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El castillo de Windsor
El castillo de Windsor
El castillo de Windsor
Libro electrónico444 páginas11 horas

El castillo de Windsor

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La gran novela clásica sobre Enrique VIII y Ana Bolena
Año 1529. Enrique VIII ha hecho público su amor por Ana Bolena y quiere divorciarse de su esposa, Catalina de Aragón, a pesar de que son muchos los que se oponen a tal decisión. Cuando Mark Fytton, vecino de Windsor, muestra públicamente su rechazo a la relación del rey con Ana Bolena, Enrique ordena ahorcarlo. Sin embargo, antes de su ejecución, Fytton recibe en su celda la visita de un misterioso personaje que le ofrece salvar su vida a cambio de unirse a la banda de Herne el Cazador, que merodea por los bosques de Windsor y atemoriza a quienes se adentran en él. A partir de entonces, las vidas de los habitantes del castillo cambiarán para siempre. 
Con una pluma elegante y una combinación perfecta de elementos históricos, juegos de seducción e intriga, Ainsworth nos descubre las luces y las sombras de la corte de Enrique VIII en una exquisita novela que ha sido comparada con las mejores obras de Lord Byron y Matthew Lewis.

"Un clásico de la literatura inglesa que merece llegar a una nueva generación de lectores."
The Guardian
"Un vívido retrato de la corte de Enrique VIII."
The Times
"El castillo de Windsor es una de las novelas cumbres de la literatura gótica. Ainsworth no tiene nada que envidiar a Lewis, Maturin o Byron."
Stephen Carver
"Una de las obras más fascinantes de Ainsworth. El castillo de Windsor es un ejemplo excelente de su habilidad para combinar una narración vívida y apasionante con un escenario repleto de descripciones pintorescas y detalles históricos."
S. M. Ellis
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento23 abr 2019
ISBN9788417743123
El castillo de Windsor

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    El castillo de Windsor - William Harrison Ainsworth

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    CONTENIDO

    Portada

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    Página de créditos

    Sobre este libro

    Libro I: Ana Bolena

    Capítulo 1

    Capítulo 2

    Capítulo 3

    Capítulo 4

    Capítulo 5

    Capítulo 6

    Capítulo 7

    Capítulo 8

    Capítulo 9

    Capítulo 10

    Libro II: Herne el Cazador

    Capítulo 1

    Capítulo 2

    Capítulo 3

    Capítulo 4

    Capítulo 5

    Capítulo 6

    Capítulo 7

    Capítulo 8

    Capítulo 9

    Capítulo 10

    Libro III: La historia del castillo

    Capítulo 1

    Capítulo 2

    Capítulo 3

    Capítulo 4

    Capítulo 5

    Libro IV: El cardenal Wolsey

    Capítulo 1

    Capítulo 2

    Capítulo 3

    Capítulo 4

    Capítulo 5

    Capítulo 6

    Capítulo 7

    Capítulo 8

    Capítulo 9

    Capítulo 10

    Capítulo 11

    Capítulo 12

    Libro V: Mabel Lyndwood

    Capítulo 1

    Capítulo 2

    Capítulo 3

    Capítulo 4

    Capítulo 5

    Capítulo 6

    Capítulo 7

    Libro VI: Jane Seymour

    Capítulo 1

    Capítulo 2

    Capítulo 3

    Capítulo 4

    Capítulo 5

    Capítulo 6

    Capítulo 7

    Capítulo 8

    Notas

    Sobre el autor

    Sobre el traductor

    EL CASTILLO DE WINDSOR

    William Harrison Ainsworth

    Traducción de Joan Eloi Roca

    EL CASTILLO DE WINDSOR

    V.1: abril de 2019

    Título original: Windsor Castle

    © de la traducción, Joan Eloi Roca, 2019

    © de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2019

    Diseño de cubierta: Taller de los Libros

    Imagen de cubierta: Frith, William Powell - King Henry and Anne Boleyn Deer shooting in Windsor Forest, 1903

    Corrección: Francisco Solano e Isabel Mestre Grau

    Publicado por Ático de los Libros

    C/ Aragó, n.º 287, 2º 1ª

    08009 Barcelona

    info@aticodeloslibros.com

    www.aticodeloslibros.com

    ISBN: 978-84-17743-12-3

    IBIC: FC

    Conversión a ebook: Taller de los Libros

    Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

    Cofinanciado por el programa Europa Creativa de la Unión Europea

    El presente proyecto ha sido financiado con el apoyo de la Comisión Europea. Esta publicación (comunicación) es responsabilidad exclusiva de su autor. La Comisión no es responsable del uso que pueda hacerse de la información aquí difundida.

    El castillo de Windsor

    La gran novela clásica sobre Enrique VIII y Ana Bolena

    Año 1529. Enrique VIII ha hecho público su amor por Ana Bolena y quiere divorciarse de su esposa, Catalina de Aragón, a pesar de que son muchos los que se oponen a tal decisión. Cuando Mark Fytton, vecino de Windsor, muestra públicamente su rechazo a la relación del rey con Ana Bolena, Enrique ordena ahorcarlo. Sin embargo, antes de su ejecución, Fytton recibe en su celda la visita de un misterioso personaje que le ofrece salvar su vida a cambio de unirse a la banda de Herne el Cazador, que merodea por los bosques de Windsor y atemoriza a quienes se adentran en él. A partir de entonces, las vidas de los habitantes del castillo cambiarán para siempre.

    Con una pluma elegante y una combinación perfecta de elementos históricos, juegos de seducción e intriga, Ainsworth nos descubre las luces y las sombras de la corte de Enrique VIII en una exquisita novela que ha sido comparada con las mejores obras de Lord Byron y Matthew Lewis.

    «Un clásico de la literatura inglesa que merece llegar a una nueva generación de lectores.»

    The Guardian

    «Un vívido retrato de la corte de Enrique VIII.»

    The Times

    «El castillo de Windsor es una de las novelas cumbres de la literatura gótica. Ainsworth no tiene nada que envidiar a Lewis, Maturin o Byron.»

    Stephen Carver

    «Una de las obras más fascinantes de Ainsworth. El castillo de Windsor es un ejemplo excelente de su habilidad para combinar una narración vívida y apasionante con un escenario repleto de descripciones pintorescas y detalles históricos.»

    S. M. Ellis

    ¡A la obra! ¡A la obra! Duendes, registrad el castillo de Windsor por dentro y fuera.

    Hay un cuento antiguo según el cual Herne el Cazador,

    que alguna vez fue guardabosque de Windsor,

    se pasea a medianoche durante todo el invierno

    alrededor de un roble, con grandes cuernos como los de un ciervo en la cabeza;

    y allí hiela el árbol y ataca al ganado,

    y hace que la vaca vierta sangre en vez de leche,

    y sacude una cadena de la manera más espantosa y temible.

    Habéis oído hablar de ese espíritu y sabéis bien

    que los antiguos, llenos de superstición,

    recibieron como una verdad,

    y como tal transmitieron a nuestros días,

    la fábula de Herne el Cazador.

    Las alegres comadres de Windsor, Shakespeare

    Libro I

    ANA BOLENA

    Capítulo 1

    El solitario paseo del conde de Surrey por Home Park. De la visión que tuvo en la cañada encantada. Y de su encuentro con Morgan Fenwolf, el guardabosques, bajo el roble de Herne

    El 21 de abril de 1529, vigésimo año del reinado del grande y poderoso Enrique VIII, en uno de los atardeceres más bellos que se vieran en la demarcación más encantadora de Inglaterra, un joven elegante, con aspecto de paje, paseaba por la terraza de la muralla de la parte norte del castillo de Windsor y contemplaba el magnífico paisaje. A mano derecha se encontraba Home Park, con antiquísimos robles de los que Inglaterra se sentía orgullosa, espinos quizá más antiguos que los robles, extensos matorrales, altos olmos y acebos. La hermosa disposición de los árboles era extremadamente artística. En un claro cubierto de césped se elevaba un magnífico roble y bajo sus ramas pacía una manada de ciervos. Al lado podía verse un intrincado zarzal, madriguera de los conejos, y se extendía una tupida arboleda en la que no penetraban los rayos del sol. En la misma zona, por la disposición de los robles, se había formado una larga avenida natural por la que cruzaban libremente los ciervos. No faltaban figuras humanas para dar más interés a la escena. A lo lejos se veían dos guardabosques, cada uno con un par de mastines, cuyos ladridos resonaban en el bosque. Por el camino que conducía al castillo caminaba un grupo de halconeros con sus bien adiestradas aves en la mano, y se oía el campanilleo de sus cascabeles, y, al pie del muro de la terraza, un trovador tocaba su rabel, cuya música escuchaba un guarda con el uniforme verde Lincoln, con un arco al hombro, una aljaba llena de flechas a su espalda y una gentil damisela cogida de la mano.

    A la izquierda, la vista era diferente, pero no menos bella. La formaba la ciudad de Windsor que, aunque de menor tamaño, era más pintoresca, integrada, casi en su totalidad, por una larga hilera de casas humildes, negras y blancas, con altos gabletes y pisos salientes, que bordeaban los lados oeste y sur del castillo por el río de aguas plateadas, cuyo curso se divisaba a lo largo de muchas millas, y reflejaba los mortecinos colores del cielo, y por el venerable colegio de Eton, circundado por una arboleda y una vasta extensión de campos de cultivo y bosques, aldeas, iglesias, edificios antiguos, monasterios y abadías.

    El joven que hemos mencionado sacó del bolsillo unos papeles, reflexionó unos segundos y escribió unas líneas. No tendría más de quince años, quizá menos, pero no es aventurado predecir que se convertirá en un hombre vigoroso, pues era alto, bien desarrollado, y sus extremidades, ágiles y proporcionadas. Su aspecto mostraba madurez e inteligencia; su frente, ancha y tersa, estaba sombreada por multitud de rizos castaños; la nariz era larga, recta y bien formada; su boca, carnosa y sensual, y la barbilla, puntiaguda. Sus ojos, grandes y oscuros, tenían una expresión melancólica, y su tez el rico, nítido y broncíneo tinte que se encuentra en Italia y España, y es raro en un natural de nuestro clima. Su vestimenta, aunque elegante, era sobria; consistía en una casaca de satén negro con ribetes de oro veneciano, medias bordadas del mismo material, camisa con curiosos bordados de seda negra sujetada en el cuello con broches del mismo color, manto de terciopelo negro con adornos de oro y ribetes de satén carmesí, borceguíes de terciopelo negro, y un holgado gorro del mismo material. Llevaba armas, un estoque y una daga, ambos con empuñaduras y adornos de oro y vainas de terciopelo negro. Mientras paseaba, oía el murmullo de las voces que cantaban vísperas en la capilla de San Jorge. Se abrió una puerta de las habitaciones privadas del rey, y de ella salió un hombre de aspecto marcial que se dirigió hacia él. Su rostro era ancho y bronceado, ensombrecido por una espesa barba, negra como el carbón, cortada a la moda de la época, con unos enormes bigotes. Llevaba una cota de malla que despedía reflejos del interior de los pliegues de la capa bermeja y un casco de acero; debajo de la capa sobresalía una larga espada. Cuando se halló a unos pasos del joven, se anunció tosiendo fuertemente, pues este, de espaldas, no se había percatado de su presencia.

    —Así que componiendo un himno para vísperas, ¿verdad, señor de Surrey? —exclamó riendo, y el joven se metió apresuradamente los papeles en el bolsillo—. Haréis la competencia a maese Skelton,* el poeta laureado, y a su amigo sir Thomas Wyatt* en poco tiempo, pero dígnese vuestra señoría dejar un momento la compañía de las celestiales musas y tocar tierra, para que pueda informarle de que, en vuestro nombre, he dado las instrucciones para la fiesta que su majestad dará mañana.

    —Supongo que no habréis olvidado ordenar al capitán Bouchier el arreglo de las habitaciones en las que debe hospedarse mi encantadora prima, la señora Ana —preguntó el conde de Surrey, con una significativa sonrisa.

    —Os aseguro que no, señor —contestó el otro con una sonrisa—. Estará alojada tan suntuosamente como la misma reina de Inglaterra, porque le destinamos sus propias habitaciones.

    —Perfecto —dijo el conde de Surrey—. ¿Y habéis tomado las necesarias disposiciones para recibir al enviado del papa, el cardenal Campeggio?

    Bouchier hizo una reverencia.

    —¿Y respecto al cardenal Wolsey? —preguntó.

    El capitán hizo una nueva reverencia.

    —Para ahorrar a vuestra señoría más preguntas —dijo—, os diré en pocas palabras que todo ha sido llevado a cabo como si lo hubieseis hecho vos mismo.

    —Sed un poco más concreto, capitán. Os ruego que me deis detalles —apremió Surrey.

    —Con mucho gusto, señor —contestó Bouchier—. En nombre de vuestra señoría, pues, como vicechambelán, con cuya autoridad me he presentado, he reunido al deán y a los canónigos del cabildo de San Jorge, al noble ujier del Bastón Negro, al gobernador de los caballeros limosneros y a los oficiales de la Casa Real, y en un bello discurso (que me enorgullecería que se asemejara al que habría pronunciado vuestra señoría con sus conocimientos poéticos) les he dicho que el rey, que se encuentra en Hampton Court con los cardenales Wolsey y Campeggio, discutiendo el divorcio de la reina Catalina de Aragón, se propone celebrar la gran fiesta de la nobilísima Orden de la Jarretera en su castillo de Windsor, el día de San Jorge, pasado mañana, y, por consiguiente, es soberano deseo que la capilla de San Jorge esté adornada con las mejores galas, que en el altar mayor se ponga el tapiz que representa al santo patrón de la Orden montado a caballo y se decore con las más valiosas imágenes y ornamentos de oro y plata, que la tribuna real y los sitiales de los caballeros de la Orden estén guarnecidos con ricas telas y los respectivos escudos de armas en los respaldos de los sillones, y todo dispuesto a la hora tercia (hora tertia vespertina, como se dice en la ordenanza del rey), en cuyo momento empezará la fiesta.

    —Tomad aliento un momento, capitán —dijo, riendo, el conde.

    —No es necesario —contestó Bouchier—. Además, he dado la orden procedente de lord chambelán para que el ujier del Bastón Negro amueblara y arreglara convenientemente el salón de San Jorge, tanto para el banquete de mañana como para la gran fiesta de pasado mañana, y he ordenado al deán y a los canónigos del cabildo, a los limosneros y a los demás oficiales de la Orden que estén preparados para dicha fiesta. Y ahora, tras cumplir con mi deber, o, mejor, con el de vuestra señoría, tengo la satisfacción de resignar mi cargo de vicechambelán para volver a ocupar el de simple caballero, y volver a Hampton Court, donde estaré a vuestra disposición a vuestro regreso.

    —Lo cual no será, por lo menos, hasta dentro de una hora —respondió el conde—, porque tengo intención de dar un solitario paseo por Home Park.

    —Para buscar, supongo, inspiración para alguna poesía, o quizá para meditar sobre los encantos de la Bella Geraldina, ¿verdad, señor? —contestó Bouchier—. Pero no quiero ser indiscreto. Solo me permito rogaros que tengáis cuidado de no acercaros al roble de Herne. Se dice que el demonio corre por allí al anochecer y amedrenta a los que se cruzan en su camino, e incluso los agrede. Al toque de queda tendré que salir del castillo y trasladarme con vuestros servidores al local de la Jarretera, en Thames Street, donde esperaremos vuestra llegada. Si estamos en Hampton Court hacia medianoche, tendremos tiempo suficiente, y, como la luna saldrá en una hora, el camino será muy agradable.

    —Saludad de mi parte a Bryan Bowntance, el buen hospedero de la Jarretera —dijo el conde—, y decidle que os proporcione una botella de su mejor licor para que bebáis a mi salud.

    —No os apuréis —contestó el otro—. Por mi parte, ruego a vuestra señoría que no eche en olvido mi advertencia sobre Herne el Cazador. No soy supersticioso, pero he oído contar cosas muy raras sobre las apariciones de este personaje, y no me aventuraría a acercarme al árbol después del anochecer.*

    El conde se echó a reír con cierto escepticismo, pero el capitán reiteró sus advertencias antes de despedirse. Este volvió por donde había venido, y Surrey prosiguió hacia un puentecillo levadizo que cruzaba el foso por la parte oriental del castillo que comunicaba con el pequeño parque. Al pasar el puente levadizo le dio el alto un centinela; pronunció el santo y seña, pasó libremente y siguió hasta el portal que daba al parque.

    Paseó por el blando y tierno césped, con una pisada tan ligera y silenciosa como la de un cervatillo, hasta llegar a una honorable haya, al extremo de la arboleda.

    En este lugar hizo un alto para contemplar el castillo. Detrás de este se había puesto el sol, lo que dilataba el imponente aspecto del edificio y doraba la hilera de torres y murallas reconstruidas, conocidas con los nombres de la torre Brunswick, la torre Chester, la torre Clarence y la torre Victoria, ahora rosadas por los últimos rayos del sol.

    El joven conde se sentó al pie del haya, donde se entregó a sus ensueños poéticos un rato, hasta que decidió regresar y, en pocos minutos, la parte del castillo que había contemplado quedó a sus espaldas. La escena que ahora se le ofrecía comprendía las dos fortificaciones recientemente reformadas para dejar sitio a las torres de York y de Lancaster, entre las que había una puerta a la que se accedía por un puente levadizo a la torre del rey de armas, que ahora lleva el nombre del monarca en cuyo reinado había sido erigida, Eduardo III, a la residencia del ujier del Bastón Negro, a la torre del lugarteniente, actualmente torre de Enrique III, a la línea de murallas fortificadas, que constituían los alojamientos de los caballeros limosneros, a la torre ocupada por el gobernador de dichos caballeros y su funcionario, a la puerta de Enrique VIII y, por último, a la torre del canciller de la Jarretera. Un leve tinte rosado coloreaba los pináculos de la capilla de San Jorge, detrás de las torres mencionadas; con esta única excepción, la totalidad de la imponente construcción era fría y gris.

    El capitán Bouchier y sus acompañantes salían en aquel momento por la puerta superior, antes del toque de queda, en cuyo instante el puente levadizo se levantó y los jinetes desaparecieron. Todo quedó en silencio, salvo por el rítmico paso de los centinelas, que resonaba en la profunda quietud.

    El joven conde no hizo el menor esfuerzo por reunirse con el grupo de Bouchier; contempló el antiguo edificio hasta que palideció en la oscuridad y, con paso decidido, se metió por un sendero que cruzaba el parque, en dirección al puente Datchet, y se adentró en lo profundo del bosque. Debido a la espesura del follaje y las grandes ramas de los árboles, la oscuridad era casi impenetrable, y a duras penas se veía a un metro de distancia. Aun así, no vaciló en sus pasos, y siguió avanzando con una sensación placentera por las dificultades con las que tropezaba. De repente, le sorprendió una fosforescente luz azul que brillaba entre los zarzales, a su izquierda, al pie de un roble enorme, cuyas gigantescas raíces surgían como retorcidas serpientes, y vio algo de aspecto fantasmal, pero de apariencia humana. Llevaba el torso cubierto con pieles de ciervo y un casco formado por un cráneo de ciervo del que emergían dos grandes astas que protegían la cabeza; de su brazo izquierdo colgaba una pesada y mohosa cadena en cuyos anillos ardía un fuego fosforescente, y en la muñeca derecha llevaba posado un búho de enormes proporciones, con las plumas erizadas, cuyos ojos despedían una luz rojiza.

    Impresionado por la aparición, el joven conde creía estar en presencia de algo sobrenatural y, a pesar de su carácter valeroso, apenas pudo reprimir un grito de miedo. Mientras se santiguaba y pronunciaba con fervor una oración contra los malos espíritus, la luz y la figura espectral desaparecieron, y en el lugar se oyó el tintineo de la cadena, el chillido del búho, una horripilante carcajada, unos terribles sollozos, hasta que todo quedó en silencio.

    El joven conde permaneció inmóvil unos instantes, hipnotizado, y, en cuanto se aseguró de que el espíritu se había desvanecido, se apresuró a salir del matorral. En ese momento apareció la luna llena, que iluminó y llenó de calma y belleza la naturaleza que le rodeaba, lo que produjo un magnífico contraste con la terrorífica visión que había presenciado. Antes de aligerar el paso y abandonar el lugar, miró rápidamente, con temor, el valle encantado, y un enorme, brillante y solitario roble, a poca distancia, atrajo su atención.

    Era precisamente el árbol relacionado con la leyenda de Herne el Cazador, al que el capitán Bouchier había aconsejado que no se acercara, y recordó la advertencia. Detrás del árbol percibió una figura, que al principio creyó que podía ser el cazador fantasma, pero su temor se desvaneció cuando la persona dio un grito al acercarse.

    Aliviado al ver que debía entendérselas con un ser de este mundo, Surrey comprobó que el motivo de su alarma era un joven de proporciones verdaderamente atléticas y, a juzgar por su aspecto, se trataba de un guardabosques.

    Vestía un justillo de tela verde Lincoln con la insignia real bordada en plata sobre el pecho, y la cabeza protegida por una gorra plana de tela verde adornada con una pluma de faisán. Bajo el brazo derecho llevaba un arco, de su tahalí colgaba un largo cuerno con la punta plateada y en el cinto se veía un cuchillo de montaña. Los rasgos de su rostro eran duros y acentuados, con cejas negras y pobladas, boca ancha y ordinaria, y ojos oscuros, de siniestra y maligna expresión.

    Le acompañaba un enorme mastín de aspecto salvaje, al que daba el nombre de Bawsey, cuya fiereza tuvo que contener al aproximarse Surrey.

    —¿Habéis visto algo, señor? —preguntó al conde.

    —He visto a Herne el Cazador, o algo que se le parecía muchísimo —contestó Surrey.

    Y, con pocas palabras, explicó la visión que había tenido.

    —Sí, sí, habéis visto al diablo cazador, sin duda —contestó el guardabosques cuando terminó el relato—. Yo no he visto la luz, ni oído la carcajada ni los sollozos de que habláis, pero Bawsey se acurrucó a mis pies y gañía, por lo que adiviné que algo malo ocurría en los alrededores. ¡Dios nos ayude! —exclamó mientras el mastín se agachaba a sus pies y dirigía la mirada al roble, con un lastimero quejido—. Algo vuelve a presentir este animal.

    El conde esperaba presenciar algo así como el tronco del árbol despanzurrado y el fantasma del cazador saliendo de él. Pero no vio nada, él al menos no lo vio, porque, a juzgar por el temblor que agitaba los miembros del guardabosques, por su mirada fija y su angustiado rostro, contemplaba algo que le aterrorizaba.

    —¿No lo veis, señor? —dijo este, al fin, con voz temblorosa—, está dando vueltas al árbol y pegándole fuego. ¡Oh! Ahora se dirige hacia nosotros… ¿No le veis?

    —No —contestó Surrey—. Pero no nos detengamos aquí.

    Y, mientras decía esto, cogió del brazo al guardabosques, a quien el contacto le hizo volver en sí, pues soltó una exclamación de temor y empezó a andar hacia el parque, seguido por Bawsey, con la cola entre las patas. No se detuvieron hasta dejar el roble encantado a una considerable distancia.

    —Así pues, ¿no le habéis visto? —dijo el guardabosques, agotado, mientras se enjugaba las espesas gotas de sudor que perlaban su frente.

    —No —contestó Surrey.

    —Es muy raro —replicó el otro—. Yo le había visto en otras ocasiones, pero nunca como se ha aparecido esta noche.

    —Vos sois el guardabosques, ¿verdad, amigo? —preguntó Surrey—. ¿Cómo os llamáis?

    —Me llamo Morgan Fenwolf —contestó el guardabosques—. ¿Y vos?

    —Soy el conde de Surrey —replicó el joven noble.

    —¡Cómo! —exclamó Fenwolf mientras hacía una reverencia—. ¡El hijo de su gracia, el señor de Norfolk!

    El conde asintió con la cabeza.

    —Así pues, vos debéis de ser el joven noble a quien veía con el hijo del rey, el duque de Richmond, hace tres o cuatro años, en el castillo —dijo el guardabosques—. Habéis crecido tanto que no os reconocía.

    —No es de extrañar —contestó el conde—. He estado en Oxford, y hace poco terminé mis estudios. Es la primera vez que estoy en Windsor desde la época de la que vos habláis.

    —He oído decir que también estaba en Oxford el duque de Richmond —observó Fenwolf.

    —Estábamos en el Cardinal College juntos —contestó Surrey—. Pero los estudios del duque terminaron antes que los míos. Él me lleva tres años.

    —Supongo que vuestra señoría volverá ahora al castillo —dijo Fenwolf.

    —No —contestó Surrey—. Mis acompañantes me esperan en el local de la Jarretera, y, si queréis acompañarme, os obsequiaré con una jarra de buena cerveza para que se os pase el miedo de esta noche.

    Fenwolf aceptó muy agradecido, y ambos se pusieron en marcha en silencio, cada uno absorto, recordando la visión de la que habían sido testigos. De este modo descendieron la colina hasta la puerta de Enrique VIII y penetraron en Thames Street.

    Capítulo 2

    De Bryan Bowntance, el hospedero de la Jarretera. Del duque de Shoreditch. De las atrevidas palabras que dijo Mark Fytton, el carnicero, y cómo dio con sus huesos en la torre Curfew

    El conde y su compañero descendieron por la colina hasta vislumbrar la Jarretera, una pequeña pero acogedora fonda detrás de la torre Curfew.

    El séquito del conde estaba reunido frente al pórtico, muchos descabalgados, sujetando a sus corceles por las riendas. La puerta de la fonda se abrió y apareció un personaje gordo, de aspecto jovial, calvo y de tupida barba gris, vestido con un justillo de estameña parda, con una enorme jarra de cerveza en la mano. Su aparición fue bienvenida con un alegre griterío por parte de los presentes.

    —¡Venid aquí, caballeros! —gritó mientras levantaba la jarra—. Tengo la mejor cerveza de Windsor para beber a la salud de nuestro alegre monarca, el rey Hal,* y que conste que le doy el diminutivo sin ánimo de faltar al respeto.

    —Naturalmente —dijo uno de los concurrentes—. Yo se lo di en su presencia, no hace mucho, y le hizo tanta gracia que rio con ganas. Aprecio a nuestro rey, y con gran satisfacción bebo a su salud y a la de la señora Ana.

    Y vació la jarra.

    —Se dice que la señora Ana vendrá mañana a Windsor con el rey y los caballeros de su séquito. ¿Es así? — preguntó el hospedero de la Jarretera mientras volvía a llenar la jarra, y la ofrecía uno de los presentes.

    El aludido movió afirmativamente la cabeza, pero estaba demasiado ocupado bebiendo para poder hablar.

    —Entonces veremos cosas extrañas en el castillo —dijo el hospedero—, y en la Jarretera se consumirá mucha cerveza. ¡Ay! Cómo han cambiado los tiempos, desde que yo, Bryan Bowntance, seguí los pasos de mi padre, y me nombraron hospedero de la Orden. Fue en 1501, hace ya veintiocho años, cuando el rey Enrique VII, Dios tenga en su gloria, gobernaba el país, y su hijo mayor, el príncipe Arturo, aún vivía. En aquel año, el joven príncipe se casó con Catalina de Aragón, nuestra reina, para morir poco después, ante lo cual el anciano rey no quiso perder la dote de la princesa porque apreciaba más sus tesoros que su carne, y la casó con su segundo hijo, Enrique, nuestro gracioso soberano, a quien Dios guarde. La gente decía que esta pareja no sería feliz, y ahora vemos que acertaron, porque es más que probable que terminen divorciándose.

    —No habléis tan alto —dijo uno de los más significados caballeros—, porque ahí llega nuestro joven señor, el conde de Surrey.

    —No importa —contestó el hospedero, con desenfado—. No he dicho nada delictivo. Quiero a mi rey, y si él quiere divorciarse, espero que su santidad se lo conceda, y eso es todo.

    Mientras decía estas palabras se oyó una fuerte algarabía en el interior de la fonda, y un hombre salió despedido tan súbita e impetuosamente que casi fue a dar de lleno con Bryan Bowntance, que iba a entrar a ver qué ocurría. Quien acababa de ser expulsado de este modo era un joven de buena complexión física que, encolerizado por lo que acababa de sucederle, se volvió contra el hospedero, a quien cogió por el cuello y amenazó con estrangularle. El séquito del conde corrió en su auxilio y lograron salvarle y, tan pronto se vio libre, Bryan increpó a su agresor con gritos en los que se mezclaba la ira y la sorpresa.

    —Pero ¿qué te pasa, Mark Fytton? ¿Te has vuelto loco o crees que soy un animal para que me ataques de esta manera? Mi excelente cerveza debe de haberte confundido la mollera.

    —Este bribón estaba hablando mal del rey —dijo un fornido joven, cuyo vestido, de la más fina tela verde, el arco y el carcaj de flechas que colgaba de su espalda demostraban que era un arquero—, y por eso le hemos expulsado.

    —Bien hecho, capitán Barlow —dijo el hospedero.

    —Más vale que os dirijáis a mí como duque de Shoreditch —contestó el arquero—, porque desde que su majestad me confirió el título, a pesar de que fue una broma cuando gané el cuerno de plata, siempre lo he usado. Mis vecinos de Shoreditch me tratan como excelencia, y pido el mismo respeto de vuestra parte. Mañana estarán conmigo mis compañeros, los marqueses de Clerkenwell, Islington, Hogsden, Pancras y Paddington, y veréis qué gallardo grupo formamos.

    —Perdonad mi falta de respeto —repuso el hospedero—. No ignoro la distinción que os otorgó el rey en la última fiesta celebrada en el castillo, pero ahora vamos al grano. ¿De qué hablaba Mark Fytton, el carnicero?

    —No me atrevo a repetir sus palabras, hospedero —contestó el duque—. Pero se ha expresado en términos impropios para su majestad y la señora Ana.

    —No debió decirlo con mala intención —replicó el hospedero—. Es un fiel súbdito del rey, aunque, cuando bebe, tiene tendencia a buscar camorra.

    —Bien dicho, honesto Bryan —dijo el duque—. Tenéis la cualidad del buen y gran señor: la de pacificador. Dale al muchacho un vaso de cerveza para que borre las palabras que ha dicho y brinde por el rey, y le desee un rápido divorcio y una nueva reina, y que venga a sentarse con nosotros.

    —No tengo ningún deseo de sentarme con vos, autoproclamado duque —replicó Mark—. Al contrario: si preferís quitaros esta bonita casaca y salir conmigo al prado, os daré motivos para que os acordéis largo tiempo de mí.

    —¡Buen desafío, valiente carnicero! —gritó uno del séquito de Surrey—. También deberías hacerte llamar duque.

    —O cardenal —gritó Mark—. No sería el primer caso.

    —Ahora se burla de la Iglesia en la persona del cardenal Wolsey —dijo el duque—. Además de traidor, blasfemo.

    —Bebe a la salud del rey, Mark —intervino el hospedero con intención de pacificar los espíritus—, y cállate.

    —¿Quieres que beba a la salud del rey o a la de su manceba Ana Bolena? —gritó Mark, enfurecido—. Ya te lo diré yo a la salud de quién beberé. Brindo por la esposa legal del rey Enrique, por Catalina de Aragón, y añado que es mi deseo que el papa refuerce este matrimonio con cadenas indestructibles, eternas.

    —¡Qué brindis más estúpido! —gritó Bryan—. Mark, eres un demente.

    —Eso el rey, no yo —dijo Mark—. Él quiere sacrificar su consorte legal a una pasión ilícita, y vosotros, serviles, apoyáis al tirano en su incalificable conducta.

    —¡Los santos nos protejan! —exclamó Bryan—. Esto es pura traición. Mark, no puedo seguir defendiéndote.

    —No, si no queréis compartir su prisión —gritó el duque de Shoreditch—. Todos habéis oído que ha llamado tirano al rey. ¡Detenedle, señores!

    —A ver quién se atreve a ponerme la mano encima —gritó resueltamente—. He derribado a un buey de un puñetazo, y os prometo que no os reservo un trato mejor.

    Intimidados por la decidida actitud de Mark, los circunstantes se mantuvieron a la expectativa.

    —¡En nombre del rey os ordeno que le detengáis! —rugió Shoreditch—. Si ofrece resistencia, será ahorcado sin remisión.

    —¡Que nadie me toque! —gritó Mark furiosamente.

    —Eso lo veremos —dijo el más destacado de los acompañantes del conde de Surrey—. Vamos, compañero.

    —¡Nunca! —contestó Mark—. Y os aconsejo que no os acerquéis.

    Sin embargo, el aludido se acercó, pero, antes de que pusiese las manos encima del carnicero, recibió un terrible puñetazo que le hizo tambalearse hasta quedar tendido. Sus compañeros sacaron las espadas, y habrían caído como un alud sobre el furioso agresor si Morgan Fenwolf, que, con el conde de Surrey, se encontraba entre los espectadores, no se hubiese lanzado precipitadamente contra Mark antes de que este pudiese descargar otro golpe, y lo dejó inmovilizado, con las manos atadas a la espalda.

    —¡Así que eres tú, Morgan Fenwolf, quien me ha jugado esta mala pasada! —gritó el carnicero, que lo miraba furiosamente—. Ahora sí creo lo que he oído decir de ti.

    —¿Y qué has oído decir de él? —preguntó Surrey, que se adelantó.

    —Que tiene tratos con el espíritu maligno de Herne el Cazador —contestó Mark—. Si me ahorcan por traidor, a él tendrán que quemarle por hechicero.

    —No creas lo que dicen los villanos, mi buen amigo —dijo el duque de Shoreditch—. Le has capturado valientemente, y yo me cuidaré de que tu conducta sea explicada debidamente a su majestad. ¡Vamos al castillo con él! ¡Al castillo! Esta noche dormirás en la mazmorra más negra de esta fortaleza —dijo, y señaló la torre Curfew que se elevaba encima de ellos—. Aquí esperarás lo que decida el rey, y suerte tendrás si mañana por la noche no te meces en el aire, colgado del cuello, en las inmediaciones del puente. ¡Vamos ya!

    Y, seguido por Morgan Fenwolf y los demás, se llevó al preso y empezaron a subir la colina.

    Mucho antes de que ocurriera esto, el capitán Bouchier había salido del local de la Jarretera a reunirse con el conde, y mientras paseaban se encontraron detrás de la multitud. A los pocos minutos, el duque de Shoreditch llegó a la puerta de Enrique VIII, donde llamó al centinela y le

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