacia la cubierta del barco.
De un pequeño grupo de marinos que no paraban de moverse y darse órdenes uno con la piel tostada por el sol y muy mal aspecto se dio la vuelta, levantando la mano para saludar mientras una sincera sonrisa asomaba en el rostro.
—¡Lucio! Pequeña rata de puerto, ¿qué es lo que haces ahí solo?- bramó socarrón Marcus.
Cuando el Antonia Licina quedó anclado al muelle los dos amigos pudieron darse un cariñoso abrazo. Marcus era varios años mayor que Lucio, pero la dureza de la vida del mar hacía que aparentase ser mucho más mayor. El marino estaba realmente sucio, vestía ropas andrajosas y disimulaba su cadavérico rostro tras una larga y frondosa barba. Su delgadez extrema era fiel reflejo de las enormes calamidades que debía haber sufrido en el mar.
— ¡Por los dioses que hacía mucho tiempo que no te veía por estos muelles, querido Marcus!- dijo Lucio - ¡Pero qué sucio estás! ¿Dónde has estado metido?
—La travesía ha sido larga y algo peligrosa, amigo. Pero con ayuda de los dioses hemos regresado a salvo- respondió Marcus con cansancio-. A nuestro armador, Antonio Licino, le entró prisa por hacer una serie de negocios en África. El viejo tacaño quería que saliésemos de Ostia cuanto antes, cuando el otoño ya había entrado y la navegación se hace peligrosa debido a los temporales.
El marino empezó entonces a narrar una serie de historias llenas de tormentas y tempestades marinas, enfermedades, peleas y demás infortunios propios de la vida de alta mar, y todo lo iba sazonando con gestos y muecas, movimientos de manos que simulaban ser enormes olas dispuestas a hundir el navío, exclamaciones, silbidos y puntapiés... en definitiva, un conjunto de exageraciones y medias verdades que Lucio escuchaba con entusiasmo aunque sin llegar a creérselas del todo.
— Ven, vamos al barco. Te mostraré una cosa que hemos traído- dijo Marcus dando por finalizada la narración.
El Antonia Licina era el típico navío de casco rechoncho y aspecto pesado pero que en realidad se comportaba de forma muy ágil cuando navegaba el Mare Nostrum. Una vez estuvieron en su cubierta, bajaron a la bodega a través de una pequeña escotilla. La oscuridad en aquel lugar era total y una mezcla de olores a madera, aceites y especias invadieron el olfato de Lucio. El muchacho estuvo unos segundos aspirando el aire concentrado tratando de identificar una a una las distintas fragancias, cuando, en un instante, Marcus ya le tenía agarrado por el brazo, guiándolo hacia un rincón alejado del portalón.
— Marcus no se ve nada en esta cueva, ¿no tienes algo para hacer luz por aquí?- comentó Lucio tanteando el aire con su mano extendida para evitar tropezar con algo.
— Espera muchacho, no seas impaciente, agárrate bien a mí no te vayas a caer. Mira, quédate en este sitio un momento mientras busco una lámpara de aceite. Y no te muevas o romperás algo.
Lucio pudo percibir la silueta de Marcus deslizándose rápidamente entre las sombras de la bodega, pero en un instante ya lo había perdido de vista. Escrutaba la oscuridad, pero lo único visible era la pequeña columna de luz que penetraba a través del portalón de entrada rasgando las tinieblas como si de un cuchillo se tratase.
—¡Eh Marcus! ¿Estás ahí?- gritó el muchacho impaciente al sentirse rodeado de tantas tinieblas.
Pero no recibió ninguna respuesta. De pronto, empezó a oír a su espalda un pequeño e intermitente rumor, una especie de suave gruñido que iba adquiriendo cada vez más y más fuerza. Lucio se dio la vuelta asustado, agudizando su oído todo lo que pudo en medio de aquella oscuridad. Fue entonces cuando, a la misma velocidad que la flecha es lanzada por