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El cuidado infantil en el siglo XXI: Mujeres malabaristas en una sociedad desigual
El cuidado infantil en el siglo XXI: Mujeres malabaristas en una sociedad desigual
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El cuidado infantil en el siglo XXI: Mujeres malabaristas en una sociedad desigual

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¿Cómo se organiza el cuidado infantil en la sociedad argentina? ¿Lo asumen por igual las madres y los padres? ¿Cómo hacen las mujeres para compatibilizar la atención de los hijos pequeños y el trabajo remunerado fuera de la casa sin caer en el vértigo de los malabares cotidianos? ¿Es un problema exclusivamente personal, familiar, que cada hogar debe resolver con sus propios recursos, o interpela también al mercado y al Estado como posibles proveedores de coberturas y opciones?

Eleonor Faur propone desandar la naturalización del maternalismo, que cristaliza a la mujer como la "cuidadora ideal", y analizar las prácticas de cuidado con mirada sociológica: en un mundo en que el modelo del hombre proveedor y el ama de casa de tiempo completo han caducado, es preciso repensar la organización social del cuidado infantil, incluyendo las políticas públicas como corresponsables. En la actualidad, esa organización revela desigualdades en cuanto al género, ya que son las mujeres las depositarias de la tarea. Y desigualdades socioeconómicas notorias entre las mujeres de ingresos medios, que pueden "desfamiliarizar" y delegar en otras personas o instituciones la atención de sus hijos, y las de sectores empobrecidos, que encuentran serias dificultades para cuidar de los suyos y acceder a un trabajo remunerado.

A partir de un exhaustivo trabajo de campo, la autora sostiene que es imperioso jerarquizar el cuidado como un bien social, destacando el rol del Estado a través del diseño de políticas específicas (subsidios a jefes y jefas de hogar, asignación universal por hijo, jardines maternales y de infantes, guarderías, legislación laboral). El cuidado infantil en el siglo XXI instala con maestría y compromiso una discusión necesaria, y el desafío de construir una política de cuidados integral, sustentada en los principios de derechos universales para niños, niñas, hombres y mujeres. Y da el puntapié inicial para colocar el cuidado entre las prioridades de la agenda pública.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento22 nov 2019
ISBN9789876294324
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    El cuidado infantil en el siglo XXI - Eleonor Faur

    2008).

    1. La organización social y política del cuidado

    Ahora todo el mundo habla de cuidado, observó, con justeza, una funcionaria de la cancillería argentina que estaba a cargo de organizar unas jornadas internacionales sobre trabajo y género. En efecto, al día de hoy, en los países de Europa y Norteamérica, y de manera creciente también en América Latina, el análisis del cuidado se ha convertido en un campo de estudio específico. Pero ¿acaso todo el mundo habla de lo mismo cuando –desde el mundo académico o el político– se refiere al cuidado?

    El estudio sobre el cuidado se ha utilizado principalmente: a) para dar cuenta de la experiencia de vida de las mujeres; y b) como una herramienta analítica de las políticas sociales (Daly, 2001). Por una parte, los estudios dedicados a caracterizar la carga y distribución de trabajo que supone el cuidado en el nivel micro aplican –y perfeccionan– metodologías para la medición del uso del tiempo que se destina a las tareas reproductivas y de cuidado de personas. Para eso, se de­sarrollan encuestas representativas que buscan ponderar el tiempo que hombres y mujeres dedican a actividades remuneradas y no remuneradas, la carga total de trabajo de unos y otras, la variación en la inversión de tiempo de trabajo doméstico o de cuidado en distintos tipos de hogares, según clase social y disponibilidad de servicios públicos, entre otras dimensiones (Budlender, 2007; Esquivel, 2012; Aguirre y Batthyány, 2005, entre otros). Los resultados de las encuestas de uso del tiempo son más elocuentes (o literales) que sorprendentes: en todos los contextos, la participación de las mujeres en tareas domésticas no remuneradas y su costo horario en este trabajo no sólo es mayor al de los hombres, sino que es, también, significativamente más importante que su aporte general al mundo del trabajo remunerado. Esto demuestra que la visión tradicional de las mujeres como esposas, madres y cuidadoras entra en tensión con su autonomía, en especial cuando ingresan al mercado de trabajo remunerado (Jelin, 2010). Por otra parte, los análisis del nivel macro conllevan otros de­safíos conceptuales y metodológicos, que involucran el examen del papel del Estado en la organización social del cuidado, y constituyen el marco analítico sobre el cual se asienta nuestra investigación. Para abarcar esta dimensión, utilizaré el concepto de organización política y social del cuidado a fin de aludir a la configuración que surge del cruce entre las instituciones que regulan y proveen servicios de cuidado y los modos en que los hogares de distintos niveles socioeconómicos y sus miembros acceden, o no, a ellos. Poner en juego la relación entre la oferta y la demanda, así como sus marcos institucionales y sociales, constituye –creemos– un enfoque apropiado para enriquecer los análisis acerca del bienestar, comprender procesos que han experimentado rápidos cambios en los últimos años en la Argentina e identificar los de­safíos pendientes.

    En este capítulo, revisamos aquellos aportes teóricos que, partiendo de las teorías sobre el género,[2] el Estado y el bienestar, colocaron el cuidado en el debate contemporáneo. Se analizan a la luz de la experiencia argentina, en busca de realizar una contribución que, en términos teóricos, resulte pertinente para comprender y explicar la organización social y política del cuidado en el contexto de nuestro país (análisis que es abordado empíricamente en los capítulos siguientes).

    El abordaje integral del cuidado nos permite identificar un punto de cruce entre el terreno personal (la organización diaria de la vida individual y familiar) y las estructuras sociales, ambos bajo la orientación regulatoria de las políticas públicas. Revisemos, entonces, los principales conceptos que nos ayudarán a hacerlo.

    Los orígenes del concepto de cuidado

    Como punto de partida para comprender la organización social del cuidado en nuestra sociedad, es preciso remontarnos a su configuración histórica, y entender la marcada distinción entre lo público y lo privado que ha operado por siglos en el mundo occidental. En términos políticos, fue John Locke (el padre del liberalismo) quien, en el siglo XVII, sentó el fundamento teórico de dicha separación de esferas y estableció la necesidad de discriminar el poder político (público) del poder paternal sobre los hijos, hijas y esposas (del orden privado y familiar), mientras las mujeres aún participaban activamente en la producción de bienes y servicios. Con la llegada de la revolución industrial, la fractura entre estas esferas se profundizó y disoció de manera tajante, además, los ámbitos de producción y reproducción: la casa y el trabajo. La función productiva, que solían cumplir las familias, se vio desplazada hacia la esfera pública, con nuevas reglas y escalas de funcionamiento, eficacia y competencia, y la reproducción cotidiana y generacional de los individuos (y con ella, la satisfacción de las necesidades cotidianas de la mano de obra laboral) se ciñó al espacio doméstico y a la responsabilidad de las familias. Así, la ideología del liberalismo político dio pie al de­sarrollo del capitalismo de mercado. Los hombres, entonces, fueron convocados a salir de la esfera doméstica –y el modelo de producción a pequeña escala– e ingresar al pujante sector industrial y sumar a su papel de jefes de familia el de proveedores de ingresos para el hogar. A partir de esta dinámica, se construyó el modelo de trabajador (industrial y de tiempo completo) en clave masculina: sobre la imagen de un sujeto empleado de por vida, y único sostén económico del hogar –el llamado male breadwinner–. Por lógica, esta responsabilidad eximiría a los hombres de participar en las tareas del hogar y de crianza, labores asignadas a las mujeres como principales responsables del funcionamiento del mundo privado. En el orden legal, las personas con potestad en el mundo público eran consideradas seres autónomos y con derecho a la propiedad individual, mientras que las mujeres quedaban exentas de esa consideración. La familia, por su parte, quedaba constituida como un espacio hipotéticamente benigno, un paraíso en un mundo descorazonado, un lugar ideal en que el Estado no debía intervenir. A pesar de eso, el Estado siempre intervino en las familias mediante la regulación del matrimonio, la sexualidad, la definición sobre los hijos legítimos, la potestad sobre ellos e, incluso, mediante la invisibilización que durante siglos operó en relación con la violencia (contra las mujeres y contra las niñas y niños) acaecida en el ámbito del hogar. De esta manera, se delimitaron y solidificaron, por más de dos siglos, funciones, espacios, actividades y derechos diferentes para hombres y mujeres.

    La justificación de tal división territorial en términos de género estaría fundamentada en la naturaleza y no en la cultura: la capacidad reproductiva de las mujeres servía de sustento a la creencia (o mito social) de la superioridad moral femenina, entendida la mujer no como una persona racional y autónoma, sino como un ser esencialmente preocupado por los otros, de modo de sostener su protagonismo doméstico y su exclusión del mundo público. Por otra parte, la diferenciación de roles configuraba –y se apoyaba en– un orden valorativo, que socializaba a unos y otras a partir de la convicción de que el espacio doméstico y privado era el apropiado para las mujeres. Al respecto, el autor del informe más completo sobre el Estado en Gran Bretaña escribió: La gran mayoría de las mujeres casadas deberían ser consideradas como empleadas en un trabajo que es vital (aunque impago), sin el cual sus maridos no podrían cumplir las obligaciones de sus trabajos remunerados ni la nación podría seguir adelante (Beveridge, 1944). Ellas, abnegadamente y por fuera de todo rédito histórico, sostendrían en silencio el funcionamiento de la economía y de la nación durante décadas. Menuda tarea…

    Sin embargo, esta división entre los dominios masculinos y femeninos fue puesta de manifiesto y cuestionada por la academia feminista, y con eso se establecieron los primeros cimientos del campo que hoy nos ocupa: el estudio sobre la organización social del cuidado.

    Desde la década de 1960, la teoría y las prácticas del feminismo insistieron tenazmente en la necesidad de visibilizar y reconocer el trabajo que venían de­sarrollando las mujeres en el ámbito del hogar, motor indispensable para el sostén generacional y cotidiano de la mano de obra laboral y del sistema económico. Claude Meillassoux (1977), un importante antropólogo francés, de­sarrolló una contribución teórica que fue central para la teoría feminista.[3] Desde una tradición marxista, elaboró una interpretación de la relación entre modos de producción y modos de reproducción, comprendiéndolos en su víncu­lo con las estructuras y dinámicas del parentesco. Al promediar los años setenta, el debate académico y público se centró en la distinción entre el trabajo productivo y reproductivo, a fin de echar luz sobre la labor que las mujeres de­sarrollaban en la esfera privada y no remunerada, contrastarla con el predominio masculino en el mundo productivo industrial y explicitar los obstácu­los que las mujeres enfrentarían a lo largo de su ciclo vital a causa de su confinamiento doméstico. El debate sobre el denominado trabajo doméstico y reproductivo, posteriormente de­signado también como trabajo no remunerado, pronto se extendió desde los países del norte hacia los del sur de nuestro continente (Larguía y Dumoulin, 1976; Barbieri, 1978; Jelin, 1978).

    Así, desde el campo de la antropología y la economía, y con un enfoque multidisciplinario, se cuestionó con firmeza el paradigma según el cual el ámbito privado es un espacio en el que no se produce nada. ¿Qué se produce en el interior de lo doméstico? Pues nada menos que las condiciones de vida cotidiana de los seres humanos, por ende: la fuerza de trabajo, y aquellos aspectos más directamente ligados a la salud física, emocional y psicológica de los sujetos que la integran e integrarán. La esfera doméstica fue definida, entonces, como espacio de reproducción biológica, cotidiana y generacional de la sociedad. Pero al haber sido el espacio privado, durante tanto tiempo, una esfera devaluada en contraste con el mundo público, mientras los modos de producción se encontraban sobradamente estudiados desde distintas disciplinas, poco y nada se había investigado sobre los modos de reproducción. A partir de entonces, se introdujeron las nociones de trabajo reproductivo y no remunerado, se discutió en la teoría y en la práctica la visión economicista y androcéntrica del concepto de trabajo –entendido sólo a partir de su retribución económica–, y se sentaron las bases teóricas y epistemológicas para los actuales abordajes sobre el cuidado. Abordajes que hoy se de­sarrollan, en mayor medida, en los campos de la economía feminista y del análisis de las políticas sociales a partir de un enfoque de género.

    Quizás el principal aporte de esta línea de investigación fue, en principio, problematizar y discutir la concepción hegemónica del concepto de trabajo. Por tradición, la literatura de análisis socioeconómico solía –y suele hoy día– asumir que el significado del término trabajo se define en la medida en que está asociado a tareas por las que se percibe un ingreso o un salario. No obstante, el feminismo llamó la atención sobre el hecho de que las tareas llevadas a cabo en el espacio del hogar (principalmente por mujeres), y caracterizadas por algunas escuelas de la economía como no trabajo, encubrían una serie de actividades esenciales para el bienestar, la salud y las capacidades psicofísicas de los miembros de la familia (Feijoó, 1980). En definitiva, se trataba de un trabajo indispensable para el funcionamiento de la sociedad capitalista que, a diferencia de otros sectores, no producía bienes acumulativos, y debía de­sempeñarse cada vez y en cada lugar que se lo requiriera. Según el enfoque productivista, estas actividades daban cuenta de la inactividad femenina, pero, si se las pondera en función del tiempo que llevan, las competencias que implican y la utilidad social que rinden, es evidente que deben ser consideradas un trabajo.[4]

    En plena década de 1970, además de ser amas de casa, las mujeres ya estaban insertas en el mundo productivo, universitario y profesional. Pero he ahí un núcleo del problema: las investigaciones de campo denunciaban que el ingreso de las mujeres al mundo del trabajo remunerado no suponía una transformación equivalente en la asignación de tareas domésticas, sino que estaba sujeto a procesos y necesidades en los que intervenían cuestiones familiares y de organización de sus hogares, donde los varones seguían considerándose sujetos ajenos a la responsabilidad de los cuidados cotidianos en el ámbito familiar.[5] Vale decir que, desde el lado de la oferta, la capacidad de trabajo femenino se encontraba mediatizada por la necesidad de articular su participación en el mercado laboral con sus responsabilidades domésticas y vinculares. Esto confluía no sólo en la constante tensión entre los requerimientos de la familia y el trabajo durante el día, sino además en la circularidad de la jornada femenina (la doble jornada), en la que el trabajo en el mercado remunerado era seguido por la actividad doméstica (hacer las compras, preparar la comida, cuidar a los niños). En algunos casos, a estas dos jornadas se adicionaba una tercera –sobre todo entre las mujeres pobres–: la participación en actividades comunitarias. Por otra parte, desde la óptica de la demanda de empleo, la inclusión de las mujeres en el mercado competitivo fue promovida masivamente en aquellas labores que extendían las actividades domésticas y de cuidado a la esfera pública y mercantil –esto es, como maestras, enfermeras, costureras y trabajadoras del servicio doméstico–, perpetuando así los estereotipos de género. De resultas, la asignación histórica de la responsabilidad doméstica y de cuidados a las mujeres se combinó con su segregación en las ocupaciones del mundo público.

    El cuestionamiento de esta asignación sexual y social del trabajo reproductivo y doméstico no remunerado –ya sea por parte del feminismo académico o de una comunidad dada– supuso, como punto de partida, sacarlo a la luz, hacerlo visible, cuantificarlo, revelar su incidencia en el nivel macrosocial como integrante de la organización social y económica, cuestionar la caracterización de un sistema de bienestar que lo omitía en su consideración sobre el trabajo y, en definitiva, mostrar y probar aquello que se imponía en la realidad social: que el cuidado, aparte de cualquier consideración contextual, se asociaba a las mujeres, sobre todo a las madres, y que cierta ideología maternalista (que supone a la madre como la mejor cuidadora posible) atravesaba cotidianamente las identidades de género, la vida de las familias y la organización de la economía y las instituciones nacionales.

    Por último, en términos de autonomía económica, pero también de poder y de acceso a los derechos civiles y sociales, existían notables diferencias entre aquellas cuya responsabilidad se circunscribía a la administración de los espacios domésticos y al cuidado de los miembros de la familia y aquellos cuyo deber concernía a la provisión económica del hogar mediante su de­sempeño en la esfera pública, y cuyo afán apuntaba –de manera más o menos directa– a la toma de decisiones sobre el devenir de la sociedad. Interpelando la concepción jerárquica en la que se sustentaba el divorcio entre las esferas pública y privada, Carole Pateman (1988) advirtió que en la base de esa estructura se encontraba, ya no un contrato social entre iguales (de sexo masculino), como el que proponía Thomas Hobbes como fundamento del orden político y social, sino más específicamente un contrato sexual, como una declinación de la ideología patriarcal que filtraba ambas esferas.

    Familias, mercados y estado en la provisión de bienestar

    El ordenamiento social y político construido a partir de la fisura entre lo público y lo privado no fue cuestionado por los Estados de bienestar de la segunda posguerra. Hasta ese momento, dos tipos de recursos eran tomados en consideración como las fuentes principales del bienestar: la generación de ingresos (en tanto sostén material del grupo familiar e indicador de la calidad de vida de sus miembros) y la disponibilidad de servicios sociales para la población. La orientación de la política social de buena parte de los países industrializados (y, como veremos, también de la Argentina) se centró en los principios de protección de los derechos por la vía del empleo formal. Como no podía ser de otro modo, en esto hubo un recorte específico respecto de cuáles serían considerados derechos sociales, quiénes serían sus titulares y de qué forma debía intervenir el Estado para su satisfacción, lo que en conjunto representa un elemento importante para el análisis de la política social desde un enfoque de género, y que pondremos a prueba en las páginas que siguen.

    Estas perspectivas se ampliaron, matizaron y profundizaron al reconocer que no pocos Estados de bienestar se habían configurado sobre la base del modelo familiar con un varón proveedor y una mujer ama de casa (Lewis y Ostner, 1991). Los hombres portaban la titularidad de los derechos sociales a partir de su vinculación en el mercado de trabajo. Estos beneficios se extendían a su esposa e hijos, quienes accedían indirectamente a los servicios de salud y a los planes de pensiones en tanto dependientes del jefe del hogar. El hecho de privilegiar el estudio de la relación entre el Estado y los mercados arrastró por décadas un punto ciego, de crucial importancia: el trabajo doméstico y el cuidado de las personas dependientes (en especial los niños, los adultos mayores y los enfermos) eran funcionales, como un supuesto no explícito, tanto a los mercados de trabajo como a la provisión de servicios sociales públicos. En consecuencia, la cuestión del cuidado, como necesidad social específica y en relación con la provisión de un conjunto de servicios públicos y privados, quedó desterrada de –o permaneció invisible en– los análisis comparativos, durante largo tiempo.

    En los estudios de las políticas sociales se produjo un punto de inflexión cuando, en 1990, Gosta Esping-Andersen postuló la noción de régimen de bienestar, y resaltó que la producción de bienestar no atañía de forma exclusiva a las políticas estatales, sino que también incluía la articulación entre el Estado y otras instituciones, como el mercado de trabajo y las familias, que incidían igualmente en las oportunidades y en la calidad de vida de la población. Es claro que, al incluir a la familia como uno de los tres pilares en la producción de bienestar, Esping-Andersen reconoció de forma explícita la necesidad de combinar la mirada sobre la acción del Estado con las formas de organización familiar –institución que solía estar ausente en los análisis clásicos del Estado–.

    Una preocupación central en la teoría de Esping-Andersen consistió en indagar el alcance de la protección estatal frente al predominio del mercado en las sociedades postindustriales europeas: se trataba de evaluar cuánto del bienestar dependía de la participación de las personas en el mercado de trabajo y de la generación de ingresos, y cuán independiente podía ser de esa participación. En definitiva, el objeto del análisis consistía en apreciar hasta qué punto el bienestar se encontraba desmercantilizado, es decir, por fuera del ámbito de intervención de los mercados, y relacionado con los derechos adscriptos a la condición de trabajador como reaseguro de acceso a los bienes y servicios. A partir de este planteo, se buscaba revelar el modo en que la acción estatal intervenía en la estratificación de la ciudadanía mediante políticas que ofrecían beneficios diferenciales a distintos grupos de sujetos (en tanto trabajadores), lo que repercutía en la perpetuación –o transformación– de ciertas situaciones de de­sigualdad social en el acceso a beneficios y el cumplimiento de derechos. Este avance teórico resultó, además, un aporte crucial en términos metodológicos, ya que estableció un marco para examinar las políticas y las instituciones sociales (de manera conjunta, interrelacionada y particular) en su provisión de determinados bienes o servicios.[6]

    Estas nociones fueron revisadas y ampliadas por la academia feminista, y en especial por las anglosajonas Ann Shola Orloff (1993), Julia O’Connor (1993) y Mary Daly (1994). Al abogar por la desmercantilización del bienestar –sobre la base del análisis de la relación entre mercados y Estados, y el supuesto de que la independencia de la población frente al peso de los mercados iría asociada al aumento de la provisión de servicios por parte del Estado–, Esping-Andersen habría omitido el significativo peso que la institución familiar tenía en esa dimensión. Vale decir que las familias, por medio del trabajo no remunerado de las mujeres, contrarrestaban el déficit que se producía en términos de provisión de servicios por parte del Estado, y de oferta de empleos por parte de los mercados. De ese modo, el análisis requería una mirada más refinada, que rindiera cuenta de las relaciones de género que anidaban en el interior de las familias y posibilitaban en buena medida el acceso a servicios no mercantiles, pero basados en el trabajo doméstico femenino. Se estableció, así, que el bienestar de las mujeres, en buena parte de los casos, podía encontrarse efectivamente desmercantilizado, pero a costa de depender de los ingresos de sus maridos, de la asistencia social y de renunciar a su participación en el mercado de trabajo (Orloff, 1993; O’Connor, 1993). Al respecto, la crítica feminista subrayó que, para las mujeres, el problema no sería sólo el de aspirar a la desmercantilización del bienestar, sino más bien a superar la dependencia frente a (los ingresos de) sus maridos (Daly, 1994).

    Esto plantea una segunda cuestión, medular en relación con la autonomía femenina, referida a en qué medida los regímenes de bienestar permiten la desfamiliarización de, precisamente, el bienestar (Lister, 1994). La desfamiliarización sería, según Ruth Lister (1994: 37), el grado en el cual los adultos pueden alcanzar un estándar de vida aceptable, con independencia de sus relaciones familiares, ya sea por medio del trabajo remunerado o de la provisión de la seguridad social. El análisis de los regímenes de bienestar a través del prisma de la desfamiliarización permitiría, en el tema que nos ocupa, examinar en qué medida las políticas estatales están orientadas a liberar a las familias (y, en especial, a las mujeres) de las responsabilidades y tareas ligadas a esa provisión de cuidados intensivos en cuanto al tiempo que requieren.

    De tal modo, la crítica feminista logró de­sagregar la idea de familia introducida como parte de los regímenes de bienestar, al identificar la diversidad de intereses, necesidades y oportunidades de sus miembros; por ejemplo, en la división del trabajo y en la distribución de los recursos en el interior de los hogares. Por tanto, deconstruyó la unidad que la familia hipotéticamente representaba y planteó una serie de supuestos, presentes en la orientación de las políticas públicas, que suelen ser funcionales a las de­sigualdades de género. Para eso, puso el foco en el rol asignado por los Estados de bienestar a las mujeres y llamó la atención sobre la injerencia de dichos regímenes en la construcción –y normalización– de las relaciones sociales de género.

    Podemos señalar ahora que la literatura del bienestar más la crítica feminista aportan dos conceptos centrales que pueden combinarse para nuestros propósitos: la noción de desfamiliarización y la de desmercantilización. En relación con el cuidado infantil, la desfamiliarización permite observar el grado en que las políticas públicas facilitan la provisión y el acceso a servicios de cuidado, redistribuyen la función social del cuidado entre distintas instituciones públicas y privadas y superan –o no– la visión según la cual las familias (y dentro de estas, las madres) serían las responsables exclusivas de proveer cuidados. De modo que se trata de un aporte relevante para analizar la orientación de las políticas sociales en materia de igualdad de género. Por su parte, la desfamiliarización puede producirse a costa de un incremento de su mercantilización, y entonces puede operar profundizando de­sigualdades de clase, en la medida en que los cuidados pueden desfamiliarizarse pero con una tenue participación de la oferta pública. Por lo tanto, desde una perspectiva igualitaria en términos de derechos de ciudadanía, es necesario revisar de forma conjunta y articulada los grados de desmercantilización y desfamiliarización del cuidado y del bienestar.

    Las lógicas de los regímenes de cuidado

    Al introducir la discusión sobre el cuidado como parte de una organización social, se abre un espectro analítico diferente al del trabajo doméstico/reproductivo, en la medida en que nos obliga a trascender el espacio de la esfera privada y considerar el modo en que distintas instituciones estatales y mercantiles actúan como proveedoras de cuidado, y el impacto de esa configuración sobre el bienestar de la sociedad (Faur, 2009). De ahí se desprende que un análisis del bienestar estaría incompleto si se omitiera cómo se produce y organiza el cuidado en una sociedad determinada, y de qué forma intervienen en esa construcción la orientación de las políticas estatales y el funcionamiento de los mercados (de trabajo, de bienes y de servicios), para dar cuenta de cuáles son sus potenciales efectos para los sujetos.

    Si Estados, mercados y familias intervienen en la provisión de bienestar, es claro que no hay una modalidad unívoca de configurar roles, responsabilidades e interacciones de cada una de esas instituciones, sino que estas difieren en contextos históricos y políticos específicos. En esta dirección, las investigaciones del feminismo se abocaron a identificar el modo en que la orientación de las políticas sociales (herramientas de uno u otro régimen de bienestar) actúa en la configuración de las relaciones sociales y de género, mediante los mecanismos que les son propios, ya sea con la provisión de servicios y transferencias estatales o bien con la asignación de responsabilidades a las instituciones del mercado, la comunidad y las familias –que, a su vez, muestran de­sigualdades en su interior y atribuyen posiciones diferenciales a hombres y mujeres–. Esta labor iluminó una zona inexplorada por gran parte de los seguidores de la teoría de los Estados de bienestar, al dar cuenta del rol del Estado en la construcción de determinados modelos familiares y en los efectos que sus políticas tienen sobre la vida de las principales cuidadoras, esto es, las mujeres.

    Ya sea de forma explícita o implícita, la intervención regulatoria del Estado se deriva, entonces, de determinados (pre)supuestos culturales y políticos acerca de los roles y derechos que se atribuyen a los distintos grupos e individuos que conforman la sociedad. Dichos supuestos orientan la racionalidad de la oferta de servicios, o bien el tipo de respuestas estatales frente a lo que los decisores definen como necesidades de la población. Y es así como el Estado deviene en actor protagónico en la construcción de un determinado tipo de sociedad. Desde una mirada de género, las políticas de Estado –por acción u omisión– regulan también la intervención de mujeres y varones en los mercados de trabajo, en la vida comunitaria y en los hogares, en tanto atribuyen diferencialmente responsabilidades de provisión y de cuidado, responsabilidades que se apoyan en determinados principios ideológicos y morales acerca de lo que unos y otras deben ser y hacer en sus ámbitos de acción e

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