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Hermann Linch
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Libro electrónico211 páginas3 horas

Hermann Linch

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Hermann Linch, el protagonista de la novela, ha recibido de la vida una buena posición social, económica y académica. Lo tiene todo para disfrutar de la vida e incluso sobresalir, pero en su carácter no hay nada que lo lleve a descollar entre sus conciudadanos. Su vida es de lo más corriente salvo en un aspecto que lo singulariza: incapaz de vivir y disfrutar directamente de la vida adopta la posición del observador, del coleccionista que prefiere la vivisección a las relaciones vitales. Su pasión por la observación y el análisis le lleva a organizar, gracias a su poder económico, una suerte de Gran hermano televisivo, con una fuerte recompensa económica para todos y cada uno de los participantes, sus seres más queridos, poniéndolos en situaciones críticas y de enfrentamiento.
Con una estructura narrativa bien diseñada la autora va presentando y analizando el carácter de todos los personajes que intervienen en el drama.<
La acción transcurre en una ciudad imaginaria, sin rasgos que permitan ubicarla en una país determinado, para reforzar la soledad del protagonista. Leena H. consigue convertir la vulgaridad de la vida y la soledad invididual en las grandes ciudades en un tema puramente literarario con un estilo sobrio pero evocador.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento13 dic 2020
ISBN9788412204933
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    Hermann Linch - Leena H.

    Linch 

    EN EL PRINCIPIO

    Hermann fue un hijo deseado y sus padres esperaron su llegada con impaciencia.

    No existía ningún tipo de rechazo hacia su persona, era un niño especialmente querido por sus progenitores, ya que había sido el único hijo que Ann y Osborn habían logrado engendrar. 

    Formaban un matrimonio acomodado que residía en un barrio medianamente rico de la ciudad, alejado de las preocupaciones mundanas. Nunca les había inquietado cómo llegar a fin de mes, nunca se habían privado de nada y, por supuesto, tampoco Hermann había sido privado de nada.

    La casa en la ciudad era sencilla, pero moderna. Todos los muebles habían sido diseñados por algún loco diseñador que el matrimonio no conocía, pero sí un amigo común que sostenía que se dedicaba al interiorismo. No podían negar el gran gusto de ese amigo común para decorar su gran casa, sin embargo el precio final quizá había resultado ser excesivo. El inmueble estaba situado en pleno centro de la ciudad aunque, curiosamente, el ruido del tráfico no se apreciaba desde dentro, ni siquiera se oía la gente que andaba por la calle ni tampoco a los vecinos. En esta casa, la primera del matrimonio, Hermann pasaría sus años de infancia tardía y de adolescencia.

    Su madre, Ann, empezó a notarse bastante indispuesta durante el embarazo. Ya por aquel entonces su personalidad depresiva hacía temer a Osborn por su salud, así que decidieron trasladarse a la casa de campo de la familia Linch donde Hermann vería la luz y sería criado en un remanso de tranquilidad.

    La casa de campo estaba rodeada de una gran extensión de jardines medianamente cuidados que acotaban el camino principal de grava que conducía directamente a la entrada. Su estilo era clásico en el exterior, pero en el interior, Steven, el decorador, había decidido combinar mesas de granja con cuadros cubistas. Después de cruzar la amplia entrada, el comedor quedaba a la derecha, unido a una amplia sala de estar por un arco acristalado de la pared. En los largos atardeceres en la casa de los Linch, el comedor se llenaba de los reflejos azulados y verdosos cristalinos que aumentaban si cabe más aún esa sensación de remanso absoluto.

    La cocina no tenía el mayor interés, era una habitación inservible para los Linch que estaban acostumbrados desde siempre a tener un servicio a su disposición las veinticuatro horas del día. Ni esposo ni esposa tenían conocimiento culinario alguno ni ganas de adquirirlo. La planta baja se completaba con un amplio aseo decorado con todo lujo de detalles, el despacho de su padre, un estudio-biblioteca y todas las dependencias del servicio.

    La planta superior disponía de una habitación principal para el matrimonio, la habitación de Hermann y tres habitaciones de invitados. La habitación de matrimonio tenía en su interior un aseo con vestidor y había otro aseo más pequeño en el pasillo. 

    Ann era una mujer un tanto especial, obsesionada con sus zapatos. Tenía calzado de todos los tipos, con una amplia gama de colores, pero lo más sorprendente era que poseía dos números de cada par. Ella tenía la teoría que sus pies se dilataban y contraían tanto en verano y en invierno que la diferencia era de una talla, así que siempre compraba un número más para el verano y uno menos para el invierno.

    Osborn no comprendía todas las obsesiones de su mujer (que eran muchas), pero le divertían. El grado de tolerancia era tal que los zapatos de Ann ocuparon siempre gran parte del espacio del armario de Hermann y, por tanto, éste siempre se vio obligado a convivir con los zapatos de su madre junto a su escasa ropa.

    De niño Hermann no tenía un vestuario muy extenso, pero su gusto por la ropa o por los complementos no aumentó con el paso de los años. Herman prefería todo lo demás, estaba más interesado en todo lo que no se veía de las personas que lo que podía verse. Es más, creía que cuanto más ropa llevara una persona, más pretendía ocultar su verdadera personalidad. Hacia su madre guardaba cierta desconfianza tal vez por esto, o por otras cosas, vete a saber.

    El cuarto de Hermann era una habitación luminosa que, con el paso del tiempo, se fue haciendo más insustancial. Al principio sus padres eligieron una decoración convencional para una habitación de niño, ya se sabe, todo lo que resulta en cierto modo agradable y divertido: elefantes de colores, arcoiris y cosas de ese estilo pintadas en las paredes, con puntillas en las sábanas y bordados en las cortinas. Cuando Hermann tuvo cierto poder de elección decidió retirar todo aquello y cambiarlo por una decoración en consonancia con el resto de la casa. Para este fin no acudió al amigo común de la familia, ya que aquel decorador tan estrafalario había muerto una calurosa noche al borde de una piscina en un escándalo que Herman nunca llegó a entender.

    La habitación de Hermann se fue haciendo gradualmente más y más impersonal. El mobiliario era o bien blanco o bien tirando a gris, y las paredes también blancas mostraban alternativamente (por insistencia materna) algún cuadro de pintores que ni siquiera el propio Hermann conocía.

    El armario que su madre había empezado a ocupar cuando era pequeño estaba ahora casi repleto de zapatos y él guardaba su ropa en una cómoda cerca del escritorio. En fin, tampoco necesitaba mucha ropa.

    En el colegio, antes de que fuera interno, nunca fue a ninguna fiesta, no porque no le invitaran ni tampoco porque sus padres no le dejaran ir, simplemente no le apetecía asistir. Creía que aquella gente tan insulsa no le iba a aportar nada nuevo ni nada de su interés. Era gente a la que podía ver durante las clases, gente que siempre hablaba de lo mismo: de chicos, de chicas, de fiestas, ropa… en fin, la mayoría de las cosas ya las sabía y las que no, no le interesaban.

    De hecho, y esta vez por insistencia paterna, un día se presentó en una de esas fiestas, pero no le agradó nada de lo que vió y ya no volvió a asistir a ninguna más, ni siquiera durante la universidad, donde todo el mundo parecía que en vez de ir a clase se dedicara a asistir a todo tipo de eventos sociales.

    Los padres de Hermann estaban bastante preocupados por el hecho de que Hermann no quisiera tener amigos ni asistir a ninguna fiesta. No asistía siquiera a los cumpleaños de sus compañeros. La preocupación paternal cesó cuando ambos cónyuges empezaron a aceptar las rarezas de su hijo, ya que, al fin y al cabo, no era un mal muchacho.

    Osborn era de la idea de que Hermann algún día podría ocuparse del negocio familiar. 

    La familia Linch poseía desde tiempos inmemorables grandes extensiones de tierras en las que se cultivaban todo tipo de variedades de uva con las que se elaboraban los más exquisitos vinos del país. Pero a Hermann no le entusiasmaba mucho la idea de dirigir el negocio, de estar al mando de la gran empresa familiar. Sin bien es cierto que hubiera hecho cualquier cosa para contentar a su padre no era lo que él tenía pensado hacer en su vida. De hecho, estudió en la facultad lo que realmente le gustaba: medicina. Sin embargo, en sus ratos libres tuvo que realizar varios cursos de empresariales para poder seguir con el negocio familiar. Lo único que no quería Hermann era acabar trabajando de cara al público como comercial de la firma familiar. Hermann acabó su carrera de medicina con honores y, aún así, tuvo que rechazar varias ofertas de trabajo para incorporarse por fin a la oficina central de su padre como vicepresidente de la empresa familiar. Qué casualidad, no encontraron ningún otro candidato que pudiera realizar con tino las funciones de vicepresidencia. Al menos, pensaba que era un mal menor, ya que su trabajo se realizaba de puertas para adentro. Sus padres estaban seguros de que si hubiera ejercido de médico habría sido como forense o recluido en un laboratorio de investigación con células madre. No era un hombre corriente, eso lo sabía, sabía que no había nacido para su cometido actual. Y, lo que más le preocupaba en esos momentos, era que no sabía cuál era su destino o función en la vida. Es más, creía no tenerlo.

    Cierto día, sentado a la mesa que tenía frente a la ventana, decidió que su destino no se escribiría con el pasar de las horas en la empresa, con el pasar de los días en su apartamento, con el pasar de los años en su ciudad ni con el pasar de la vida en su vida.

    Estaba tomando una copa. A Hermann no le gustaba emborracharse, pero le gustaba ese pequeño vaivén que sentía cuando tomaba un trago, sólo uno, porque era comedido. Creía en la moderación por encima de todo. Creía en los placeres moderados o quizá era la propia moderación y el control lo que le daba placer.

    Hermann estaba bebiendo whisky de la mejor calidad. ¡Qué podía beber si no creyendo tanto como creía en la superioridad y supremacía de las clases sociales! ¡Él, que era defensor de la separación de clases, de la elegancia y de lo banal! Terminó su copa. No la apuró hasta el extremo, el hielo seguía indemne mirando el cristal que a su alrededor se mostraba como una jaula que se mofaba de él, pensando que aún le quedaban minutos, tal vez horas para dejar de ser él mismo y fundirse inevitablemente con el cristal y más tarde con el propio aire, y después, la nada.

    Se fue a la cama y se durmió enseguida, tan pronto que ni siquiera oyó las campanadas del reloj lejano que marcaba ya la una de la madrugada. No es que le gustara trasnochar, pero no era consciente de la hora. Qué le importaba a él la hora si había días que sólo podía dormir dos horas y otros en los que multiplicaba por diez esa cifra. 

    Así pues, descansó, pero no plácidamente como sus conciudadanos, y soñó, como tantos otros días, con una realidad mejor.

    Al día siguiente, se levantó, se vistió sin ánimo de ostentar, pero sí con la convicción del que se cree elegante, y después desayunó lo de siempre. A Hermann no le gustaba ir a comprar alimentos, se los traían a casa. Lo hacía tan sólo una vez por semana por obligación, por supervivencia. Porque él era un superviviente.

    Recordó su sueño a lo largo del día, el hilo argumental completo llegaría luego, por el momento eran solo imágenes.

    El café estaba frío, no recordaba siquiera haberlo vertido en la taza desde la extraña cafetera que lo miraba todavía aullando y resoplando pequeñas nubes de humo. Él sonrió para sus adentros, parecía que alguien allá dentro del recipiente metálico pedía ayuda. Todo eran señales, señales de humo de un hombrecillo imaginario. El humo, al final, también se extinguió y el mensaje quedó incompleto. Dejó de sonreír, no era propio de él, y salió de casa para enfrentarse con el día a día laboral.

    -Buenos días señor Hermann, tengo preparados aquellos documentos encima de su escritorio. Aquellos de los que hablamos por teléfono.

    - ¡Qué alegría verlo por aquí Claus! ¡No sabía que vendría! 

    Claus no era sólo el abogado del padre de Hermann, sino también su hombre de confianza, el que le había criado desde pequeño y que a la muerte de su mentor no podía hacer otra cosa que seguir en el puesto. Así que, pese a su edad, se mantenía como abogado personal del joven empresario, aunque la empresa tuviera sus propios letrados.

    Cuando llegó a su despacho, sintió un vacío, pero no se debía al gabinete, sino a que él sufría la penosa ausencia de su padre; y el vacío que dejaba su rápido ascenso en la jerarquía de la empresa. No quería dejarse arrastrar por los recuerdos y más pronto que tarde se sentiría como un niño perdido sin recuerdos. Cuando se hizo mayor, se siguió protegiendo como el niño que fue y se distanció de su entorno y de la realidad. Lynch pensaba que todo vínculo humano y afecto finalmente conducían al dolor. 

    Sin pensarlo, salió del despacho corriendo y alcanzó a Claus.

    -¿Tendría la bondad de comer hoy conmigo, señor Claus?

    -Claro, Hermann.

    -No quería importunarle, si tiene que volver a casa y estar con su familia yo…

    -No, me quedaré, no me conlleva ningún esfuerzo, además no hemos vuelto a hablar desde…

    -Ya, no quiero hablar de eso ahora, Claus. En otra ocasión. Le aviso cuando acabe de trabajar.

    - Bien, señor Linch, por supuesto, estaré esperando su llamada. 

    ¿Cuántas horas habían pasado? ¿Se habían eternizado los minutos desde la pérdida? ¿Querría alguna vez recordarlo? No, no ahora, tal vez luego.

    Se sentó de nuevo en su asiento de presidente de la empresa y volvió al trabajo que detestaba, pero que por desgracia otros deseaban, y, sintiéndose culpable por ello, pero sólo a medias. emprendió, ahora sí, su jornada laboral.

    No repetiría el error de su padre, se lo decía constantemente. Algún día llegaria a tener una familia por la que volver a casa, alguien que se preocupara por él y deseara su llegada al apartamento, alguien al que poder alimentar, cuidar y que siempre le guardara fidelidad. Los hijos, a veces, son desagradecidos, y eso Hermann lo sabía porque era un claro ejemplo de humillación familiar. No sentía apego por todo aquello que sus padres habían logrado para él, de hecho no sentía nada.

    Atendió todas las llamadas de condolencia, habló sereno, pero en su corazón, o cualquiera otra cosa u órgano que tuviera dentro, lloraba.

    -Sentimos mucho la repentina pérdida de su padre, señor Linch -un comercial le hablaba compungido, alguien que ni siquiera conocía, pero que no perdió la ocasión-, el dolor será inmenso en estos momentos, pero no queremos que por ello deje de reconsiderar nuestro acuerdo con su padre.

    -Está bien, miraré la carpeta más adelante.

    -Hermann, nosotros estamos contigo, avísanos cuando quieras hablar, ya sabemos cómo eres, lo que necesitas, necesitas estar solo, pero queremos que sepas que cuando lo requieras, puedes hablar con nosotros.

    Esto último, en realidad, no era una conversación telefónica como tal, sino un mensaje de voz en el impersonal correo del móvil del compungido hijo del antiguo presidente de la empresa, esto es, en su propio teléfono.

    Eran, si Hermann aun llegaba a reconocerlos, dos antiguos amigos suyos que, en alguna ocasión y solo del modo que Hermann permitió, pudieron llegar a conocer a este peculiar individuo. Sus nombres eran Cloe y Set.

    PRIMERA PARTE

    Hermann Linch era un hombre bastante insignificante. Desde pequeño había sido quizá el niño más insignificante de la guardería, del colegio y, posteriormente, de la universidad. No tenía nada que le hiciera especial, no tenía ningún rasgo significativo, nada de marcas, nada de cicatrices, nada que pudiera identificarle como el ser único que era. Y por tanto, en el estado insustancial en el que se encontraba, tampoco era una persona que fuera a llevar piercings o tatuajes, cambiar su color de pelo o cambiar cualquier otro rasgo de su anatomía.

    Nunca le había gustado relacionarse con sus semejantes y sin saber por qué empezó a pasar desapercibido.

    Todos los días efectuaba los mismos rituales. Se levantaba temprano, desayunaba mirando en la televisión los noticieros de la mañana, después se duchaba, elegía cuál de sus trajes se iba a poner aquel día y se marchaba a la oficina caminando. Hermann adoraba caminar y perderse por las calles. Y no lo hacía por hacer ningún tipo de deporte ni por otra cuestión de salud, que era inmejorable. Solo tenía un fin en sus largos paseos: deseaba el contacto humano, observaba a la gente, la analizaba, podía saber cómo era cualquier persona solo con mirarla unos segundos a los ojos. Se convirtio en el eterno observador, él lo prefería así. De ese modo no tenía implicaciones con nadie. A veces incluso pasaba rozando el hombro de un viandante y podía sentir el calor, la energía humana que se desprendía y que le erizaba el vello.

    Salía de su casa media hora antes de lo que sería estrictamente necesario para acudir

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