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Un título para las clases medias: El instituto de bachillerato Lluís Vives de Valencia, 1859-1902
Un título para las clases medias: El instituto de bachillerato Lluís Vives de Valencia, 1859-1902
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Libro electrónico675 páginas9 horas

Un título para las clases medias: El instituto de bachillerato Lluís Vives de Valencia, 1859-1902

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Las revoluciones liberales europeas fundaron el bachillerato como el espacio educativo donde se formaría el ciudadano autónomo. Este libro estudia el surgimiento de la enseñanza media y el caso del Instituto Provincial de Valencia con un enfoque analítico exhaustivo y riguroso, con el propósito de conocer mejor a esas clases medias que debían ser el sustento del liberalismo en España.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento16 may 2015
ISBN9788437081137
Un título para las clases medias: El instituto de bachillerato Lluís Vives de Valencia, 1859-1902

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    Un título para las clases medias - Carles Sirera Miralles

    EL MARCO LEGAL ENTRE 1859 Y 1902

    LOS ANTECEDENCES Y EL PLAN PIDAL DE 1845

    La implantación de un nuevo orden político supone la creación de un sistema de toma de decisiones diferenciado de los modelos anteriores, así como una definición de las competencias y responsabilidades asumidas por la autoridad pública emergente. Si tomamos la Constitución de 1812 como la expresión más completa de la voluntad del primer liberalismo español, es evidente que la Instrucción Pública, descrita en los seis artículos del Título 9,¹ fue sometida a la dirección e inspección del Estado, mientras que su diseño curricular recayó en las Cortes (artículo 370). No obstante, esto no debe entenderse como un imperativo histórico en pos de la construcción de un sistema nacional de enseñanza planificado, donde la educación secundaria ocupase un espacio con identidad propia. En realidad, en la Constitución no hay palabra alguna que anticipe este proyecto y, tan sólo, se limita a reglamentar la enseñanza primaria como un servicio universal en el artículo 366. Sería en la sesión de Cortes del 29 de octubre de 1813, cuando se bosquejaría la institucionalización de la enseñanza media con la lectura del «Informe para proponer los medios de proceder al arreglo de las diversas ramas de instrucción pública»,² obra de Quintana. De este informe surgió un proyecto de decreto leído el 17 de abril de 1814, semanas antes del regreso de Fernando VII, que no llegó a ser discutido, aunque fue mandado imprimir por las Cortes el 7 de marzo del mismo año.

    Su propósito era instaurar un modelo académico fundamentado en los niveles de primera, segunda y tercera enseñanza como un cursus honorum que marcase los pasos vitales y educativos que debía seguir el niño iletrado para alcanzar la más alta cumbre de la universidad. Sin embargo, lo más novedoso era el nacimiento de la enseñanza secundaria como un estadio independiente. Si bien el proyecto estaba inspirado en el informe de Condorcet, que establecía unos criterios similares, su contenido exponía las líneas maestras que caracterizarían y dotarían de sentido a la enseñanza media en España. Su doble finalidad radicaba en la preparación para los estudios superiores y en la formación general de la persona, tal como ocurre hoy en día. Para lograr estos objetivos, se procuraría garantizar su máxima difusión creando «una universidad en cada capital de provincia, creciendo por consiguiente su número cuando se verifique la conveniente división del territorio prescrita por la Constitución».³ En esto, seguía a Condorcet, quien también propuso que «le nombre des instituts a été porté à cent dix, et il en sera établi dans chaque département».⁴

    El decreto no exponía los futuros planes de estudio de una forma programática, sino que insistía en la importancia que debían tener las Matemáticas y la Física, auténtico esqueleto didáctico sobre el que pivotarían el resto de asignaturas. Se trataba de establecer unas bases educativas surgidas de la voluntad política de los liberales de Cádiz, un nuevo modelo educativo que no tenía su origen en una evolución interna de los métodos de enseñanza pareja al progreso científico de Europa, sino en las revoluciones liberales. Por ejemplo, en Inglaterra, sería en los inicios de la década de 1830 cuando se propusieron por primera vez medidas similares, aunque su discusión política no se iniciaría hasta la constitución de la Clarendon Commission en 1861 y sus efectos sólo se materializarían en reformas con la promulgación de la Education Act de 1902.

    Por su parte, el proyecto de 1814 entendía la Instrucción Pública como el aval de los derechos y libertades proclamados en la Constitución y, especialmente, asignaba el papel de formador de hombres cultos y completos, preparados para la vida pública, a la enseñanza secundaria. Por esta razón, también se debía incluir el Derecho y la Economía Política en los planes de estudio:

    Es necesario también que aprendiendo los principios del derecho político, sepan las reglas de cuya observancia depende el justo régimen y la felicidad de las naciones; y que instruidos en los principios generales de esta ciencia, los apliquen después á su patria, y estudien las leyes fundamentales que la rigen, para ver su consonancia con los principios constitutivos de la sociedad, y mas por convencimiento propio lo que debe respetar por obligación. Este estudio, prescrito terminantemente por nuestra ley constitucional, debe ser seguido de el de la economía política. (...) Siendo común en una nación el conocimiento del modo con que se forman y se distribuyen las riquezas (...) la fuerza de la opinión podrá dirigir al Gobierno, impedirle que se extravíe en el laberinto de los cálculos fiscales, ó que se debe [sic] seducir por las aparentes ventajas de una administración viciosa.

    El conocimiento de las leyes y del sistema tributario se obtendría cursando estos nuevos estudios, que darían la preparación necesaria para una participación activa y positiva en la política; es decir, en la confección de las leyes y los impuestos. Una participación no solo entendida como la condición de elegibilidad de un ciudadano fiel pagador de sus contribuciones, sino también como un creador y difusor de «la fuerza de la opinión que podrá dirigir al Gobierno». Asimismo, en plena consonancia con las experiencias vitales de unos constituyentes inmersos en una realidad inmediata marcada por una guerra nacional en pos de la construcción de un Estado liberal, la segunda enseñanza debía extenderse por todo el territorio y promover el avance de la nación:

    Debe ser bastante general y fácil de adquirirse la segunda enseñanza, que aunque no necesaria en tanto grado como la primera, lo es sin embargo mucho mas de lo que comúnmente se imagina, pues que abraza todos aquellos conocimientos que preparan á los adultos para emprender con provecho estudios más profundos, al mismo tiempo que promueven la civilización general del Estado.

    Desafortunadamente, la derogación de la constitución por Fernando VII truncó este proyecto de decreto, que no tuvo tampoco continuación durante el Trienio, cuando se aprobó un reglamento que seguía adoleciendo de la provisionalidad impuesta por las circunstancias. No obstante, tras la muerte del monarca, entre 1833 y 1846, el Gobierno efectuó una centralización administrativa que culminaría en la creación de la Dirección General de Instrucción Pública, un organismo oficial dependiente del Ministerio de Gobernación, con poderes ejecutivos, que concentraría la toma de decisiones y edificaría una cadena de mando jerárquica.⁸ Este proceso se produjo en paralelo a la toma de poder y consolidación de los moderados y tuvo su cénit en el nombramiento de Narváez como presidente del Gobierno el 4 de mayo de 1844. Una consecuencia del nuevo gabinete será el Plan Pidal de 1845, el decreto que dotó de un marco estable y unívoco a la enseñanza media, así como a los centros educativos fundados de forma dispersa por el territorio nacional. Su característica principal fue la aclaración del organigrama institucional que debía sostener la educación pública: la instrucción primaria recaía en los municipios, la secundaria en las provincias y las universidades dependían del Gobierno central. Del mismo modo, bautizaba, definitivamente, a los establecimientos de enseñanza media como «institutos» y creaba uno por provincia, asignándolo para los fines curriculares a la universidad correspondiente según los distritos universitarios. Por otra parte, establecía una pirámide de comunicación oficial y ejecución de ordenanzas basada en la sucesión siguiente: director de institute → rector → director general de instrucción pública → ministro de Gobernación. Esto facilitaba la creación de una esfera de autoridad autónoma, pese a que no era completa, respecto a los jefes políticos y las diputaciones provinciales. Como es obvio, esto no impedía las interferencias políticas; pero, como mínimo, instauraba el filtro de que el cargo de rector debía recaer en una personalidad académica colegiada en el Claustro, quien podía hacer gala de una mayor independencia de criterio.

    Igualmente, el Plan Pidal se decantaba por la primacía del Estado ante la Iglesia, porque debía ser el garante de todo el sistema educativo. Por esta razón, el sistema se fundamentaba en la uniformidad de asignaturas, libros de texto y métodos de evaluación, dictados por la Dirección General de Instrucción Pública. La enseñanza privada debía someterse a estas directrices, sus centros estar adscritos a un instituto oficial y bajo la inspección de su director;⁹ pero, ante todo, sus alumnos sólo podían ser examinados en los establecimientos oficiales, sólo estos exámenes tenían efectos académicos y, por lo tanto, sólo los centros públicos podían emitir títulos académicos. Este monopolio estatal en la instrucción perseguía la secularización de la enseñanza media y, a grandes rasgos, cumplió con su objetivo. Los seminarios conciliares quedaron relegados del sistema oficial, y sus estudios carecieron de homologación alguna.

    Por otro lado, la mayoría de universidades perdieron su autonomía y fueron sometidas a la centralización administrativa. Tales medidas hicieron merecedor a José Pidal de calificativos como el de «anticlerical» y provocarían años más tarde las conocidas críticas de Menéndez Pelayo a dicho plan y a su verdadero artífice, el director general de Instrucción Pública, Antonio Gil de Zárate.¹⁰ De hecho, en el Plan Pidal la restricción de la libertad de enseñanza era concebida como una medida defensiva e instrumental ante la Iglesia por la experiencia de la pasada guerra civil.¹¹ En palabras del propio Gil de Zárate:

    Que trasladada la soberanía á la sociedad civil, á esta sociedad corresponde solo el dirigir la enseñanza, sin que se mezcle en ella ninguna otra sociedad, corporacion, clase ó instituto que no tenga ni el mismo pensamiento, ni la misma tendencia, ni los mismos intereses, ni las mismas necesidades que la sociedad civil.

    Que teniendo la sociedad eclesiástica su pensamiento propio, sus intereses, sus necesidades y sus tendencias, que no siempre estan, ni pueden estar, acordes con lo que exije la sociedad civil, es un contrasentido poner en sus manos la enseñanza.

    Que la sociedad civil moderna, cuando entrega la enseñanza al clero, abdica su poder y sus derechos, y hace una cosa contraria á lo que exijen los principios, sus necesidades é intereses; y con una imprevision funesta, prepara su ruina, ó por lo menos, permitiendo que se formen hombres como no deben ser, abre la puerta á choques terribles y á revoluciones sangrientas que la desquician, y ponen tambien á la misma sociedad eclesiástica en peligro.

    (...)

    La cuestión, ya lo he dicho, es cuestión de poder. Trátese de quién ha de dominar á la sociedad: el gobierno ó el clero.¹²

    Asimismo, se pretendía vincular la segunda enseñanza con la formación de las burocracias profesionales que deberían dirigir el Estado. A diferencia de los liberales gaditanos, los moderados recondujeron su voluntad de generalizar la enseñanza media y crear hombres útiles y activos para la nación en dos direcciones. Primero, hacia la formación de una base social compuesta por personas cultivadas con un bagaje de principios y opiniones homogéneas; después, hacia la preparación de funcionarios competentes para el Estado. No obstante, las normas que codificarían los requisitos para el acceso a las plazas de empleados públicos se improvisarían progresivamente, como relataremos en el siguiente epígrafe, al tratar los estudios especiales propios de los peritos. De igual modo, la llegada de Bravo Murillo a la presidencia del Consejo de Ministros el 14 de enero de 1851 iniciaría el primer asalto de los partidarios de revertir la secularización de la enseñanza media.

    LA LEY MOYANO Y EL REGLAMENTO DE 1859

    La firma del Concordato con Roma en marzo de 1851 implicaba, irremisiblemente, un cambio sustancial de actitud en la política del Gobierno respecto a la instrucción pública. El 20 de octubre de 1851, tan sólo tres días después de publicarse el Real Decreto que recogía este acuerdo, se transferían los asuntos relativos a la educación al Ministerio de Gracia y Justicia, cartera que también decidía sobre las cuestiones eclesiásticas. Por otra parte, el propio Concordato reconocía en su artículo 2.° el derecho de los obispos a «velar» por la conformidad con la doctrina católica de los contenidos académicos impartidos en todos los establecimientos públicos, aunque no definía claramente su potestad sobre la materia. Sin embargo, la medida más significativa fue la subrepticia validez oficial que se confirió a los estudios realizados en los seminarios. En teoría, esta convalidación se limitaba a una homologación con el título de Bachiller en Filosofía y con el de Licenciado en Derecho Civil, sólo para aquellas personas que quisieran seguir con la carrera eclesiástica. Pero, como advertía J. de la Revilla (antiguo colaborador de Gil de Zárate), esto no era más que un impedimento simbólico y fácilmente vulnerable, porque los 19.485 jóvenes que asistían a los seminarios en aquel momento no podían todos consagrar su vida al sacerdocio.¹³

    El Bienio progresista derogaría estas reformas, y el ministro de Fomento Alonso Martínez entendería que era necesario elevar a rango de ley aprobada en el Parlamento cualquier texto que pretendiese encauzar las líneas maestras del sistema educativo, para evitar, de este modo, las modificaciones esperables por vaivenes políticos. Desgraciadamente, estas nobles aspiraciones, en consonancia con todos los intentos de parlamentarizar la acción de gobierno durante el régimen isabelino, no se vieron coronadas con éxito. No obstante, Claudio Moyano, miembro del gabinete de Narváez que volvió al statu quo de 1845, tomaría nota y se propondría un objetivo similar con una estrategia diferente. Primero, haría aprobar en el Parlamento una Ley de Bases que marcaría las directrices del proyecto que se debía desarrollar y, luego, lograría un fácil consenso que le daría la estabilidad definitiva.

    Claudio Moyano, pese a que no fracasó en su empeño, se equivocó en sus previsiones. La instrucción pública había sido anteriormente, y sería después, un tema que exacerbaba las distintas sensibilidades y, en consecuencia, del 17 al 20 de junio se vivió un duro debate en el Congreso en las votaciones de la Ley de Bases, donde se exhibieron cortantes aristas en la estrecha concordia mantenida por los moderados contrarios al unionismo y los neocatólicos. Los representantes de estos últimos, con Canga Argüelles a la cabeza, exigieron una reglamentación que hiciera efectivo el artículo 2.° del Concordato y supeditara toda la enseñanza a la inspección de la Iglesia. Moyano, por su parte, prometió tener presente sus demandas en la redacción de la ley, aunque los neocatólicos no retiraron sus enmiendas y las presentaron a votación. Perdieron por 62 votos a favor y 124 en contra, cosechando apoyos en el ala clerical de los moderados. Superado este trámite, se formó una junta compuesta por 30 miembros de distintas tendencias, pero en la que repetían personalidades como el propio Gil de Zárate o J. de la Revilla.¹⁴

    La Ley de Instrucción Pública de 9 de septiembre de 1857 fue, a grandes rasgos, una puesta en orden del Plan Pidal de 1845. Devolvió a la secundaria su objetivo primigenio de enseñanza intermedia, a la vez que independiente y completa en sí misma. La finalización de estos estudios confería el Grado de Bachiller en Artes, y para el ingreso en la enseñanza superior se exigía un curso preparatorio que dependía de cada facultad. Asimismo, se incluían las lenguas vivas (a determinar por los reglamentos) como una materia de estudio más y se tipificaba el examen de ingreso a dicha enseñanza y se remarcaba la obligatoriedad de poseer el título de Bachiller en Artes para matricularse en la universidad.

    No obstante, el aspecto más novedoso era la organización de los llamados «Estudios de Aplicación». Estos habían sido creados en el Plan Pidal con el nombre de «Estudios Especiales» y se referían a los conocimientos técnicos propios de la agricultura, el comercio o la industria. Pese a que habían quedado conferidos al ámbito de la segunda enseñanza y, por lo tanto, debían impartirse en los institutos, su articulación se había limitado a una simple enumeración poco sistemática, porque, para respetar las diversas realidades económicas de cada provincia, su dotación y diseño se habían hecho recaer en la buena voluntad de las diputaciones. Posteriormente, los decretos de Seijas Lozano de 1850 y el de Luxán de 1855 establecerían los itinerarios curriculares de esta enseñanza e impulsarían la fundación de escuelas industriales que se solaparían en parte con los institutos provinciales. Es posible que esta falta de previsión impidiese que los títulos adquiridos en la enseñanza media sirvieran como un certificado de habilitación para la función pública, porque, por ejemplo, el famoso Real Decreto de 18 de junio de 1852 diseñado por Bravo Murillo no exigía indefectiblemente un título académico para desempeñar un empleo público. En el preámbulo, remarcaba que «la categoría de oficial es la inmediata que se establece en la escala de los funcionarios de la Administración activa. Ya ella requiere mayor y mas probada aptitud. Por esto es preciso que los que deseen adquirir este carácter, reunan, á cualidades superiores, instruccion mas vasta y escogida»,¹⁵ y cuando debía desarrollar los requisitos exigidos, solicitaba: «1° Tener diez y seis años cumplidos. 2° Acreditar buena conducta moral. 3° Tener titulo académico ó diploma que presuponga estudios, y la conveniente preparacion, ó haber obtenido calificación favorable en exámen público».¹⁶

    Por otro lado, las escuelas especiales, como la Escuela de Ingenieros de Caminos, estuvieron sujetas a sus propios reglamentos y para el ingreso no fue necesario acreditar estudios previos hasta el Reglamento de 1855, que en su artículo 58 demandaba ser bachiller en Filosofía.¹⁷ Sin embargo, el reducido número de plazas hacía del grado un simple trámite burocrático en comparación con el examen de ingreso. De hecho, como también ocurrió en la Escuela de Ingenieros Industriales de Barcelona,¹⁸ el acceso dependía de un examenoposición que, si se completaba el plan académico, garantizaba formar parte del Cuerpo Estatal de Ingenieros.¹⁹ Esta descoordinación entre el Plan Pidal y la implementación de las primeras enseñanzas técnicas también afectó a la Escuela Central de Agricultura, nacida en 1855, que, en un principio, debía ofertar estudios de nivel superior y medio; pero estos últimos quedaron relegados a la enseñanza media a los pocos meses. Este hecho produjo un efecto de «cuello de botella» en la difusión de los docentes, ya que era la propia Escuela Central la que formaba a los ingenieros que desempeñarían las cátedras de Agricultura de los institutos;²⁰ aunque, como ocurrió en Valencia, a ejercer dicha enseñanza también podrían aspirar los licenciados en las facultades de ciencias.

    Por estas razones, la Ley Moyano optó por crear el título de perito como un equivalente al título de bachiller que, en teoría, debía ser la vía lógica de entrada en las escuelas superiores para quienes prefiriesen aumentar su capacitación, aunque nunca logró sustituir el sistema del examen-oposición, porque las escuelas superiores se configuraron, a imitación del modelo francés, como carreras de Estado dirigidas de facto por unos cuerpos profesionales que favorecieron la exclusividad de su condición laboral mediante la defensa de sus títulos académicos como unos estudios privativos aislados del resto de instituciones educativas.²¹ La consecuencia lógica de esta actitud fue el abandono por parte de la Administración que sufrieron los peritajes, si bien la Ley Moyano, como mínimo, intentó establecer unos itinerarios curriculares más progresivos y vertebrados.

    Desafortunadamente, otra aportación original de dicha ley fueron las concesiones hechas a la corriente de opinión conservadora capitaneada por los neocatólicos. Si bien es cierto que el monopolio estatal en la instrucción negaba implícitamente la libertad de cátedra por ser la Dirección General de Instrucción Pública la que fijaba los libros de texto y los métodos pedagógicos,²² ahora la intromisión de los custodios de la fe tomaba carta de naturaleza mediante la aprobación de los artículos 170 y 296, que autorizaban a los obispos a denunciar ante el Real Consejo de Instrucción Pública aquellos textos y profesores que creyesen sospechosos. La separación de la plaza, empero, recaía en última instancia en el Gobierno; pero, por esa misma razón, se estaba alentando una mayor politización de la educación en torno al conflicto Iglesia/Estado, al tiempo que se transformaba ésta en un espléndido instrumento de batalla para derribar gabinetes.

    Por otra parte, el Reglamento de 1859 desarrolló prolijamente los poderes y prerrogativas que ostentaban los distintos cargos de responsabilidad de los institutos, cuyo jefe inmediato, el director, era designado por el Gobierno. Éste ejercía un control casi omnímodo y disfrutaba de una capacidad de decisión tan sólo coartada por su superior jerárquico, el rector, aunque también existía un cuerpo de representación colegiada para los catedráticos propietarios: la Junta de Profesores. Este claustro tenía potestad deliberativa tan sólo a instancias del director; pero la confección de los horarios académicos debía ser consensuada en ese foro. Las faltas de disciplina graves también debían ser juzgadas por esta junta, constituida en tales ocasiones como Consejo de Disciplina.

    Por el contrario, las faltas leves podían ser castigadas por el mismo profesor o director. No obstante, es necesario remarcar que las penas físicas estaban prohibidas en cualquier circunstancia. Sólo podían aplicarse las medidas coercitivas contempladas en el Reglamento, que incluso especificaban que si se debía estar de plantón en clase, esto no podía ser «en postura ni violenta ni ridícula».²³ Es más, se podía privar de un mes de sueldo a un catedrático si imponía «otras penas que las enumeradas en el artículo 184; pero si la dureza del castigo llegase hasta perjudicar la salud del alumno, procederá la suspensión y formación de expediente con arreglo a lo prescrito en el artículo 15».²⁴ En la peor de las situaciones, el alumno podía ser encerrado en el establecimiento durante ocho días (el director o personal dependiente debía vivir en el centro educativo), haciendo vida allí; o ser expulsado definitivamente del instituto, siempre que fuera con arreglo a una confirmación del Gobierno.

    LA REFORMA DE 1866

    Los primeros años de la década de 1860 fueron unos tiempos muy difíciles para los profesores que desde sus cátedras explicaban sistemas filosóficos vistos con desconfianza por la jerarquía eclesiástica. El 14 de enero de 1864, el obispo de Tarazona envió una carta a Isabel II para exigir la expulsión de quienes difundieran doctrinas heréticas en sus clases. Para apaciguar a la jerarquía eclesiástica y amedrentar al estamento docente, Alcalá Galiano, en su circular de 27 de octubre, recordaría vehementemente la existencia del artículo 170 de la Ley de Instrucción. Esto, empero, alentaría a Castelar, que replicó con su célebre artículo «El Gobierno y la Ciencia» publicado en La Democracia el 3 de noviembre. Siguió a todo esto la destitución de un rector por negarse a abrir un expediente disciplinario, su sustitución por otro más sumiso, la algarada de la «noche de San Daniel» y la repentina e inusual muerte del ministro Alcalá Galiano, reunido en un Consejo con sus compañeros de gabinete. Lo sustituyó Manuel Orovio, quien impulsó un expediente para separar a Castelar de su cátedra. No obstante, el acceso al poder de nuevo de O’Donnell el 21 de junio de 1865 haría que el caso se sobreseyese.

    Si, en un primer momento, parecía que el envite se había saldado con una victoria para el profesorado, el futuro inmediato borraría cualquier ilusión de triunfo. La nueva caída de O’Donnell y el nuevo regreso de Narváez con Orovio en la cartera de Fomento cambió por completo la situación. Se acusó a Castelar de sedición tras implicarlo en el motín del cuartel de San Gil, después fue condenado a muerte y se dictó, además, la expulsión del cuerpo de catedráticos de Sanz del Río, Nicolás Salmerón, Fernando de Castro y Francisco Giner de los Ríos.²⁵

    Este es el breve resumen de los tumultuosos acontecimientos que precedieron, y fueron el trasfondo de las reformas que el ministerio de Orovio dictó para la segunda enseñanza, cuya corta vida no les quita interés por ser, precisamente, la muestra más completa de los planes, deseos y resentimientos que los neocatólicos habían estado albergando en las últimas legislaturas. Su animadversión hacia los establecimientos oficiales era tan visible que, en el preámbulo del Real Decreto de 9 de octubre de 1866, descalificó impúdicamente al profesorado, subordinados del mismo ministro que rubricaba el decreto, para resaltar las virtudes de los particulares que se empleaban en la enseñanza privada.²⁶

    De hecho, esta reforma impuso la primacía absoluta del latín y relegó las materias de contenido científico por la simple razón de que tan sólo en este campo del saber podían los párrocos competir con ventaja frente a los catedráticos. La segunda enseñanza quedó dividida en dos periodos: uno elemental que duraba tres años, centrado exclusivamente en el estudio del Latín y el Castellano, más Doctrina Cristiana e Historia Sagrada, y un segundo periodo, también de tres años, en el que reaparecían asignaturas como la Aritmética, la Geografía, la Historia o la Física y Química. Esto destruía el itinerario diseñado en el Real Decreto de 21 de agosto de 1861 que, mejorando lo dispuesto en la Ley Moyano, combinaba las materias de «ciencias» y «letras» anualmente, para dosificar su dificultad de forma progresiva durante 5 años, dejando en su lugar una secundaria descompensada y monotemática. Sin embargo, el aspecto más significativo del periodo elemental era que podía impartirse libremente, sin necesidad de licencia o autorización del rector o director, por cualquier «Párroco ó (...) eclesiástico en el ejercicio de sus funciones».²⁷ Es más, si el Reglamento de 1859 establecía que los alumnos de enseñanza privada debían pagar la mitad de la matrícula oficial en el instituto provincial, ahora estos quedaban exentos de dichas tasas. Como es obvio, esto hacía menguar una gran parte de los ingresos de los institutos provinciales sin que el número de inscritos se redujera; pero Orovio respondía que, como las facilidades otorgadas a la enseñanza privada favorecerían un aumento del número de estudiantes totales, en consecuencia, habría un aumento de los matriculados en el segundo periodo, que sólo podría cursarse en estos centros.

    Sin embargo, Orovio olvidaba torticeramente en esta argumentación la otra punta de lanza de los neocatólicos en torno a los debates educativos: los seminarios conciliares. Estos, con arreglo a lo dispuesto en el decreto de 10 de septiembre de 1866, podían ofertar también el segundo periodo con validez académica, razón por la cual podrían substraer pupilos a los establecimientos oficiales. Como era evidente, el principal objetivo de estas medidas era la extinción en un periodo moderado de tiempo de los institutos provinciales.

    LA LIBERTAD DE ENSEñANZA DE 1868

    Es difícil calibrar si la política educativa de Orovio fue uno de los principales detonantes de la Revolución Gloriosa, aunque no se puede dudar del rechazo frontal que provocó entre sus dirigentes. En uno de los primeros decretos sobre Instrucción promulgado por el Gobierno provisional con firma de Ruiz Zorrilla, se decía:

    Es indispensable derogar los decretos publicados en 1866 y 1867 sobre el profesorado, la segunda enseñanza y las facultades. Las humillaciones y amarguras que esa legislación reaccionaria ha hecho sufrir a los Profesores, las trabas con que limita la libertad de los alumnos, la preferencia injusta que da á unos estudiantes y el desdén con que menosprecia otros, sus tendencias al retroceso, su oposición á lo que no se conforma con determinadas doctrinas, y, sobre todo, la enérgica y general censura de que ha sido objeto, no consienten que siga influyendo en la educación de la juventud.²⁸

    No obstante, este decreto supuso una ardiente apología de la libertad individual que, contradiciendo el espíritu del Plan Pidal de 1845, puso por encima de las prerrogativas del Estado los derechos de la sociedad civil respecto a la enseñanza y la libertad de cátedra. Por esta razón, se proclamó la libertad para fundar establecimientos de enseñanza de todos los españoles, quienes, en virtud de su derecho al trabajo, veían flexibilizadas hasta el extremo las titulaciones requeridas para dedicarse a la docencia. Del mismo modo, los alumnos podían matricularse del número de asignaturas y en el orden que quisieran; además, la asistencia a clase no era obligatoria. Esto, como era previsible, benefició también a las órdenes religiosas, que vieron cómo se expandía su campo de acción sin que las autoridades revolucionarias les pusieran límite alguno.

    En realidad, el único filtro que se mantuvo fueron los exámenes finales en los institutos oficiales y su exclusividad en la emisión de títulos con validez académica. Asimismo, en busca de una vía intermedia entre la acción pública y la iniciativa privada, se instaba a diputaciones y municipios a impulsar la instauración de institutos locales en detrimento del poder central. El decreto de 14 de enero de 1869 dispondría cómo debería hacerse, dotando de autonomía a estas corporaciones, y el subsiguiente decreto de 28 de septiembre de 1869 fijaría cómo convalidar los grados obtenidos. Del mismo modo, una orden de la Dirección General de Instrucción Pública del 16 de marzo de 1870 obligaría a los graduados en los seminarios conciliares a seguir el mismo procedimiento que el resto de bachilleres de enseñanza libre para obtener una homologación.

    Si bien estas tempranas medidas hacían prever un viraje radical en el rumbo de la política educativa, en los meses siguientes se iría volviendo a los cauces delimitados por la Ley Moyano. En primer lugar, la derogación del Reglamento de 1867 restableció el de 1859; si bien en un principio fue de forma temporal, la imposibilidad de sustituirlo por uno que generara más consenso, lo hizo definitivo. Por otro lado, el decreto de 25 de octubre de 1868 trataba de conjugar la tradición de los planes de estudio de los moderados con aportaciones novedosas en una coexistencia pacífica. Su propósito era ofertar un currículum académico con Latín, similar al de 1861, cuya principal novedad era la asignatura de Fisiología e Higiene, al mismo tiempo que creaba otro sin Latín, que aumentaba las horas lectivas de Historia (organizada cronológicamente en lugar de en el binomio Universal/Española), duplicaba las de Filosofía, reinstauraba el Derecho y la Economía Política, además de incluir novedades como la «Agricultura» o la ya mencionada Fisiología, pese a que eliminaba la Historia Natural. No obstante, en ambos casos se suprimía la Religión y el número total de horas no difería en exceso.²⁹ Por esta razón, la práctica educativa en la secundaria durante el Sexenio mantuvo una notable similitud con los planteamientos y contenidos propios de los periodos de hegemonía moderada, exceptuando la promoción de la enseñanza libre y la libertad curricular otorgada a los estudiantes.

    Por el contrario, sí que suponía un revulsivo el decreto de 3 de junio de 1873, cuya doble aspiración era formar hombres con un nivel cultural extraordinario, a la vez que universalizar la secundaria. Sin pretender extenderse en el valor pedagógico de esta reforma, sólo mencionar que para ingresar en los institutos se pasaba de exigir un dictado de unas veinte palabras en castellano a una traducción de un texto en francés o se desdoblaba la Física y Química en dos asignaturas independientes. Pese a que estas propuestas fueron promulgadas, la fuerte oposición que suscitaron entre todos los sectores académicos (sólo obtuvieron el respaldo de sus promotores, los krausistas), así como la oposición pública manifestada en la prensa, obligaron al propio Gobierno a derogarlas el 10 de septiembre.³⁰

    Del mismo modo, la dictadura presidencialista de Serrano hizo que la política educativa experimentase un giro hacia el centralismo administrativo que había caracterizado a los anteriores gobiernos. Por el decreto de 29 de julio de 1874, se regularizó de nuevo la libertad de enseñanza con el objeto de erradicar «las ideas de autonomía del pueblo y la provincia (...) que apenas cabría en una Constitución federal».³¹ Por todo esto, la Restauración efectuó un aterrizaje suave sobre el corpus legislativo del Sexenio en materia de Instrucción, consumándose en este asunto la transición jurídica sin rupturas que deseaba Cánovas. Pero esto no impidió que Orovio, quien regresaba de nuevo a Fomento, recordara en una circular de 26 de febrero de 1875 a los Sres. rectores la vigencia de la Ley Moyano, su artículo 170 y el deber de las autoridades académicas de velar por el respeto doctrinal que merecían la Iglesia católica y la Monarquía. En consecuencia, aunque el espíritu de los decretos de la Gloriosa fue provisionalmente respetado, las personas físicas no tuvieron la misma suerte, comenzando la persecución administrativa de varios profesores que nutrirían la futura Institución Libre de Enseñanza o serían rehabilitados en 1881.³²

    Por lo tanto, es fácil entender que durante los primeros cinco años del régimen alfonsino no fuese necesario promulgar ningún plan de estudios, ni ley alguna. Si bien el conde de Toreno intentó imitar a Claudio Moyano en 1877 con la intención de hacer una legislación de consenso que incluyera el mayor espectro de sensibilidades posibles, topó, como ya había ocurrido anteriormente, con un Congreso reacio, y el Gobierno se vio obligado a retirar su propuesta. En realidad, parecía haberse llegado a una especie de empate técnico entre los divergentes planteamientos existentes sobre la Instrucción, porque incluso, en arreglo a la circular de 20 de enero de 1876, se obligó a los seminaristas cuya finalización de estudios fuera anterior al decreto de 29 de julio de 1874 a acatar las disposiciones legislativas del Sexenio para lograr la incorporación del grado. Del mismo modo, se dejó en suspenso cualquier medida referente a los alumnos que hubiesen completado asignaturas con posterioridad a dicha fecha, hasta que se desarrollara el artículo 9.° del mencionado decreto. De hecho, hasta 1880, el canovismo no impuso un planteamiento propio que fuera un nuevo principio para la enseñanza media.

    EL PLAN LASALA DE 1880

    La aprobación del Plan Lasala en 1880 tampoco supuso ni siquiera una reforma, porque la única novedad fue la inclusión en el bachillerato de dos cursos de lenguas vivas tan necesarias «ahora que las multiples comunicaciones aunan á todos los pueblos»,³³ mientras que se fusionó la Historia Natural con Fisiología e Higiene para compensar el incremento de materias. En este sentido, debe señalarse que no se incorporó la enseñanza religiosa y, de este modo, se mantuvo un consenso liberal de mínimos que, acorde con la alternancia pacífica en el poder que se esperaba consolidar, creaba un escenario educativo que podía ser compartido por los partidos dinásticos. Por lo tanto, la primera reforma de la enseñanza media efectuada en la Restauración simplemente incrementó el número de asignaturas totales de 13 a 14.

    No obstante, cuando los conservadores volvieron al poder a mediados de la década de 1880, este equilibrio se quebró al ocupar el Ministerio de Fomento Alejandro Pidal y Mon, quien no dudó en desplegar una política en pos de la extensión de la libertad de enseñanza con el fin de beneficiar subrepticiamente a las órdenes religiosas dedicadas a la educación. Su decreto de 18 de agosto de 1885 creó una nueva categoría de centros privados conocidos como «colegios asimilados» que, además de estar libres del pago de tasas de matrícula, tenían la capacidad de conferir títulos con validez académica, potestad que siempre había estado reservada exclusivamente a los institutos provinciales y que los liberales habían reconocido como límite infranqueable. Asimismo, a los centros asimilados se les concedió la designación de dos vocales de los tribunales oficiales de grado, mientras que los claustros de los institutos sólo podían nombrar a un representante.

    En teoría, pocos colegios estaban en condiciones de ser asimilados, porque se exigía un plantel de docentes titulados y edificios espaciosos que pocos podían ofrecer, aunque el artículo 42 disponía una vía rápida de homologación para los seminarios conciliares, que no debían cumplir con ningún requisito. Esto provocó la protesta de gran parte de las academias privadas que entendieron, con razón, que la nueva categoría se había diseñado específicamente para los centros educativos de las órdenes religiosas como los escolapios y los jesuitas. La arbitrariedad de tales medidas se hizo difícil de sostener, más aún si tenemos en cuenta que el único elemento novedoso y de interés que el decreto contenía, el reconocimiento de la libertad religiosa de los centros educativos, puso en un aprieto a sus propios promotores, los miembros de la Unión Católica.

    Por lo tanto, la vuelta de los liberales, con Montero Ríos al frente de Fomento, propició la supresión inmediata de las disposiciones anteriores, que no alcanzaron a tener aplicación real. Es más, el decreto derogatorio de 5 de febrero de 1886 contenía en su preámbulo una dura censura que implicaba un viraje ideológico en el fusionismo: de abanderados de la libertad de enseñanza habían evolucionado hacia una defensa de la primacía de la enseñanza oficial, más próxima a los postulados de Antonio Gil de Zárate. Igualmente, la Ley de Presupuestos de 30 de junio de 1887 dispuso en su artículo 7 que los institutos de enseñanza media pasaran, así como las rentas que generaban y los sueldos de los profesores, a depender completamente del Estado, en detrimento de las diputaciones provinciales. Medida que fue reclamada en el conjunto de España por los claustros de catedráticos, pero que en Valencia, como veremos más adelante, perjudicó los intereses del centro docente.

    No obstante, este contexto de tablas legislativas no debe entenderse como un consenso social sobre la enseñanza media, porque fue a finales de la década de 1880 e inicios de la siguiente cuando se organizaron congresos cuyos debates públicos pusieron de manifiesto los distintos puntos de vista pedagógicos. Al igual que ocurría en el resto de Europa y América, se enfrentaban los partidarios de un bachillerato moderno, sin Latín, a los defensores del modelo clásico, al mismo tiempo que se discutía sobre la posibilidad de crear una red dual de centros académicos a imitación del modelo alemán: institutos con un bachillerato de carácter humanístico enfocado al acceso a la universidad y establecimientos educativos técnico-científicos de naturaleza más profesional.

    Precisamente, estas discusiones teóricas nutrirían los distintos proyectos educativos que los liberales, con Moret en la cartera de Fomento y Eduardo Vincenti en la Dirección General de Instrucción Pública, presentarían al Consejo de Instrucción Pública para su estudio desde diciembre de 1892 hasta marzo de 1894.³⁴

    EL PLAN GROIZARD

    Fue el 16 de septiembre de 1894, después de más de un año de debates, cuando el ministro de Fomento, el liberal Alejandro Groizard, promulgó un nuevo plan de estudios que, como se recogía en el preámbulo, era deudor de muchas aportaciones realizadas por el Consejo de Instrucción Pública y los claustros de instituto tras meses de discusión.³⁵ Con el fin de cumplir con el doble objetivo de preparación para la universidad y formación del personal propio de la enseñanza media, el bachillerato se dividió en dos ciclos. El primero, llamado Estudios Generales, duraba cuatro años, mientras que el segundo, los Estudios Preparatorios, se limitaba a dos años, aunque eran imprescindibles para acceder a una carrera universitaria. A su vez, este segundo periodo se bifurcaba en una sección de ciencias físico-naturales y otra de ciencias morales para facilitar la transición a la correspondiente facultad. Además, en consonancia con los pedagogos que defendían una enseñanza integral que no se circunscribiese a la adquisición de conocimientos enciclopédicos, se incorporaron la Gimnasia, la Caligrafía y el Dibujo a los contenidos curriculares.

    Tales medidas eran un revulsivo que esperaba revitalizar la secundaria, hacerla más completa y de mayor calidad, y en consecuencia aumentaban considerablemente la carga lectiva y el número de asignaturas. Incremento notable al comparar este plan con su predecesor, ya que el número de asignaturas pasaba de 14 a una oferta de 42, que requería un mayor esfuerzo laboral por parte de los catedráticos, que debían aumentar sus horas de docencia. Asimismo, los estudiantes veían su carga lectiva semanal más que duplicada, porque tanto el primer curso como el segundo pasaban de durar 13,5 horas a la semana a 31,5 horas. Si el Plan Lasala exigía cursar 103,5 semanales en cinco cursos, el periodo elemental del Plan Groizard requería 135 horas semanales repartidas en cuatro cursos, más otras 39 horas adicionales en dos cursos para finalizar el itinerario de letras o ciencias.

    Como era previsible, estos profundos cambios suscitaron una fuerte oposición que fue encabezada en el Senado por Alberto Bosch, futuro Ministro de Fomento de los conservadores. Las críticas de naturaleza ideológica fueron dirigidas a la influencia del krausismo y de la Institución Libre de Enseñanza en el diseño de contenidos curriculares, a la negativa de restablecer la enseñanza religiosa, y al incremento del gasto público que requería la mejora de la educación que, a su vez, suponía un excesivo fortalecimiento del papel del Estado en un asunto que muchos circunscribían a la esfera privada. Por otro lado, la prensa se hizo eco de las protestas de los adversarios más enérgicos: los padres y las academias particulares. Los primeros veían cómo el dispendio en tiempo y dinero necesario para sufragar el bachillerato de sus hijos se multiplicaba por tres en un año, mientras que los segundos no tenían personal ni medios suficientes para ofertar un plan de estudios tan extenso. Además, la decisión de Groizard, desoyendo al director general de Instrucción Pública, de no respetar los derechos adquiridos por los pupilos matriculados en el plan de 1880, forzándolos a pasar el nuevo itinerario curricular sin convalidar asignaturas cursadas, provocó una fuerte animadversión.

    No obstante, la remodelación del Gabinete de Sagasta, que puso a Puigcerver al frente de Fomento, dio paso a una postura más conciliadora por parte del Gobierno, ya que se permitió adaptar parte de los estudios cursados según el Plan Lasala y se reintrodujo la enseñanza de la religión como una asignatura voluntaria con el fin de reconciliarse con la Iglesia. Los opositores al plan, empero, no desfallecieron a pesar de todos estos argumentos, y organizados principalmente por el periódico El Imparcial hicieron una eficaz campaña de protesta para movilizar a una opinión pública que, como padres de clase media, veía duramente perjudicado su deseo de proporcionar una carrera a sus descendientes por un brusco aumento del dispendio necesario, aunque fuera con el fin de mejorar la calidad de la educación de sus hijos. Por esta razón, cuando los conservadores volvieron al poder, suprimir este plan no les supuso un gran contratiempo.

    LOS PLANES SIN SOLUCIóN

    Fue el gran adversario del proyecto de Groizard en el Senado, Alberto Bosch, el encargado de derogar el plan de estudios y reimplantar una versión modificada del de 1880, que respetaba las asignaturas de Dibujo y Gimnasia, pero con carácter voluntario. Esta reducción de los contenidos curriculares se hizo con el propósito de «simplificar la tarea de la juventud, convencido de que en todos los órdenes de la Instrucción pública, y más que en otro alguno en la segunda enseñanza, son preferibles algunas ideas claras á una enciclopedia confusa», confiando en que, de este modo, la segunda enseñanza estuviese «al alcance de la inmensa mayoría de las inteligencias y de las fortunas».³⁶

    Sin embargo, el punto más problemático fue el restablecimiento de la Religión como una materia obligatoria, a pesar de que, para respetar el artículo 11 de la Constitución, se dio la posibilidad de objetar a aquellos estudiantes que presentaran en la secretaría del instituto una declaración escrita de no profesar la fe católica, requisito que intimidaría, probablemente, a todos los alumnos que no fueran originarios de un país de tradición protestante. Si bien esta vuelta al pasado calmó los ánimos, el desastre de 1898, como señala Emilio Díaz de la Guardia, fue un revulsivo que dirigió gran parte de los anhelos de regeneración hacia la Instrucción Pública.³⁷ Precisamente, en un debate parlamentario sobre los presupuestos, el titular de la cartera de Fomento, el liberal Germán Gamazo, logró la autorización legislativa para reformar la enseñanza media, que desde la Ley de Bases de Moyano siempre se había modificado mediante decretos o reales órdenes. Esta oportunidad fue aprovechada para rescatar gran parte del Plan Groizard en un decreto de 13 de septiembre de 1898, que entendía el bachillerato:

    Como instrumento de cultura general, mediante el cual todo ciudadano pueda obtener aquel grado de ilustración que, al abrirle las puertas de los principales dominios del saber, le sirva de orientación respecto á sus aptitudes para utilizarlas con el mayor provecho si quiere dedicarse á una especialidad, ó que, cuando menos, le permita, si otro fuere su propósito, adquirir los materiales más indispensables para desempeñar sin dificultad su misión de ser sociable y miembro de una nación culta.³⁸

    En esta ocasión, se procuró limar bastantes detalles con el fin de evitar encontrarse con una oposición tan virulenta como la que había alentado El Imparcial años atrás. En primer lugar, la reforma no se aplicaría retroactivamente y todos quienes hubiesen iniciado el plan anterior podrían completarlo. Igualmente, la enseñanza religiosa se respetó tal como estaba en los estudios anteriores, al mismo tiempo que se intentó controlar la extensión de asignaturas para fijarlas en un número total de 35, que debían cursarse en seis años. No obstante, se prefirió suprimir la bifurcación y se mantuvo la naturaleza unitaria de la enseñanza media por razones económicas.

    Por estar razón, se incorporaron materias como Contabilidad, propia de los estudios de aplicación, o Técnica Industrial y Agrícola, que consistía en una «vulgarización de la teoría y procedimientos de transformación de las primeras materias, con visitas, donde sea posible, á las fábricas y talleres, para el conocimiento práctico de dichos procedimientos».³⁹ También se rescató el Derecho Usual, que comprendía aquellas nociones que «ningún ciudadano debe ignorar, si ha de ejercitar conscientemente sus derechos y estar informado de sus sociales y políticos deberes, y aquellas otras doctrinas de cotidiana piedad».⁴⁰ Su programa comprendía «el estudio sumario de los deberes y derechos políticos del ciudadano, organización y manera de funcionar de los poderes públicos y de las instituciones administrativas y judiciales, el conocimiento elemental de las principales materias del Derecho civil (familia, propiedad, sucesiones, contratos) y nociones del Derecho penal».⁴¹ A pesar de que Gamazo se esforzó en conciliarse con todas las posiciones discrepantes y diseñó su proyecto con el fin de despertar la mínima animadversión posible, sus propuestas no pervivieron más de un curso, porque el 4 de marzo de 1899 volvieron los conservadores al poder. En esta ocasión estaba al frente del Gobierno Silvela, quien entregó el Ministerio de Fomento a Luis Pidal y Mon, un ultra decidido a cercenar algunas libertades recogidas en la Constitución de 1876. Para efectuar un viraje de 180 grados en la política educativa, interpretó torticeramente que el mandato concedido por el Parlamento a su antecesor todavía estaba vigente y, en consecuencia, podía promulgar un nuevo plan de estudios sin necesidad de discutirlo con el legislativo. Del mismo modo, para evitar las reticencias del Consejo de Instrucción Pública, que albergaba todas las sensibilidades políticas, no lo convocó en pleno para consultarlo sobre la cuestión de forma debida. Este secretismo se debía a que su decreto de 26 de mayo, además de ampliar desmesuradamente la enseñanza del Latín, de suprimir las asignaturas de carácter práctico y hacer voluntarias la Gimnasia y el Dibujo, contenía dos aspectos profundamente controvertidos: la imposición de la enseñanza religiosa sin posibilidad de objeción de ninguna clase y la creación de una comisión de expertos que debía confeccionar los únicos manuales y programas académicos válidos, cuyo principal objetivo era fijar la libertad de cátedra y prohibir la exposición de las obras de Darwin en las lecciones de Historia Natural.

    Este retroceso de las libertades públicas provocó una fuerte oposición que, paradójicamente, fue encabezada por un conservador canovista, Antonio María Fabié, presidente del Consejo de Instrucción Pública a propuesta del propio Pidal. Preocupado por la naturaleza antiliberal de los planteamientos del ministro, escribió varias cartas para alertar tanto al presidente del Gobierno como a la regente que, después de desoídas, publicó junto a otros escritos en un libro. En éste advertía del peligro de que el fundamentalismo religioso pudiese romper la unidad de los conservadores y recordaba que, precisamente, esto era lo que había ocurrido gracias a las políticas de Orovio de 1866, cuya consecuencia fue la división de los moderados que permitió la Revolución Gloriosa.⁴²

    Como es lógico, los liberales aprovecharon el desorden en las filas de sus adversarios para atacar con fuerza los propósitos del Gobierno, que tuvo que improvisar sobre la marcha excusas y modificaciones al proyecto. Eduardo Vincenti, que era consejero de Instrucción Pública, también hizo públicas las irregularidades administrativas que Pidal había cometido en la elaboración del decreto con el fin de insertarlo en la Gaceta Oficial en 48 horas, aprovechando un receso de las sesiones del

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