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Cuando lleguen los tordos
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Libro electrónico584 páginas8 horas

Cuando lleguen los tordos

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Cuando lleguen los tordos, es el relato de una saga familiar cuyo principio tiene lugar durante el Imperio de Maximiliano de Habsburgo y culmina hasta nuestros días. Una crónica de familia relatada entre un ir y venir al compás de las notas del tiempo e inmersa en el acontecer de los hechos históricos más relevantes de México y del mundo. Una narra
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento7 dic 2021
Cuando lleguen los tordos
Autor

Patricia Betancourt

Patricia Betancourt nace en la Ciudad de México. Obtuvo el título de Licenciada en Geografía por la UNAM y el DPFE por L’Université de Franche-Comté de Besançon, Francia. Desde hace 26 años radica en la noble y bella ciudad de Santiago de Querétaro, a la que con gran honor ha adoptado como suya. Por más de treinta años ha impartido cursos sobre diversas materias geográficas tanto para la capacitación de maestros como para estudiantes de niveles medio superior y superior. Ahora presenta su novela prima que, a través del relato de una saga familiar, muestra una semblanza geográfica de México con el ímpetu de que se ame más a este país cuna del puma, del jaguar y del águila real, pleno de formas y colores, lenguas y tradiciones.

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    Cuando lleguen los tordos - Patricia Betancourt

    ENTRE ALCATRACES Y SECRETOS

    Una vez más me encuentro en este hermoso lugar que tanto amo, donde tantas veces he reído pero también donde tantas otras he llorado. Lugar encantador que te lleva a la contemplación y a la reflexión, al ensueño y a la realidad. Apacible rincón que te incita a la creatividad o bien a la holganza. Lúdico lugar de tertulias familiares alegres y bulliciosas, y de encuentros románticos a la luz de las velas. Espacio prodigioso donde Jerónimo recuperó el habla, la movilidad y la entereza para seguir viviendo. Mágico sitio en el que, después de haber fallecido, miré a la abuela Elvira desaparecer entre la densa neblina que cubría a la huerta mientras decía, «todo va a estar bien», a modo de despedida.

    ¿Y tú? Tú te encuentras aquí conmigo en la terraza posterior de la casa, nuestro hogar. La terraza da al poniente donde vemos los atardeceres más espectaculares o las tormentas eléctricas más espeluznantes. Vas y vienes, hablas, estás nerviosa y por igual te ríes. Sin embargo, te veo mas no te miro. Te oigo mas no te escucho. Ya que escribo apresurada sentada sobre un sillón de equipal y apoyada sobre la mesa. A la vez, me encuentro ensimismada, porque hay tantas cosas qué explicar y escribir. Historias que contar para las cuales, pienso, no nos queda mucho tiempo.

    Estos muebles rústicos, son ahora mis cómplices silenciosos en la revelación de secretos guardados, mentiras dichas y tantas historias familiares vividas. Con los brazos asentados sobre la mesa redonda, siento la suavidad del cuero. Frente a mí tengo apiladas un montón de hojas blancas esperando a ser escritas, entre tanto mi mano sostiene la inseparable pluma fuente con tinta sepia, la que afanosamente manipulo.

    Ya sé que al verme exclamarás, «¡cómo utilizas eso!, ¡si es de la prehistoria!», como socarronamente la defines puesto que a veces la plumilla se atora rasgando el papel, otras veces no quiere escribir por desconocer una mano ajena y por si fuera poco, dices, hay que cargarla constantemente con la tinta requerida. Además, te quejas de las manchas que ensucian el trabajo por la tinta escurrida.

    Igualmente cuestionarás, que si hoy en día la tecnología llegó con la veloz computadora, la ligera y portátil laptop o bien la famosa y versátil IPad, e incluso existe la enigmática nube flotando en el espacio cibernético, ¿por qué no las empleo? Pienso que te lo seguirás preguntando dado que hemos avanzado mucho desde el uso de aquellas tablillas de arcilla de los sumerios. Respondería que toda esta nueva tecnología sí es de mi agrado, a la vez afirmo que comprendo muy bien su alcance y lo fascinante qué es. Sin embargo, debo confesar que, siendo algo neófita en estas máquinas electrónicas, me he aventurado a usarlas y me gustan mucho.

    También sé que cada día aprendo más, me gusta aprender. Todas ellas son una muestra del ingenio de la mente humana, de la maravilla del avance de la tecnología y de la aplicación de la ciencia que simplifica en gran medida la vida cotidiana. Además de facilitar la comunicación instantánea entre la gente y las actividades en tiempo real, facultan con celeridad la búsqueda de conceptos y el conocimiento de las cosas y del mundo.

    Cuando era niña, todos estos artefactos pertenecían al mundo de la ciencia-ficción, de la fantasía. Los niños de aquella época nos preguntábamos si algún día existirían todos esos aparatos novedosos de la serie animada Los Supersónicos que veíamos en la televisión, aunque mi padre la calificara como «la caja idiota», nos gustaba mirarlos pensando que posiblemente así sería el futuro. Al igual que ahora son una realidad todas aquellas máquinas fantasiosas que imaginó Julio Verne en sus diversas novelas, también lo son estos novedosos medios de comunicación y herramientas de trabajo que en la mayoría de los casos pertenecían al ámbito del imaginario colectivo y en menor grado solamente estaban al alcance de unos cuantos privilegiados.

    Lo que sucede es que para escribir las cosas importantes y esenciales, prefiero a mi pequeña pluma fuente, negra y brillante.. Así como tu padre le heredó su pluma preferida a tu hermano el día en que se tituló de la universidad, esta joya fina y delicada, pronto será tuya. Sé que al utilizarla llegarás a sentir y a comprender, así como a querer y a disfrutar de este «escabroso artefacto» que tu padre me regaló en el aniversario de nuestras bodas de plata para sustituir a mi vieja, querida y sencilla estilográfica; la que he guardado dentro de un cajón sin olvidarla y que de un momento a otro volverá a salir a la luz para nuevamente dejar una huella de vida.

    Me dirás también que puedo escribir a través del e-mail, del Twitter o del WhatsApp, o bien escoger Telegram, platicar a través de Facebook y quizás hasta vernos por Skype. Al igual podremos compartir los paseos a través de Google Earth y maravillarme desde aquí con hermosas ciudades. No obstante me rehúso a ser esclava del teléfono celular y vivir pegada a él como si fuera una lapa, desconectándome de todo cuánto sucede a mi alrededor y desestimando a los demás.

    Considero que es estupendo y sumamente eficaz poder comunicarnos de manera instantánea desde los lugares más distantes a través de la Internet y todavía más, enterarnos ipso facto, de los sucesos primordiales cuando los gobiernos pretenden censurar la información; como lo intentara nuestro Estado que deseaba coartar nuestra libertad y el derecho a la información. Por ello somos privilegiados al poder contar con este medio de telecomunicación. ¡Y qué decir!, también es necesario de vez en cuando escaparse de la vorágine de las redes sociales para tener momentos de reflexión e intimidad. Tampoco quiero que mis dedos se tuerzan y duelan de tanto mandar mensajes escuetos, sin alma, ni cadencia, y que mi vista se canse tratando de descifrar las pequeñas letras que parecieran tener autodominio y producen una serie de errores involuntarios con palabras que uno no ha pensando y mucho menos escrito.

    Me gusta escribir a mano y en letra cursiva, a pesar de que algunos opinen que es anticuada y para otros desconocida, porque al enlazar una letra con la otra, hilas las ideas que deseas expresar.

    A través del arte de los trazos, descubres en la caligrafía la intimidad de la persona quien te escribe. Te darás cuenta si estoy triste porque descubrirás una letra borrada por una lágrima caída, aunque parezca cursi, pues a veces lo cursi se torna tierno y lindo, e igualmente verás si estoy alegre o preocupada al remarcar con mayor fuerza cierta oración. Podrías asimismo descubrir un tache que indica algo que no quise decir o una falta de ortografía a corregir. Incluso podrías percibir que, recurriendo a la semiótica, mi extenso relato podría estar acompañado de signos y símbolos para indicar con gracia una idea. Quizá por igual podrías observar sobre las márgenes o al calce de la página pequeños dibujos hechos con rapidez, ya sea para explicar y detallar un concepto, o sencillamente para profundizar un sentimiento. O bien, agregué la cita de algún escritor para darle fuerza y belleza. Todo ello le da énfasis al hacerlo emotivo, divertido y mucho más expresivo. Puntualizando, considero que escribir de esta manera, es más es elegante, espontáneo y puro. No hay tiempo para las correcciones, las ideas fluyen y hay que escribirlas conforme vayan brotando, aflorando y sintiéndose. Y más que nada me gusta escribir para poder expresarme en libertad.

    La escritura es bella, ya que cuidas el ritmo, la armonía y la caligrafía para que así sea percibido el significado de las palabras. Y a pesar que mi prosa es cotidiana, sencilla, sin grandes ornamentos y no cuenta con la riqueza, ni mucho menos con la belleza de la de los grandes poetas y literatos; sí tiene el propósito de no olvidar nuestro idioma y a través de él nuestra historia y raíces. También deseo ir más allá del uso del ¡ah, güey!, está cañón, qué pedo, bien chido y el ¡no mames! No denigro estas palabras, ¿pero aplicarlas indefinida y continuamente para todo? ¡Es de la chingada!, dirían muchos.

    Puesto que hoy en día es triste ver cómo nuestra lengua es menospreciada, destrozada y mutilada ya que baste hacer notar, con muchas honorables excepciones afortunadamente, la forma repulsiva que algunos tienen al escribir y los acerbos comentarios que mencionan en las redes sociales sobre ciertos tópicos a los que cuestionan sin ningún fundamento; por ello considero que es imprescindible respetar, conservar y apreciar la variedad de nuestro bellísimo idioma, y recordando a Miguel León Portilla, «Cuando muere una lengua (…) la humanidad se empobrece». En lo particular, añadiría que la pérdida o menosprecio de nuestra lengua es el empobrecimiento de nuestra cultura e integridad nacional.

    Nuestra lengua Castellana, lo mejor que nos legó la Conquista, es la más bella de todas, de gran riqueza lingüística y de una musicalidad suave y alegre que caracteriza a los hablantes asentados en América Latina. Nuestra lengua además de comunicar ideas, emitir razonamientos, dar coherencia a los pensamientos y significado a los sentimientos, conforma sobre todo el sentido de pertenencia e identidad, por lo cual debemos valorarla así como honrarla. Por lo tanto, para profundizar en el entendimiento, expresarme hacia el sentimiento y que aflore nuestra identidad, prefiero dirigirme a ti a través de esta manera que a lo largo de la historia de la humanidad es la más clásica y bella.

    Ya que implica un arte, un reto y un esfuerzo buscar, en la morfología del lenguaje, la creatividad para expresar a través de la belleza de la letra escrita lo que no he podido hacer con la palabra hablada; podrás entonces sentir desde la lejanía que a través de este manuscrito simple, coloquial y familiar estoy junto a ti, hablándote hacia lo más intrínseco de tu ser; porque al escribir encuentro mi voz, mi propia verdad.

    Mientras pienso y escribo todo esto, mi mente se ha distraído al ver la larga galería rectangular que conforma la terraza posterior con su piso recubierto de losetas cuadradas de brillante barro rojo. Adornándola están los macetones de cantera gris sembrados con helechos rizados cual si fueran penachos naturales y los cuales, durante el verano son los reservorios predilectos de los molestos mosquitos. Junto a los helechos se han colocado en otros macetones, las espigadas arecas, palmeras que según se dice, purifican el aire, eliminan toxinas en suspensión, humidifican el ambiente y sobre todo, al igual que los geranios, alejan a los mosquitos. A pesar de ello sufrimos la picadura de estos malvados e insoportables insectos, a los que se les ahuyenta con velas de citronela, las que están prendidas mientras escribo. Y para las: «inevitables, golosas, vosotras moscas vulgares» como les cantara Joan Manuel Serrat, tengo puestas sobre la mesa ramas de Pirul con sus frutillas rojas para alejar a esas, «viejas moscas pertinaces».

    He levantado la mirada, ¡por fin te miro! Estás frente a mí, sentada en un cómodo sillón de mimbre recubierto con cojines estampados en algodón y al lucir tonos tenues de color naranja y beige considero que otorgan primacía al colorido vegetal del derredor. De pronto recuerdo que cuando éste no se utiliza, tu hermano y tú se ríen por mi afán de levantar los cojines, acomodarlos en pila uno sobre el otro y cubrirlos con una tela de manta para evitar que se ensucien demasiado. Pero más que nada es para evitar que los perros de la casa se suban, los llenen de lodo y pelos, de pulgas y de esas babas largas, espesas y pegajosas que les escurren de los belfos. Al resguardarlos, también evito que los muerdan incesantemente destrozándolos por creerlos sus juguetes. Y a pesar de mi continua supervisión, a veces descubría que alguno de esos bellos animalitos, querido por todos, se hallaba plácidamente dormido sobre los cojines.

    En el momento en que se percataban de mi mirada, queriendo fulminarlos a todos juntos, repetían la consabida letanía de siempre: «¡Madre, no pasa nada! ¡No te pongas punk!», y antes de que pudiera reclamarles algo, exclamaban satisfechos: «¡mamá, ya lo revisé!» Más justo en aquel preciso instante y para apaciguar una posible subida de ácido materno, acompañaban a sus sonrisas triunfalistas, cual broche de oro, una asertiva exclamación al testificar: «¡no tiene pulgas!». En cambio yo les decía: «¡no, tiene pulgas! ¡No lo suban!»

    –Mamá, mamá, ¿por qué sonríes? –me preguntas intrigada.

    –Por algo que estaba recordando –te contesto con un leve suspiro.

    –¡Estás en la Luna! Te he preguntado varias veces si tienes mis documentos del viaje, porque no los encuentro –dices sumamente agobiada.

    –Acuérdate que ayer me los diste para guardarlos –dije con toda paciencia.

    Cuando iba a agregar: «¡No pasa nada! No te pongas punk», mejor me callé, no era el momento para decir sandeces.

    Escuché un simple gracias de satisfacción; de inmediato seguiste haciendo tu lista de pendientes, yendo y viniendo, saliendo y entrando a la casa. Mientras tanto, sin soltar la estilográfica, me puse a escribir una vez más. Pero mi mente siguió divagando entre recuerdos y equipales; ahora no pude evitar que mis ojos se posaran sobre los otros grandes macetones, los de Talavera de Puebla, siendo que son una expresión de la más hermosa artesanía de nuestro país, presumen unos bellísimos alcatraces con profusa cantidad de hojas verde claro y sus grandes flores blancas. Los alcatraces, al igual que otras flores, han sido los embrujos significativos de diversos sucesos en mi vida.

    Cuando era niña los veía por todas partes en la ciudad capital, al igual que las amapolas con sus anchas flores rojas, como aquellas Coquelicots que pintara Monet en su hermoso cuadro. Ambas especies se podían encontrar en los jardines y en los camellones de las calles de la gran ciudad. Sin embargo al paso del tiempo fueron retiradas totalmente por considerárselas nocivas. Hoy en día, tampoco los alcatraces se encuentran sembrados en las calles con la abundancia de antaño. En general y, exceptuando algunas hermosas avenidas, se ha privilegiado lo frío y triste, el gris cemento; sobre lo cálido y agradable, el verde natural y el colorido floral.

    Hay quien dice que el Alcatraz también es tóxico, al igual podría decirse de otras tantas plantas y flores. No obstante, de niña jugando en la calle, como lo hacíamos muchos en esas épocas, no supe de nadie que se haya intoxicado con aquellas grandes flores blancas, ni con las hojas verdes curveadas y tampoco por tocar el polen adherido al espádice. Este polvito suave era lúdico para los infantes ya que al dejarnos los dedos pigmentados de amarillo nos pintábamos la cara y las manos, y al olerlo nos hacía estornudar repetidas veces provocándonos tremendas risas.

    Estas elegantes flores de origen africano, que para algunos son un icono de nuestras tierras por recordar al gran muralista Diego Rivera que gustaba de ellas y las inmortalizó en varios de sus cuadros, siguen presentes en mi vida. Si ahora ya no juego con ellas, sí disfruto al tenerlas sembradas en los macetones. Lo mismo sucede con los hermosos setos de camelias blancas colocados en rodetes bajo la sombra de los fresnos, las que vemos florecer esplendorosas, al igual que nuestras bellas flores nacionales, las dalias, que son un agasajo a la vista por sus diferentes formas y colores.

    Recordarás que hace unos días, para ir al centro de Pueblo Lindo, me vestí con aquella falda larga azul marino con unos hermosos alcatraces pintados a mano en su orilla. Mi atuendo no sólo correspondía al hecho de asistir a la inauguración de una exposición fotográfica: El África y sus Alrededores, en realidad y con toda intención, fue para reunir las piezas de un rompecabezas de vida que quedaron guardadas en su caja desde hace mucho tiempo atrás y que hoy han vuelto a relucir para coincidir, sorprendentemente, con el arribo de los tordos y con un arreglo floral que te llegó hoy por la mañana portando tus flores preferidas: unos tulipanes morados. Adherida venía una petición escrita: «¡No te vayas! Felipe».

    –¿Por qué pide que no te vayas? –pregunté intrigada, ya que era aquel chico que te había hecho llorar un par de veces.

    Al ver tu tristeza me afligí y ahora resultaba que él te hacía una súplica una vez terminada aquella relación y a punto de tu partida.

    –¡Por necio! –replicaste.

    A pesar de la expresión me di cuenta que no te había molestado ya que hiciste una ligera mueca de satisfacción.

    –No te preocupes, no tiene importancia –añadiste al observar que en mi rostro aún persistía la duda. Y como siempre, sin aducir nada más, sonreíste y te dirigiste al comedor para colocar el arreglo floral sobre el centro de la mesa. Después partiste rumbo a tu recámara para seguir con los artilugios del viaje.

    En el preciso instante que llevabas sobre tus manos el arreglo con tulipanes, sentí que la vida se asemeja a la maquinaria de los relojes mecánicos analógicos, cuyo mecanismo está compuesto por una serie de engranajes que giran y giran entre sí y sus dientes se encuentran una y otra vez para coincidir con precisión. Sin embargo el tiempo se transforma al indicar horas distintas, momentos diferentes. Ahora los dientes del engranaje de la vida se habían encontrado nuevamente coincidiendo en el cruce de caminos, y aunque revelaban lapsos disímiles, asombrosamente indicaban la similitud en los instante, por lo cual percibía que a pesar de los años transcurridos, ¡cuán grandes son las coincidencias de la vida!

    … y hoy coincide que también tú estás aquí,

    coincidencias tan extrañas de la vida

    tantos siglos, tantos mundos, tanto espacio… y coincidir.

    Porque hoy al ver el ramo de flores que recibiste, me recordó a otro ramo que ya había olvidado y que me fue enviado de muy joven muchos años atrás, pero en aquella ocasión eran alcatraces y la tarjeta decía: «¡No te cases!»

    Algo más me desconcertó e hizo que las conexiones sinápticas viajaran a la velocidad de la luz alterando mi Sistema Límbico, y ocasionaran fuertes sobresaltos a mi pequeña amígdala cerebral al provocar de tal manera una serie de emociones subcorticales que pasaron desde el afloramiento, recordatorio y nostalgia de situaciones similares ya vividas; hasta el asombro, pero no el enojo o la indignación, mas sí el embeleso por haber recibido hace apenas un par de semanas otro ramo de flores, como aquél que recibí, ¡con alcatraces! Los que supusieron había yo cortado del jardín. El ramo en cuestión llevaba adentro de un sobre una tarjeta. La petición escrita con una letra clara y gruesa expresaba de manera contundente: «Estoy aquí, quiero verte. JLB». Ruborizada la escondí en mi bolso.

    «¿Qué deseas decir? ¿Por qué estos secretos?», cuestionarás sin comprender. Responder a éstas y otras preguntas llevará más tiempo. Es extenso de contar y me causa dificultad y pena el explicarlo. Todo comienza lustros atrás con una historia que podría parecer de cuento y comenzar con el clásico: «Había una vez en un país lejano…» ¡Pero no! Es una anécdota de familia que ha sido transmitida de una madre a sus hijas, y a su vez las hijas a sus hijas, y éstas a las hijas de sus hijas.

    Es una historia que oí de mi abuela y de mis tías abuelas. Una historia con la cual hemos crecido todos los integrantes de esta familia y que damos por real, verídica. Hasta el momento en que llegó la duda; ya que tiempo atrás escuché en algún programa de la radio a cierto relator haciendo referencia al mismo hecho. No era exactamente la misma historia ni los mismos personajes pero al guardar una gran similitud me hizo pensar en otras hipótesis. Bien podría ser que nuestra historia de familia fuese una leyenda, o pudiera ser que dicho relator perteneciera a este conjunto familiar y yo desconociera su identidad. O quizás haya sido un hecho real perteneciente a otras personas y mi familia desde antaño lo tomó como propio. Así que, pudiendo haber sido real, leyenda, plagio, mito o quimera y recurriendo al clásico «haya sido como haya sido»; lo importante es que esta historia se ha tomado como la piedra angular en nuestro devenir. Una historia que, a través de la tradición oral, luego confirmada tras un breve escrito, y a fuerza de ser repetida generación tras generación, se tornó verdadera dentro de nuestro acervo familiar.

    Dicha historia es el conocimiento más lejano que tengo sobre nuestros ancestros, la que ha sido el cimiento histórico de nuestra familia. Una historia acompañada de secretos que fueron revelados poco a poco tras las coincidencias del engranaje de la vida.

    Todo comienza con el relato que nos contaba mi abuela, tu bisabuela Mamá Chelo, al platicarnos la anécdota del día en el que se casaron sus abuelos: «Papá Cuquito, para el día de su boda mandó instalar unos rieles de plata. Iban desde su casa en el centro de la Ciudad de México, hasta las puertas de la Catedral Metropolitana, para que por ellos transitara su futura esposa, Mamá Cachito», recuerdo decía plena de orgullo y satisfacción. A su vez recordarás que tu abuela Dolores haciendo referencia a esta misma anécdota relatada por su madre, y siguiendo la tradición oral, contó a sus nietos acerca de sus bisabuelos y sobre los acontecimientos sucedidos en aquel día muy lejano de siglos pasados.

    La tradición del uso del diminutivo en los nombres propios de la familia, como muchas otras cosas más, fue acotada por tu abuela al negarse rotundamente a que se le llamara, Mamá Lolita, o el típico Mamá Dolores, como el personaje de la radionovela cubana de Félix Caignet de los años cuarenta, El Derecho de nacer. Sencillamente ha pedido que se le llame Abuela Dolores o bien por su mote: Lola.

    Mencionando la radionovela, recuerdo que en cierta ocasión, siendo yo niña, estaba en casa de mi abuela; ella y sus hermanas, Felicia y Martina, veían por la televisión una película sobre la misma; entonces Mamá Chelo se enfadó conmigo porque pregunté qué significaba la palabra bastardo, la que yo había escuchado decir en la película, más que pronto, ella me gritó: «¡vete a jugar! No tienes que andar viendo esto», me dijo muy enojada. No entendí porqué lo dijo y tampoco me explicó el significado de la palabra.

    Hemos hecho una ligera pausa en nuestras respectivas labores, tú en los preparativos del viaje y yo en mi reflexión lingüística del uso del diminutivo como asignación de los nombres propios de nuestros antepasados. Aprovechemos este breve receso para compartir juntas, antes de tu partida, las últimas rebanadas del panqué de nata y nuez que tanto nos gusta y que sé extrañarás. Pero antes, déjame decirte que padecerás de largas horas para cruzar el océano Atlántico y, dispondrás de muchas horas de ocio y cansancio, por lo tanto tendrás a tu alcance tiempo suficiente para leer este legado y así comprendas y entenderás el pasado, presente y futuro que se cierne sobre nuestras vidas, ya que ahora me encuentro ante una disyuntiva, una decisión que debo tomar desde lo más profundo de mi ser.

    II

    LOS RIELES DE PLATA

    La gente que vivía en la Ciudad de México, despertó alborozada una mañana del 19 de septiembre de 1877 debido a los dos grandes eventos que se llevarían a cabo durante las primeras horas del día. La tarde anterior, cuadrillas de presos fueron llevados para que barrieran y limpiaran la Plaza Mayor y sus calles circundantes. Lavaron las aceras, levantaron los mojones de los caballos y las cacas de los perros. Recogieron montones de basura que se habían acumulado por los festejos anteriores del día nacional del mes patrio. Cortaron las ramas secas de los árboles de la Plaza Mayor, asearon las bancas y desherbaron las jardineras. Limpiaron las ventanas, pulieron las puertas, sacudieron los candiles y bruñeron la herrería tanto del Palacio Nacional como de Las Casas del Cabildo. Asearon los portales de Mercaderes y de Las Flores, así como el atrio de Catedral y palearon la gran cantidad de lodo acumulado por las últimas lluvias que inundaban a la ciudad.

    Con el alba, el centro de la ciudad resplandecía, olía a limpio y en la fresca mañana se expandía por doquier el perfume de la gran cantidad de guirnaldas con flores de nardos que se habían colocado en la fachada de la iglesia de la Asunción de la Virgen María: Assumptio Beatae Mariae Virginis, mejor conocida como la Catedral Metropolitana de la Ciudad de México, la cual afortunadamente y después de los tres siglos que tardó su construcción, por fin se había terminado gracias a la participación del profesor de la Escuela de Arte, el arquitecto y escultor Manuel Tolsá, quien además de reconstruir y modificar ciertos elementos de la iglesia, la había concluido añadiendo en el remate de la torre del reloj las bellas esculturas teologales de La Fe, La Esperanza y La Caridad.

    La ciudadanía venía de padecer inmensas penurias, estaba cansada y devastada después de años de guerras en contra de los ejércitos invasores, tanto de los Estados Unidos de Norteamérica como de Francia, y de las correrías de un lugar a otro debido a los conflictos sociales y económicos ante las luchas políticas por el poder entre los diferentes partidos. Ahora por fin se tenía un respiro. La ilusión era grande al ver todos los preparativos que se hacían para un día de fiesta. No sólo la ciudad capital, también el país en general, estaban viviendo una época de paz y parecía que volvían la calma y el orden.

    Así lo indicaba el hecho de que en aquel esplendoroso día de septiembre tendría lugar en el Teatro Iturbide la apertura del Primer Periodo de Sesiones del Octavo Congreso de la Unión, cuyo discurso inaugural sería pronunciado por el nuevo, flamante y recién electo Presidente de la República: el general José de la Cruz Porfirio Díaz Mori. El otro acontecimiento esperado y comentado por la alta sociedad, e igualmente comidilla del pueblo, entre habladurías y chismes que murmuraban, era sobre la unión de aquella muy desigual y singular pareja que se llevaría a cabo horas más tarde. Dicho cotilleo se refería al enlace matrimonial del gran amigo del Presidente, el general José del Refugio Fernández Tello con la linda señorita de la alta sociedad capitalina, la distinguida María Cristina Marguerite Catherine de la LLata y D´Autrey.

    Este último evento era la causa de mayor expectación, ya que el general José del Refugio Fernández había mandado instalar unos rieles de plata para celebrar tan distinguida unión. El trazo iniciaba a las puertas de su casa ubicada en el pequeño Callejón de Las Flores, que pertenecía al cuadrante o barrio del Portal del mismo nombre, localizado éste al sur de la Plaza Mayor y al sur de lo que fuera la Acequia Real, ya para entonces tapada y empedrada. Saliendo del callejón el trazo proseguía hacia el norte por la calle de San Bernardo para desembocar en la Gran Plaza, entre los edificios del Portal de las Flores y el Ayuntamiento, luego rodeaba a la plaza por el lado poniente pasando frente al Portal de Mercaderes y terminaba en la puerta principal de la Catedral Metropolitana. Y todo para que circulara sobre ellos el cortejo que llevaría a los flamantes novios y posteriormente al regreso del ceremonial, transitaran por el mismo lugar, la nueva pareja de esposos y sus invitados.

    María Cristina era la quinta hija de una numerosa familia, había nacido en México en el mismo año en que una comisión mexicana se entrevistaba en el castillo de Miramar, en Trieste, Italia a orillas del mar Adriático, con el hermano y segundo sucesor en línea del imperio más poderoso de Europa, el Austro-Húngaro. Le hacían saber y le pedían a Maximiliano de Habsburgo, Archiduque de Austria, que aceptara la corona para que viniese a gobernar una nación, que según ellos decían, clamaba por su presencia.

    Tina, como le nombraban de pequeña, fue una niña educada en el refinamiento y en las reglas de cortesía por una institutriz helvética que se dirigía a ella en diversas lenguas. Fue adoctrinada en las Sagradas Escrituras por el párroco confesor de la familia, e instruida por un austero y exigente profesor que llegaba a su hogar todas las tardes para enseñarle las operaciones aritméticas más esenciales, la historia de las antiguas civilizaciones, así como a localizar y distinguir el Tombuctú, de la Cochinchina y del Catay. Asimismo la instruyó para que escribiera con buena caligrafía y sin faltas de ortografía, a que leyera con ritmo y armonía, y a declamar con elegancia y sutileza las poesías de Gustavo Adolfo Bécquer. Por último le exigía que tocara con suavidad el clavicémbalo.

    De su padre recibió mimos, regalos y el gusto por la música y los bailes de salón requeridos para las soirées; quien le enseñó a ejecutarlos con gracia y soltura. Sobre todo disfrutaba aquella nueva danza alegre y vertiginosa del compositor Johann Strauss, el vals vienés. No le hacía mella que la gente mayor se escandalizara al verla bailar entrelazada y girando y girando tocando a su pareja, ya que la moda era bailar al ritmo de las vibrantes notas austriacas. De su madre aprendió obediencia, respeto y temor a Dios; a bordar en Point de Beauvais y Punto de Palestrina; a tejer haciendo puntilla, de la dentelle y du crochet, y sobre todo de ella aprendió amar primeramente a Francia y luego a España.

    María Cristina provenía de familias de la alta aristocracia europea, pertenecía a la española por parte del padre y a la francesa por la madre. La unión de sus familias se había realizado con fines políticos así como económicos lo cual caracterizaba a la nobleza de aquella época en Europa. Dichas familias habían llegado desde el viejo continente para establecerse en estas nuevas tierras al habérseles otorgado concesiones y grandes acciones financieras en el jugoso y redituable negocio de la minería.

    Con los años diversificaron su negocio al ser importadores de afamados productos europeos, principalmente de vinos, y más tarde de finas telas y enseres domésticos tales como: muebles, cristalería y vajillas. Su lugar de residencia era en la capital junto a otras personas de igual abolengo y forma de existencia, por ello eran vecinos de los Condes de la Torre, de los Condes de Miravalle, de la Cortina y de la Cadena, entre otros tantos que vivían en el centro de la ciudad. La familia, al igual que las otras, había perdido su título de nobleza a partir de la Constitución de 1857, cuyo artículo 12º no reconocía los títulos nobiliarios y honores hereditarios.

    Aspecto que no les importó, ya que a pesar de ello, se seguían ostentado como tales ante la sociedad. Sin embargo lo que sí les importó, y mucho, fue la pérdida paulatina de su riqueza y de la mayoría de sus bienes. Por una parte porque habían cambiado de dueño a fuerza de las luchas intestinas del país, y por otra, debido a las nuevas reformas. También los afectó la suspensión de pagos de la deuda externa hacia los gobiernos extranjeros, decretada por el entonces presidente liberal Benito Juárez, a quien detestaban. Y más que nada la merma de su economía ocurrió porque la familia De la Llata y D´Autrey había sido una entusiasta colaboradora con la segunda intervención francesa, y a pesar que su padre, el señor conde, no estuvo presente en la entrevista de Miramar debido al nacimiento de su hija, sí apoyó económicamente al cónclave que trató con Napoleón III y su esposa española, la reina Eugenia de Montijo, la instauración de un imperio europeo en el país y el gasto que ello conllevaba.

    La familia aplaudió la llegada de Maximiliano de Habsburgo y su esposa Carlota de Bélgica, los fueron a recibir a su entrada a la Ciudad de México, les rindieron pleitesía y les llamaban Sus Altezas Imperiales cuando con ellos paseaban por la Alameda Central. No se perdían ningún evento, sarao o baile de aquella nueva corte instalada en el Castillo de Chapultepec. El padre de la pequeña Cristina recibió con inmenso orgullo y satisfacción la condecoración y el nombramiento de Caballero Supernumerario de la Orden Imperial de Guadalupe por los servicios prestados a la corona, así como el título de nobleza que nuevamente les habían otorgado Sus Majestades Imperiales. Estaban fascinados con las mejoras físicas de la ciudad y con el bello aspecto que iba tomando el Palacio de Gobierno, el que ocupara el sitio del antiguo Palacio de Moctezuma, y ahora dejaba de ser un lugar maloliente y mugriento para convertirse en el hermoso Palacio Imperial. Lo mismo aplaudieron el cambio del nombre del primer ferrocarril al ser llamado El Ferrocarril Imperial, que conectaba Veracruz con la capital, y mucho les entusiasmó ver el lábaro patrio adornado con una magnífica corona sobre el águila que extendía sus alas. Por fin México tendría paz, refinamiento y prosperidad; ya no sería el país de ignorantes, salvajes y bravucones como ellos lo solían calificar.

    El ocaso financiero les llegó cuando tuvieron que ayudar a Maximiliano para solventar los gastos del Ejército Imperial en vista de que Francia le había retirado su apoyo. Tuvieron gran esperanza con la partida de Doña Carlota, quien regresó al viejo continente para demandar el apoyo de sus coterráneos europeos, y se dolieron al saber que se lo negaron. Quedaron tristes con la noticia sobre el afloramiento de su locura y la señora De la Llata se acongojó intensamente con la enfermedad de quien fungió como madrina de confirmación de su hija María Cristina, ya que la admiraba y se identificaba con ella. Se sintieron sumamente desdichados con el encarcelamiento de Maximiliano y se indignaron al saber que los chinacos cantaban: «Adiós, mamá Carlota; adiós, mi tierno amor» en la postrera ejecución de su querido emperador en el Cerro de las Campanas en Querétaro. Se lamentaban con su muerte y lloraron a lágrima tendida cuando vieron su cuerpo inerte en la capilla del hospital de San Andrés, pero lo hicieron aún más en virtud que el segundo imperio había fracasado y con él, sus ilusiones, bienestar y anhelos de grandeza.

    En cuanto a José del Refugio, tenía un origen plebeyo en su natal Oaxaca, era unos cuantos años menor que su amigo de la niñez Porfirio Díaz, con quien compartiría gran parte de su vida. Junto a él se opuso a Antonio López de Santa Anna y admiraba a otro coterráneo suyo, Benito Juárez, a quien apoyó durante la Guerra de Reforma. A pesar de poseer un espíritu de civil liberal, por Juárez se enlistó en la milicia para luchar contra la intervención extranjera y así formar parte del Ejército Liberal.

    –Soy militar, pero antes que nada soy un liberal –decía de sí mismo.

    Estuvo presente en la batalla de Puebla del mes de mayo siguiendo a su compañero de infancia y ahora de lucha, el recién nombrado general Porfirio Díaz. Ambos amigos estuvieron bajo las órdenes de su jefe superior: el general Ignacio Zaragoza; tras un impulso, los dos jóvenes se fueron tras los franceses, rompieron el sitio y ayudaron a la victoria por todos conocida, resultando que al joven José del Refugio lo ascendieran a coronel del Ejército Republicano de Oriente. Un año más tarde, Puebla fue sitiada varios meses por el ejército galo quien diezmó al ejército mexicano y hubo una cruenta matanza. El coronel Fernández pudo huir de la ciudad en ruinas, incendiada, hambrienta y agobiada por tanta muerte. Huyó, no sin antes haber salvado a muchos de los suyos de las garras y de la crueldad del temible comandante francés Bazaine, y de sus sanguinarios esbirros. Mientras tanto, el general Porfirio Díaz también pudo huir camino a Veracruz cuando fue hecho prisionero.

    Cuatro años más tarde, los dos amigos regresaron una vez más a Puebla, tomando la emblemática ciudad, limpiaron el agravio anterior al derrotar al Ejército Imperial; marcando el principio del fin del imperio de Maximiliano de Habsburgo y apoyando la restauración de la República. Con el triunfo del Ejército Liberal y con Benito Juárez en la presidencia se le otorgó el grado de General Brigadier a José del Refugio Fernández Tello. Por el recuerdo de aquéllos a quienes había salvado durante la matanza en el sitio de Puebla referían que José del Refugio, a pesar de su juventud, se había comportado con valentía, inteligencia y la sabiduría de todo un gran señor, y por ello en lo sucesivo al General también le llamarían afectivamente con el sobrenombre de General Don Cuco.

    En aquel preciso año que pudo huir y salvarse de las huestes galas invasoras nacía en una familia opositora la que sería su segunda esposa.

    Además de la carrera militar, era un hombre instruido en leyes y un ávido lector. Entre batallas, al disponer de algún descanso, disfrutaba de las lecturas. Igual discernía sobre los ensayos políticos y sociales de Fernández de Lizardi, El Pensador Mexicano, o se estremecía con los poemas de amor de Manuel Acuña y los lúgubres de Edward Young. Esperaba impaciente la continuación de la siguiente entrega periodística de las obras de Ignacio Manuel Altamirano o las de Manuel Payno, e incluso hasta del fallecido Aleksandr Pushkin, las que buscaba con avidez al llegar a una ciudad esperando fuesen publicadas, mas se desencantaba ya que no era fácil encontrarlas por la situación imperante.

    En el período conocido como la República Restaurada, el general dispuso de tiempo para dedicarse a las actividades del campo que también le complacían. Predicaba que el contacto con la tierra, además de ser el sustento de todo hombre de bien, era bueno para el país, propiciaba trabajo para las personas, alimentaba al pueblo, y lo principal era que le proporcionaba las alas para poder volar en libertad; por lo que coincidía ampliamente con el postulado de Jean Jacques Rousseau: «Se forman las plantas por el cultivo, y los hombres por la educación», al que leía y releía, una y otra vez, en su Emilio, o de la Educación.

    Así que José del Refugio por igual resultó hábil para el trabajo del campo; al haber ahorrado una considerable cantidad de dinero, producto de su salario como militar y el que nunca dilapidó, pudo entonces adquirir bienes. Recordando a su natal Oaxaca, con los campos sembrados de agaves para elaborar mezcal, compró primeramente tierras áridas en el estado de Hidalgo para sembrar magueyes y fabricar pulque y mezcal en los Llanos de Apan.

    –Son un elíxir místico de nuestros antepasados –decía el general– son las bebidas más representativas de nuestra nación –refería con orgullo y añoranza al rememorar el terruño donde nació.

    Invirtió el rendimiento obtenido tras la producción y venta del aguardiente en tierras tropicales de Veracruz para cultivar caña de azúcar y café, y más tarde instalar invernaderos con flores exóticas. Con el aumento de las ganancias adquirió entonces terrenos húmedos de zonas templadas en los distintos poblados localizados hacia el sur de la Ciudad de México; en Tlalpan tenía ganado lanar, en Coyoacán sembradíos de legumbres y hortalizas, y en Chimalistac construyó una pequeña casa de campo donde plantó un huerto, que además de cítricos, contaba con exquisitos duraznos y chabacanos que la gobernanta de su hogar cristalizaba y prensaba para conservarlos, así como deliciosos capulines, granadas rojas y guayabas rosadas. Actividades que le redituaron una buena fortuna.

    III

    LA CIUDAD DE LOS PALACIOS

    José del Refugio sentía orgullo por la ciudad en que vivía, ciertamente ésta a lo largo de toda su historia había padecido transformaciones, motines, asedios e incendios, así como sismos, destrucciones e inundaciones; como aquella terrible sucedida por los cambios en el sistema de desagüe que construyeron los mexicas. Modificados éstos por los españoles, al construir la nueva ciudad sobre las aguas lacustres, provocaron que después de un diluvio ocurrido en 1629 la capital mexicana estuviera durante cinco años cubierta de agua y se perdieran muchas vidas. El general Fernández nunca había salido del país, sin embargo al ser un diletante, gracias a la lectura de libros, gacetas y periódicos imaginaba cómo eran otras culturas y lugares, y al leer le gustaba reflexionar en voz alta. Leyendo en su despacho meditaba sobre aquella ciudad esplendorosa que narró Bernal Díaz del Castillo.

    «…Y desque vimos tantas ciudades y villas pobladas en el agua, y en tierra firme otras grandes poblazones, y aquella calzada tan derecha y por nivel cómo iba a Méjico, nos quedamos admirados, y decíamos que parescía a las cosas de encantamiento…Y no es de maravillar que yo lo escriba aquí desta, porque hay mucho que ponderar en ello que no sé como lo cuente ver cosas nunca oídas, ni vistas, ni aun soñadas, como víamos…Hobo soldadlos que había estado en muchas partes del mundo, e en Constantinopla e en toda Italia y Roma, y dijeron que plaza tan bien compasada y con tanto concierto y tamaño e llena de tanta gente no la habían visto.»

    –¡Ah, qué estos gachupines! Mira que escribir México con jota. Nunca han podido entender que es una palabra náhuatl y significa el lugar donde se asentaron los mexicas. El lugar en el ombligo, es decir, en el centro del lago de la Luna –decía en voz alta–. Claro que su fonética era llana y ahora la tilde es castellana, pero sería más natural utilizar el sonido sh para pronunciarlo con su forma original –meditaba y silbaba para emitir dicho sonido.

    Seguía leyendo y de pronto soltaba tremenda carcajada.

    –¡Vaya, si escribían muy simpático! Venir a escribir el Gran cu, y el Vichilobos y Tezcatepuca y Tatelulco –se mofaba– ¡Vaya! Sí que la consideraban una lengua ajena, de bárbaros idólatras y difícil de pronunciar. Y una cultura extraña que les causaba miedo, ¡más nunca comprendieron su grandeza! –exclamaba. Luego repasaba otro escrito referente a las palabras de Guatimotzin, el último gran guerrero mexica al ser capturado por los conquistadores españoles.

    »Dignas palabras de Cuauhtémoc. Repeler al extranjero ha sido siempre nuestra historia –decía para sí.

    Prosiguiendo con la lectura se ponía meditabundo. Cuando leyó la palabra Italia; era un país que siempre quiso conocer por su cultura, por el origen de la lengua latina y ante todo porque era la tierra de Giuseppe Garibaldi, otro de los patriotas admirados por él por sus ideales libertarios ante franceses y austriacos. Cuando Garibaldi viajó a Suramérica anhelaba haberlo conocido para intercambiar ideas.

    Al volver sobre la lectura de Tenochtitlan imaginaba su grandiosidad durante la época azteca, suponía la frustración y la agonía que padecieron sus habitantes con la presencia de españoles al hacerla desaparecer. Pensativo asentía que ésta, a pesar de haber sido levantada al coste de sangre, dolor y destrucción de la otra, había resurgido de las cenizas como el Ave Fénix y en cada ocasión lo hacía con orgullo y majestuosidad.

    Él consideraba que habría sido extraordinario la conservaran como aquellas de Palenque, y la recién descubierta de Monte Albán, que según las noticias estaban explorando en su querida Oaxaca.

    –Bien pudieron construir la nueva capital española a un lado del sitio –expresaba su deseo– pero no, a fuerza de sangre, espadas y cruces; por ignorancia, miedo y ambición la arrasaron –decía con tristeza.

    Luego volvía a pensar en esta ciudad que había adoptado como suya. La que por mandato de Hernán Cortés fue trazada por el geómetra García Bravo sobre un plano ortogonal a partir de las grandes calzadas prehispánicas que llegaban a la gran Tenochtitlan; el llamado Jumétrico trazó un eje de norte a sur, Cardo maximus, sobre la calzada de Iztapalapan, el otro de este a oeste, Decumanus maximus, sobre la calzada de Tlacopan; cuyo origen de intersección estaba frente al antiguo Gran Teocalli de los aztecas. Refugio aceptaba que la capital novohispana tuvo momentos en que fue un muladar, desordenada y maloliente; y gracias al empeño del que fuera virrey un siglo antes, el Conde de Revillagigedo, quien ordenó quitar la basura y renovó espacios al crear áreas verdes, abrir nuevas calles y encausar las aguas, y más que nada al prohibir tanto la defecación pública y que los animales de corral estuviesen deambulando por las calles; pudo entonces embellecerla y hacerla recuperar su dignidad. También estaba complacido de que en épocas posteriores se hubiera demolido el mercado del Parián, ubicado sobre la plancha de la Plaza Mayor, el que provocaba un cúmulo de basura pestilente, presencia de roedores y la afeaba al ocupar gran parte de su área entorpeciendo la vista de los hermosos edificios que la circundaban. Igualmente habían quitado de la plaza la estatua ecuestre de Carlos IV esculpida por Tolsá; él pensaba que ésta sí era linda y la habían trasladado al Paseo Nuevo o de

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