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Pastor Pastor: Apacienta Mis Ovejas
Pastor Pastor: Apacienta Mis Ovejas
Pastor Pastor: Apacienta Mis Ovejas
Libro electrónico525 páginas7 horas

Pastor Pastor: Apacienta Mis Ovejas

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El libro sigue las vidas de dos pastores, Pedro Terrero y Juan Cristante, a lo largo de veinticinco años, a partir de su tiempo compartido en el seminario. Al buscar servir como pastores, muestran actitudes que los llevan por caminos muy diferentes. El tercer protagonista de estas historias intensas son las personas con las que se relacionan, las personas que dirigen y especialmente aquellas que se encuentran fuera de la iglesia institucional por errores o maltrato de los líderes. Aunque ningún personaje o suceso es un reflejo exacto del mundo real, cualquiera que haya pasado algún tiempo en este singular ambiente evangélico resonará con ellos. Pero también serán útiles para analizar el mundo exterior, ya que mucho de lo que sucede está relacionado con nuestra humanidad común.

IdiomaEspañol
EditorialWestBow Press
Fecha de lanzamiento26 oct 2020
ISBN9781664205086
Pastor Pastor: Apacienta Mis Ovejas
Autor

Alejandro Field

El autor se basa en su experiencia de toda la vida en el mundo evangélico de Argentina para analizar la rica variedad de personajes y relaciones que ofrece. Su objetivo al escribir esta novela es ayudar a dar respuestas a muchos de los temas que deben ser abordados para tener un cuerpo más saludable y ser una influencia más positiva en la sociedad. Su perspectiva como miembro común de diferentes iglesias es especialmente sensible a la división entre líderes/instituciones y seguidores/miembros en las iglesias donde hay mucho que hacer en forma colaborativa para reducir el número de desertores desencantados y recuperarlos plenamente para el Reino.

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    Pastor Pastor - Alejandro Field

    © 2020 Alejandro Field.

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    Esta es una obra de ficción. Todos los personajes, nombres, incidentes,

    organizaciones y diálogos en esta novela son o bien producto de la

    imaginación del autor o son usados de manera ficticia.

    WestBow Press

    A Division of Thomas Nelson & Zondervan

    1663 Liberty Drive

    Bloomington, IN 47403

    www.westbowpress.com

    844-714-3454

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    El texto Bíblico ha sido tomado de la Santa Biblia, NUEVA VERSIÓN INTERNACIONAL® NVI® © 1999, 2015 por Biblica, Inc.® Usado con permiso de Biblica, Inc.®

    ISBN: 978-1-6642-0509-3 (tapa blanda)

    ISBN: 978-1-6642-0508-6 (libro electrónico)

    Fecha de revisión de WestBow Press: 10/23/2020

    ÍNDICE

    AQUÍ

    (2000)

    1.     Pedro: en busca de un amigo

    2.     Juan: en busca de un lugar

    DE ALLÍ HASTA AQUÍ

    (1978 - 2000)

    3.     Aquello que fuimos

    4.     Las cosas que iniciamos

    5.     Los cambios que vimos

    6.     Las personas que conocimos

    7.     Los errores que cometimos

    8.     El dolor que sufrimos

    DE AQUÍ HASTA ALLÍ

    (2000 – 2003)

    9.     Pedro: insistencia y aceptación

    10.   Juan: equipo y resistencia

    11.   La no iglesia

    12.   Campamento poimén

    DE ALLÍ EN ADELANTE

    (2003)

    13.   La historia continúa

    Apéndice: Altura, profundidad, dirección

    AQUÍ

    (2000)

    1

    PEDRO: EN BUSCA DE UN AMIGO

    Los buscamos, uno, cualquiera

    Y ninguno aparece siquiera

    —¡A leluya!

    —¡Gloria a Dios!

    —¡Dígale al de al lado que Dios lo ama!

    —¡Más fuerte!

    —¡Un aplauso para el Señor! ¡Aleluya!

    Pedro conocía la rutina demasiado bien. Ese ida y vuelta embriagante desde el escenario al público. Desde aquel congreso de jóvenes en Mendoza, con apenas dieciocho años, y durante los últimos quince años al frente de su iglesia. ¡Cómo había tocado el cielo con las manos cuando subió a la plataforma por primera vez! Y cómo había sentido de forma tan palpable el poder de estar frente a tanta gente que lo obedecía ciegamente, buscando, casi deseando que les dijera qué hacer en cada momento. Esa sensación había quedado incrustada en su memoria, como los olores imborrables de algunos lugares y momentos, y seguía siendo tan real hoy como aquella noche de febrero de 1972, tan calurosa como la de esta noche.

    Recordaba también cómo una voz interior, una casi imperceptible luz roja, le había advertido que le haría mal ese poder, que no tuviera nada que ver con él. Como el vino para el alcohólico, sería algo que no podría controlar. Pero la había ignorado, un poco por la importancia del evento y bastante por ese sentido del deber que arrastraba desde chico. Los desafíos y problemas están hechos para ser superados, Pedrito, ¡no para esquivarlos!, le había dicho su padre, mil y una veces, con ese vozarrón y su metro noventa intimidantes. Rechazar el desafío, bajarse de esa plataforma esa noche, hubiera sido esquivar el problema, borrarse. No lo hizo. Se preguntó en ese momento si el muchacho encargado de gritar las consignas esta noche habría pasado por el mismo proceso.

    Miró a su derecha, desde donde un rostro desconocido le gritaba, a voz en cuello: ¡Dios te ama, hermano!. Le respondió mecánicamente algo neutro que podría haber significado cualquier cosa. Igual, no importaba, porque nadie escuchaba en medio del griterío y las frases trilladas que todos conocían de memoria y repetían sin pensar.

    Ah, la rutina… Hacer lo mismo vez tras vez. De un lado y del otro del púlpito. Arriba y abajo de la plataforma, como parejas de un baile. Si tan solo hubiera reflexionado, si hubiera parado la pelota en su momento, por voluntad propia, antes de verse forzado a hacerlo. Había tenido por lo menos dos oportunidades claras, y las había ignorado a ambas: el incidente con Sara y el papelón frente a la multitud. Todavía le dolía el recuerdo de ambas situaciones. Cuánto tiempo y cuánta amargura se podría haber ahorrado. Y ahora, el tercer aviso: el hombre misterioso de ojos azules intensos que apareció y desapareció de la nada diciendo palabras extrañamente significativas. Buscando un pañuelo para secarse la frente, cayó de su bolsillo un sobre de azúcar usado. Mientras lo levantaba del suelo recordó por qué lo había guardado. Era del café que había tomado la noche anterior con Virginia. Decía La vida siempre te da una segunda oportunidad, pero raramente una tercera. ¿Podía Dios hablarle a través de un sobre de azúcar?

    Alguien le tocó el hombro desde atrás, y de pronto se encontró levantado de su asiento y abrazado al punto de la sofocación por un hombre gigantesco y sudoroso que jamás había visto. Mientras intentaba librarse de la mejor forma sin ofender a este hermano efusivo, sintió que ese abrazo simbolizaba la opresión de ese punto de su vida, pero también una atroz necesidad de afecto y contención.

    En ese momento sintió como si todo lo que lo rodeaba esa noche le estuviera hablando directamente de su propia vida y necesidades. El sobre de azúcar. El abrazo del desconocido. Las luces y la música estridentes que caían sobre el público desde el escenario multicolor le hablaban de la vida de apariencias que había buscado y alcanzado, un espectáculo montado para los demás. Las filas de sillas ordenadas mirando al escenario remedaban el tipo de iglesia y la relación entre pastor y congregación —y tal vez hasta la relación con su familia y sus amigos— que había logrado construir: ordenada, previsible, unidireccional, de arriba abajo, con él siempre en control.

    Adelante y arriba, un grupo de jóvenes, micrófonos en mano, cantaba las canciones moviéndose de un lado a otro, demasiado sensualmente para el lugar. Alguna vez Pedro se había preguntado si éste no era un mecanismo más tomado del mundo secular para mantener el interés del público. El muchacho, terminada su parte del espectáculo, había dejado su lugar a otro joven algo mayor y mejor vestido, el pastor Carlos, que arremetió con renovado entusiasmo. Se lo veía contento de recibir un público acondicionado.

    —¿Cuántos quieren estar contentos esta noche? —Muchísimas manos levantadas—. ¿Cuántos están tristes esta noche? —Ninguna mano—. Dígale al de al lado, con una enorme sonrisa, Hoy no podés estar triste, porque el Señor está aquí —Batahola general—. Ahora dígaselo al hermano o hermana que está en frente —Con un dejo de sonrisa y sacudiendo la cabeza, Pedro pensó: ¿Cómo nadie se dio cuenta de la imposibilidad lógica de esta maniobra? ¿Cómo le voy a hablar al que está enfrente mío si a su vez él le está hablando al que está enfrente de él? En realidad, sabía que no importaba mucho. La cuestión era mantener a la gente en movimiento, siempre diciéndoles lo que tenían que hacer y decir. Pararse, sentarse, saludar, cantar, repetir, ofrendar… Una especie de gimnasia eclesiástica, para evitarles el trabajo y el peligro de pensar. La obsesión por el ruido y la alegría le recordó con amargura la vez que él había usado una rutina similar para levantar el ánimo de la gente y se enteró después que en el público había un hombre que acababa de perder a su esposa. Nunca más lo volvió a ver en la iglesia. Difícilmente haya ido a otra, pensó.

    Se había sentado en la última fila arriba, en el balcón, en el lugar donde fuera menos probable que lo reconocieran. Además, siempre llegaba cuando ya había empezado la reunión por lo menos media hora, así sería más difícil cruzarse con un conocido. De todos modos, su aspecto estaba tan cambiado, que haría falta un milagro para que alguien identificara a ese hombre entrecano y excedido de peso con el que fuera la estrella más rutilante del circuito evangélico de los últimos años, el pastor Pedro Terrero. Para los que se fijaban más en los ojos que en el aspecto exterior, sería aún más difícil. La mirada segura y penetrante, llena de vida y optimismo contagiosos, había desaparecido, y en su lugar había una contemplación vaga, imprecisa, hastiada y cínica.

    ¿A qué había venido hoy, y los últimos tres domingos a esta iglesia en un barrio incierto en Barracas? En realidad, no sabía demasiado bien. El pastor principal de la Iglesia Fe y Amor, Nacho Leiva, había estudiado con él en el seminario veinte años atrás, pero nunca lo encontraba en la reunión; estaba en una conferencia, de viaje, en una iglesia hija. Le recordaba su vida de los últimos años, siempre ocupado, siempre en actividad, difícilmente disponible para quienes lo necesitaban. Pero Pedro necesitaba encontrarse con Nacho, aunque más no fuera por unos minutos. No sabía por qué, pero sentía que era el único en este momento que podría ayudarlo. Solo se habían visto un par de veces desde que se recibieron, en una conferencia y en un retiro de pastores, donde habían intercambiado algunas palabras de circunstancia. Recordaba que Virginia había mencionado que había llamado varias veces preguntando cómo andaban, pero él nunca había devuelto esas llamadas. Nacho siempre le había transmitido algo distinto: una calidez y una autenticidad que necesitaba desesperadamente ahora. Así que, a pesar de que no lo encontraba y casi todo lo que veía en su iglesia era negativo, Pedro seguía viniendo.

    —¡Dios quiere hacer grandes cosas esta noche! A ver, repitan después de mí: Dios quiere hacer grandes cosas esta noche.

    El público repitió obedientemente.

    —Dios cumple sus promesas. ¿Es cierto?

    —¡Sí!

    —¡Más fuerte!

    —¡Siiiiiiii!

    —Repitan después de mí: Dios cumple todas sus promesas.

    El pastor Carlos había entrado en piloto automático.

    —¡Dios cumple sus promesas! ¿Amén?

    —¡No los escucho! ¿Realmente lo creen? ¡Más fuerte!

    —¡Dios cumple sus promesas cada día de la semana!

    En reuniones en las que le había tocado ser parte del público y había tenido que repetir esta rutina, Pedro a veces había jugado con la idea de qué pasaría si se usara este método pedagógico en la facultad. Por ejemplo, se imaginaba una clase de física, donde el profesor dijera:

    —Por cada fuerza que actúa sobre un cuerpo, éste realiza una fuerza igual, pero de sentido opuesto sobre el cuerpo que la produjo. ¿Lo creen?

    —Sí —los alumnos.

    —¿Realmente lo creen? Si lo creen, quiero escuchar un más fuerte.

    —¡Siiiiiiiiii!

    —Dígale al de al lado Por cada fuerza que actúa sobre un cuerpo, éste realiza una fuerza igual pero de sentido opuesto sobre el cuerpo que la produjo

    A Pedro le causaba mucha gracia imaginarse esta situación, y él mismo siempre se había resistido a la tentación de usar este método. Se consideraba de otra categoría: espiritual, pero sin dejar de lado la mente. Igual que la muletilla ¿Amén, hermanos? ¡Amén!, repetido incesantemente, reflejo de la inseguridad del predicador, en lo que decía o en su capacidad de mantener el interés de su público. ¿Y el caos que ocurriría si ante un ¿Amén, hermanos? alguien respondiera con un ¡No!?…

    El pastorcito que estaba dando sus primeros pasos con su traje y corbata que parecían ridículos en los cuarenta largos grados de temperatura en el escenario estaba llegando a uno de los momentos más importantes del culto: la ofrenda. Pedro podía prever con una exactitud casi matemática lo que ocurriría. Primero comenzaría con alguna referencia indirecta a la importancia de ofrendar, luego tomaría algún pasaje bíblico fuera de contexto que usaría para arrinconar a los fieles indecisos, y terminaría con una breve arenga sobre la importancia de dar y cómo Dios recompensa al que da, con una sugerencia implícita de las funestas consecuencias de no dar. Luego pasarían los cestos al compás de una canción alusiva. No se equivocó, salvo por el agregado de un par de testimonios de personas que habían dado ofrendas la semana anterior y que habían sido recompensadas generosamente por el Señor.

    De modo que, cuando llegó este momento, se levantó bruscamente y buscó la salida, abriéndose camino entre los ujieres que se le acercaron con sus sonrisas de plástico y folletos. Miró una vez más y constató que no estaba Nacho sentado en alguna de las sillas del escenario o en las primeras filas. Apenas salió, sintió el aire fresco de la calle y cierto alivio. Desde la vereda fuertemente iluminada con los carteles que decían Noche de milagros y sanidades, podía mirar hacia adentro y hacia fuera. El contraste le pareció enorme. Adentro, un baño de felicidad e irrealidad; afuera, los chicos de la calle, los cartoneros, la suciedad, la oscuridad, el peligro. Buscando una imagen, la puerta del salón parecía un túnel del tiempo que transformaba a las personas cuando la atravesaban en ambos sentidos.

    Cruzó la calle y entró al bar La Encrucijada, un nombre que hoy le sonaba profético. Eligió una mesa retirada, con poca luz, demasiado cerca de los olores de la cocina y del baño, y pidió un cortado. Necesitaba tiempo para recapacitar, antes de volver a casa.

    Al rato, se dio cuenta de que varias de las personas que estaban en el lugar habían venido, como él, de la iglesia de enfrente, incluido el del abrazo de oso. Algunos llevaban sus Biblias y algunos hombres estaban de traje, pero en general tenían ese no sé qué de los evangélicos (o evangelistas, como los llamaban todo el mundo) que él reconocía al instante. Era el típico grupo de los que iban, pero no se quedaban en la iglesia, encontrando más satisfacción en la charla con los demás en la vereda o el bar que en el culto impersonal, previsible y repetitivo que se les ofrecía adentro. Si tenía que definirlos, eran una mezcla de personas que no estaban en su mejor relación con el Señor con otras que estaban abrumadas por el exceso de actividad y responsabilidad. Pedro recordaba un grupo similar en su iglesia, de joven, que se rateaba del culto para ir a tomar café con medialunas. La única diferencia era que no se habían atrevido a elegir un lugar tan cerca de la iglesia entonces. Su punto de escape había estado a unas tres cuadras del templo, en el café Osiris.

    El mozo lo trajo de vuelta al presente.

    —Su pedido, señor.

    —Gracias. ¿Quién gana? —haciendo un gesto displicente hacia el televisor encendido. Boca estaba peleando la punta.

    —Gimnasia, dos a cero.

    —¡No puede ser! —Hasta en eso le iba mal.

    Sus ojos vagaron por el salón mientras revolvía distraídamente el café. De pronto, se posaron en una pareja de unos cuarenta y tantos años, como él. Estaban sentados a dos mesas de distancia y no eran creyentes, porque ambos fumaban y salpicaban su conversación con malas palabras. Le resultaba conocida la cara de él, y esa forma de ladear la cabeza después de hacer un chiste, como esperando la respuesta. Pero fue una frase que dijo que lo trajo a la memoria. En un momento oyó el característico Me lo vas a tener que creer… y pensó: ¡Hugo Carvajal, del SeBiPa!, y bajó la cabeza inmediatamente. ¿Y si lo reconocía a él? ¿Cómo habrá seguido su vida después de lo que pasó con…—¿cómo se llamaba? —, sí… Verónica? Porque esa no era Verónica la que estaba con él. ¡Qué mal se había manejado el tema! Y él nunca lo había llamado siquiera…

    De pronto escuchó un grito:

    —¡Pedro! ¡Pedrito Terrero! —Era Hugo, que le estaba gritando desde su mesa y caminaba hacia la suya.

    —¡Hugo! ¿Qué hacés acá? —Pedro se paró, simulando sorpresa, y se dieron un fuerte y sonoro abrazo.

    —Paseando… Che, estás cambiado… por afuera. Seguro que por adentro sos el mismo jodón del Seminario… ¡Qué tiempos aquellos!

    —No creas… —le contestó, sin mucha fuerza y evitando su mirada—. Si me ves cambiado por afuera, tenés que verme por adentro…

    —¡No me digas! ¿Qué te pasó? ¡No me asustes! —Esperó una respuesta, un chiste, en vano— Esperá que te presento a Mía, que se estaba por ir.

    Hugo lo llevó a Pedro del hombro hacia su mesa, hizo las presentaciones y luego de despedirla a su compañera y dejar un billete para la cuenta se sentó en la mesa de Pedro.

    —¿Tenés un ratito? ¿Te pido algo?… ¡Mozo, dos cortados!… Estás destruido, ¿qué pasó? ¿Se murió alguien?

    Hugo siempre había sido locuaz y afectuoso, un tipo sencillo y directo. Pedro hubiera pensado que tendría motivos para tenerle bronca después de lo que había pasado, pero lo único que percibía era la alegría sincera de encontrarse con él y la preocupación por lo que le estaba pasando.

    —Se murió alguien…. Já, puede ser…. —dijo lentamente Pedro, con una sonrisa vacía y triste.

    —Che, no me asustes. ¿Tu viejo? ¿Alguien que yo conozco?

    —No… lo que pasa es que estoy pensando mucho en imágenes últimamente. Quedáte tranquilo que no se murió ninguna persona. Lo que se murió es mi ministerio, Hugo. Estoy terminado. Veinte años tirados por la borda…

    Hugo no dijo nada esta vez, pero su rostro franco e interesado era la mejor invitación para que Pedro se abriera en confianza.

    Pedro le contó todo, o casi todo. Era difícil hablar de ciertas cosas con alguien que había estado fuera del ambiente tanto tiempo. Pero, por otro lado, sentía que estaba hablando con el viejo compañero de estudio, con quien había compartido tantos sueños y una etapa tan hermosa. Y con ese Hugo se sentía cómodo. Era cierto que sus vidas habían tomado caminos muy distintos, pero habían arrancado del mismo punto y ahora, por un capricho del destino —¿del destino? —, volvían a encontrarse.

    —… así que la iglesia decidió darme un año de licencia, para que ordene mis cosas. Pero a mí me parece que es el fin de una etapa. Ya las cosas no son igual, y tengo mucho que arreglar con Virginia. Los chicos son adolescentes, jóvenes, y necesitan que yo esté bien.

    —Virginia… ¿Así que te casaste con la flaca? ¿Cuántos chicos tienen?

    —Tenemos tres. Roque tiene doce, Luciana diez y Valeria, ocho… no nueve. ¿Qué imagen les estaré dando? Bueno, pero contáme de vos.

    Hugo le contó que, después de lo que había pasado en el seminario, había roto con todo lo que tuviera que ver con la iglesia. Había quedado muy desilusionado y amargado. Se dedicó a la construcción y, luego de pelearla y levantar una pequeña empresa que andaba muy bien, le llegó la crisis de 1989, la de Alfonsín, y perdió todo. Se había casado, y las cosas no iban bien. Dicen que las crisis unen o separan a las parejas, según cómo las encuentra, y ellos tomaron rumbos separados. Noelia se quedó con el hijito de tres años, Santiago, que ahora tenía trece, y él probó varias relaciones intrascendentes hasta que conoció a Mía. Estaban en pareja, y él ahora se dedicaba a ayudarla en el negocio de ropa.

    La pregunta estaba en el aire, y Hugo se la ahorró a Pedro.

    —¿Sabés que yo no tuve nada que ver con lo de Verónica?

    —¡En serio! Y entonces, ¿por qué te fuiste?

    —Porque me dio mucha bronca cómo me quisieron encajar algo que no era mío. Era todo lo contrario de lo que se suponía debían enseñarnos, y que nosotros debíamos salir a enseñar. No les importaba la verdad, ni las personas. Solo les importaba la imagen del Seminario, el qué dirán. Ellos me querían afuera, así que me fui… —El tema ya estaba cerrado para Hugo—. Che, no te pregunté: ¿qué hacés acá?

    —Vengo de la iglesia de enfrente. Tenía ganas de charlar con Nacho.

    —Nacho… ¿Nacho Leiva?

    —Sí, es el pastor de la iglesia.

    —¡No me digas! ¡Qué gran tipo! Si lo ves, mandále saludos.

    —¡Hecho!

    2

    JUAN: EN BUSCA DE UN LUGAR

    Deambulamos por caminos de vida

    Tropezando, tanteando en la neblina

    J uan recorrió el camino polvoriento de a pie, solo. Era una forma de conocer el pueblo, y le vendría bien el tiempo adicional para seguir pensando en lo que había vivido los últimos meses. Había una pizca de penitencia autoimpuesta también. Necesitaba purgar los pensamientos de bronca y frustración que traía de Buenos Aires. El calor del mediodía y el peso del equipaje lo ayudarían a olvidar la carga espiritual que traía. En su interior, voces silenciosas le sugerían acción tras acción que debería haber seguido para vengarse de quienes lo habían lastimado tanto. A él y a Mariela. ¿Acaso no estaban los famosos salmos imprecatorios en la Biblia, donde se pedía la destrucción de los enemigos? Pero ¿cómo podía un pastor odiar? ¿No era un contrasentido? ¿No tendría que haberlos perdonado ya?

    No había nadie esperándolo de la iglesia cuando llegó a la terminal de ómnibus. Mala señal. Luego de caminar un par de cuadras, encontró un banco de piedra desocupado y se dejó caer pesadamente. Todavía no tenía demasiado en claro por qué había aceptado venir a la misión de la Iglesia de la Palabra Abierta, en Pueblo Manso, 300 kilómetros al sudoeste de Buenos Aires, en el medio de la Pampa, luego de la pésima experiencia en la iglesia central en la capital. Pero había aprendido a escuchar a esa pequeña voz interior, y a obedecerla. Hasta ahora lo había guiado, sacándolo a tiempo de lugares donde el tiempo se había agotado: la primera iglesia, la secta, la iglesia familiar… y ahora la iglesia estructurada. En cada lugar habían perdido algo, pero también se habían llevado algo bueno. Cada uno los había enriquecido de alguna forma. Es cierto que hoy le costaba encontrar algo bueno de la última experiencia, pero seguramente el tiempo se lo revelaría. Ah, la sabiduría de Eclesiastés 3: "…tiempo de plantar, y tiempo de arrancar lo plantado…¹ tiempo de destruir, y tiempo de edificar…² tiempo de llorar, y tiempo de reír…".³ Sin duda, éste era tiempo de llorar. Pero habían reído, habían edificado. Y esos tiempos volverían, sin duda. ¡Claro que sí!

    —¿Pastor Cristante? —Una camioneta verde azulado se había detenido bruscamente de la mano de enfrente y un hombre lo llamaba desde la ventana— ¡Pastor Juan Cristante! —repitió más fuerte. Juan estaba tan absorto en sus pensamientos que recién lo escuchó la tercera vez.

    —Sí, soy yo.

    El hombre se bajó de la camioneta y cruzó corriendo la calle vacía. Le estrechó la mano y tomó la maleta más pesada en un solo movimiento.

    —Soy Saverio Montes, de la iglesia. ¡Mil perdones por no llegar a tiempo a buscarlo! No me quería arrancar la camioneta.

    —No hay problema. Me viene bien descansar un poco después de un viaje tan largo.

    A Juan le cayó bien de entrada el hombre alto y flaco. La camioneta F100, limpia, impecable, con mucho cromado brillante, hablaba de un hombre ordenado que cuidaba sus cosas.

    —No entiendo cómo me pasó esto, pastor. Me levanté temprano, saqué la camioneta antes, para estar seguro de que estuviera todo bien, y cuando salgo para la terminal no me quiere arrancar. Parece cosa del diablo— Estaba visiblemente compungido por no haber llegado en hora.

    —¡Por favor, Saverio! No se haga ningún problema. La vida tiene cosas peores.

    —Sí… algo nos dijeron de lo que pasó en la iglesia central. Le puedo decir de entrada, para que se quede tranquilo, que acá somos muy distintos a los de Buenos Aires. Ya se va a dar cuenta. Suba, que le muestro el pueblo.

    Saverio era un excelente guía de turismo. Los pocos puntos de interés cobraban vida con su descripción histórica, llena de fechas y nombres. El atalaya donde se había detenido un ataque indio en 1882, el manantial de agua fresca que solo había dejado de correr una vez, el día que asumió el intendente Garcilaso, un personaje violento y corrupto que tuvo que irse al mes, allá por 1930. Estaba también el meteorito, un bloque de unos tres metros de diámetro, vagamente esférico y muy oscuro, que apareció una noche indefinida en el campo de los Costas Navas. Lo que le preocupaba a Saverio era que cada uno de esos lugares se había convertido con el tiempo en centros de peregrinaje, con su culto popular, sus velas, estampas y comercio alrededor.

    —En vez de rendirle culto al Dios que hizo los cielos, la tierra, el hombre… todo, adoran las cosas que creó. Si eso no es idolatría, dígame qué es, pastor.

    —Sí, la historia se repite, desde el tiempo de los israelitas —dijo algo mecánicamente Juan, en modo pastor.

    Idolatría, pensó. Era tan fácil verla en los demás, o en las formas más evidentes: una imagen, un objeto. Pero mucho más difícil era reconocerla en actitudes o en prácticas. ¿Acaso no era la idolatría a la tradición lo que había hecho que fracasara su trabajo en la última iglesia?

    Pastor, queremos que se tome un descanso, que piense las cosas. Está agotado. Está queriendo hacer demasiado y nosotros no lo estamos acompañando como usted necesita. ¿Por qué no deja que el Consejo lo reemplace mientras se va unos días a la playa con su familia?, le había dicho Antonio, el día después de la agitada asamblea. Buenas intenciones, en la superficie.

    Pastor, no lo queremos aquí. Está haciendo demasiado, demasiado pronto. Está cambiando cosas que no queremos que cambien. Preferimos que el Consejo vuelva a conducir la iglesia mientras encuentra un pastor más afín a nuestra forma de ser. Queremos que se vaya, era la interpretación real del mensaje. Lo mismo, pero distinto; en realidad, todo lo contrario.

    Todavía llevaba en su interior esa sensación espantosa e indescriptible, como si estuviera hundiéndose en un pantano. Un déjà vu de lo que había sentido cuando lo despidieron de su primer trabajo, en la fábrica de tornillos, en una maniobra orquestada, una movida de piso muy sucia. Pero claro, eso había sido en el mundo. ¿Cómo podía ser que volviera a sentir lo mismo en la iglesia, su iglesia, de parte de sus ovejas, por las que había hecho tanto, y a las que no les había pedido nada a cambio? Había querido llorar y gritar a la vez. Replicar y huir. Se había sentido violado en su confianza, traicionado. Algo dentro de él quería decirles: ¡Se están equivocando! ¡El problema no está en los pastores que traen año tras año y que duran un suspiro! Está en ustedes, que no les dan tiempo, que los quieren controlar, que no quieren cambiar. Pero se dio cuenta de que no tenía sentido. Vanidad de vanidades, todo es vanidad, otra frase de Eclesiastés, le vino automáticamente a su mente.

    Él se había negado. No iba a tomarse un descanso, ni iba a pensar las cosas. Prefería comenzar de nuevo, en otro lugar, lejos de ahí. Quería una segunda oportunidad como pastor. Era una forma de recuperar su dignidad y la iniciativa, de ser de nuevo él. Le sorprendió lo rápido que se arreglaron las cosas y apareció en el horizonte la posibilidad de Pueblo Manso, una iglesia de la denominación que hacía tres años que estaba sin pastor. En cuestión de días, todo se había arreglado. Él viajaría inmediatamente a conocer el lugar y la iglesia, y a hacer los arreglos para que su familia lo acompañara antes de fin de mes.

    —Pueblo Manso es como su nombre —siguió explicando Saverio—. Un lugar tranquilo. La gente de acá valora mucho la amistad, las reuniones familiares. Son tremendamente leales. La peor ofensa que uno puede hacer es fallarle a alguien. Serle desleal. La segunda cosa que no se tolera es la mentira —Era de esperar el gesto de sorpresa del pastor—. Cuando le contamos esto a la gente, no nos cree. Pero hay como un pacto silencioso entre todos los que viven acá, de no mentir. Los que llegan al principio se asombran, pero luego tienen la opción de adaptarse o irse. Por eso es un pueblo chico, porque muchos llegan y no soportan vivir sin mentir.

    —Pero ¿qué pasa cuando una persona le falla a otra… o si miente?

    —Muy sencillo. Empieza a sentir que la gente le hace un vacío.

    —¿Solo? Es decir, ¿ocurre automáticamente?

    —Sí, así nomás. Es como si estuviera metido en el inconsciente colectivo de Pueblo Manso. Han venido psicólogos y sociólogos a estudiarnos. ¡Los abogados y políticos ni se animaron a venir! —fue la primera vez que lo vio reírse, y con ganas, a este hombre.

    —¿Una deslealtad, una mentira y afuera? Me cuesta creerlo…

    —En realidad, es todavía más interesante. El sistema funciona con una segunda oportunidad.

    —¿Una segunda oportunidad? ¿Y quién lleva el registro de la primera ofensa? —¿No será un chiste que le hacen a los porteños para vengarse de los que les hacemos a los del interior cuando van para allá?, pensó para sus adentros Juan.

    —Nadie. Es como una evolución del inconsciente colectivo para preservar un número mínimo de habitantes. —A Juan le pareció una explicación demasiado elaborada para alguien como Saverio, pero tal vez la había incorporado de tanto oírla.

    —¿Y qué dijeron los psicólogos y sociólogos? ¿Encontraron el mecanismo?

    —No. Lo único que lograron medir era el nivel de rechazo ante acciones desleales y mentiras. Es cómico, porque lo primero que hicieron cuando llegaron, sin darse cuenta, fue inventar la universidad de donde venían, pensando que nadie se daría cuenta. Típico menosprecio de los porteños a los del interior. Dijeron que venían por un convenio de la Universidad de Toronto, en vez de decir que era un proyecto de la Universidad de Buenos Aires. Enseguida sintieron un frío —palabras textuales, no muy técnicas, del informe—, un rechazo muy fuerte, que les hizo rectificar la información de inmediato. A partir de entonces se cuidaron.

    —Dejáme adivinar —Juan revirtió al tuteo, mucho más cómodo y natural para él—: al rato agotaron su segunda oportunidad.

    —¡Tal cual! A pesar de que se comprometieron en el grupo a no volver a alterar el equilibrio fáctico, como lo llamaron los estudiosos, para no afectar el experimento, una de las psicólogas la embarró cuando le quisieron pasar una llamada mientras estaba comiendo y se le escapó la frase: Dígale que no estoy. Dicen que se hizo un silencio que todavía hoy se recuerda. Los del equipo la quisieron matar, porque después del incidente no pudieron seguir con el experimento, y tuvieron que irse.

    Juan se quedó pensando un rato, entre dudando y queriendo creerle. No parecía una broma por la forma en que lo había contado Saverio. Tal vez sería una leyenda. Musitó en voz alta:

    —Tendría que ser fácil levantar una iglesia acá…

    —No lo crea. Tendría que ser un pastor muy especial —también Saverio lo dijo inmerso en sus propios pensamientos. ¿Sería este pastor el elegido para este pueblo y esta iglesia?

    Ya habían atravesado todo el pueblo por la calle principal y sus quince cuadras a medio pavimentar. La media docena de tiendas estaban todas cerradas, aun cuando era lunes, fiel al horario normal en el interior del país, con su corte para la siesta de dos o tres horas. Saverio le dijo que la iglesia estaba a unos diez minutos de allí por una calle bastante poceada. En el trayecto había visto hasta ahora dos pequeñas iglesias pentecostales, otra iglesia que podría ser evangélica y la consabida iglesia católica en la plaza del pueblo, donde giraron a la derecha. Le llamó la atención la cantidad de jóvenes que había en el frente de esta última a esa hora del día. Seguramente tendría oportunidad de conocer a los pastores de esas iglesias y al cura católico. Ojalá pudieran llevarse bien. ¿Cómo sería el intendente de un pueblo que no permitía la mentira?

    Mientras recorrían el camino anodino en silencio, Juan en su mente volvió a escuchar el llanto de su esposa cuando le contó la decisión del Consejo. A Mariela le había parecido muy injusta toda esa situación, y solo quería lo mejor para él y para los mellizos. Típico de ella, siempre preocupándose por los demás. Pensar que había tenido razón ella, al final, cuando le había dicho que no insistiera con esa gente, que eran malos, desagradecidos. Que nunca los habían querido, en realidad. Que detrás de la fachada que mostraban no eran distintos de la gente del mundo, por lo menos en su trato personal. Hizo una nota mental de prestarle más atención a sus opiniones en el futuro. No sabía si era intuición femenina, sentido común o simplemente que podía ver las cosas con más distancia y profundidad. Tal vez la diferencia entre ella y él era que ambos trataban de conocer a las personas de distintas formas. Usaban herramientas distintas. Mariela llegaba por un golpe de vista, una impresión, que se traducía en un me parece una buena persona o un fatídico um… no sé… hay algo que no me gusta, que por lo general producía una discusión entre ellos. El porcentaje de aciertos de Mariela usando esta técnica era bastante alto, tal vez un ochenta por ciento, aunque no perfecto.

    Juan, en cambio, trataba de conocer a la persona analizándola como lo haría un detective. Su forma de vestirse, de hablar. Lo que salía en la conversación, las cosas que le agradaban y las que le molestaban. Era un poco más lento que el método de Mercedes, pero más científico. Por ejemplo, por el poco tiempo que había estado con Saverio sabía que era una persona ordenada, meticulosa, respetuosa. También, por su forma de hablar mostraba cierta preparación, aunque algunas frases que había usado delataban su falta de roce social. Tal vez era un autodidacta. Después se enteró de que era un lector voraz de todo lo que pasaba por sus manos. Quería a su pueblo, pero sabía reconocer sus errores; mostraba una persona equilibrada en sus opiniones y afectos. Debía confirmar si tenía una tendencia a la exageración, por la historia que le había contado sobre la mentira. También mostraba un tipo de humor contenido, cerebral. A veces, era el más efectivo, porque la gente no se lo esperaba, y causaba más efecto.

    Llegaron finalmente a la misión de la Iglesia de la Palabra Abierta, con la casa pastoral al lado. Fue amor a primera vista para Juan. Algo en su interior —¿aquella voz? — le decía que sería un lugar de refugio, de restauración para él y su familia. Nada en el edificio sugería esta sensación; todo lo contrario. La necesidad de arreglos, pintura y refacción era más que evidente. El jardín desparejo y descuidado apuntaba a un abandono más profundo. Dos vidrios rotos le hablaban de dificultades económicas, algo que le habían adelantado en Buenos Aires. Claro, su sueldo sería bastante menor.

    Saverio detuvo la camioneta y se dirigió a la casa pastoral con el equipaje. Juan lo acompañó, pero cuando vio a unos chicos jugando al fútbol en el fondo, cambió de rumbo sin pensarlo, y se dirigió al grupo como atraído por un imán. Algo indefinible en la forma de jugar de los chicos, lo que le transmitía el juego en vida y energía, le confirmó la primera impresión: Éste es el lugar. Abrió el portón del pasillo que llevaba al fondo y recorrió los cinco metros con un paso más rápido y liviano. En ese corto trecho volvió a sentir cosas que pensaba que había perdido. Vocación. Amor por las personas. Propósito. Vida. Ganas de luchar.

    —Hola —le dijo a un chiquito que miraba el partido sentado en un tronco.

    —Hola. ¿Usted es el nuevo pastor?

    —Así parece. ¿Cómo te llamás?

    El momento en que empezó a hablar con ese chico se sintió pastor de esa iglesia y de ese pueblo. Siempre había preferido las personas a los libros, las situaciones de vida a las historias del pasado, los encuentros personales de Jesús a sus discursos teológicos.

    —Marcos, pero me dicen el Rengo —dejando que Juan viera la pierna más corta.

    —Marquitos, entonces. ¿De qué cuadro sos?

    —De Boca, ¿de quién voy a ser? El más grande.

    —Entonces nos vamos a llevar bien. Yo también soy del más grande —y lo tomó fuertemente del hombro. Dejó para más adelante aclarar que para él el más grande era River, el equipo de sus amores. Le pareció sentir una corriente de afecto, mezcla de tristeza y necesidad, en ese instante. Ah, si ser pastor fuera solamente esto, conocer y ayudar a la gente…

    DE ALLÍ

    HASTA AQUÍ

    (1978 - 2000)

    3

    AQUELLO QUE FUIMOS

    Partimos con todos nuestros sueños

    Incontaminados, grandes y pequeños

    —¡P edro Terrero! —dijo el locutor, finalmente. Era el número catorce de la lista de egresados del Seminario Bíblico Pastoral de Buenos Aires, conocido popularmente como SeBiPa, un instituto bíblico tradicional en un antiguo edificio del barrio de Flores. Cuando Pedro dejó su silla de un salto y subió a la plataforma casi corriendo, sintió que había alcanzado la cima del mundo. Echó una mirada a sus padres y hermanas, sentados en la segunda fila, sabiendo que tenían que estar orgullosos por lo que había logrado y lo que tenía por delante.

    —Dios va a hacer grandes cosas contigo —le dijo el decano, José Berdisso, mientras le daba el diploma y un abrazo.

    —No descuides el don que hay en ti —le dijo Héctor Zaldívar, estrechándole la mano fuertemente.

    —Esfuérzate y sé valiente —fue el otro versículo bíblico que le dejó Cristina Klooft, la profesora de griego. Pedro la había elegido para que le entregara la Biblia de cuero.

    Juan había sido el segundo en la lista. Su entrada fue menos dramática, porque sabía que su familia estaba perpleja, como mínimo, por esta última etapa de su vida, con los evangelistas. Pero estaban ahí, con su hermana, felices por él, por su pasión para alcanzar a la gente donde se encontraran.

    Berdisso dijo: Has recorrido un largo camino. No te detengas con el diploma y el abrazo, pero luego le dijo algo al oído que hizo sonreír a Juan. Las palabras de Zaldívar fueron: Escoge la vida, y recibió la Biblia de manos de Alejandro Mateos, el profesor de Misionología.

    Ese sábado 20 de diciembre de 1980 indicó el final de tres años intensos compartidos por un maravilloso grupo de quince estudiantes de todo el país.

    Juan Cristante era mi primo. Tenía dos años más que yo, y había estado en la selva tucumana con el ejército en la guerra antisubversiva en 1975 y 1976. Había hecho la conscripción un año antes y, una vez terminada, decidió quedarse como efectivo. Cuando preguntaron quién quería ir a Tucumán se ofreció enseguida, un poco por su deseo de aventura y otro porque estaba convencido de la misión del ejército de limpiar al país de la amenaza subversiva. Cuando volvió, nunca quiso contar más que unos pocos detalles de lo que vio allá. Por lo que otros dicen, fue indescriptible. No fue una aventura, ni tuvo el contenido lírico y patriótico que lo había encandilado. El Juan que volvió tenía otra mirada. Había perdido el brillo, y el rostro iluminado y franco se había convertido en el de un hombre de cuarenta años. El buen humor que siempre había tenido había sido reemplazado por monosílabos y frases sarcásticas y hasta hirientes. ¿Te parece? ¿Qué sabés, vos? No seas iluso. Lo único que importa es cuidarte vos. Todo es una gran mentira. Siempre ganan los mismos. Si bien al principio todos le habían tenido paciencia por lo que había vivido —incluido la muerte de un amigo que se había hecho en el ejército—, con

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