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La boca del infierno
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Libro electrónico153 páginas1 hora

La boca del infierno

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Isabel es testigo de la muerte de su padre, un conocido periodista, en una sala del Museo del Prado. Sin poder entender lo que ha sucedido, decide averiguar en qué estaba metido. Cuando cree que sus pesquisas no llevan a ningún sitio, aparece Marco, un joven que relaciona esa muerte con antiguas leyendas, objetos míticos y un extraordinario poder que se oculta en El Escorial. Incrédula al principio, no tardará en comprender que las vidas de ambos corren grave peligro, ya que no son los únicos que tratan de descubrir el secreto que se esconde tras los muros del monasterio.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento30 abr 2021
ISBN9780190544171
La boca del infierno

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    La boca del infierno - Rocio Rueda

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    La boca del infierno

    Rocío Rueda

    La boca

    del infierno

    Para todas las personas

    con las que comparto mi día a día.

    1

    San Lorenzo de El Escorial, 1584

    Apunto de llegar la medianoche, el hombre, que escondía su rostro bajo una capa negra, aceleró el paso para llegar a un enorme macizo de piedra. La luna estaba oculta bajo un espeso manto de nubes y una densa capa de niebla comenzaba a cubrir la ladera. Pero él no necesitaba ver por dónde caminaba, conocía perfectamente cada palmo de aquel lugar y eso le permitía prescindir del fuego de las antorchas para moverse con libertad por aquellos parajes.

    Una vez llegó a la roca, descubrió su rostro antes de apoyar sus manos sobre ella. No podía flaquear. Debía mantener el valor necesario para cumplir con su deber. No en vano, había acudido a aquel mismo lugar todos los días durante los últimos veinticinco años, ya que era el sitio donde el destino hizo que su vida cambiara para siempre.

    —Mi señor. —La voz de un muchacho que acababa de llegar al lugar consiguió sobresaltarlo—. Todo está preparado —añadió el joven.

    Sin decir una sola palabra, el misterioso hombre colocó de nuevo la capucha sobre su cabeza y caminó junto al joven fraile que había acudido en su busca.

    —¿Estáis seguro de que tiene que ser esta noche? —se atrevió a decir el clérigo, consciente de que una noche así solo podía traer malos presagios. Aunque intentaba conservar la calma, su mano derecha, que sostenía la antorcha, empezó a temblar. La niebla parecía querer ocultar la noche y arrebatarle el valor necesario para cumplir la misión que le había sido confiada.

    —Ten fe, amigo —respondió el hombre mientras apoyaba su mano en el hombro derecho del joven para infundirle ánimo—. Todo acabará hoy —aseguró.

    Después de dejar atrás la espesura del bosque, llegaron a una pequeña puerta de hierro oculta tras unos matorrales. El muchacho, la única persona a la que había confiado la existencia de aquella entrada secreta, se apresuró a abrirla. Una vez dentro, una corriente de aire frío recorrió aquel estrecho pasadizo y apagó la tea del asustado joven. El hombre, lejos de preocuparse, mostró más determinación que nunca. A medida que recorrían aquel laberinto de pasillos, pudo notar cómo la respiración del muchacho se volvía más rápida y agitada, y no dudó en recordarle una vez más el valor que había mostrado hasta ese momento. Aquel joven, de tan solo veinte años, había sido el portador del más preciado secreto que alguien pudiera imaginar. Cuando aquel interminable pasillo dio paso a una enorme galería, la luz de las antorchas iluminó nuevamente su camino y el chico recuperó el valor que lo había acompañado durante los últimos meses.

    Después de cumplir las últimas instrucciones, el misterioso hombre lo miró directamente a los ojos. Aunque no dijo ni una sola palabra, intentó hacerle comprender lo importante que había sido su labor en todo aquel asunto. Luego, el joven salió de la cámara con la absoluta certeza de que todo lo que le había sido revelado permanecería vivo en su memoria para siempre.

    Una vez solo, se dispuso a finalizar la última parte de la misión encomendada. Después de tantos años de espera, estaba preparado para cumplir su destino.

    2

    Madrid, 2015

    Isabel salió al pasillo y echó a correr sin ni siquiera advertir que no había cerrado la puerta del apartamento. Mientras se dirigía a las escaleras, las palabras de aquel desconocido resonaban en su cabeza. ¿Realmente era posible que aquello estuviera sucediendo? Una vez en la calle, comprobó que estaba lloviendo. El agua consiguió que reaccionara por fin. Paró el primer taxi que vio e indicó al conductor que la llevase al Museo del Prado lo más rápido posible. La joven no quería pensar en la posibilidad de llegar demasiado tarde. Después de todo lo que había pasado merecía obtener respuestas, así que suspiró aliviada al comprobar que a esas horas el tráfico no suponía un problema. Cuando el coche se detuvo en su destino, pagó al taxista y salió apresuradamente del vehículo, dejando al hombre con el cambio en la mano. Al encontrarse frente a la puerta, vio cómo la policía estaba desalojando el edificio. Isabel subió los últimos escalones y se dirigió a uno de los agentes.

    —Lo siento, pero no puedo dejarla pasar —le informó el policía antes de que ella dijese nada.

    —¡Debo pasar! —exclamó Isabel después de que el agente no prestara atención a lo que decía—. ¡Es mi padre!

    Después de escuchar el motivo por el que aquella muchacha estaba allí, el policía la acompañó hasta donde se encontraba su superior.

    —¡Miguel! —dijo Isabel mientras abrazaba a un hombre que se encontraba junto al inspector jefe—. ¿Me puedes explicar qué es lo que sucede?

    Miguel Ortiz era compañero de trabajo de su padre. Después de más de diez años trabajando en el mismo periódico, no solo compartían responsabilidades, sino que eran buenos amigos. Él, incapaz de decir nada que tuviera el más mínimo sentido, se limitó a mostrar a la joven la imagen de una de las cámaras de seguridad.

    —¡No puede ser! —Isabel sintió que todo daba vueltas a su alrededor. Aunque la escena que mostraba la pantalla era la resolución a las preguntas e incógnitas de los últimos tres meses, las circunstancias eran totalmente diferentes a lo que hubiera imaginado.

    —Entiendo que esto debe de ser muy duro —intervino finalmente el inspector—, pero no podemos permitirnos perder más tiempo. Aunque no estoy muy seguro de ello, el señor Ortiz insiste en que puede ayudarnos a resolver todo este asunto antes de que alguien resulte herido.

    Isabel escuchó atentamente las palabras de aquel hombre y, después de comprender cómo se habían desarrollado los hechos, la incertidumbre volvió a adueñarse de ella. Aquello no tenía ningún sentido.

    —Dispone de cinco minutos para hacerle entrar en razón —señaló el inspector—. Trascurrido ese tiempo, no tendremos otro remedio que intervenir.

    La joven miró el micrófono que el inspector acababa de encender y pensó en qué podía decir para arreglar aquello. Pero las palabras se atascaron en su garganta. Era incapaz de hablar, al menos desde ese lugar.

    —Esto es inútil —dijo el inspector—. Avisen a todos los hombres de que vamos a entrar.

    Aquella frase hizo reaccionar a Isabel, que aprovechó el momento en que el inspector daba las últimas órdenes para acercarse al lugar que acaparaba toda la atención de la policía. Uno de los agentes la detuvo antes de que pudiera entrar en la sala, aunque la chica no dejaba de forcejear, y eso hizo que el hombre que amenazaba con una pistola a un asustado visitante la mirase directamente. Isabel se sorprendió al encontrarse con el rostro de su padre totalmente inexpresivo.

    —¡Papá! —gritó la joven mientras las lágrimas corrían por su rostro—. ¿Qué está ocurriendo?

    Pero él ni siquiera se inmutó. Permaneció con el arma levantada, dispuesto a apretar el gatillo. El inspector comprendió lo que iba a suceder e hizo un gesto a sus hombres para que intervinieran. Isabel extendió su brazo en un vano intento de llegar a tocar a su padre. En ese momento, el sonido de un disparo paralizó a los presentes, y al darse cuenta de lo ocurrido, la muchacha cayó al suelo.

    3

    Isabel abrió los ojos y miró confundida a su alrededor. Pronto confirmó que estaba en el hospital. Lo último que recordaba era la cara de su padre. Pero aquel rostro no reflejaba la bondad que él poseía, sino que infundía un terror que ella misma había experimentado. La joven trató de levantarse. Tenía que saber qué era lo que había sucedido. Antes de que pudiera salir de la habitación, el inspector de policía que estaba en el museo apareció.

    —¿Cómo se encuentra, señorita Salgado? —fue lo primer o que preguntó aquel hombre. Isabel se llevó una mano a la cabeza. La chica había sufrido un desmayo y se había golpeado al caerse al suelo.

    —¿Qué le ha sucedido a mi padre? —quiso saber la muchacha.

    El inspector bajó la mirada e Isabel sintió que las fuerzas le flaqueaban.

    —Necesito hacerle unas preguntas —informó el inspector.

    —¿Acaso no estaba allí? —señaló la joven alterada—. Sabe tan bien como yo lo que sucedió.

    —Aun así, hay varias cosas que necesito saber —insistió él—. ¿Tiene alguna idea de por qué su padre acudió al museo? —La joven negó con la cabeza—. Su padre llamó por teléfono a Miguel Ortiz para citarse con él en el Prado, ¿también se puso en contacto con usted?

    —No —dijo ella dolida, ya que su padre había decidido llamar a Miguel y no a ella.

    —¿Inspector? —Miguel Ortiz acababa de regresar de la cafetería—. ¿De verdad cree que esto es necesario?

    —Me temo que sí —aseguró él—. El señor Salgado desapareció hace tres meses y nadie ha sabido de él en todo este tiempo —remarcó el inspector, ya que la policía había investigado su desaparición sin éxito—. Esta misma mañana, el padre de esta joven reapareció en el Museo del Prado. Después de entrar en el edificio como un turista más, se dirigió a una de las salas, donde sacó un arma que llevaba tan bien oculta que no fue detectada en los controles. —Isabel mostró su sorpresa ante las palabras del policía. La joven ni siquiera imaginaba que su padre supiera cómo utilizar una pistola—. Después de efectuar varios disparos al aire, el pánico se apoderó de los turistas, que intentaron salir de allí lo más rápido posible. Pero su padre impidió la salida de un hombre, obligándolo a permanecer en aquella sala con él —concluyó el inspector—. ¿Reconoce al hombre que su padre retuvo? —preguntó mientras le mostraba una fotografía con la intención de averiguar por qué Luis Salgado le había apuntado con un arma.

    —No —aseguró la joven mientras fijaba su mirada en la foto. Aunque lo había visto en el museo, apenas recordaba su rostro.

    —¿Y usted? —preguntó a Miguel, que negó con la cabeza.

    Al comprender que nada de aquello tenía el más mínimo sentido, Isabel se desmoronó. El agente permaneció unos segundos en silencio antes de dirigirse a la puerta.

    —Continuaremos esta conversación cuando se encuentre mejor —dijo antes de salir.

    —Deberías acostarte de nuevo —aconsejó Miguel una vez solos.

    La joven se limitó a sentarse en el borde de la cama mientras tapaba su rostro con las manos.

    —¿Qué hacía mi padre en el museo? —preguntó a continuación—. Tú mismo viste su estado. ¿Qué podría haberlo llevado a actuar así? —Miguel tomó la mano de la joven. Luis apreciaba verdaderamente a Isabel y sabía que, a partir de ese momento, nada volvería a ser lo mismo para ella—. ¿De verdad no tienes la menor idea de qué investigaba mi padre antes de desaparecer?

    —Sé que tenía un asunto importante entre manos —contestó

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