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La música no viaja sola
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Libro electrónico262 páginas4 horas

La música no viaja sola

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Uno de los músicos mexicanos más importantes de este siglo, el maestro Herrera de la Fuente hace una amena revisión de su vida. Nos habla de personalidades que estuvieron cerca de él: el pintor Siqueiros, sus aventuras con el inventor González Camarena; se ocupa también de sus colegas músicos Claudio Arrau e Igor Markevich, sin olvidar su gusto por lo popular, las tradiciones y el arte.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento5 oct 2012
ISBN9786071643346
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    La música no viaja sola - Luis Herrera de la Fuente

    función.

    ¿Por qué

    !!!!!!LA MÚSICA?

    EN LOS años del ocaso nuestra reflexión va con frecuencia a los inicios; quiere, requiere destejer los porqués del motu proprio, la bola de la hilaza. No sé qué fuerza alzó mi pie para trepar por los aleros de la música, o qué energía movió mi paso en dirección de ese horizonte que, igual que todos, se ve lejano, como una raya sin rostro, sin espalda, como espejismo, como una trampa no oculta, evidente y atrayente.

    ¿Hay horizonte? No lo sé. Hay, sí, perplejidad, azoro, duda ante el suceso singular llamado vida, ante su rumbo y confín, ante el uso negligente del tiempo que es su límite y su enigma. Si el pensamiento tiene alas y el Universo puertas, si la brisa sopla en la rosa de los vientos y los dioses otorgan el albedrío como responsabilidad humana, ¿por qué?, me pregunto, ¿por qué la música? ¿Por qué esa materia engulló la tajada grande de mis horas, que al empezarlas no las sabía tan largas? Sé que no se trata, en mi caso, de una vocación prístina ni única; la música es una entre otras que los genes o el acaso me infectaron; me dejo pensar que mi fidelidad a ella se da por hábitos y buenas dosis de deleite: la música me fue contigua siempre; más que contigua, interna: antes de nacer, antes de oír, sentí su pulso arremeter en el vientre de mi madre. Tal vez yace allí la respuesta: en ese vientre se determinó la nulidad de mi albedrío. En ese vientre, ¿dónde más?

    Es ocioso el rastreo de la familia; el ancestro cuida de su pudor, sus carnes ocultas tras hiedra de años no se exhiben al ojo del recién llegado al clan. La pregunta que me hago, ¿por qué la música?, se origina en apetitos defraudados; la arquitectura, la literatura bulleron, bullen siempre en mi circuito con arrojo de jauría de lobos flacos. Aunque poseo pruebas, no quiero eludir el empeño —el desafío— de recorrer los caminos de mis sangres, los atajos, los afluentes que han venido a dar al, según el diccionario, arte de los sonidos. Puesto en esta disposición, debo viajar en reversa hacia los primeros close ups de mis parientes, algún cabo debe haber que si no me da la luz, al menos me dé un filón, un surtidor de rumbos, de itinerarios.

    Noble

    !!!!!!ROBLE

    EN EL reino de Nezahualcóyotl, tierra acolhua, en un lugar llamado Tepetlaoxtoc, nació el 12 de diciembre de 1881 un niño hijo de Celso y Magdalena, ambos Herrera, primos, sangres cercanas, edades lejanas; ella 32, él 18. Lo llamaron Luis Guadalupe; Guadalupe por dos imperativos: la fecha, leyenda y fe, y el nombre, revivencia de una Guadalupe, hermana primogénita muerta a poco de nacer.

    Celso y Magdalena no se amaron, sólo se ayuntaron por obra de la promiscuidad y el celo, crítica fuerza del instinto, feroz tanto en el varón joven como en la hembra madura, quedada —así llaman a la mujer que a los 30 no ha pescado marido—. Hubo preñez; por los fueros del honor la familia los casó; los ató a una convivencia hueca, sin alma, a un círculo del infierno, a un odio que perduró hasta la muerte de Magdalena, acaecida apenas cumplido su centenario. Cuando murió Celso —66 años—, masculló mi abuela en la orilla de la cama: Aquí ya pagaste, ahora vas a pagar allá. No obstante, tuvieron tres hijos: Guadalupe, Luis y Sara.

    Separándolos de su rechazo mutuo, de su tiniebla común, ninguno de ellos fue adocenado. Mi abuela tenía en la memoria un copioso archivo de versículos de la Biblia, proverbios, pasajes evangélicos, de vidas de santos y héroes de la Iglesia. Solía emplearlo en señalar los caminos del bien y el mal a quien cayese al alcance de su mano. Su voz abuelesca está en mi oreja; a veces me despierta: Son las siete, aquí está tu té, el diario té de boldo que se hizo para mí, no obstante su poco amigable gusto, un filtro deleitoso, un lazo con la abuela; algo como las magdalenas que la tía Leoncia hacía para Marcel en los veranos de Combray. Abuela y té son un sabor, una memoria, una sombra en esa niebla que parece estar llegando, o yéndose; no sé.

    El abuelo, los abuelos, su imagen, son la primera noción que uno tiene de la vejez. Abuelo y viejo son sinónimos; sin embargo, retoza uno con ellos como si fuesen coetáneos. Mi abuelo me enseñó a bailar el trompo, a ensartar el balero, a jugar canicas; con Magdalena cachaba con manopla de beisbol. Ni qué decir que mi abuela perdonaba y cubría todos mis pecados. El crujir de su osamenta no la cohibió para competir conmigo en toda suerte de diabluras, no hay nada que el niño no invente.

    En su extrema ancianidad, entre los 95 y los 100, se recluyó en su claustro personal. Mi madre la colmaba de compasión —malgré tout—, mi padre conversaba con ella cada noche, 10, 15 minutos y le daba las Buenas noches, mamá. La soledad la vencía; sin tregua musitaba sabe Dios qué, y miraba, miraba fotos con apego, con obsesión, como si le fuese la vida en hallar un instante al que hubiese querido conminar: Detente... eres bello. Estaba sola. A cada timbrazo del teléfono gritaba: Si es para Magdalena Herrera, sí estoy.

    Sí estás, abuela, estás allá en el panteón de Tlaxcantla. Estás aquí en mis letras, mis arterias, en algún glóbulo anónimo que no me va a dejar: nuestros genes parecen encariñarse con su hábitat.

    En cuanto a Celso, muchacho, adulto o anciano, no tuvo oficio ni beneficio. Fue patrón y campesino en sus magueyales; tendero, ayudante y discípulo del cura de su pueblo; de él aprendió gramática, música e historia universal. La música, parece, con dedicación mayor. Transcurrió las tres edades del hombre —son más de tres— en una suerte de tiro al blanco de las ferias pueblerinas, ganándose una vida holgada, casi nunca; mediocre, casi siempre, o no ganándosela en lo absoluto, con frecuencia; tiempos estos en los que dependía del bolsillo no opulento pero abierto de su hijo Luis.

    Celso tuvo talento, simpatía, destreza para caer de pie en las buenas y en las malas; apetencia pantagruélica para glotonear libros y empacharse de vivencias misceláneas; más que vividor, fue viviente; habitó el riesgo en un remolino de azares, abierto a recibir cuanto el acaso te mande.

    Tenía una voz espléndida: bajo profundo, tesitura ya olvidada por las gargantas de hoy. Gozaba al verme boca-abierta cuando me espetaba sus vanaglorias vocales: don Basilio, Mefistófeles, Sparafucile, el Inquisidor, etcétera. Solíamos cantar a dúo: tuba y piccolo, decía. Me enseñó el solfeo, ejercicio odioso o prodigioso, según cómo y quién lo enseña; él no me lo enseñó, lo jugó conmigo, lo jugamos juntos. Con mi abuelo y mi padre compartí desde niño lo artesanal de la música; me hacían poner ladrillos en su sitio, a plomada; me indujeron a lo exacto. En el prólogo del arte por el arte, frente al querer lo exquisito, es bueno no olvidar que lo artesano —arte, sano— está allá abajo y es el principio.

    Celso amaba escribir y escribía, prosa y verso. No tuvo atrás academia; duende, sí; su estro fue sólo eso, whatever that means. Derramaba discursos en las fiestas de la patria con buen decir y prestancia. Está por demás hurgar en el rango de su prosa, fue el único que podía ser. En cuanto a sus versos, rondaban, según el uso, en el piso bajo de los de Manuel Acuña y Díaz Mirón. Recuerdo algunos de gracia y tino circunstancial; conservo éste, de ocasión, improvisado sobre las rodillas un día de cumpleaños de mamá (aparece de su puño y letra al dorso de una foto texcocana: mi hermana, china; yo, charro; dos y nueve años):

    Un charrito sin igual

    de la hacienda del Comal

    que vale bastante poco,

    se presenta muy formal

    con su china nacional

    de la ciudad de Texcoco.

    Y este charro y esta china,

    pareja graciosa y fina

    muy retrechera y muy suave,

    en esta fecha divina

    por ti, mamá Josefina,

    van a bailar un jarabe.

    Un jarabe zapateado,

    menudito y pespunteado

    con su polvito de anís.

    Di, madre, si es de tu agrado

    pues que te lo han dedicado

    tus hijos Carmela y Luis.

    Facilidad e inocencia van parejas.

    Sus escritos —algo había— se perdieron de las manos de tía Sara; su biblioteca, no escasa, también.

    Un ataque de apoplejía lo partió en dos. Quedó en mitades precisas: una muerta, la otra, a medias, viva. Vaga por mis rincones su magro cuerpo en pena; sin nervadura, como desvencijándosele el alma; oigo su balbucear a suplicio por palabra, su habla renga que no podía saber si la frase se le daba o no se le iba a dar. Tomó el exilio en sus interiores, en sus andamios heridos; escuchaba música por radio a salvo de su intemperie. Quihubo, abuelo, le decía yo al llegar de la escuela; me detenía la mano para que lo acompañase en su deleite musical.

    Así 12 años. Fue largo su terminar. En mesura de partitura fue una coda fuera de proporción.

    Celso Herrera y Escalona me dejó un legado óseo, vívido, irrenunciable: puso en mi tacto niño el primer libro de mi historia. Antes, en sus rodillas, oí en su voz sagas llenas de héroes, de esos que aunque mueran no se mueren: Aquiles y Patroclo, Héctor, Príamo, Eneas (¡qué hermosos nombres!), Sancho y su caballero, tantos… retuve la voz poeta y supe de los hechos de un niño Mozart, del joven Haydn, de un tal Beethoven; en fin, mis primeros sueños fueron áureos, tal vez, por el oro que laqueaba los filos de aquellas páginas no olvidadas.

    De este Celso y de aquella Magdalena nace mi padre Luis Guadalupe Herrera y Herrera. Firmó siempre Luis G. Herrera.

    Roble (según el Diccionario de la Real Academia, acepción 3): Persona o cosa fuerte, recia y de gran resistencia.

    Noble (Id, acepción 1): Preclaro, ilustre, generoso. Roble noble.

    No conozco un ser que ajuste, que apriete mejor en tales voces, que mi padre. Cuando murió, mis infra, micro y macroestructuras se descoyuntaron; quedé con la soledad a cuestas.

    Me explico su hacer como acto inevitable de su ser. Hacer, siendo; ser, haciendo, voluntad explícita de creación. Su vida llenó el significado del verbo dar, así como vació el de los verbos pedir y recibir; fue viviendo nomás, cual si el oro se diera en maceta o fuera consuetudinario el bien; como si el azar procrease grandeza y fuese minucia el ser uno mismo una verdad; como si el olmo diera peras a ciencia y paciencia de Dios. ¿Será la incapacidad de calibrar el metal propio la virtud determinante del hombre cabal? Cabal: eso fue ese padre monolítico, parco, que cruzó de puntas por la escena para no hacerse notar. Fue un axioma, nada más. Un hecho real.

    Luis, como Celso, fue materia prima martillada por el cura de Tepetlaoxtoc. Mi padre, igual que mi abuelo, respondió fácil, vehementemente al estímulo de la música. Mucho elogio recibió por las prendas de su voz; fue solista en el coro de niños de la parroquia del pueblo. Coro de niños es término que lleva ante las cantorias de Donatello y Della Robbia; nadie como ellos puso mármol en el canto, la inocencia de Carrara en el júbilo musical. Mi padre perdió la voz por su imprudencia infantil. Fue un Viernes Santo; el servicio de las Siete Palabras duró tres horas, el calor en el templo era infernal —blasfemo—. El niño Herrera, como muchos otros tantas veces, salió de estampida a devorar su nieve de limón; así acabó con su voz: las cuerdas vocales, al rojo vivo después del maratón coral, al recibir el impacto de lo frío se destemplaron, se descapacitaron para siempre en la función gozosa del cantar. El habla se quedó quieta, discreta, no apta para gritar; en coincidencia fortuita con los modales del adulto ya en embrión.

    De los decires de tía Sara recojo un episodio que me place. Al igual que todos los muchachos del pueblo, Luis era un charro consumado, virtuoso al echar el pial a la pezuña de un becerro. Esa habilidad charruna lo puso en tierra y lo mandó hecho un santocristo al hospital. Allí estuvo más de dos meses entablillado, humillado, víctima de las bromas de los amigos. Su ocurrencia fue señera, lazó un maguey cuando corría en su alazán a todo el galope de Rocinante. El costalazo fue de los que no se olvidan; mi memoria lo preserva, sobre todo, porque tuve la ocasión de aportar, para mutuo regocijo, mi cuota de malignidad.

    Ahora entro en un pozo cuyo tiro desconozco. Adolescente aún vino a vivir con su tío Marcos a la ciudad de México. Marcos, manos de Midas, logró un pingüe patrimonio: poseía vecindades, tiendas y pulquerías —éstas, entonces, fueron lo que hoy sería una mina de cocacola—. Su fortuna fue grande, su familia pequeña: una señora, compañera, decimos hoy (la página roja la llama amasia) y, después, mi padre como hijo único y heredero universal. Marcos (yo me llamo Marcos José Luis por mi 25 de abril y por él) murió joven, en sus tempranos cincuenta; así mi padre, a los 18, se encontró multimillonario. La señora se había ido, gracias a Dios; no quiso cumplir con el precepto cuidarás a los enfermos.

    Lo de llamarme Marcos me sacude por Venecia, la del Adriático. Venecia y Marcos viven juntos, lo atestiguan el león del santo, la cuadriga de Constantinopla, la catedral con oro de Bizancio, el Patriarca, el Patrono, y esa plaza que no es plaza: Piazza San Marco, un salotto napoleónico. Venecia es poeta y poesía, una estación en el tiempo. Ezra Pound quiso morir allí; Stravinski yace allí por testamento legal.

    Tengo ante mí una foto de mi padre. Formal, de época; le dan fondo gobelinos y muebles victorianos. Escribió al dorso —preciosa letra—: Señor Dn. Celso Herrera y Escalona. A la edad de 21 años dos meses, me congratulo en ofrecerte este recuerdo, amado padre. Al calce: México, a 7 de febrero de 1903. Está sentado a una mesa, sobre ella el borsalino; viste cuello alto, corbata de farfalla; se lo ve melancólico; parece cómodo en su ropa de pomada. Efectivamente, era rico hacía tres años e iba a serlo tres años más. Según Gregorio Lemus, coetáneo y paisano suyo, uno de los primeros renault en México fue el suyo; se reunía con sus amigos en Sylvain, Gambrinus o el restaurante Chapultepec (donde más tarde mi madre fue cajera, hoy Museo de Arte Moderno), lugar de pretensiones donde hacían sus comilonas los científicos, aquellos señores tiesos, larvas de don Porfirio, raza política trepada al candelero de aquellos tiempos. Se percibe el olor a buena vida. Paseaba por Plateros como todo buen lechuguino —los lagartijos eran los catrines pobretones—, pagaba cuentas y tomaba café en La Concordia. Todo esto, despreocupado; tan despreocupado que el dinero se fue pronto, como las golondrinas, sólo que para no volver.

    En 1906 estaba empleado en El Palacio de Hierro como jefe de bodega, turno nocturno. ¿Qué sucedió? Una especie de círculo de las Bermudas se equipara a ese misterio. La otredad asedia; ¿cuál otredad?, ¿cuántos yoes por cada ser?, ¿cuántos seres por cada yo?, galimatías sin obsecuencia de la luz. El Luis G. Herrera que conocí no encaja en estos cuadros. ¿El dinero? Ni él ni su familia lo mencionaron jamás, y vaya que tía Sara tenía lengua de lanzadera de máquina de coser.

    Mis padres no fueron leidos ni escrebidos como dicen los rancheros, a pesar de su amor al buen decir; no perdíamos conferencia de los ciclos universitarios. En el Anfiteatro Bolívar (lugar de mi debut como pianista en 1940 y como director en 1953) me hundí en el verbo de Antonio Caso; en los de Alfonso Reyes, Chema Lozano, Luis Chico Goerne, Manuel Herrera y Lasso, Alfonso Junco, Vicente Lombardo Toledano y otros de aquellos hombres nuestros cuya palabra era hierro al rojo vivo. Conservo dos libros que mi Jefe veneró —Jefe era lo usual—: Ulises criollo (Vasconcelos fue el orgullo de su generación antes de ser el Maestro de la siguiente y de América), y la Divina Comedia en español, una edición de lujo de Garnier Hermanos, París, versión de Enrique de Montalbán e ilustraciones de Yan D’Argent, aceptables apenas, no como aquellas de Gustavo Doré.

    De aquellos años de mi niñez tengo estampado el recuerdo del único castigo que recibí de mi padre. Estaría yo en mis nueve o 10 cuando reprendí en tono de amo a una joven sirvienta que mojó mi pie: fregaba de rodillas el piso de mi habitación. Mi padre oyó mi exabrupto, le pidió la jerga, me la dio: Hoy limpiarás los pisos; aprende a respetar. No alzó la voz, no violentó el ademán. Quedamos solos la chica y yo; contrahechos, desajustados, cada uno encapillado en su propio azoro; me miraba, no sabía qué hacer… al fin, cuando me dispuse a limpiar el piso se levantó, la venció el llanto, se esfumó en un santiamén. Esta imagen, sea castigo, sea lección, es mi sombra en el diario batallar.

    Mi padre solía decir: Prefiero que me ofendan a ofender; que me maten a matar. Bien que lo probó.

    En sus 86 años de existencia trabajó sólo en dos destinos: El Palacio de Hierro y la Compañía Singer de máquinas de coser. En el primero encontró a mi madre, en el segundo dejó su vida; estuvo allí más de 50 años, cuatro de ellos en Texcoco como gerente de zona. Semana a semana recorría el territorio para recaudar los ingresos regionales; esto era una fiesta para mí. Casi siempre lo acompañaba, en mi montura, o en el carrito llamado chispa (dos ruedas y un caballo); con frecuencia nos seguía el mozo de estribo, espécimen neutro, sin habla, fantasma, diría yo. Lo para mí festivo era, probablemente, para mi padre, penoso. Lo era el conteo de los dineros, el asedio al moroso, el andar por los llanos al rayo del sol, del granizo, del resentimiento de aquellos infractores de la diritta via; el cuidar de los visibles bolsos con dinero ajeno, durante cabalgadas largas en los atardeceres del día sábado, sabat a la usanza lugareña, ebrio de rijosidad y alcoholes. Era penoso.

    Tenía que ocurrir tarde o temprano: un sábado, camino de Papalotla, sin hijo, sin mozo, solo, semioculto por la manga y el jarano, los bolsos pendientes en los flancos, fue interceptado por cuatro jinetes empistolados y empaliacatados. Bájese y suelte la morralla, dijo una voz desde esa niebla protagónica en los dramas shakesperianos. Desmontó y cumplió. Disponible ya el dinero se acercó el que comandaba; lo reconoció: Don Luis, patrón, cómo, usté… cómo se le ocurre andar por aquí con tantos quintos que trai… Me lleva… Cargue y jálele pa’ su casa… ¡Ámonooos! El ruido de las herraduras yéndose con el peligro, devolvió seguridad, sangre y movimiento a nuestro roble. Prefiero que me maten a matar, pudo responder a la familia, siempre en ansia por su riesgo y vulnerabilidad.

    Esto es más que anécdota. Es cosecha. Es recoger a manos llenas el respeto madurado en lento fermentar; es báscula de pesar pesos específicos.

    El roble con pantalones tenía sentido del humor: raudo, volátil, a la inglesa; refinado, irónico, de frontera tenue entre la gracia y el sarcasmo; lo ejercía un 50 por ciento a sus costillas, el resto contra lo fatuo, lo sentimental, lo cursi, el lloro. En casa a la hora de las comidas la esgrima de la palabra encontró un buen clima para vivir. No hubo respeto para estatuas cargando su pedestal. No dejas títere con cabeza, le decía mamá cuando al oír mis operáticos gorjeos en la ducha me gritaba: ¿A cómo callas la hora?

    Me inquietan su don para el lenguaje; su manejo del retruécano; su capacidad creativa y perceptiva del doble sentido, su exprimir el vocablo hasta dejarlo seco aunque transformado en nuevo rico. Me pregunto si país, medio, cultura, lo circunstancial, se hubiera dado, él, Luis Guadalupe Herrera, ¿podría haber escrito el equivalente a Finnegans Wake? Aquí lo filial no cuenta; la duda es antropológica. ¿O astrológica? Esta sola palabra habría zarandeado su perversidad. Oigo su carcajada estremeciendo el infierno; su lugar, según él.

    En la hora de su muerte —no fue religioso, más bien agnóstico y un poco comecuras— mi madre le llevó un sacerdote: a León Carmona, amigo de ella desde la infancia; pretendía que aceptara la confesión y los santos óleos. Lo que se oyó desde la habitación contigua y lo que contó el padre Carmona fue sólo una escena más, una secuencia congruente con su persona y su vida. Tu marido me hizo reír; va a llevar su buen humor al más allá.

    Aquí te dejo por hoy, padre, muy, muy a medias; voy a visitar a mamá.

    El grito

    !!!!!!DE MEDEA

    PARTE de nuestro mito, nuestra herencia, nuestra huella existe por gracia

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