Amy Foster
Por Joseph Conrad
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Joseph Conrad
Joseph Conrad (1857-1924) was a Polish-British writer, regarded as one of the greatest novelists in the English language. Though he was not fluent in English until the age of twenty, Conrad mastered the language and was known for his exceptional command of stylistic prose. Inspiring a reoccurring nautical setting, Conrad’s literary work was heavily influenced by his experience as a ship’s apprentice. Conrad’s style and practice of creating anti-heroic protagonists is admired and often imitated by other authors and artists, immortalizing his innovation and genius.
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Amy Foster - Joseph Conrad
FOSTER
AMY FOSTER
Kennedy es un médico rural y reside en Colebrook, en la costa de Eastbay. El acantilado que se eleva abruptamente tras los tejados
rojos de la pequeña aldea parece empujar la pintoresca High Street hacia el espigón
que la resguarda del mar. Al otro lado de esa escollera, describiendo una curva, se extiende de manera uniforme, durante varias millas,
una playa de guijarros, vasta y árida, con el pueblo de Brenzett destacando oscuramente en el otro extremo, una aguja entre un
grupo de árboles; más allá, la columna perpendicular
de un faro, no mayor que un lápiz
desde la distancia, señala el punto donde se desvanece la tierra.
Detrás de Brenzett, los campos son bajos
y llanos; pero la bahía está muy protegida, y, de vez en cuando, un buque de gran tamaño, obligado por la mar o el mal tiempo, fondea a una milla y media al norte de la puerta trasera de la Posada del Barco en Brenzett. Un desvencijado molino de viento, que levanta
en las cercanías sus aspas rotas sobre un montículo no más elevado que un estercolero, y una torre de defensa, que acecha al
borde del agua media milla al sur de las cabañas de los guardacostas, resultan muy familiares para los capitanes de las pequeñas embarcaciones. Son las marcas náuticas oficiales
para delimitar ese lugar de fondeo seguro que las cartas del Almirantazgo representan como un óvalo irregular de puntos con numerosos seises en su interior, sobre los que se ha dibujado un ancla diminuta y una leyenda que reza: «Barro y conchas».
Desde la parte más alta del acantilado se
ve la imponente torre de la iglesia de Colebrook.
La pendiente está cubierta de hierba y por ella serpentea un camino blanco.
Subiendo por él, se llega a un ancho valle, no muy profundo, una depresión de verdes praderas y de setos que se funden tierra adentro con el paisaje de tintes purpúreos y de líneas ondeantes que cierran el panorama.
En ese valle que baja hasta Brenzett y Colebrook y asciende hasta Darnford, el merca-
do comarcal a catorce millas de distancia, ejerce de médico mi amigo Kennedy.
Empezó su carrera como cirujano de la Armada, y después acompañó en sus periplos a
un famoso viajero, en los días en que todavía quedaban continentes con tierras inexploradas en su interior. Sus escritos sobre la flora
y la fauna le han dado cierta fama en los círculos
científicos. Y ahora ocupa un puesto de médico rural… únicamente porque él quiere.
Sospecho que su agudeza mental, al igual
que un ácido corrosivo, ha destruido su ambición. Su inteligencia es de naturaleza científica, amante de la investigación, y hace gala de
esa insaciable curiosidad que cree encontrar una partícula de verdad universal en cualquier misterio.
Hace muchos años, cuando volví del extranjero, me invitó a pasar unos días con él.
Acepté encantado y, como no podía abandonar a sus pacientes para estar conmigo,
me llevaba en sus visitas con él… y a veces recorríamos más de treinta millas en una sola tarde. Yo le esperaba en el camino; el caballo arrancaba jugosas ramitas y yo, sentado en
lo alto del carruaje, podía oír las carcajadas de Kennedy a través de la puerta entreabierta de alguna casa.
Tenía una risa franca y atronadora, más propia de un hombre que le doblara en tamaño, unos ademanes enérgicos, un rostro
bronceado y unos ojos grises a los que no parecía escapárseles nada. Tenía la habilidad de
hacer que las personas le abrieran su corazón, y una paciencia inagotable para escuchar
sus historias.
Cierto día en que salíamos trotando de un pueblo bastante grande por un camino muy umbroso, divisé a nuestra izquierda una casa de ladrillo, con cristales romboidales en