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Antequera, 1808-1812. De la crisis del Antiguo Régimen a la Ocupación Napoleónica
Antequera, 1808-1812. De la crisis del Antiguo Régimen a la Ocupación Napoleónica
Antequera, 1808-1812. De la crisis del Antiguo Régimen a la Ocupación Napoleónica
Libro electrónico416 páginas5 horas

Antequera, 1808-1812. De la crisis del Antiguo Régimen a la Ocupación Napoleónica

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Este libro aborda uno de los periodos más convulsivos e interesantes de la Historia Contemporánea de Antequera. Estamos ante un estudio historiográficamente virgen y una exclusiva editorial porque nunca antes se ha publicado nada de carácter monográfico al respecto durante los más de 200 años transcurridos desde los acontecimientos que se exponen en la obra.
A lo largo de las páginas del libro, Francisco Luís Díaz Torrejón hace un recorrido por los principales sucesos, hechos y vicisitudes que definen la vida de Antequera en el periodo que transcurre entre marzo de 1808 y septiembre de 1812. Son los rangos cronológicos que delimitan la época histórica que estuvo marcada por el conflicto hispano-francés que ha pasado a la historia como Guerra de la Independencia.
Con gran detalle, se analiza la realidad de la ciudad de Antequera durante los agónicos estertores del Antiguo Régimen, que se desmorona pese a la resistencia de la nobleza y la oligarquía local. Eran estamentos anclados en el tradicionalismo rancio y profundo; la explosión patriótica que inunda la localidad de sentimientos galofóbicos, después de la victoria de las armas españolas sobre las francesas en los campos de Bailén; el impacto de la ocupación napoleónica estableciendo un nuevo orden militar y político-administrativo que acarrea consecuencias traumáticas y trágicas; junto a los efectos del desastre económico y la crisis de subsistencia que suceden a los horrores de la guerra.

 
IdiomaEspañol
EditorialExlibric
Fecha de lanzamiento11 sept 2017
ISBN9788416848690
Antequera, 1808-1812. De la crisis del Antiguo Régimen a la Ocupación Napoleónica

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    Antequera, 1808-1812. De la crisis del Antiguo Régimen a la Ocupación Napoleónica - Francisco Luis Díaz Torrejón

    24.

    CAPÍTULO I

    Antequera en los albores

    del siglo XIX

    La ciudad y sus contornos a través de ojos extraños

    En todo trabajo historiográfico hay dos conceptos fundamentales que deben definirse como puntos de arranque: la concreción cronológica, es decir, la determinación en el tiempo de los rangos que fijan el periodo del estudio; y la situación espacial, o sea, la delimitación geográfica del marco que circunscribe las acciones. En el presente caso, el concepto cronológico está fijado inconfundiblemente porque se limita a los años comprendidos entre 1808 y 1812, años que corresponden a la convulsiva Guerra de la Independencia. Sin embargo, la noción geográfica solo ha sido apuntada y aunque no se ignora que se trata de Antequera, conviene definir con mayor precisión la realidad local existente durante esa época.

    El regreso a la Antequera de principios del siglo XIX, cuando han transcurrido más de doscientos años, solo es posible por la vía testimonial, por medio de los testimonios de sus contemporáneos. Las noticias disponibles se deben a las plumas de diversos personajes que entonces transitan por Antequera, aunque no son tantos los que se paran a describir la ciudad y sus contornos como cabría esperar.

    Uno de los testimonios, ajustado por cronología a la Antequera que interesa, está datado en los últimos años del setecientos y corresponde a la observación de un viajero extranjero, predecesor de aquellos curiosos impertinentes que decenios más tarde recorrerán España de punta a punta. Se trata de Alexandre Louis Joseph de Laborde, un francés –nacido en París el 17 de septiembre de 1773– que antes de ser destinado a Madrid con la embajada de Lucien Bonaparte en 1800, ya había viajado por tierras españolas con la idea de «décrire ce pays peu connu alors et si intéressant sous plusieurs rapports»[1]  .

    El joven Laborde –entonces tiene unos veinticinco años de edad– viaja por el sur peninsular hacia 1798 y el itinerario emprendido le lleva a Antequera, ciudad que describe con no pocos detalles:

    «Cette ville est située en partie sur une colline, en partie dans une plaine, ce qui la fait diviser en ville haute et basse. Quelques uns ont cru qu´elle fut bâtie par les maures sur les ruines de l´ancienne Singilis, qui n´en étoit point éloignée, mais le plus grand nombre la regarde, avec quelque vraisemblance, comme l´Anticaria des romains. La ville se compose de montées et de descentes; au sommet est un château bâti par les maures et qui contient l´hôtel-de-ville et deux églises paroissiales, dont une fut le siège d´un chapitre de collégiale qui a été transféré dans la ville basse. Celle-ci est unie, sans montées ni descentes, elle a un chapitre, deux églises paroissiales et plusieurs couvents, mais la ville haute est mieux habitée: la noblesse et la bonne bourgeoisie y font leur résidence. La basse-ville est principalement occupée par des laboureurs et des artisans. Antequera est le chef-lieu d´un corrégidorat: elle a un corrégidor d´épée, un alcade mayor et une population d´environ 14000 personnes»[2]  .

    Ante la rica información de Laborde asalta una duda: ¿son todas las noticias de cosecha propia –recabadas personalmente durante su permanencia en la ciudad– o por el contrario habían sido adquiridas en fuentes bibliográficas existentes ya entonces?

    La cuestión carece de una respuesta taxativa, aunque no puede descartarse que Laborde se ilustrara en tratados de geografía y en libros de viaje, ya que al menos hay dos con informaciones muy similares a la suya: la obra en dos volúmenes titulada Población general de España, que había publicado en 1768 Juan Antonio de Estrada[3]  ; y la magna colección de dieciocho tomos Viage de España, escrita por el académico Antonio Ponz y terminada de editar en 1794[4]  .

    De todos modos, la pluma de Laborde pinta una realidad antequerana que luego confirman otros relatos de visitantes, nada sospechosos de contaminación por la literatura geográfica y viajera. Entre ellos se incluye el texto del británico William Jacob, un personaje tan singular como enigmático que supera la etiqueta de simple viajero porque no se trata de un turista o aventurero: es un parlamentario del partido tory y traficante de armas[5]  , que recorre Andalucía entre septiembre de 1809 y enero de 1810 con una misión no confesada y parecida al espionaje.

    Jacob apenas permanece en Antequera un día de principios de enero de 1810 y pese a visita tan breve, sus noticias sobre la ciudad no colisionan con la información de Laborde. Según parece, Jacob solamente escribe lo que ve y lo que oye:

    «The city, however, is very extensive, and being of antient date, abounds in roman and moorish edifices, which give it an appearance of great grandeur. The date of its foundation is unknown, but it is noticed in the Itinerary of Antoninus, [...]. The castle [...] is in better preservation than any moorish fortress I have yet seen, and the entrance, called the Giants Arch, is the finest specimen of their architecture. [...].There are few places in Europe in which the antiquary, the botanist, or the geologist, would find so much worthy of attention as in Antequera and its vicinity»[6]  .

    Aunque Jacob pergeña un dibujo de gruesos trazos y monocromo de Antequera, su testimonio vale para significar la importancia demográfica de la ciudad y la fama que ya entonces gozaba por sus riquezas arqueológicas y monumentales.

    Completan la visión de la Antequera de principios del siglo XIX otros testimonios, si bien corresponden a fechas un tanto tardías del primer decenio y no se deben a viajeros propiamente dichos. Sin embargo, son noticias muy aprovechables porque contribuyen a enfocar la imagen local con impresiones de ojos que vieron la ciudad en esos momentos y cuyo aspecto urbano no era diferente al de ocho o diez años antes.

    Tan escuetas como reveladoras son las palabras que escribe Auguste Alexandre de Vanssay, un joven aristócrata de veinticinco años de edad –había nacido el 30 de diciembre de 1784 en Conflans-sur-Anille[7]  – y oficial napoleónico de caballería[8]  , tras conocer la ciudad antequerana el 2 de febrero de 1810. Dice así:

    «... nous arrivâmes à Antequera, ville grande, bien bâtie et bien habitée, [...]. La ville, bâtie sur le penchant d´une colline, me parut remarquable par la conduite des eaux, amenées de loin, à de nombreuses fontaines. Là se renouvelle le système des aqueducs souterrains; j´ai suivi, à de grandes distances d´Antequera, sans pouvoir remonter jusqu´aux prises d´eau»[9]  .

    Este noble de la región del Loira –hijo del marqués y mosquetero de la Guardia Real Charles de Vanssay– aporta unos datos muy interesantes porque ve a Antequera como una población con cierto nivel de modernidad, provista de agua corriente gracias a una red de cañerías, cuando la mayor parte de las localidades carecían de ello.

    Aún hay otro testimonio que define la fisonomía de Antequera y su autor es un ilustre personaje, también de nacionalidad francesa: André François Miot, conde de Melito, un hombre de notable talla intelectual y larga trayectoria política, que había sido embajador en Italia y Holanda, miembro del Consejo de Estado en Francia y ministro del Interior en Nápoles durante el reinado de José Bonaparte[10]  .

    Miot, nacido el 9 de febrero de 1762 en Versailles[11]  , cuenta cuarenta y ocho años de edad cuando recala en Antequera, incorporado en el séquito del rey José, y durante las treinta y seis horas que permanece en la ciudad –horas de la tarde del 13 de marzo de 1810 y todo el día siguiente– no desaprovecha la ocasión de recorrerla de punta a punta. Abre bien los ojos y, entre otras cosas, ve lo siguiente:

    «Antequera, située à l´entrée d´une plaine qui s´ouvre au nord, est une ville de moyenne grandeur, agréablement bâtie. On y compte près de 5.000 vecinos ou chefs de famille qui, multipliés par 4, nombre représentant la famille dont le vecino est le chef, donnent environ 20.000 habitants. [...]. Le château, au midi de la ville, est originairement un ouvrage des maures, mais il reste peu de vestiges de leurs constructions. La mosquée a été changée en église sous le non de San Salvador, [...]. La porte du chàteau est d´une bonne architecture moderne, et l´on remarque même à la droite de cette porte une portion de bâtiment dans le goût italien, surmontée d´une jolie loggia, le tout d´un très-bon style. [...]. Indépendamment de ces restes d´antiquités, on voit hors de la ville, à gauche du chemin qui conduit à Grenade, une grotte connue sous le nom de Cueva de Menga. On fait remonter l´existence de cette grotte aux temps les plus reculés »[12]  .

    La visión antequerana del conde de Melito obedece a sus sensibilidades estéticas, y por eso se centra en los aspectos históricos y monumentales de la ciudad más que en los puramente administrativos.

    Aunque las miradas de los cuatro visitantes mencionados –Laborde, Jacob, Vanssay y Miot– son casi epidérmicas porque apenas profundizan más allá de lo que ven los ojos, sus testimonios no muestran una realidad imaginada de Antequera. La convergencia de sus informaciones confirma que se trata de una ciudad grande con un casco urbano dividido entre la altura y la explanada, aceptablemente urbanizada con buenos edificios en sus calles, y con una ilustre historia atestiguada por tantos vestigios. Todos coinciden en señalar la importancia demográfica de Antequera, pero no se ponen de acuerdo en la valoración cuantitativa de su vecindario, ya que Jacob eleva exageradamente la población a cuarenta mil habitantes y Miot a veinte mil, cuando en realidad solo tenía alrededor de catorce mil quinientos[13]  .

    *****

    Viajeros y visitantes también prestan atención al término geográfico de Antequera, que mide seis leguas de norte a sur, cuatro de este a oeste y tiene más de veinte leguas de circunferencia[14]  . En tan amplio espacio se percibe un significativo contraste orográfico porque el terreno, heterogéneo en calidad y elevación, discurre de la fértil llanura a la áspera sierra.

    La vega antequerana, campo abierto al norte de la ciudad, es todo un espectáculo para los ojos del transeúnte por la feracidad de sus tierras y entre los extranjeros que advierten con admiración semejante realidad se encuentra Gaspard de Clermont-Tonnerre, un coronel napoleónico –parisiense de nacimiento[15]  – y edecán del rey José, que anda por allí a mediados de marzo de 1810. Este personaje, que conocía media Europa por sus campañas militares, le dedica una sencilla pero encomiástica alusión:

    «La vega d´Antequera, ou la plaine qui forme son territoire, est extrêmement riche et de l´aspect le plus agréable. Elle est traversée par le Guadalhorce la rivière du pain, qui s´ouvre un passage dans les rochers à travers la Sierra d´Abdalajís pour aller porter le tribut de ses eaux à l´océan»[16]  .

    La vega constituye la despensa agrícola y el motor económico de Antequera por la generosidad de sus tierras en cosechas de todas las especies, pero, desde luego, no es el espacio de la comarca más atrayente para la vista de los visitantes. Ningún sitio es comparable a la Sierra del Torcal por sus formaciones cársticas, caprichosamente esculpidas por la naturaleza, que conforman un paisaje laberíntico, mágico y casi onírico, según la luz del día y la estación del año. La zona, de una legua de largo por tres cuartos de ancho y mil seiscientos metros de altitud sobre el nivel del mar[17]  , siempre ha sido objeto de admiración desde antiguo, como queda patente en las palabras que a principios del siglo XVII escribía el canónigo Alonso García de Yegros:

    «... es tan cerrado de peñas, árboles y otras malezas de cantos, que apenas se ha podido calar por su fragosidad y quiebras; que las peñas hacen a modo de calles seguidas y tajadas, con varias torres y pirámides, figuras de hombres, que los remates de las peñas hacen, con arcos levantados, que parece que naturaleza quiso allí representar su diversidad y poder, haciendo en aquellas peñas diversas figuras, levantando unas muy grandes sobre otras pequeñas, como que se quieren caer»[18]  .

    Enclavadas en este vasto territorio, así en la llanura como en la sierra, hay una serie de localidades, aldeas y lugares adscritos a la jurisdicción político-administrativa de la ciudad de Antequera, que también participan de la escenografía de esta historia: Valle de Abdalajís, Mollina, Fuente de Piedra, Humilladero, Bobadilla, Villanueva de Cauche, Villanueva de la Concepción, Cuevas Altas y Cuevas Bajas.

    El marco urbano y rural de Antequera, perfilado por testimonios de la época, es el teatro de unos acontecimientos que determinan la vida de sus habitantes durante todos y cada uno de los días comprendidos entre marzo de 1808 y septiembre de 1812. Los hechos ocurridos entonces y sus incidencias sobre la población antequerana están en las páginas que siguen.

    Poder municipal, sociedad y oligarquía

    Establecidas las coordenadas espacio-temporales del presente estudio historiográfico, conviene centrar la mirada en la realidad de Antequera durante la explosión de la crisis política y gubernamental que cunde por la España borbónica. Hay que sumergirse en la estructura interna antequerana con el fin de comprender el alcance de su crisis particular, agudizada por la acción de los acontecimientos nacionales que llegan con la fuerza de un vendaval.

    El primer eslabón del sistema local corresponde al poder político encarnado por una municipalidad, ajustada al cliché de los ayuntamientos del Antiguo Régimen, con un doble orden estamental representativo de los estados noble y llano. El órgano gubernativo municipal es un cabildo presidido por la figura del corregidor, como justicia mayor de representación real, y compuesto por un amplio elenco de regidores, jurados, diputados y síndicos.

    El corregimiento de Antequera es una institución de las llamadas de capa y espada, tradicionalmente ejercida por un personaje de clase hidalga, vinculado a órdenes militares y carente de formación jurídica, de ahí que requiriera el asesoramiento de un legista con el destino de alcalde mayor[19]  . El cuerpo de regidores es el brazo capitular más numeroso porque supera la veintena de individuos, muchos de los cuales ostentan el privilegio de «regidor perpetuo» por legado familiar y derecho de patrimonio; el conjunto de jurados y diputados representa al pueblo llano, aunque también se había convertido en un instrumento de poder acaparado por algunas familias preeminentes de la ciudad; y, por último, los síndicos son representantes populares en el cabildo con voz, pero sin voto.

    En 1808, año del comienzo de esta historia, la titularidad del corregimiento antequerano es cosa de Joaquín Bernad y Vargas, un magistrado natural de Jerez de la Frontera y de cincuenta y seis años cumplidos –había nacido el 22 de agosto de 1751[20]  – con una dilatada experiencia profesional, ya que anteriormente había empuñado las varas de Tenerife, Las Palmas de Gran Canaria, León y Alcalá la Real[21]  . Este hombre, militar retirado y caballero de la Orden de Santiago, había tomado posesión del bastón de Antequera el 17 de diciembre de 1805[22]   en sustitución de Diego Sanz y Melgarejo, cesado por su relación conflictiva con otros poderes locales como más adelante se verá.

    Sin cultura jurídica, el corregidor Bernad precisa de la asistencia en esta materia de un alcalde mayor que, al caso, se trata de Salvador Vidal, un catalán de Barcelona y doctor en Leyes por la Universidad de Alcalá[23]  , que previamente había ejercido el mismo destino –junto con la tenencia tercera de asistente– en el ayuntamiento de Sevilla[24]  . Vidal acababa de llegar a la municipalidad antequerana porque había tomado posesión de su alcaldía mayor en el cabildo del sábado 11 de julio de 1807[25]  .

    Asimismo participan en el cabildo municipal de 1808 representantes de las familias más influyentes del universo antequerano con la dignidad –tradicionalmente vinculada a sus casas y linajes– de regidores perpetuos, como es el caso, entre otros, del conde de Castillejo; los marqueses del Vado y de la Peña de los Enamorados; y los hidalgos Diego Vicente Casasola y José María Peñuela, a quien correspondía por edad la distinción de regidor decano.

    *****

    En el vértice de la estructura piramidal de la sociedad antequerana de principios del ochocientos se sitúa la oligarquía local, que está conformada por una serie de familias afines a las ideas tradicionalistas del Antiguo Régimen y económicamente poderosas. Los blasones berroqueños que adornan los frontispicios de casonas y palacios confirman la pertenencia de algunas de estas familias a la nobleza, una nobleza titulada por despachos reales otorgados en los siglos XVII y XVIII como, por caso, los marqueses de la Peña de los Enamorados, de Villadarias, de Cauche, y de la Vega de Santa María; y los condes del Castillo del Tajo, de la Camorra, de Castillejo, de Colchado y de Valdellanos.

    Asimismo debe repararse en una burguesía adinerada y pudiente, imitadora de la nobleza en sistema de vida, que configura otro escalafón importante de la sociedad local como si fuese una especie de hidalguía de segunda clase, avalada por la solvencia económica. Entre las figuras más representativas de la burguesía del momento se incluyen las familias Montalvo, Delgado, Aranda, Acedo, Vílchez, Aguirre, etc.

    En un estrato inferior del orden social antequerano se encuadran los medianos propietarios, arrendatarios agrícolas y comerciantes que sostienen ciertos niveles económicos derivados de actividades esenciales para el desarrollo de la vida local.

    Por último, la gran masa de menestrales –mayoritariamente jornaleros y artesanos– configura la base sedimentaria de la estructura vecinal de Antequera, base conformada por un tejido poblacional ligado a la pobreza porque sus bajos niveles de renta y su inestabilidad económica lo mantienen siempre al borde de la miseria y del hambre.

    La sociedad antequerana de 1808 es una realidad viva, en palpitante efervescencia, y mientras los estratos inferiores persiguen la subsistencia cada día, las clases superiores andan tras otros intereses muy distintos. Los sectores preeminentes –familias con ansias de grandeza y gremios de interesado corporativismo– mantienen un pulso para aumentar las cotas de poder, lo que colma de tensiones la vida política, social y económica de Antequera durante aquellos años.

    *****

    Solamente una minoría de los catorce mil quinientos habitantes de Antequera anda implicada en la competencia por el poder local, ya que el resto de la población –bases de la pirámide social– corresponde a las capas desposeídas de toda capacidad que no sea el trabajo para la mera subsistencia. Aparte de la élite aristocrática y de la hidalguía aburguesada, la gran masa vecinal atañe a gente sin margen de acción política y bajo la supremacía de las clases dominantes.

    Siendo la economía local de base agraria, los estratos inferiores de la sociedad viven directa o indirectamente del campo, ya como asalariados en trabajos de jornaleros o ya como menestrales de una industria artesanal paralela. Los miles de hombres insertados en las profundidades de la escala social pueden aspirar a poco, puesto que tienen cortado el paso a la más mínima representatividad en las esferas de poder. Semejante circunstancia forma parte del guion discriminatorio del Antiguo Régimen.

    El poder en el contexto de la sociedad antequerana de principios del siglo XIX es cosa de la clase dominante, constituida en oligarquía por privilegios de sangre y preeminencia económica, y diversas familias compiten por acaparar las mayores cuotas de dominio local. Ninguna está dispuesta a ceder un ápice de sus prerrogativas y las disputas suscitan fricciones que rematan, a veces, en sonadas querellas judiciales.

    A modo de ejemplo vale señalar el caso planteado por José de Aguilar y Narváez, marqués de la Vega de Armijo y conde de Bobadilla, que en defensa de sus derechos históricos como alférez mayor y alcaide perpetuo del castillo de Antequera se niega a que la campana de la «Torre del Reloj» de dicha fortaleza –popularmente conocida con el nombre de Papabellotas– doble durante los funerales de los capitulares del ayuntamiento, aunque sean nobles e hidalgos. Se niega a compartir ese privilegio, que le corresponde por distinción, y lleva el asunto hasta el extremo de entablar causa en la Chancillería de Granada:

    «... no poderse dudar haber sido la costumbre antigua en la mencionada ciudad de que la campana del Reloj de su fortaleza haga señal de clamores y doble únicamente en las exequias de los señores reyes, de los corregidores y de los alcaides que han sido de ella»[26]  .

    Aunque la nobleza pugna entre sí por el poder oligárquico, no duda en aunar fuerzas cuando se trata de repeler agresiones externas y frecuentemente hacen causa común contra el poder municipal. Así había ocurrido, por ejemplo, en mayo de 1805 cuando Vicente Pareja Obregón y Gálvez, conde de la Camorra, fue destituido fulminantemente de su oficio de procurador general en el ayuntamiento antequerano por el corregidor Diego Sanz y Melgarejo bajo graves acusaciones:

    «Con motivo de ser deudor a este pósito de doscientas veinte y tres fanegas de trigo el conde de la Camorra, procedí con acuerdo de asesor a suspenderle de su oficio [...]. Posteriormente le fue formada causa al citado conde por haber extraído de los mismos fondos públicos del pósito tres mil reales»[27]  .

    Pese a las sospechas de corrupción que pesaban sobre el conde de la Camorra, los nobles locales se movilizaron en su defensa e hicieron valer las influencias del estado aristocrático contra el corregidor –también hombre polémico y controvertido– que, a la postre, fue cesado por la Chancillería de Granada, bajo la excusa de concedérsele el «retiro o jubilación»[28]  .

    Cabe decir, a modo de conclusión, que la historia del poder en Antequera durante la crisis del Antiguo Régimen es una crónica oscura, casi negra, escrita con la pluma de la ambición personal y estamental. Muchos se disputan la hegemonía local y tras el empeño de esa guerra sin cuartel queda un rastro de perversión que anima a un vecino crítico para apostillar, con incontenible rebeldía, que Antequera es «un pueblo donde nada puede obrarse sin ruido, estrépito, parcialidad e intrigas»[29]  .

    La Iglesia local

    A la vista de los numerosos establecimientos religiosos existentes en Antequera, no puede negarse su significación en el mundo de la Iglesia andaluza y aun española. La ciudad antequerana es, en el orden eclesiástico, el segundo enclave más notable de la diócesis de Málaga –tras la sede episcopal– porque en sus calles y plazas se asientan las pruebas de una nutrida representación del clero secular y regular. Jalona el casco urbano un conjunto patrimonial sacro que asciende a una iglesia colegial, cuatro iglesias parroquiales, dos ayudas de parroquias, doce conventos de frailes y ocho de monjas, además de varias ermitas y capillas.

    El vértice de la Iglesia antequerana corresponde a la Real Colegiata, una institución erigida en virtud de Bula Pontificia de 8 de febrero de 1503 y Real Provisión de 17 de septiembre de 1504[30]  , que fue trasladada desde las alturas de Santa María –su primitiva sede– a la parroquia de San Sebastián el 5 de junio de 1692[31]  . Rige la institución colegial un cabildo, órgano pluripersonal compuesto por una dignidad con el título de prepósito, doce canónigos, ocho racioneros y siete medio racioneros[32]  , todos prebendados con las rentas de la iglesia.

    Los miembros del estado eclesiástico residentes en la Antequera de principios del siglo XIX se cuentan por cientos, pero las figuras más sobresalientes del clero local –así por talla intelectual como por rango– son quienes ocupan los cuatro destinos más cimeros del cabildo colegial de San Sebastián: Gaspar Carrasco y Alcoba, dignidad de prepósito y presidente del cabildo, un anciano casi octogenario y achacoso –había nacido el 21 de octubre de 1729 en Antequera–, doctor en Teología y Cánones por la Universidad de Osuna[33]  , que llevaba más de veinte años en el cargo[34]   y que había renunciado al obispado de Popayán[35]  , diócesis de Colombia, acaso por su falta de ambición personal; Gabriel de Medina y Acedo, canónigo lectoral, un personaje natural de Jimena de la Frontera –había nacido el 1 de julio de 1759– que es doctor en Teología por la Universidad de Granada[36]   y está en posesión de la canonjía antequerana desde el 11 de enero de 1793[37]  ; Pedro Muñoz Arroyo, canónigo magistral, un hombre muy interesante por su pensamiento, como luego se verá, que había nacido el 7 de enero de 1775 en Benamocarra y es titular de la plaza por oposición desde el 7 de agosto de 1807[38]  ; y Francisco de Paula Díaz y Rodríguez, canónigo doctoral por nombramiento del 24 de diciembre de 1805[39]  , que había nacido en la localidad granadina de Gabia Grande el 18 de enero de 1769[40]   y fue hasta entonces catedrático de Historia del Derecho de la Universidad de

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