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Obras morales y de costumbre I
Obras morales y de costumbre I
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Libro electrónico99 páginas1 hora

Obras morales y de costumbre I

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El volumen recoge las obras más importantes del autor sobre el pensamiento mágico, el erotismo y la música antiguas: Sobre Isis y Osiris, Diálogos píticos, Sobre el amor, Sobre la música.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento22 abr 2021
ISBN9791259715104
Obras morales y de costumbre I
Autor

Plutarco

Plutarco nació en Queronea (Beocia), en la Grecia central, y vivió y desarrolló su actividad literaria y pedagógica entre los siglos I y II d. C., cuando Grecia era una provincia del Imperio romano. Se educó en Atenas y visitó, entre otros lugares, Egipto y Roma, relacionándose con gran número de intelectuales y políticos de su tiempo. Ocupó cargos en la Administración de su ciudad, donde fundó una Academia de inspiración platónica, y fue sacerdote en el santuario de Delfos.

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    Obras morales y de costumbre I - Plutarco

    I

    OBRAS MORALES Y DE COSTUMBRES I

    1

    Vamos a examinar qué se puede decir sobre la educación de los hijos 1A

    nacidos libres y con qué método pueden llegar a ser buenos en sus costumbres.

    2

    Lo mejor es, quizá, comenzar primero por el nacimiento. En efecto, a los que desean ser padres de hijos ilustres yo, al menos, les aconsejaría que no se casen con mujeres de baja condición, quiero decir con mujeres tales como las cortesanas o las concubinas; pues a aquellos que, de parte de madre o de padre, en su nacimiento, tienen alguna mancha, les acompaña indeleblemente durante toda la vida la vergüenza de su bajo origen y son

    fácil presa de los que quieren despreciarlos y vituperarlos. Y así era sabio el B

    poeta que dice:

    Cuando los cimientos del linaje no se han establecido correctamente, es fuerza que los descendientes sean

    desgraciados [1]

    .

    Así pues, un tesoro hermoso para poder hablar con libertad es un buen linaje, el cual debe ser tenido muy en cuenta por los que desean vivamente una prole de hijos legítimos. Además, los sentimientos de los que tienen un

    linaje indigno e ilegítimo están inclinados por naturaleza al fracaso y a la C

    humillación. Y habla muy bien el poeta que dice:

    Sin duda esclaviza a un hombre, aunque sea valiente, el conocer las culpas de su madre o de su padre [2]

    .

    Así como, por el contrario, los hijos de padres ilustres están, naturalmente, llenos de arrogancia y orgullo. Y por eso, se dice que Diofanto [3] , hijo de Temístocles, decía con frecuencia que lo que él quería era aprobado por el pueblo ateniense. Pues lo que él quería, también lo quería su madre; y lo que quería su madre, también lo quería Temístocles; y lo que quería Temístocles, también lo querían todos los atenienses. Son

    muy dignos de ser alabados también por su magnanimidad los D

    lacedemonios, los cuales castigaron con una multa a su rey Arquidamo [4] ,

    porque se atrevió a tomar en matrimonio a una mujer pequeña de estatura, diciéndole que les pensaba dar no reyes sino reyecitos.

    3

    Y tendríamos que decir, a continuación de estas cosas, aquello que tampoco echaron en el olvido nuestros predecesores. ¿Qué cosa? Que los que se acercan a las mujeres para engendrar hijos conviene que hagan la unión, o totalmente templados o habiendo bebido moderadamente. Pues bebedores y borrachos suelen ser aquellos cuyos padres acontece que

    comenzaron a engendrarlos en estado de embriaguez. Por ello, también 2A

    Diógene s [5] , viendo a un muchacho fuera de sí y aturdido, le dijo:

    «Muchacho, tu padre te engendró estando borracho». Y sobre el nacimiento, ésta es mi opinión; ahora debemos hablar de la educación.

    4

    Por decirlo en líneas generales: lo que se suele decir acerca de las artes y de las ciencias, lo mismo se ha de decir de la virtud: para producir una actuación completamente justa es necesario que concurran tres cosas: naturaleza, razón y costumbr e [6] . Llamo razón a la instrucción, y costumbre a la práctica. Los principios son de la naturaleza, los progresos de la

    instrucción, los ejercicios de la práctica, y la perfección de todas ellas. De B

    modo que, según esto, si falta alguno de ellos, necesariamente la virtud es coja. Pues la naturaleza sin instrucción es ciega, la instrucción sin naturaleza es algo imperfecto, y el ejercicio sin los dos, nulo. De la misma manera que, para el cultivo de la tierra, es necesario, primero, que la tierra sea buena, y, luego, un labrador entendido y, después, buenas semillas, del mismo modo la naturaleza se parece a la tierra, el maestro al labrador y los preceptos y consejos de la razón a la semilla. Querría decir, insistiendo, que todas estas cosas concurren y se unen en las almas de los hombres que son celebrados por todos, de Pitágoras, de Sócrates, de Platón y de todos

    cuantos han alcanzado una gloria inmortal. Por tanto, es feliz y C

    bienaventurado, aquel a quien alguno de los dioses le ha dado todas estas cosas. Pero, si alguno cree que los que no poseen dones naturales, aunque sean instruidos y ejercitados rectamente para la virtud, no serán capaces de compensar, en lo posible, el defecto de la naturaleza, debe saber que está en un grande o, mejor dicho, en un total error. Porque la indolencia echa a perder la virtud de la naturaleza, mientras que la enseñanza, por su parte,

    corrige la torpeza. Lo que es fácil escapa a los negligentes y lo difícil se alcanza con el cuidado. Uno puede aprender qué cosa tan provechosa y

    eficaz son el cuidado y el trabajo, si contempla muchas de las cosas que D

    suceden: las gotas de agua horadan las piedras; el hierro y el bronce se gastan con el contacto de las manos; los aros de las ruedas de los carros, después de ser dobladas con el torno, no podrían recuperar, aunque se intentara, la dirección que tenían al principio. Es im posible enderezar los bastones de los actore s [7] , pero lo que es antinatural con el trabajo llega a ser más fuerte que lo natural. ¿Y acaso muestran estos solos ejemplos la fuerza del cuidado? No, sino que hay miles y miles.

    Una tierra es buena por naturaleza, pero, si se la abandona, se vuelve E

    estéril, y cuanto mejor es por naturaleza, tanto más se pierde por abandono, al ser descuidada. En cambio, un terreno estéril y más áspero de lo necesario, si se cultiva produce al punto excelentes frutos. ¿Y qué árboles abandonados no crecen torcidos y se hacen estériles, pero, si reciben un cultivo adecuado, son fértiles y fecundos? ¿Qué vigor corporal no se debilita y consume por negligencia, molicie y mala disposición moral?

    ¿Qué naturaleza débil no cobra una fuerza extraordinaria con ejercicios gimnásticos y certámenes? ¿Qué caballos, si son bien domados cuando son potritos, no son dóciles a sus jinetes? ¿Y cuáles permaneciendo sin domar, no acaban siendo feroces y salvajes? ¿Y por qué es necesario admirarse de

    lo demás, cuando vemos domesticados y dóciles con los trabajos a muchos F

    de los animales más salvajes? También aquel tésalo, al ser preguntado sobre cuáles eran los más pacíficos de los tésalo s [8] , dijo con razón: «Los que dejan de guerrear». ¿Pero qué necesidad hay de decir muchos ejemplos?

    Pues también el carácter es una costumbre que dura mucho tiempo [9] y,

    si alguno llama virtudes consuetudinarias a las virtudes de carácter, no 3A

    parecerá en modo alguno que yerra. Poniendo un ejemplo más sobre esto, evitaré extenderme más acerca de las mismas cosas. Licurgo, el legislador de los lacedemonios, cogiendo dos cachorros de los mismos padres, no los crio a los dos de forma semejante, sino que al uno lo convirtió en un perro goloso y voraz, y al otro en un perro capaz de rastrear y cazar. Después, en cierta ocasión, estando reunidos en asamblea los lacedemonios, les dijo:

    «Lacedemonios, en verdad, para la adquisición de

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