El siglo ausente: Manifiesto sobre la enseñanza de la ciencia
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El siglo ausente - Eduardo Wolovelsky
Eduardo Wolovelsky
El siglo ausente
Manifiesto sobre la enseñanza
de la ciencia
© Libros del Zorzal, 2008
Buenos Aires, Argentina
Printed in Argentina
Hecho el depósito que previene la ley 11.723
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Índice
Prólogo | 6
Introducción | 11
El siglo ausente | 14
Impartir el saber: cientificismo, publicidad y tecnocracia | 33
Dos culturas | 51
Enseñanza histórica (contextual)de la ciencia | 60
Extranjería | 74
Certidumbre y libertad | 78
El presente manifiesto pudo ser concluido gracias a la colaboración desinteresada de Gabriela D’Odorico, Alejandro Cerletti y Francisco D’Agostino.
A ellos mi reconocimiento.
Prólogo
Durante la primera mitad del siglo XX, la ciencia fue conceptualizada a partir de sus productos cognitivos. Hablar de ciencia era hablar de teorías, leyes y conceptos acerca del funcionamiento de la naturaleza y de su ontología. Caracterizar el método científico
, establecer criterios de demarcación entre lo que es ciencia y aquello que no es ciencia, comprender los vínculos entre teoría y contenido empírico, o develar la estructura lógica de las teorías fueron las empresas que consumieron buena parte de las esfuerzos intelectuales de los especialistas, en general, filósofos especializados en lógica, análisis del lenguaje y metodología. En la producción de teorías, leyes o conceptos, la observación y el experimento eran instancias asépticas, idealizadas en la relación sujeto-objeto, meros mecanismos de validación o refutación. Ni los espacios sociales involucrados en la producción de conocimiento –universidades, institutos, laboratorios industriales o militares, observatorios, museos, organismos de financiamiento–, ni las dimensiones culturales alrededor del desarrollo de tradiciones de conocimiento, o de la tecnología resultante, ni las diversas formas en que fue usada la ciencia para obtener control político o ventajas económicas fueron considerados.
El presupuesto que guió esta tendencia fue el mito de la singularidad de la ciencia como producto privilegiado de la cultura occidental. La objetividad
de la verdad científica –no importa cuánto se haya escrito para estabilizar un sentido unívoco para este concepto– estuvo (y está) en el núcleo de esta idealización. Su dimensión social estaba delimitada por los llamados valores mertonianos
: comunalismo, internacionalismo, desinterés y escepticismo organizado. La historia de la ciencia acompañó esta tendencia epistemológica en la forma de historia de las ideas científicas, enfoque que se preocupó por historizar genealogías de conceptos o evolución
del pensamiento científico, casi como una rama de la historia de la filosofía y una hermana menor de la filosofía de la ciencia. Complementario de este enfoque, y compartiendo sus valores, fue la historia de las disciplinas científicas desde la perspectiva de sus practicantes. De esta forma, la historia se plegaba al programa fuertemente idealizado que concibió la ciencia como el único producto de la cultura que estaba al margen de los males de la sociedad moderna. Incluso, como el lugar de donde se recibirían las soluciones a muchos de estos males.
Ahora bien, la amplia área de producción académica llamada Estudios sociales de la ciencia y la tecnología, que se inicia aproximadamente a comienzos de la década de 1970, comenzó a cambiar radicalmente este panorama. El foco de atención se desplazó desde los productos cognitivos de la ciencia, como insumos culturales neutros, hacia la práctica científica en proceso de producción, sus contextos socioculturales y sus objetivos políticoeconómicos. Bajo esta nueva luz, la práctica científica demostró estar atravesada por ideologías, sensibilidades, valoraciones, intenciones, intereses y retóricas, identidades nacionales, estilos
de construcción institucional, conexiones específicas del campo científico con el sector productivo, con el sector militar, con la enseñanza y la comunicación pública.
Hoy es evidente, por ejemplo, que el conocimiento científico y sus aplicaciones no son productos neutros, que la actividad científica no hace a las sociedades mejores a priori, que no soluciona los problemas de pobreza o la creciente desigualdad económica entre países o regiones, que ciencia y guerra no son conceptos antagónicos. Se sabe que esta práctica social se desarrolló desde fines del siglo XVII al amparo de algunos Estados nacionales, marcada por los valores y las ideologías que acompañan al capitalismo y sus transformaciones a lo largo de los últimos cuatro siglos. Éste es el escenario que toma como punto de partida el libro de Wolovelsky: la ciencia es cultura, es ética y es política. Por lo tanto, enseñar ciencia es (o debe ser) también enseñar sus componentes culturales, éticos y políticos.
Así, la primera cuestión que estructura El siglo ausente apunta a comprender las razones e intereses que llevaron a la preeminencia de una perspectiva tecnocrática
, que niegan la posibilidad de intervenir críticamente a los que no son expertos –el saber se imparte desde quien conoce hacia quien ignora
– y que hoy imponen en las aulas la imagen de una ciencia desvinculada de condicionamientos históricos. Desde esta perspectiva, los divulgadores y docentes pasan a ser eslabones intermedios en la cadena de transmisión de un conocimiento atemporal y vacío de interrogantes que vayan más allá de lo técnico y funcional. Entonces se hace natural pensar que la principal tarea de la divulgación es transformar la ciencia en entretenimiento, o apelar, como principal recurso, a la curiosidad lúdica del asombro. Para Wolovelsky, un análisis de las distorsiones que se derivan de este escenario lo llevan a una conclusión paradójica: este tipo de concepción, para ser consecuente, debe negar el siglo XX
.
La segunda cuestión que enfrenta El siglo ausente es la de explicitar cómo esta perspectiva deriva, en la Argentina, en la preeminencia de mecanismos de clausura o banalización. En este punto, el análisis de algunas iniciativas editoriales muestra que la ligereza pedagógica, epistemológica, e incluso ética, es hermana gemela de la promoción de la injusticia, la crueldad
. La conclusión es que ya no es posible seguir jugando el juego de una supuesta neutralidad ideológica y social de la ciencia
. No es una conclusión menor en un país que conjuga escasa población de científicos e ingenieros con fuga de cerebros e incapacidad de integrar la producción de conocimiento al desarrollo económico.
La negación enfática de una concepción aristocrática, que supone al lector como un tonto al que hay que seducir con juegos vulgares
, lleva al autor a la tercera cuestión que aborda este libro: la demostración de que es posible un escenario alternativo. Wolovelsky presenta numerosos ejemplos que pueden servir de guías en la tarea compleja de transformar el problemático escenario local de la enseñanza y la divulgación. Sobre Stephen Jay Gould, por ejemplo, destaca su denuncia de una concepción academicista y autoritaria del conocimiento
y su convicción de que los escritos dirigidos al gran público