Por la causa de las mujeres
Por Maria Montessori
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Maria Montessori
Maria Montessori (1870-1952) was an Italian educator and physician. Born in Chiaravalle, she came from a prominent, well-educated family of scientists and government officials. Raised in Florence and Rome, Montessori excelled in school from a young age, graduating from technical school in 1886. In 1890, she completed her degree in physics and mathematics, yet decided to pursue medicine rather than a career in engineering. At the University of Rome, she overcame prejudice from the predominately male faculty and student body, winning academic prizes and focusing her studies on pediatric medicine and psychiatry. She graduated in 1896 as a doctor in medicine and began working with mentally disabled children, for whom she also became a prominent public advocate. In 1901, she left her private practice to reenroll at the University of Rome for a degree in philosophy, dedicating herself to the study of scientific pedagogy and lecturing on the topic from 1904 to 1908. In 1906, she opened her Casa dei Bambini, a school for children from low-income families. As word of her endeavor spread, schools using the Montessori educational method began opening around the world. In the United States, the publication of The Montessori Method (1912) in English and her 1913 lecture tour fostered a rapid increase of Montessori schools in the country. For her groundbreaking status as one of Italy’s first female public intellectuals and her role in developing a more individualized, psychologically informed approach to education, Maria Montessori continues to be recognized as one of the twentieth century’s most influential figures.
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Comentarios para Por la causa de las mujeres
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- Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Una grandiosa reflexión de María Montessori y cómo debemos luchar por la igualdad de la mujer, pasan los años y el sector educativo en docencia sigue con salarios bajos.
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Por la causa de las mujeres - Maria Montessori
I. La cuestión femenina y el Consejo de Londres
Se ha hablado en algún periódico del último Consejo femenino en Londres, que por sus proporciones y por la seriedad y multiplicidad de los temas tratados podría ser comparado con los mejores congresos que el trabajo masculino haya ofrecido para admiración del mundo. Alrededor de tres mil mujeres de todas las nacionalidades de Europa, de América, de Oceanía y de Asia se reunieron para llevar —junto a la elegancia de la moda y a aspectos nacionales del vestuario indio, sudanés, japonés, chino— el relato de las condiciones civiles y morales, y de la aportación de la mujer a sus respectivos países. Eran mujeres, en su mayor parte, cultas y bellas, con los ojos brillantes de inteligencia y de entusiasmo, y su historia decía que casi todas habían dejado en casa una familia, marido e hijos, y en su patria las beneficiosas huellas de su actividad.
Eran mujeres nuevas, y estaban bien lejos de parecerse al modelo tan poco agradable que los hombres, completamente ignorantes de los principios feministas, clasificaron con el nombre de tercer sexo: es decir, mujeres que lloran por su destino; despiadadamente críticas y malévolas hacia el hombre; enemigas de la familia y de la patria; solteras feas y neuróticas con el corazón estéril y envenenadas por la abstinencia forzada. «Mujeres que van contra las propias leyes de la naturaleza con sus principios malsanos», como dice Sergi, quien no se digna hablar de feminismo porque lo considera una «fantasía» y lo toma como un tema adecuado, en el mejor de los casos, para una conferencia humorística.
Eran mujeres nuevas, en el sentido verdadero y admirable de la palabra: mujeres que trabajan por el progreso social, que contribuyen al bienestar universal; que se yerguen —meta consciente y robusta de la humanidad— para ofrecer su obra a la otra mitad de la humanidad y unirse en pro del bienestar común.
¿Y cuál será la labor social de la mujer? Podrá hacer todo cuanto el hombre hace, pero transmitiéndonos esa nota especial de bondad maternal, que suena a afectuosa protección hacia los débiles, a consuelo de toda miseria, a triunfo de la justicia y la paz universal. Y, mientras tanto, pone en práctica un gran principio civil: la solidaridad, la organización. Hace tan solo once años, surgió su grito en Washington: «¡Mujeres de todo el mundo, uníos!». Y se agitó, para alcanzar este objetivo, una bandera que es casi un principio cristiano modificado según los tiempos: «Tratad al prójimo como quisierais ser tratados». «Haced», es decir, trabajad; pero trabajad para el prójimo, es decir, para la sociedad; y haced el bien ajeno con aquella pasión que pondríais al buscar vuestro propio bien, o sea: haced «aquello que querríais que os hicieran a vosotras mismas». Y en verdad ya pasó el tiempo en el que la mujer era pasiva, en el que bastaba con que ella no hiciese el mal, en el que cada virtud suya implicaba una negación: sé ignorante, no te ocupes de los asuntos públicos, no trabajes, no te responsabilices de los hijos, no te ocupes de la administración de tus bienes; sé pasiva, aniquila tu voluntad en favor del marido; no vivas por otro más que por él, pero tampoco te esfuerces por comprenderlo; piensa solo en no hacer el mal, siendo el mal no hacer aquello que le gusta al marido. La mujer se ha liberado de este abrumador negativismo y ha pasado a la movilización, a la acción: «¡Trabaja! ¡Haz el bien!». ¿Y qué podrá hacer la mujer —que tiene un corazón tan refinado y sensible a las delicadezas del sentimiento— por el bien global de la humanidad, cuándo actuará de forma consciente y teniendo bien presente aquel áureo principio? ¿Qué hará, qué grandes trabajos podrá llevar a cabo, qué beneficios recibirá de ellos la sociedad en su conjunto? El porvenir lo dirá.
Por ahora, desde hace once años y con propaganda activa y constante, la mujer está siendo admirablemente organizada bajo esta inspiradora bandera. El objetivo no es hacer que un solo individuo logre grandes hitos; las discusiones no se centran en las potencialidades del genio individual de la mujer; aunque se diera el caso, no sería más que un episodio sin importancia de la gran epopeya. La meta es esta: unámonos todas por el bien universal, que cada una de nosotras tenga la ambición de contribuir con su trabajo al bienestar común y tenga la esperanza de dejar un mundo mejor del que recibió al nacer.
No por esto se va contra la familia, como demuestra el credo que está detrás del áureo principio: «Nosotras, mujeres trabajadoras de todas las naciones, creemos sinceramente que la más alta cima de la humanidad se alcanzará con la unidad de pensamiento, con la empatía y persiguiendo un único propósito; estamos convencidas además de que un movimiento organizado de mujeres velará mejor por el bien de la familia y del Estado y ayudará a que el áureo principio cale en la sociedad, en sus costumbres y en sus leyes».