Relatos de una pandemia inesperada II
Por Caza De Versos
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El enemigo siguió al acecho. Luego de mantenernos temerosos, luchando desde nuestra trinchera, la esperanza llegó. Trajo consigo ilusión y también incredulidad. Comenzamos a vivir distinto, bajo otra normalidad, una nueva normalidad. Diversas historias se escribieron, entre ellas de: Argentina, México, Colombia, Venezuela, Ecuador, Perú, Uruguay, Chile, Paraguay, Nicaragua y República Dominicana.
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Relatos de una pandemia inesperada II - Caza De Versos
RELATOS DE UNA PANDEMIA INESPERADA II
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Categoría: Relato
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RELATOS DE UNA PANDEMIA INESPERADA II
El enemigo siguió al acecho. Luego de mantenernos temerosos, luchando desde nuestra trinchera, la esperanza llegó. Trajo consigo ilusión y también incredulidad. Comenzamos a vivir distinto, bajo otra normalidad, una nueva normalidad. Diversas historias se escribieron, entre ellas de: Argentina, México, Colombia, Venezuela, Ecuador, Perú, Uruguay, Chile, Paraguay, Nicaragua y República Dominicana.
HM8 para EbookAUTORES
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Zury Diand (México)
Índice
Carlos, mi amigo
Fer
Sellaron mi cuarto
Despiértame
La cancha de baloncesto
El hambre de Andrea
El virus de la soledad
Mi abuelo y Pity
A través de la ventana
Mi primer contagio
En las tinieblas del Covid
Respiro
Me quedé callada entre tanto ruido
Despedida de pandemia
Aprovechando una oportunidad más
La flauta y el trueno
Pandemia paralela
Relatos desde el cuarto
En el mundo del Covid los niños son como granadas
Emociones encontradas
De un superviviente a otro
Crónicas de un despertar post pandemia
De vuelta en la tierra
Hablar sin barbijo
Una aventura
Vislumbres de una imagen
Desencuentro
Una pandemia inesperada
La estrella del invierno
Queremos miedo
Tras la pandemia
El mensaje
Caos de un trastorno súbito
Ráfaga de lenguas
Cucaracha azzurra
Aprender, de quien menos lo esperas
Pandemia
Fiesta virtual
Un relato de pandemia
¿Y el arroz con qué?
Tic tac
La era...
Más de un año
La belleza del caos, la esperanza que nunca muere
El Águila y el Escorpión
El silencio del amor
Fin de pandemia
El día en que todo cambió
¿Ansiedad y depresión o ilusión y terror?
Diagnóstico
Un evento fantástico
Todo puede cambiar
Historia de una pandemia
La visita
Adolescentes en pausa
Esperanza infalible
Sé que vas a volver
Sin dejar el vagón
La vacuna
El frondoso bosque de la memoria
Los inmunes de la calle
La lista
Diario de cuarentena
Secuelas
Cuarentón en cuarentena
El nuevo virus del siglo XXI
De esta salimos juntos
El día que provoqué una pandemia
Cuando pase la pandemia
El amor en tiempos de pandemia
La otra gripe no era una gripecita más
Nudo en el alma
Nubarrones
Huellas
Un cuento para mecerse en aislamiento
Estaciones
El reflejo de sus ojos
1 más 1, ahora somos 3
¡Jamás brillaré menos!
Viernes melanco
Tú eres un regalo
Detrás de telas y etiquetas
Guerra
Dígame usté
Sombra agridulce
Cartas para Yari
Felicidad en tiempos de soledad
La revancha
Nuevo bebé en casa
Carta al ingeniero Vílchez
Una eternidad contigo
Ahora creo
Lo prometo
Pandemia en la frontera
Lo que la cuarentena nos dejó
Dos náufragos, siete monstruos, un Apocalipsis
La composición del guitarrista
Mañana es mejor
Covid
El virus que azota el mundo
A un año del suceso
Viene de afuera
El Cucuca
Tristeza
El legado de Gandhi: la gente viene y regularmente desacomoda los libros
Salvar te-me
Toque de queda
Tic toc...
La enfermera
Aburrimiento en tiempos de coronavirus
Pandemia
La salida
Un tal Covid-19
Sinvergüenza
RELATOS DE UNA PANDEMIA INESPERADA II
Fondo blanco2Carlos, mi amigo
Ingrid Domínguez
ingridsoledaddominguez7@gmail.com
Facebook: Caro Ingrid
Instagram: @ingriddominguez4
País: Argentina
Esto que hoy les vengo a contar es sobre alguien que quiero mucho y que me enseñó mucho. La gran mayoría de las veces escucho a las personas decir que los amigos no existen, que solo están cuando les conviene, que cuando realmente los necesitas, no aparecen…me dan pena, porque no saben lo que es realmente la amistad.
Por un lado, y creo que con esto soy egoísta, me siento feliz porque yo sí tuve un gran amigo, un hermano, un maestro. Diciendo esto no estoy idolatrándolo, es que… realmente lo que salía de su boca era genial, y hasta hoy día aún pienso en cuánta razón tenía mi amigo Carlos, aquella vez que me dijo que era más fácil cambiar de especie que de consciencia, que la verdadera enfermedad resuta ser la indiferencia.
Me dijo que todos hacemos exactamente lo mismo, solo una minoría es la excepción… muchas veces pasamos al lado de alguien que tiene hambre, que tiene frío y lo ignoramos; hay amigos pidiendo consuelo y les respondemos no seas marica
, cuando alguien no entiende nos burlamos, cuando alguien logra algo le restamos importancia, cuando alguien nos habla no lo escuchamos, cuando un anciano nos saluda ni lo miramos, cuando un perro se nos acerca mostrando ser manso lo espantamos.
No reconocemos simples estímulos y que nuestra consciencia este mal, ya no nos pesa. Hay personas afuera muriendo pidiendo ayuda y los ignoramos completamente, hay seres con hambre y dilapidamos lo que tenemos en vicios. Creamos geriátricos y psiquiátricos para esconder ahí a personas extremadamente tristes y, según nuestro punto de vista, inútiles. Mi amigo Carlos decía que caminamos entre tanta miseria que hasta nuestra empatía se volvió miserable.
Tenías razón en todo, gordo. Hoy día todos saben que contestar cuando la pregunta es ¿a qué vinimos al mundo?
Pero allá por el año 2001, cuando la profesora Gloria, de Literatura, nos pidió que escribiéramos la respuesta en una hoja, fuiste el único que tuvo la respuesta correcta… tres palabras bastaron para un 10: ¡a ser felices! Era tan simple pero en esa época tan improbable, tan extraño, el amor no estaba en ninguna parte, es decir no era lo primordial, veíamos a nuestros papás y de ellos aprendimos que había que trabajar. Si eras mujer tenías que cocinar, planchar, lavar, criar a los niños.
Por ninguna parte de mi adolescente mentalidad se me pasó que la respuesta podría llegar a ser esa… bah, por la de ninguno de mis compañeros, solo por la mente de mi amigo Carlos.
Es que vos eras distinto, pensabas con el corazón y con la mente, nadie tiene ese poder…y creo que lo adquiriste aquella vez en la que leíste la frase …donde habla el corazón, es de mala educación que la razón lo contradiga
. Aprendí tanto con vos.
Cuando me enteré, querido amigo, que tenías Covid, no lo aceptaba, me reía, pues era una de las tantas personas que creía fervientemente que se trataba solo de un invento de los ricos para acabar con los más pobres, y con aquellas pequeñas empresas. Además, también llegué a especular que lo hacían para jugar con las personas, con aquellas más ilusas, que se enfermaban con solo pensar en que era real aquel virus que, para mí y hoy día muy a pesar y vergüenza, era invención de aquellos que están por encima del orden mundial.
Y habiendo dicho semejante cosa, no sé cuál de las posturas era más escéptica, si la de un virus chino mortal o la del grupo selecto mundial.
Ahora recién entendí, ahora recién comprendí, ahora recién me di cuenta que en verdad no me interesa lo que es cierto o lo que no… no me interesa ni el virus, ni el orden mundial, nada de eso, lo único que me interesa es, lo único que deseo, lo único que anhelo, es un minuto más con vos…y no para decirte algo, no, no… porque aunque no lo creas, gordo, soy más sentimental que vos.
Deseo un minuto más a tu lado, para mirarte 50 segundos y que de apoco se dibuje una sonrisa en nuestros rostros, mirarnos fijos, una mirada sincera, con gratitud, con añoranza, con amor, recordando todo lo que nos gustaba, todo lo que nos divertía, todo lo que charlábamos, todo lo que nos consolaba, recordando nuestra amistad… y los otros 10 segundos para abrazarte fuerte, tan fuerte que sienta que mi roto corazón se vuelve a unir, porque es eso lo que dejaste cuando cortaste nuestra última videollamada y me dijiste ¡Recordame! ¡No me olvides, recordame!
Vaya que lo hago, tus dientes eran perfectos detrás de esa sonrisa forzada, tu rostro. De él rodó una lágrima por toda tu mejilla; tus dulces ojos brillaban, me di cuenta que de a poco se apagaban, percibí en ellos felicidad y tristeza, sé que deseabas dar más...
Lo que duele realmente no es el hecho de que ya no estés, es el hecho de no volver a compartir con vos, ¿entendes? Es el hecho de ir a saludar a tu familia y tener que esperarte porque imagino que estás vagando, como solías hacerlo. Yo siempre te esperaba…y ahora gordo, ¿dónde estás?
Si le hiciese una carta sería tan extensa o tal vez solo podría constar de tres palabras: Te extraño mucho. Es un 10.
Fer
Carlos David Gallardo
carlosgallardoaguirre@gmail.com
Carlos Gallardo (Facebook)
cd_gallardo (Instagram)
País: Ecuador
Se aproximaba el momento de decirte adiós y aunque no lo aceptaba, sabía que debía verte por última vez. El cáncer te estaba consumiendo, tenía que abrazarte y recordarte lo importante que eres para mí. Pero lo postergué, una y otra vez. Creía que aún habría tiempo. Siempre creemos que tenemos más tiempo…
De repente, el mundo entero se paralizó por culpa de un maldito virus. Nadie imaginaba la magnitud del problema. Mientras las noticias en todo el mundo hablaban del caos que se estaba viviendo en China, al otro lado de la tierra, pensábamos ingenuamente que aquel misterioso virus jamás llegaría hasta nosotros. QUÉ EQUIVOCADOS ESTABAMOS.
Primero se esparció por todo China, luego el resto de Asia, Europa, Norte América y finalmente, el planeta entero. Después de cien años, una nueva pandemia estaba entre cada uno de nosotros.
Nuestro gobierno no supo cómo reaccionar ante la situación. Las personas que se supone que deben protegernos, no estaban capacitadas para enfrentar tal catástrofe global. Muchos países decidieron cancelar vuelos, cerrar sus aeropuertos y fronteras. Nuestros funcionarios en cambio, optaron como primera medida, poner a un médico en los aeropuertos para tomar la temperatura de las personas que llegaban al país. Fuimos el hazme reír de los otros países; nos convertimos en un meme
.
A falta de medidas de seguridad, fue cuestión de tiempo para que entrara alguien infectado al país. Se cree que nuestra paciente cero, fue una señora que llegó de España el 14 de febrero de 2020. Lamentablemente, su salud se complicó a causa del virus y falleció un mes después. Pero no sería la única.
Los contagios, al igual que en todo el mundo, se esparcieron rápidamente en el país. Decretaron estado de emergencia y entramos en cuarentena.
Yo tuve la suerte de vivir en la una ciudad muy pequeña, en donde la emergencia sanitaria no afectó tanto. Una ciudad rodeada de bosques, montañas y lugares paradisiacos; los cuales fueron aprovechados en su totalidad, para distraernos y olvidar por un momento el caos que estaba carcomiendo el mundo. Durante el día, el silencio era relajante y arrullador; aunque por las noches, era tenebrosamente apocalíptico.
No todos tuvieron la misma suerte. Las ciudades principales fueron las más afectadas. Poco a poco se convirtieron en un completo caos. Los hospitales estaban abarrotados de pacientes y empezaron a colapsar. La gente empezaba a morir en las calles. Al principio eran decenas, luego centenas y finalmente, miles. Los cuerpos se comenzaron a acumular, muchos de ellos no podían ser encontrados por sus familiares. Sentía que este era el mismísimo infierno.
Comencé a tener problemas para conciliar el sueño, la ansiedad se apoderaba de mí en las madrugadas. No dejaba de pensar en todo lo que ocurría ahí afuera. Todo el sufrimiento y desesperación que estaban padeciendo tantas personas. Hasta que una de esas noche me acordé de ti, mi querido Fer.
Sabía que tu cáncer había regresado y de una forma más agresiva. Necesitabas quimioterapias y era una misión casi suicida ir a un hospital a realizártelas en la situación tan descontrolada que estábamos viviendo en ese momento, pero lo hiciste. Fuiste a cada una de ellas como un guerrero digno de admirar. Mientras el mundo peleaba una batalla, tu peleabas la tuya dentro del cuerpo.
Aún guardo el mensaje que te escribí por tu cumpleaños y que me respondiste que debía ir a visitarte. Pero ya era imposible, las carreteras estaban cerradas y tampoco había vuelos. Desgraciadamente, no había forma de cruzar el país para verte por última vez.
Y así, los días pasaron y poco a poco te fuiste apagando. Nunca pude despedirme de ti. Entonces aprendí a la mala, que la vida no espera, se lo lleva todo, quieras o no.
Sellaron mi cuarto
Anayibe Paipilla
beyiana1325@gmail.com
Facebook: Annip PaRi (Beyiana)
Instagram: @Beyiana13
País: Colombia
Un vacío inexplicable llena el paisaje que acostumbraba a observar a través de mi ventana. Ya no veo a los niños en el parque y aunque su algarabía, sus peleas, sus risas me molestaban, los extraño. Los sonidos de la vida no los oigo ya.
Solo una persona por familia puede salir. En el supermercado es obligatorio presentar una lista de compras. Los que tengan mascotas podrán sacarlos llevando su respectivo tapabocas puesto
. Ese fue el anuncio del gobierno por la pandemia que sofocaba los suspiros del mundo, principalmente de aquellos que los atesoraban en el baúl de los años para poder seguir respirando.
Me dirigí al cuarto de víveres y no faltaba nada, pero deseaba salir. Acompañar como era habitual a mi madre y a mi tía a su caminata diaria. Es cerca, no dirían nada ─pensé─ Creo que ya se fueron sin mí.
Ya no podré ir con la señora Amelia a hacer las compras. Quizás ya salió al supermercado. Hace varios días no la veo. Quise hacer la lista de todas formas, pero por alguna razón no recordaba cómo sujetar un lápiz, ni las letras del abecedario. No pude hacer la lista. Ya no tengo excusas ni perro para sacar de paseo.
Trato de controlar mi tristeza recorriendo una y otra vez las escaleras de madera en forma de caracol que van de la primera planta a mi habitación. Dibujo en mi mente cada adorno puesto en ellas para mi cumpleaños; eran de color rosa como mi vestido. ¡Que felices estábamos ese día! No entiendo por qué ahora me ignoran. No ha pasado mucho tiempo.
A veces los oigo, pero no logro verlos y cuando los veo, pasan de largo. Extraño que nos reunamos en mi cuarto a observar las estrellas cada sábado a través de mi techo corredizo. No sé por qué están tan enojados. Incluso, cierran la puerta de mi cuarto con llave. Me toca recurrir a mi ingenio para poder entrar.
Me siento cansada. De unos días para acá los árboles parecen puestos en una pintura. No oigo el viento susurrarme sus secretos de primavera. Los pájaros dejaron de venir a mi balcón. Dejaron de cantar.
En esta casa todo rechina; sus columnas, las escaleras, las tejas suenan como si los gatos caminaran sobre ellas. A veces oigo golpes en la puerta principal, corro para ver quién toca, no hay nadie afuera. Mi padre, que en paz descanse, decía que los ruidos en las casas eran por quedar deshabitadas por largo tiempo, pero esta casa no está vacía.
Una vez desde la ventana de la cocina vi pasar a mi padre por el callejón que daba a la avenida principal. Estoy segura que era él. Traté de salir de la casa, pero mis piernas no respondieron. Yo acostumbraba a recibirlo cuando llegaba del trabajo. Podía escuchar su chiflido, el mismo que me enseñó, pero creo que también olvidé como hacerlo. Él me miró, sonrió y luego se difuminó junto con las sombras que se tragaron el día.
Oigo llorar a mi mamá muy seguido, no hallo como consolarla. He gritado su nombre hasta agotar mi voz, pero no me escucha. Algunas veces se sienta en mi cama a ver mis fotografías. Trato de tocarla, acariciar su rostro. No sé por qué me evita. Sin levantar la mirada sale y cierra con llave mi cuarto. Pareciera no verme. Como extraño que peine mi cabello antes de dormir. Cómo anhelo un beso suyo en mi frente.
Hace un tiempo que no lograba entender las conversaciones de mi familia. Parecía que hablaban en otro idioma. Una vez logré descifrar que hablaban de mí en pasado. No los entiendo, éramos tan unidos, no entiendo por qué no me ven.
Las tardes empezaron a hacerse menos coloridas. Su tonalidad se ha ido con la música celestial de la naturaleza. Yo amaba fotografiar los atardeceres, siempre al final encontraba las montañas que me recordaba lo pequeños que somos. No encontré la cámara que me regalaron para mi cumpleaños. No recordé el cajón donde siempre la dejaba. He olvidado muchas cosas.
Ya no siento hambre. Ni siquiera se molestan en colocar mi lugar en la mesa. Por momentos dejo de oír mi respiración. Siento sueño, mucho sueño. En un amanecer que no recuerdo cuál, escuché ruidos en la cocina, bajé de prisa, era la señora Amelia. Había vuelto. Corrí a abrazarla, necesitaba que alguien lo hiciera, pero al intentarlo, una sensación intensa de hormigueo invadió todo mi cuerpo. Mis manos desaparecían poco a poco. Me puse entonces justo en frente de ella. Ella suspiró y exclamó:
─Como hace de falta la niña Juliana, tan joven. Debe estar al lado de su padre junto a las estrellas que veían cada sábado.
Corrí de regreso a mi cuarto, las escaleras se hicieron interminables. No recuerdo cómo entré a mi habitación, me senté frente al tocador, no vi a nadie. El espejo no mentía. La ira encegueció mis latidos, quise romper el espejo, quería ver mi sangre. Mis fuerzas declinaron. Mi visión se hizo borrosa. Una extraña sensación comprimía mis pulmones. Me costaba respirar. Me sentí tan frágil y liviana. Un largo silencio y luego… todo se desvaneció.
Frente a mi ventana ya puedo ver a los niños jugar. Oigo el trinar de los pájaros y los veo volar por entre los árboles. Siento la brisa que los mece con tanta pasividad que me congelo en el paisaje. Mi familia ríe, llora mirando mi retrato, pero ya no suben a mi cuarto. Mi cuarto está sellado.
Despiértame
Zury Diand
ackerman031199@gmail.com
Instagram: zury_dian
Facebook: Casandra Díaz
País: México
Quizá estaba hundida en un sueño o quizá estaba despierta en un sueño que parecía no tener final.
Todavía parecía algo ficticio, sin embargo, cada vez pasaban más cosas que me ayudaban a aceptar la realidad.
El mundo, las personas y el tiempo eran tan monótonos, todo era tan tranquilo, solo con las preocupaciones a las que cualquier núcleo familiar se enfrenta. Nunca nadie se imaginó que una pequeña partícula, algo invisible a los ojos del ser humano, tan pequeño y malévolo fuera una amenaza para la sociedad. Un virus. Una pandemia.
Desde el día de su existencia, la mayoría de las personas hemos luchado para que esto termine. Ahora valoramos el significado que tiene un abrazo, una caminata por las calles, el intercambio de palabras con las demás personas, el olor de la playa, un atardecer y un amanecer, la lluvia golpeando las ventanas de nuestra casa, un vaso de agua o incluso un mal rato del día. Temíamos que ese fuera el último. El miedo de cerrar los ojos y no volver a ver la luz del sol… que nuestra vida dependiera de un aparato del hospital.
Por desgracia miles de personas se quedaron con sueños sin cumplir, con risas sin oír, comidas sin probar, lugares sin conocer, pero sobre todo ese anhelo de volver a estar en un nuevo mundo se esfumó con la huella que dejaron en nuestro planeta.
Así se volvieron todos los días de nuestra vida, llenos de desesperación y ansiedad, ahora estábamos presos en una jaula llamada hogar. Llenándonos de entretenimiento basura, comodidades que ahora se tornaron con un valor diferente.
La realidad cada vez se tornaba más cruel y difícil. Los rostros llenos de tristeza, pero sobre todo el que más abundaba era el pánico de que ese pequeño virus disminuyera más y más nuestras familias. Algunos sobrevivieron la batalla y otros simplemente se quedaron en el intento sin dejar de luchar hasta el último momento.
Todos, sin excepción alguna sabíamos claramente qué hacer para poner un punto final a este capítulo. No sé si era nuestra necedad o alguna otra acción que cada vez nos situaba un paso más alejado de conseguir que esta pandemia se esfumara. Quizá era cierto que nosotros somos el peor virus para nuestro planeta y ahora necesitaba un respiro. Al paso al que vamos dudo mucho que esto solo sea en cuestión de un abrir y cerrar de ojos.
Necesitamos más humildad, un golpe de conciencia e incluso una pizca de esperanza para no solo acabar con esta avalancha de muertes y contagios incontables, sino para tener una transmutación del planeta y de las personas.
Con los ojos cristalizados observando el último respiro de mi compañero, pienso en todo lo que hemos vivido y estaré esperando el nuevo mañana.
La cancha de baloncesto
Oscar Velasquez
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Pais: Venezuela
Ya ha pasado un año desde que todo comenzó. Y recuerdo bien, que a principios de esta pandemia muchos decíamos que sería fugaz, efímera, breve. Quizás nunca antes estuvimos tan equivocados, quizás sí. No lo sé.
De lo que estoy seguro, es que de cualquier manera, ante cualquier pronóstico, saldremos de esta; y no porque tenga fe… si no, porque genuinamente así sea demostrado ya. Comprendimos tarde. Pero comprendimos, ante qué estábamos, y con qué estábamos tratando. Otros aún no lo entienden y otros tantos lo entienden pero necesitan exponerse y esquivarlo, como si tuvieran capa; muchos la llevan: doctores, amas de casa, padres de familia, etc.
Aún conservo el recuerdo de una cancha de Baloncesto que queda cerca de casa. Eran finales de enero de 2020 –a principios de febrero se dio la noticia de la pandemia y de ahí en pocos días se oficializó el toque de queda-. Estaban varias personas adultas, otras pocas eran niños y muchos adolescentes; todos con ropa deportiva, zapatos blancos otros los llevaban negros; todos jugaban y reían sin preocupaciones. La cancha estaba pintada de vinotinto al igual que el techo, la banda de blanco al igual que el tablero, y el aro se pintaba de amarillo mostaza al igual que la zona restringida. Era normal que la cancha presentara a la luz, algunos rasgos de aquel tiempo vetusto, que la hacía particularmente una de las mejores atracciones del pueblo.
El balón driblaba constantemente, los silbidos y las risas eran cosas de siempre y de alguna manera, nunca había roces ni líos en aquella cancha.
El viento nunca pronosticó que, de aquí a pocos días, aquella cancha, sería el espejo de lo que posteriormente serian nuestras calles, nuestras vidas.
Volví a pasar por aquel lugar tiempo después; el viento cálido trajo consigo recuerdos, recuerdos como risas, vientos de silbidos. Y aunque me considero una persona poco optimista, en aquella brisa de 9AM llegue encontrar un soplo de esperanza, aunque la cancha estuviera vacía y el balón ya no hiciera nada.
En las cercanías de la cancha había más de un tapabocas tirado y mi mirada se escurrió por la puerta de entrada hasta dar con el balón que desinflado estaba. Todo parecía más desgastado, y aunque el lugar lo recordaba más colorido, emanaba, de aquel espacio tétrico y desierto, un leve tono grisáceo.
Al salir, me fue imposible no notar la similitud de aquella cancha con las calles.
¿Cuántas calles más siguen vacías? ¿Por cuánto tiempo más seguirán así?
¿Cuántos corazones siguen vacíos? ¿Cuánto tiempo más aguantarán así?
De cualquier manera, debemos partir de la premisa en la que el tiempo es partidario y de que él mismo nos dará las respuestas. Solo ten la confianza de decir y saber, que mañana será otro día.
El hambre de Andrea
Rocío Egusquiza
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País: Paraguay
Despertó por el canto de algún gallo madrugador. La modorra se apoderó de su cuerpo y un vaho pestilente le dio deseos de vomitar. Se removió inquieta en el catre , al tiempo que el hambre amenazaba con darle un fuerte retorcijón en el estómago.
Miró a través de los sucios cristales de la ventana. Afuera aún estaba oscuro. No sabría decir si sería un día despejado o nuboso, pero le daba igual. El gallo volvió a cantar y ella estaba segura que no podría volver a conciliar el sueño.
Se levantó a preparar el mate . Su abuela despertaría enseguida y con la yerba usada que dejó secando la noche anterior, volvería a preparar el mate para ese día. Removió las brasas apagadas del brasero y procedió a prender el fuego.
Mientras el agua hervía, fue a revisar su provisión de caramelos para la venta. Con la cuarentena vigente, casi no podía traer el dinero a casa y su abuela dependía absolutamente de ella, pues su edad y su delicada salud ya no le permitían ganarse el sustento.
Andrea no sabía qué más podía hacer. La venta de caramelos había decaído mucho, pues las personas estaban confinadas en sus casas y casi no salían más que para realizar los mandados imprescindibles y luego corrían a guarecerse a la seguridad de sus hogares del enemigo invisible que constituía el virus que azotaba a la humanidad.
Preparó el mate y la abuela empezó a toser. Otra vez el vaho pestilente invadió la precaria habitación que hacía de hogar, en los suburbios de la ciudad donde vivía. Y es que, desde hacía semanas, no conseguía convencer a su abuela para que tomase un baño.
Dejó a su abuela recostada y acomodada en el catre, con su mate al lado y salió con sus caramelos rumbo al centro de la ciudad, donde los pocos transeúntes y negocios abiertos, podrían darle alguna esperanza de venta. Debía caminar 7 kilómetros mientras el sol despuntaba desde el oriente. Sería un día caluroso y despejado.
Llegó a la intersección de dos avenidas principales y se ajustó la gorra para soportar el sol. Tenía esperanzas de vender al menos dos docenas para llevar algún alimento con el que llenar el estómago de su abuela. Hacía días que sobrevivían a base de mates y agua.
El semáforo dio rojo y a su lado frenó una lujosa camioneta de vidrios opacos. Andrea se acercó con su cajita de caramelos y los levantó a la altura de la ventanilla. Esta se abrió lentamente y el corazón de Andrea palpitó de gozo, ¡al fin vendería algo!
-¿Cómo te llamas? –preguntó un hombre de edad madura, cercana a los 40 años.
-Andrea –respondió con los ojos brillantes de emoción ante la posible venta.
-¿Cuántos años tienes? –volvió a preguntar el hombre.
-16 -respondió Andrea, ya nerviosa por las preguntas y no expresar aún el hombre su deseo de comprarle los caramelos.
-¿Quieres ganar un dinero importante? –preguntó el hombre.
-¡Claro!, hace días que no comemos, mi abuela y yo –respondió Andrea, con la esperanza de obtener algún empleo de limpiadora. Algo más estable.
-Si te interesa –respondió el hombre sacando la mano por la ventanilla y acariciando la mejilla de Andrea – vuelvo a pasar por aquí antes del mediodía, si no estás, sabré que no te interesa.
Andrea tembló ante la proposición. Su abuela le había enseñado principios sólidos y entendió perfectamente la propuesta del hombre. Pero, ¿qué más podía hacer? Llevaba días sin vender nada y en su casa ya no había ni siquiera un pedazo de pan duro que llevar a la boca.
Andrea cavilaba a medida que pasaban los minutos y las horas. ¿Tiraría por la borda todo lo que su abuela le había enseñado? ¿O por amor a ella aceptaría la propuesta del hombre?
No sabía qué hacer y en esas andaba, ofreciendo caramelos a cada auto que paraba en el semáforo, sin vender nada. Hasta que de nuevo frenó frente a ella, el mismo vehículo. Miró con temor a través del vidrio opaco y el hombre bajó la ventanilla sonriendo.
-Sube –le ordenó el hombre.
Con las piernas temblorosas y el corazón palpitante, Andrea subió al vehículo.
Tres horas más tarde, Andrea llegaba a su humilde hogar con varias bolsas del supermercado por las compras que había realizado. Su abuela al verla sonrió feliz ante la opípara merienda y cena que estaba segura prepararía su nieta, ajena a las tribulaciones de su corazón.
Andrea comenzó a preparar la comida mientras su abuela canturreaba feliz. Ella se sentía rota, con el alma quebrada y el cuerpo pestilente. Las lágrimas bajaban copiosas por sus mejillas aprovechando que su abuela no podía verla. Ya tendría tiempo de reponerse y sonreír como si todo hubiera mejorado.
La comida estuvo lista y al fin pudieron calmar el dolor de estómago ante tantos días de ayuno forzado. Pero el corazón de Andrea, sentía que había entrado en estado de duelo permanente. Eso le dejó la pandemia a Andrea… el estómago lleno y el corazón vacío.
El virus de la soledad
Melchora Costa
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País: Uruguay
Cuando el sol volvió a salir, la que salió también fui yo. Me encontré con flores de colores brillantes, de olores dulces, de belleza extrema.
Pude volver a escuchar reír a mis amigos en la vereda, a los pájaros en los árboles, a la brisa corriendo en el aire.
Me sentí feliz, tantos días ya habían hecho que mis libros se acabaran, que mis historias no se contaran y que la poesía no rimara.
Cuando el brillo tocó mis ojos, me sentí arder en vida. El simple hecho de ver personas en la calle me hacía desprenderme de la angustia de lo que había sido mi vida.
Cuando el sol volvió a salir, la que salió también fue mi mamá, mi hermana y mi abuela. Pero la que más alegría tuvo fue mi sobrina que volvió a correr por el patio del jardín y abrazar a quién se lo pidiera.
Sé que volvió a hablar como un loro, con la maestra, con los amigos, con los juguetes. Dejó atrás ese pequeño miedo que tenemos todos de convivir con nosotros mismos, y no poder decirnos nada. Fue demasiado el tiempo en que no hicimos mucho, en que nos encerramos, nos aislamos. Ahora podíamos vernos realmente las caras.
Y fue entonces, cuándo me desperté, miré por la ventana y la acera seguía despoblada, silenciosa, al igual que mi casa en los últimos días.
Me miré en el espejo y saludé a una extraña, una chica triste y sola, sin sonrisa. Estaba a miles de kilómetros de distancia de mi familia, aunque vivíamos en el mismo espacio. Todos encerrados en nuestras cabezas, escuchando los casos del día de hoy. Todos autómatas. Todos perdidos.
Estar en tu cabeza, atrapado, por tanto tiempo es aterrador. Es nocivo pensar si el siguiente es alguien que conoces, si sus defensas son lo suficientemente buenas como para expulsar el virus de la soledad, o para rendirse ante él.
No sabíamos si esto terminaría en una semana, en un mes, en varios años, o si es que terminaba algún día. Ya se nos terminaban las fuerzas para abrazar, para sentir otra vez.
Se nos agotaba la esperanza, pero, para mí, aún quedaban los sueños.
Mi abuelo y Pity
Evan´s Darwin
darwin.cruz1896@outlook.com
Instagram: @evansdarwin18
País: Nicaragua
La segunda ola de contagios llegó a inicios de marzo, entre la primera y la segunda dosis de la vacuna para personas de la tercera edad. La histeria colectiva colapsó el mercado de oxígeno. Las personas no solo velaban la cerca del único hospital declarado oficialmente para atender a pacientes con coronavirus, sino también, los autos hacían cola con el proveedor de oxígeno, incluso después de que la prensa nacional informara el agotamiento de los tanques de aire.
En esa congestión vehicular, en el km 5 de carretera norte, cerca del puente desnivel Portezuelo, a 600 metros al lago y frente a la bodega 61B, recibí la llamada de mi hermano preguntándome si ya había resuelto la adquisición del tanque de oxígeno, quien cuidaba de nuestro abuelo en casa.
Mi abuelo Sergio, un hombre testarudo, con carácter fuerte y cabello blanco ceniza. Era un señor muy complicado, casi no hablaba mucho, se disgustaba por la comida mal hecha o por el más mínimo polvo de los muebles. Le gustaba mecerse en la silla del porche por las tardes, le gustaba la jardinería, casi todo