La Muerte De Iván Ilich
Por León Tolstoi
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La Muerte De Iván Ilich - León Tolstoi
León Tolstoi
La muerte de Iván Ilich
Traducción directa de Carlos Henrickson
Índice
La muerte de Iván Ilich
I
II
III
IV
V
VI
VII
VIII
IX
X
XI
XII
Libros publicados por esta editorial
Créditos
I
En el gran edificio de los Tribunales, durante el receso de la audiencia por el caso Melvinsky, los miembros del Tribunal y el procurador, reunidos en la oficina de Iván Yegorovich Shebek, se pusieron a discutir sobre el sonado caso Krasovsky. Fyódor Vasílyevich se acaloraba al argumentar una falta de jurisdicción, ya que Iván Yegorovich se cerraba en su opinión, y Pyotr Ivánovich, que no tomaba parte en la discusión, ya que no había llegado cuando empezaron, leía las noticias que acababan de llevarle.
—¡Señores! —dijo—. Ha muerto Iván Ilich.
—¿No diga?
—Acá está, lea —le dijo a Fyódor Vasílyevich, entregándole el ejemplar nuevo, aún oloroso a tinta.
Dentro del borde negro se leía: Praskovya Fyodorovna Golovina con sincera tristeza informa a parientes y conocidos el fallecimiento de su amado esposo, el miembro del tribunal Iván Ilich Golovín, acaecido el 4 de febrero de 1882. El traslado del cuerpo se efectuará el viernes, a la 1 de la tarde.
Iván Ilich era colega de los señores reunidos, y todos lo apreciaban. Había caído enfermo hacía varias semanas, y ya se sabía que su enfermedad era incurable. Se le conservaba el puesto, mas con la condición de que en el caso de su muerte aquel se le asignara a Alexéyev, y a su vez se le asignara el puesto de Alexéyev a Vinnikov, o bien a Shtábel. Así que, al escuchar de la muerte de Iván Ilich, el primer pensamiento de todos los señores que estaban reunidos en la oficina fue sobre cómo gravitaría esta muerte sobre el traslado o el ascenso de los mismos miembros o sus conocidos.
Ahora tal vez reciba el puesto de Shtábel o Vinnikov, pensó Fyódor Vasílyevich. Ya se me ofreció hace tiempo, y el ascenso me da 800 rublos de aumento, además de la oficina.
Tengo que pedir ahora el traslado de mi cuñado desde Kaluga, pensó Pyotr Ivánovich. Mi mujer se pondrá feliz. Ahora sí que no se podrá decir que no hago nada por mi familia.
—Ya pensaba yo que no podría recobrarse —dijo en voz alta Pyotr Ivánovich—. Qué lamentable.
—¿Y qué fue exactamente lo que le dio?
—Los doctores no pudieron definirlo. Es decir, lo definieron, pero cada uno dijo una cosa distinta. Cuando lo fui a ver la última vez, me pareció que se estaba recuperando.
—¿Y tenía algún capital?
—Parece que la esposa tiene algo, pero muy poco. Parece que casi nada.
—Vaya, habrá que ir. Viven espantosamente lejos.
—Es decir, lejos de usted. A usted todo le queda lejos.
—No me perdonarán jamás que me fuera a vivir pasado el río —dijo Pyotr Ivánovich sonriendo a Shebek. Empezaron a hablar sobre las largas distancias que había que recorrer dentro de la ciudad, y entraron a la audiencia.
Más allá de los pensamientos sobre traslados y promociones que podían desprenderse de su muerte, que esta despertó en cada uno de ellos, el hecho mismo de la muerte de este íntimo conocido despertó en todos los que se enteraron de ella, como es habitual, un sentimiento de alegría: el muerto es él y no yo.
Vaya, él está muerto y yo no, cada uno de ellos pensaba o sentía. Los cercanos más íntimos, que se hacían llamar amigos de Iván Ilich, además pensaban, sin quererlo, que ahora tendrían que cumplir con las tediosas ceremonias de protocolo, ir al funeral a verle y hacerle a su viuda la visita de condolencias. Entre estos, los más cercanos eran Fyodor Vasílyevich y Pyotr Ivánovich.
Pyotr Ivánovich había sido compañero suyo en la Facultad de Derecho y se sentía en deuda con él.
Tras informar, después del almuerzo, sobre la muerte de Iván Ilich y la posibilidad del traslado de su cuñado a su distrito, Pyotr Ivánovich, sin dormir la siesta, se puso un frac y partió a la casa de Iván Ilich.
A la entrada de la casa de Iván Ilich había una carroza y dos cocheros. En la antesala, junto al colgador, estaba apoyada sobre la pared la cubierta del ataúd, de brocado, con borlas y un galón bien lustrado. Dos damas de negro se quitaban sus abrigos: una era la hermana de Iván Ilich, que él ya conocía, y la otra era una dama desconocida. Un colega de Pyotr Ivánovich, Shvartz, apareció desde la escalera y, desde el escalón superior al ver al recién llegado, se detuvo y le hizo un guiño como diciendo: Iván Ilich no supo disponer bien nada; con nosotros sería otra cosa.
La cara de Shvartz, con patillas a la inglesa, y su flaca figura en frac, estaban revestidas, como siempre, de una exquisita solemnidad, y esta solemnidad, que siempre contradecía el carácter juguetón de Shvartz, tomaba aquí un particular aire de picardía, pensó Pyotr Ivánovich.
Pyotr Ivánovich dejó pasar a las damas y lentamente subió tras ellas la escalera. Shvartz no quiso bajar, y se quedó arriba esperándolo. Pyotr Ivánovich entendió por qué; evidentemente quería ponerse de acuerdo acerca de dónde se juntarían más tarde a jugar bridge. Las damas siguieron de largo para ir a ver a la viuda, y Shvartz, alargando seria y pronunciadamente los labios, mas con la mirada risueña, le señaló con un movimiento de cejas hacia la derecha, a la habitación del muerto.
Pyotr Ivánovich entró, como siempre sucede, con el desconcierto sobre qué era lo que debía hacer. Solo sabía que siempre cae bien persignarse en estos casos. En cuanto a si era necesario inclinarse mientras se persignaba, no estaba para nada seguro, y por ello escogió un término medio: al entrar a la habitación, se persignó e hizo un leve movimiento como si se fuese a inclinar. En la medida en que se lo permitieron los movimientos de las manos y la cabeza, echó una mirada a la habitación: dos jóvenes —al parecer los sobrinos—, uno de ellos liceano, persignándose ya salían de la habitación. Una anciana estaba parada inmóvil, y una dama con cejas extrañamente alzadas le decía algo al oído. Un sacristán con levita, enérgicamente leía algo en voz alta y con una expresión que espantaba cualquier objeción; el empleado de la despensa Gerásim, pasando ante Pyotr Ivánovich a paso rápido, espolvoreó algo sobre el suelo. Al notar esto, Pyotr Ivánovich de inmediato sintió el ligero olor del cadáver que se descomponía. En su última visita a Iván Ilich, Pyotr Ivánovich había visto a este empleado en el gabinete; cumplía el deber de un enfermero, e Iván Ilich le estimaba especialmente. Pyotr Ivánovich se siguió persignando, y se inclinó suavemente a la mitad de su camino, entre el ataúd, el sacristán y los íconos que estaban sobre la mesa