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Los dos leones
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Los dos leones

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Los dos leones, por Francesco Grasso

La novela de Roberto y Ruggero de Altavilla

La saga medieval de los normandos en Italia

Alba del segundo milenio. Dos hermanos, Roberto y Ruggero, dejan el pequeño pueblo de Hauteville, en la región francesa que justo en ese momento comienza a ser llamada Normandía, y se dirigen hacia el sur de Italia. Tienen con ellos una espada, un caballo y una ambición desmesurada.

Roberto gracias a una astucia luciferina que será legendaria, Ruggero a través de una fuerza física excepcional y una fe inquebrantable que va más allá del misticismo. Vencerán a sus enemigos, se transformarán en líderes poderosos y temidos, moverán ejércitos y conquistarán un trono. Se verán enfrentados por deseos de dominación y por el amor de una misma mujer. Porque si es verdad que dos leones pueden cazar juntos, uno solo puede dirigir la manada.

Esta novela es la primera de una saga dedicada a la epopeya de los normandos en Italia.

IdiomaEspañol
EditorialBadPress
Fecha de lanzamiento17 jun 2021
ISBN9798201236250
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    Los dos leones - Francesco Grasso

    Prólogo

    Mileto, invierno, 1100 A.D.

    El monje avanzaba a pasos medidos a lo largo de la nave principal de la iglesia abacial. A esa hora, mucho antes de los maitines, solo la llama de las velas iluminaba el transepto, proyectando sombras inciertas sobre el alto techo de vigas. El hielo que precedía al alba, contra el cual poco podía la tela áspera del sayo y el escapulario negro de la orden benedictina, endurecía los miembros del hombre y parecía morderlo hasta los huesos. El aire olía a incienso, a sebo animal y a antigua devoción.

    El religioso era de baja estatura, delgado, la espalda encorvada y la nariz pronunciada; la tonsura monacal escondía una incipiente calvicie. Mascullaba salmos mientras, según el voto de humildad de la regla, barría el suelo de arenisca, serpentina y pórfido, el cual, le habían confiado, era fruto del despojo de un vecino templo pagano.

    Habiendo liberado los peldaños del altar de las gotas de cera, el monje hizo la señal de la cruz educadamente y se dirigió al coro. De repente se detuvo, retrocediendo. Delante del primero de los tres ábsides, el cuerpo de un hombre yacía boca abajo sobre las losas de arenisca, en cuclillas, los brazos extendidos, bien separados del tronco, más en la posición de un Cristo caído que en el acto suplicante del penitente.

    Por instinto, el monje pensó en un mendicante refugiado dentro de la abadía para escapar a las garras de la noche. Pero luego notó los suntuosos vestidos, la capa, las botas de fieltro. Se liberó velozmente de la escoba, se arrodilló al lado del intruso. Y se puso rígido al reconocerlo.

    «¿Conde Ruggero?» aventuró. «¿Mi señor? ¿Os encontráis bien?».

    El hombre levantó la cabeza. Rondaba los setenta años; cabellos cándidos, barba bien cuidada. Su tamaño era macizo, el torso imponente, los miembros robustos. Sus ojos, del color del mar en invierno, estaban rodeados de sufrimiento.

    «¿Te conozco, monje?».

    El benedictino se inclinó, impresionado por el tono de voz del otro. Estaba acostumbrado a sentirla resonar voluntariosa, imperiosa; nunca la había sentido tan sufrida.

    «Soy Goffredo, mi señor. De esta parte de los Alpes algunos me llaman Malaterra. Estoy a vuestro servicio».

    El conde asintió sin convicción.

    «Ah, el escriba de Saint-Évroult. Recuerdo. Estás aquí para escribir con tu propia mano las empresas de mi espada».

    «¿Está todo bien, mi señor? ¿Debo llamar...?».

    «Solo tienes que irte, escriba. Déjame con mis plegarias».

    El monje se dio cuenta de que las mejillas del conde estaban regadas de lágrimas. Y aquello lo impresionó tanto, que a pesar de la índole servil que lo distinguía decidió desobedecer.

    «Mi señor, soy un religioso, lo sabéis. Si puedo serviros de consuelo, ayudaros de alguna manera, solamente tenéis que solicitarlo».

    El conde se puso de rodillas con dificultad. Miró al benedictino como si recién se diera cuenta de que estaba allí. Habló nuevamente, emitiendo algo más que un susurro.

    «Estos son días de demonios, escriba, y noches de pesadilla. Él me ha abandonado. Ya no me ama».

    «¿Qué?» balbuceó el monje desorientado. «¿Quién no os ama?».

    El conde señaló el rostro del Salvador que ornaba la bóveda de la linterna, algo más abajo del crucero de estilo bizantino.

    «Dios» explicó, « el Omnipotente me ha dado la espalda. Me acusa de todo tipo de maldades. Hasta de haber causado la muerte de mi hermano, el duque».

    Goffredo hizo la señal de la cruz, asustado.

    «Perdonad, mi señor, tengo la seguridad de que os equivocáis. La Iglesia os estima más que nunca. No hace un año que el Santo Padre firmó la bula para nombraros legado papal».

    El conde sacudió la cabeza.

    «No hablo de Urbano. Él es un pequeño hombre que yo tengo en mi puño. Es Dios quien ha dejado de amarme».

    Goffredo agrandó los ojos.

    «¿Cómo podéis decirlo? A ningún mortal le es concedido conocer el juicio del Creador».

    Ruggero agarró con fuerza el hombro del monje. Goffredo sofocó un grito de dolor.

    «Yo puedo, escriba. Él me habla».

    El benedictino se hizo la señal de la cruz nuevamente. Trató de deshacerse del agarre del conde. Le tocó ligeramente la mano, dándose cuenta de que quemaba por la fiebre.

    «Mi señor, os imploro...».

    «Deseo que recojas mi confesión, escriba» decretó Ruggero, «que me absuelvas. Ahora».

    «¿Confesión? No puedo, mi señor. Quizás el abad...».

    El conde levantó la mano derecha ordenando silencio.

    «No me des fastidio con tus tonterías, escriba. Te ordeno que seas capaz de absolverme».

    Goffredo empalideció. Ruggero se puso de pie, abrumándolo con su altura. Manteniendo el agarre en el hombro del benedictino, lo arrastró hacia los asientos del coro. Goffredo se sintió levantado del suelo. Gimió; había sentido hablar de la prodigiosa fuerza del conde, pero la consideraba una adulación de los cortesanos. Si era tan vigoroso de anciano, no osaba pensar el titán que debía haber sido de joven.

    De alguna manera logró sentarse sobre un banco decorado con motivos en sales de azufre y manganeso. El conde se dejó caer en el asiento contiguo, dominándolo.

    «No seré breve, escriba. Hay muchos pesos de los que deseo aliviar mi alma».

    Con dificultad, el benedictino pudo emitir un espasmo.

    «Homo proponit Deus disponit. Como deseéis, mi señor». 

    Ruggero cerró los ojos y cruzó los poderosos brazos.

    «Recuerdo la primera vez que el Omnipotente me habló. Yo era solo un muchacho. ¡Hace tantos, tantos años de esto! Si vuelvo a pensar en ese entonces, me parece que fue en otra vida».

    Goffredo, más por obligación que por deferencia, resolvió escuchar.

    Vayan y prueben la locura de los normandos

    Amato de Montecassino

    En cada una de tus empresas, toma a Dios como aliado, y seguramente obtendrás la victoria

    Ruggero d’Altavilla, gran conde de Sicilia

    Dos leones pueden cazar juntos. Pero solo uno puede guiar la manada

    Roberto d’Altavilla, duque de Calabria y de las Apulias.

    Capítulo 1

    Hauteville en Normandie, 1043-47 A.D.

    Crecí en la tierra que fue de los francos y que hoy lleva el nombre del pueblo del norte. Recuerdo las mesetas drapeadas de espigas al comienzo del verano, los declives blancos de granito y piedra de gres, los bosques de pinos y enebros, los torrentes en los cuales se agitaban los salmones, la brisa que soplaba desde el oeste trayendo consigo la salobridad del océano.

    Recuerdo las pasturas que se extendían hasta el horizonte y los caballos que corrían en manada sobre ellas. Mi padre decía que eran los mejores animales en toda la Tierra, el regalo que Dios entregó a los normandos cuando abandonaron las cubiertas de las naves, puesto que Él deseaba que el hombre del norte dominara el mundo, ya no como pirata, sino como caballero.

    Mi padre se llamaba Tancredo, que en nuestra lengua significa el pensador. Era un hombre sabio y reflexivo, fiel, hasta la última gota de sangre, a su duque, Ricardo II de Caux.

    No tengo muchos recuerdos de él; casi siempre estaba lejos de Hauteville, supervisando la construcción de fortalezas, cobrando tributos, escoltando a su señor en salidas de caza; en resumen, dedicado a las mil ocupaciones de un vasallo en tiempos de paz.

    Me trajo al mundo Fredisenda. Segunda esposa de mi padre, no quedó mal con respecto a la primera, ya que había logrado dar a luz cuatro hijos varones sanos, más las mujeres, de las cuales no recuerdo bien el número. Alta y de vientre amplio, piel de nieve y cabellos de oro, era una mujer normanda hasta la médula de los huesos. No obstante fuera cristiana, bautizada al llegar a la pubertad como es costumbre entre nuestra gente, por las noches amaba narrarme las historias de la vieja religión: Odín, que hablaba en versos y había donado las runas a los hombres; el caballo de ocho patas Sleipnir; Thor, el señor del trueno; Ratatosk, la ardilla que corre de arriba abajo entre las ramas del árbol de la vida Yggdrasill...

    En casa fui el último en nacer. Mis numerosos hermanos, bastante mayores, ya eran guerreros cuando yo todavía chupaba la teta de Fredisenda. Cuando cumplí doce años y recibí como regalo mi primera espada, muchos ya habían partido buscando fortuna. En ausencia de mi padre, Roberto, el mayor de los que quedaron en Hauteville, se atribuía el rol de jefe de familia.

    Agudo, de pensamiento veloz como el rayo, mi hermano era poco escrupuloso, ambicioso más allá de todo límite. Rápido con la mano y con el bastón, participaba raramente en las riñas —que algunos concebían como adiestramiento para la guerra— en las que los muchachos de Hauteville ocupaban sus días. Estaba mucho más interesado en provocarlas, las peleas, y luego dirigirlas. Tenía un talento innato para convencer a quien lo escuchaba, y se hacía seguir; usaba ese don muy a menudo. Se tratara de llevar a cabo una incursión contra los adolescentes de una villa vecina, o de buscar campesinas para montar en los heniles luego de la cosecha de las manzanas, Roberto invariablemente terminaba como cabeza del grupo y los otros seguían, dóciles, sus pasos.

    Fredisenda, consciente del carácter de ese extraño hijo suyo, a menudo lo llamaba por uno de los tantos nombres de Loki, el más malvado entre los viejos dioses.

    «Eres un Wiskard» le decía, que significa astuto y traicionero. Lejos de enfadarse, mi hermano se vanagloriaba de ese epíteto, adoptándolo como suyo junto a la máxima escandinava que repetía muy a menudo:

    «¿Qué importa obtener la victoria con las armas o con el engaño?» declaraba altivo. «Lo que cuenta es que yo, el Guiscardo, un día dominaré el mundo. Así está escrito en las estrellas».

    En esa época, lo confieso, yo también estaba subyugado por su carisma. Me fascinaba, sobre todo, su facilidad para expresarse. Hablaba con fluidez, no solo las lenguas franca y normanda; también hablaba el latín de los religiosos, idioma que todavía hoy yo utilizo con dificultad. Y sabía imitar perfectamente la voz de todos. Una vez —creo que fue una apuesta— se introdujo a escondidas en la iglesia, aturdió al viejo cura con el plano de la espada, se colocó la sotana y celebró la función sin que los fieles, a quienes dio la espalda hasta Ite Missa Est, se dieran cuenta del engaño.

    Hacia mi persona se comportaba en forma alternada. Algunos días profesaba su amor por mí, aseguraba que me tendría a su lado para siempre, que compartiríamos, como buenos hermanos, la corona del mundo. Pertenecería a nosotros, precisaba, no a ese arrogante de Guillermo, el primo lejano —que veíamos raramente— con el cual Roberto se sentía en competencia y a quien lo unían sus enormes ambiciones de poder.

    Recuerdo que cuando cumplí los catorce años Roberto me enseñó a golpear con la lanza, a parar con el escudo, a vestir la cota de malla y a atarme el yelmo como acostumbran los caballeros. Me daba consejos sobre cómo arengar a la plebe con eficacia, sobre los brindis más adecuados para pronunciar en la mesa, sobre el mejor modo de disponer los hombres en la batalla. Y sobre otros aspectos de la vida con los cuales él tenía mayor facilidad.

    «Entre los muslos de una franca y los de una normanda no hay gran diferencia, pequeño Rogeirr» decía solemnemente. «Quizás las normandas gritan menos. Pero también puedes divertirte con ellas».

    Yo reía, y él me daba una palmada amigable en el hombro.

    En otras ocasiones me trataba como a un enemigo, o, todavía peor, como víctima de los chistes con los cuales solía divertir a los obedientes secuaces que lo rodeaban cada día más numerosamente. Con ellos se ocupaba de demostrar que yo era inferior a él en cuerpo y espíritu, y a menudo lo comprobaba humillándome. Cuando protestaba, él admitía puntualmente que yo tenía razón y juraba que no lo volvería a hacer. Para luego violar la promesa en el tiempo que lleva una puesta de sol.

    Roberto era así; contar con su palabra era como verter vino en el chiquero de los cerdos. Él prometía con convicción todo lo que los otros solicitaban, y luego mantenía solamente lo que le convenía. Engañaba, perjuraba, hasta mentía a nuestra madre. Era ávido, avaro, vanidoso e inconstante.

    Yo tenía dieciséis años cuando, luego de haber sufrido un número de vejaciones que ya no podía contar, decidí que era suficiente. No me encontraba en condiciones de enfrentarlo, ni a él ni a su corte de aduladores, por lo tanto establecí dejar Hauteville y el infierno en el que se habían convertido mis días.

    Fue Fredisenda la que me lo impidió. No le había confiado nada, pero ella fue testigo de buena parte de las mortificaciones que Roberto me infligió; además, las huellas de las palizas que se veían en mi rostro hablaban por sí mismas.

    «Thor nunca huyó frente a Loki», murmuró mientras yo llenaba mi saco con las provisiones para el viaje. «Lo enfrentó hasta cuando el desafío parecía desigual. Y siempre prevaleció».

    Yo estaba agotado, lleno de rabia, y fui grosero con ella.

    «Basta ya con tu Thor y tu Loki, madre» la silencié. «Estoy cansado de cuentos».

    Ella pareció entristecerse. Tenía más de una sombra gris entre los cabellos, sus manos estaban magulladas en el dorso, las uñas partidas, la sonrisa forzada. Por primera vez la vi vieja.

    «Quizás tengas razón tú, Rogeirr. Los antiguos ídolos han cumplido su tiempo. Dirígete al nuevo dios, entonces. Si estás en lo cierto, él sabrá escucharte».

    Me ofreció una cruz de madera, me besó en la frente y salió de la habitación.

    Yo vacilé, impresionado. En ese momento recordé que muchas veces, siendo niño, sorprendí a Fredisenda hablando consigo misma cuando creía estar sola. Nunca lo confesaría a mi padre, pero yo sabía que rezaba a Freya —la antigua señora de la fertilidad— cada vez que una conocida quedaba embarazada. Y se dirigía a Frigg, la esposa de Odín, ante cualquier pequeño desacuerdo o contratiempo que amenazara agrietar la serenidad de nuestro hogar.

    ¿Por qué, me dije, no podía hacer lo mismo, dirigiéndome, no a falsas divinidades, sino al único, verdadero señor de los cielos? Me habían enseñado que Dios Omnipotente recompensa a los virtuosos y castiga a los pecadores. Y yo creía en ello, con todo mi ser.

    Me arrodillé, cerré los ojos y comencé a rezar. Y a rezar. Y a seguir rezando. Hasta que oí una voz resonando en mi cabeza.

    «Ego te ausculto, Rogerius».

    Eso me sacudió. Pero no me sorprendió. Yo era Ruggero, hijo de Tancredo; era un hombre libre de pura sangre vikinga. Dios amaba mi estirpe, lo había demostrado de mil maneras, acabando con nuestros enemigos, regalándonos la tierra más rica de la creación y todo tipo de botines. ¿Por qué tendría que desoír mis invocaciones?

    «¿Entiendes lo que digo, Roger de Hauteville? ¿Prefieres que hable en normando, Rogeirr Tankredsson?».

    «Comprendo, Señor Dios Omnipotente» murmuré con gratitud. «Me dirijo a Ti, con humildad, para pedirte...».

    «Sé qué es lo que te atormenta, joven guerrero. Y puedo ayudarte».

    Me iluminé de esperanza.

    «Sí, te imploro. Libérame de mi hermano y te prometo que...».

    La voz estruendosa intimó el silencio.

    «Cada cosa en su momento. Tú, que tienes por nombre Glorioso con la Lanza, escúchame. Tú y yo estipularemos un pacto. Tendrás la paz que deseas. A cambio, tendrás que prometer que cuando llegue el momento, llevarás a cabo aquello que te diré».

    «¿Qué llevaré a cabo?».

    La voz me lo dijo. Y yo juré, sobre mi alma y el honor de mis ancestros, obedecer.

    Así hubo una tarde y una mañana.

    ***

    En las semanas que siguieron mi cuerpo se transformó. De mocoso bajo y de tamaño insignificante que era, antes de que terminara el verano crecí casi dos palmos y saqué una musculatura capaz de asustar a un oso.

    Con la llegada de las lluvias de otoño, nadie en toda Hauteville pudo enfrentarse a mí en fuerza física. Los primeros en darse cuenta fueron los aduladores de Roberto. Después de derribar una docena de ellos solo con mis manos, no se atrevieron a darme fastidio. Una noche se me vinieron cuatro encima, con mazas y bastones. Quise ser magnánimo y les concedí volver a casa enteros. Más o menos.

    Roberto, que no era estúpido, desde que supo aquello se mantuvo prudentemente a distancia. Yo agradecí a Dios y decidí que podía volver a sonreír. Por lo menos hasta la historia del caballo.

    ***

    Mi padre tenía la costumbre, cuando uno de sus hijos llegaba a la edad para la investidura, de regalarle un corcel de calidad ya adiestrado para la batalla. Roberto y mis otros hermanos habían recibido su cuadrúpedo y estaban enloquecidos de orgullo. Yo era el único varón de casa que todavía no era, ni formalmente ni de hecho, un caballero. Roberto no dejaba de reprochármelo con maldad, sabiendo que quizás era el único modo a través del cual podía todavía herirme.

    Ese año era finalmente mi turno. Sabía que antes de Navidad nuestro padre volvería a Hauteville con mi cabalgadura. Lo imaginaba blanco; un espléndido corcel de crin tupida y cascos veloces. Sobre su grupa haría temblar el mundo.

    Recuerdo que esa noche estalló un feroz temporal. Tuve que ayudar a los pastores a reunir las bestias y ponerlas al reparo de los rayos. Puesto que ya todos me reconocían como el más fuerte de la familia (algunos habían comenzado a llamarme Ruggero el Bosso, el macizo), el trabajo más pesado recayó sobre mis hombros. Por la noche estaba tan cansado que volví a nuestra morada casi sin distinguir el camino que pisaba. Me derrumbé a dormir en el primer pajar sobre el cual pude tirarme.

    Al despertar a la mañana siguiente, me sorprendió encontrar a mi padre frente a mí. Aparentemente había llegado la noche anterior, en medio del temporal. Me pareció extraño que nadie me hubiera despertado, pero concluí que quizás lo habían intentado sin éxito.

    Tancredo me abrazó jovial. Me sorprendió descubrir que era más bajo que yo, él, que siempre me había parecido una montaña de hombre. Insistió para que desayunáramos juntos, llenó los cuernos de cerveza para brindar, me narró sobre las maravillosas empresas que había realizado para su señor Ricardo en los meses que estuvo fuera.

    Yo temblaba. Me quemaba el deseo de montar el caballo que ciertamente él me había traído. Pero no quería ser descortés y fingía prestar atención a su charla. Hasta que llegado un momento perdí la paciencia y solté.

    «Perdonadme padre, desearía ver mi corcel. Está en el establo, ¿verdad?».

    Tancredo arrugó la frente con aire desilusionado. Entendí que algo no estaba bien.

    «¿Tu corcel? Es extraño que digas eso después de lo de anoche. ¿Has cambiado idea? Deberías ser más firme en tus convicciones, Rogeirr. En todo caso, ya es tarde».

    Me sacudí.

    «¿Anoche? ¿Qué significa?».

    «Lo sabes bien. Me dijiste que no deseabas un caballo, que preferías renunciar a tu regalo. Te pedí que reflexionaras mejor, que me parecía tonto hablar así, en la oscuridad, entre los rayos, sin siquiera vernos el rostro. Pero tú...».

    De repente todo fue claro. Apreté los dientes.

    «Roberto».

    «Claro», confirmó mi padre. «Obsequié el nuevo caballo a tu hermano. Justo como me sugeriste».

    Me levanté de un salto, tan abruptamente que el banco en el cual estaba sentado se rompió. Sentí que Tancredo pedía explicaciones, pero yo estaba muy enfurecido. Corrí afuera.

    La lluvia había cesado. El cielo todavía estaba nublado, de ese color que solo los otoños en Normandía poseen. Una familia de cuervos graznaba desde las ramas de un enebro. El torrente estaba hinchado, las orillas cubiertas de barro. Las piedras de Hauteville brillaban, las chimeneas exhalaban vapor, el aire olía a limpio.

    Lo vi. Roberto estaba montando el corcel que me había quitado por medio del engaño, y lo hacía trotar a su gusto en el fango del patio. El animal era como lo había imaginado: pequeño y ágil, un manto inmaculado, crin tupida, dos ojos redondos e inteligentes. Mi hermano se complacía en hacerlo mover hacia la derecha y la izquierda, lo hacía apuntar y girar sobre sí mismo, golpeándolo en las ancas con un bastón si no obedecía rápidamente.

    Cuando me vio se levantó sobre la silla, trotó hacia mí y sonrió. Al verlo tan triunfal y radiante en su provocación, pensé que mi madre siempre había tenido razón. Roberto era el Wiskard, la encarnación de la astucia insolente e impía de Loki, el malvado.

    «¿Cómo te atreviste?», lo enfrenté enloquecido.

    «¿Atreverme a qué, mi buen Rogeirr?» se mofó. «A propósito, ¿qué piensas de mi nuevo corcel? Quizás es demasiado joven, pero tendré tiempo de enseñarle».

    Apreté los puños.

    «Anoche te presentaste a nuestro padre falseando la voz, haciéndote pasar por mí. Lo engañaste para apoderarte de aquello que era mío».

    Irguiéndose sobre la montura para elevarse sobre mi persona, ensayó una cara de sorpresa.

    «¿Quizás estás sugiriendo que el noble Tancredo, fiel vasallo y consejero del duque Ricardo, es tan tonto como para no saber distinguir entre sus propios hijos? Pon atención, mi buen Rogeirr; en tu lugar evitaría insultar a nuestro padre. Diablos, podría reconsiderar tu investidura».

    La ira me encegueció. Olvidado de cualquier otra cosa que no fuera la ofensa recibida, estiré los brazos, hinché el tórax, planté bien las botas en el terreno mojado.

    Y levanté a Roberto en el aire, con el caballo.

    El animal, asustado, se puso rígido. Roberto abrió completamente la boca, por una vez sin palabras. Yo hice un giro con el torso y lo tiré, junto con el animal, por la pendiente que llevaba al torrente.

    Mi hermano saltó de la montura justo a tiempo para evitar ser embestido. Rodó en el fango; gracias a su acostumbrada buena suerte no se golpeó con piedras o ramas puntiagudas. Se puso de rodillas y se levantó sin daño. El caballo, en cambio, solo pudo frenar la caída en la orilla. Allí se detuvo, dado vuelta, moviendo las patas al aire y relinchando de dolor.

    Giré hacia Roberto. Mi hermano estaba pálido. Había perdido su bastón, enterrado en el barro. Avancé. Él retrocedió.

    «Estás loco» balbuceó. Luego me dio la espalda y comenzó a correr hacia los establos.

    «Déjalo ir, Rogerius» tronó la voz en mi cabeza. «Acta est fabula: has cometido suficientes acciones reprochables».

    Yo me sobresalté. Era la primera vez desde el día de mis oraciones que Dios volvía a hablarme. Enseguida entendí a qué se refería. Corrí a socorrer el caballo. Se había lastimado las patas de atrás; quizás una estaba rota.

    «Es tu deber curarlo, Rogerius. Y tendrás que hacerlo bien para obtener redención por tu culpa».

    «¿Sanará?» me atreví a preguntar, sinceramente arrepentido.

    «Sí, pero ya no correrá como antes».

    Bajé la cabeza y tragué.

    «Lo arruiné».

    «¿Quién puede decirlo, Rogerius? Difícilmente cargará en la batalla, de manera que quizás le has salvado la vida. Será bueno para el trabajo en los campos. Podrás obsequiarlo a los campesinos; lo atarán al carro, o al arado».

    Tomé el hocico del caballo entre mis manos. Sus ollares todavía estaban dilatados por el susto, pero su respiración se regularizaba. Sobre el cuello tenía una mancha oscura que recordaba la punta de una lanza. Recogí un par de ramas que traía la corriente, me rasgué la vestimenta y le entablillé la pata herida. Sus ojos redondos e inteligentes me miraron fijamente, con intensidad.

    «No lo cederé a nadie. Es el corcel que mi padre eligió para mí. Quizás no pueda montarlo en la guerra, pero no importa.

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