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Libros en llamas: Historia de la interminable destrucción de bibliotecas
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Libro electrónico538 páginas7 horas

Libros en llamas: Historia de la interminable destrucción de bibliotecas

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Dejando de lado la indignación que el tema provoca, el autor recorre diversas geografías y épocas --desde los depósitos de arcilla con escritura cuneiforme hasta el saqueo en la Bagdad ocupada por el ejército de Estados Unidos. Este libro es un modesto homenaje a los millones de obras desaparecidas y una advertencia para que se haga de la preservación bibliográfica un compromiso impostergable.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento19 ago 2015
ISBN9786071631886
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    An excellent addition to the books discussing the lost libraries from a uniquely French point of view. Beyond the usual stories, the author goes on to consider the effect of digitization and other forces that impact the survival of libraries. He writes with much wit, and the translator provides helpful notes so we can bridge the gap of cultural humor.
  • Calificación: 3 de 5 estrellas
    3/5
    Written in 2007 the author establishes that war and libraries go hand in hand as the conquerer destroys libraries to erase the old thoughts and replace. From the stones to the internet he establishes the link between the two. The reader also learns that this is not easy as people try to protect the books and often hide them away.Scholarly so sometimes a bet dry. However I completed the book and learned many new things.

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Libros en llamas - Lucien X. Polastron

Lucien X. Polastron nació en 1944, en una familia de origen gascón. Tras realizar estudios en historia y letras clásicas, se dedicó a escribir artículos sobre arquitectura, tanto medieval como contemporánea, y sobre historia del libro; también fue colaborador de la estación de radio internacional France Culture. En los años setenta inició su relación con China —país que ha visitado en más de 50 ocasiones—, como estudioso de su lengua, su cultura y sobre todo su caligrafía. La destrucción en 1992 de la biblioteca de Sarajevo lo llevó a emprender el estudio sistemático de esos bibliocidios, con los que ya se había topado mientras preparaba una monografía, erudita y profusamente ilustrada, sobre la historia del papel: Le papier. 2000 ans d’histoire et de savoir-faire (Imprimerie Nationale, 1999). A fines de los años noventa extendió su interés por la caligrafía a las tradiciones árabes. Es autor de Calligraphie chinoise, initiation (Fleurus-Mâme, 1995), Découverte des calligraphies de l’arabe (Dessain & Tolra, 2003), Calligraphie japonaise (Dessain & Tolra, 2004), Calligraphie chinoise en trois styles (Dessain & Tolra, 2004) y La grande numérisation. Y a-t-il une pensée après le papier? (Denoël, 2006). Por Libros en llamas, su primera obra traducida al español, recibió en 2004 el premio al mejor libro de ensayo en historia de la Société des Gens de Lettres.

Libros en llamas.

Historia de la interminable destrucción de bibliotecas

Libros en llamas.

Historia de la interminable destrucción de bibliotecas

Lucien X. Polastron

Traducción de Hilda H. García y Lucila Fernández Suárez

Primera edición en francés, 2004

Primera edición en español, 2007

     Primera reimpresión, 2014

Primera edición electrónica, 2015

Este libro fue publicado con el apoyo de la Embajada de Francia

en México, en el marco del Programa de Apoyo a la Publicación

Alfonso Reyes del Ministerio de Relaciones Exteriores francés.

Diseño: Marina Garone

Fotografía de portada: Alejandro Cruz Atienza

Composición: Cristóbal Henestrosa

© 2004, by Éditions Denoël

9, rue du Cherche-Midi, 75006 París

Título original: Livres en feu.

Histoire de la destruction sans fin des bibliothèques

© Hilda H. García y Lucila Fernández Suárez, por la traducción

D. R. © 2007, Fondo de Cultura Económica

Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F.

Empresa certificada ISO 9001:2008

Comentarios:

editorial@fondodeculturaeconomica.com

Tel. (55) 5227-4672

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc. son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicana e internacionales del copyright o derecho de autor.

ISBN 978-607-16-3188-6 (ePub)

Hecho en México - Made in Mexico

Índice

Nota del editor

Nota sobre las notas

Agradecimientos

Prólogo

1. La cuna de las bibliotecas

Cuando la tierra tenía la palabra

2. Fibras de papiro

Egipto

Atenas

Roma

Constantinopla

3. El islam de los orígenes

Al Andalus

Islam medieval de oriente

4. Gente del libro

5. Asia antes del siglo xx

El papel arde mejor que el bambú

India en las fuentes del saber

El sable y el pincel

6. El occidente cristiano

Inquisición

La España católica

El Nuevo Mundo

De la edad media a las revoluciones

7. Los nuevos biblioclastas

Libros en guerras

Nazismo, holocausto

La vuelta al mundo de fin de siglo

8. Heridas de paz

Los elementos

Biblioteca en el mar

Los robos

La muerte

9. Inconvenientes de la modernidad

10. Conocimiento a prueba de fuego

11. A modo de epílogo, regreso a Alejandría

Apéndice 1.

Los grandes escritores unánimes: delenda est bibliotheca

Los explosivos

Los hierofantes

Apéndice 2.

Pequeña historia de los recuentos de libros perdidos que termina con una leyenda

La biblioteca oculta

Cronología selectiva

Bibliografía

Índice analítico

Nota del editor

La industria editorial no suele ser tema de interés de la industria editorial. Aunque cada vez hay más, los libros acerca de la edición de libros siguen siendo escasos y, salvo un par de excepciones en el ámbito de lengua española, están dispersos entre los catálogos de diversos editores. Libros sobre Libros pretende ofrecer a los profesionales del libro, bajo un solo sello y de manera sistemática, por un lado herramientas prácticas para la diaria ejecución de sus labores y por otro reflexiones sobre los alcances y limitaciones de su quehacer. La idea que anima la selección y preparación de las obras es contribuir a que los agentes involucrados en el ciclo del libro lleven a cabo su trabajo de mejor manera, con mayor facilidad y generando mayores beneficios, tanto culturales como económicos.

Hay pasiones que no admiten explicación. Acumular libros es una de ellas y, ay, destruirlos es otra, a veces más enérgica que la primera, como verá el lector al cabo de estas pocas centenas de páginas. Con una especie de masoquismo erudito —en el que sin embargo reverbera la tesitura del optimista—, Lucien X. Polastron explora aquí la pasión bibliocida, esa malsana tendencia a quemar, dispersar, anular colecciones de libros a lo largo de la historia. Ha sido tan frecuente el ataque a las bibliotecas en todo el mundo que el esfuerzo de este autor no resulta tan caprichoso como habríamos querido los amantes del libro: saqueos, incendios, demoliciones, terremotos, inundaciones que aniquilan textos son un turbio correlato de los grandes logros de las civilizaciones. Así, este repaso de la insaciable sed destructora que ha aquejado a hombres de todas las regiones y todas las épocas es un doloroso recordatorio de la fragilidad del libro, pues su cuerpo —sea de arcilla, papiro, pergamino, seda, papel o evanescentes bits— es víctima fácil de quien quiere erradicar su espíritu.

Afirma Polastron que el libro es un doble del hombre y por ello quemarlo equivale a matar a quien le dio forma. Las destrucciones de bibliotecas son, entonces, además de un perverso espectáculo momentáneo, un asesinato simbólico, que a veces alcanza la magnitud del genocidio. Los biblioclastas practican, pues, una especie de magia vudú con el castigo que infligen a los volúmenes vejados: cada hoja arrojada a la pira expresa el deseo inquisitorial de asar a un autor, cada colección desbaratada supone el desmembramiento vicario de quienes la reunieron. Tal vez podamos los lectores contemporáneos invertir esta lógica y emplearla a nuestro favor, de manera que cada ejemplar conservado —sea en la biblioteca personal o en las financiadas por el estado, sea en un minúsculo anaquel o en un edificio construido ex profeso— constituya un homenaje y hasta un gesto cariñoso con quienes hicieron posible la existencia de ese libro: autores, ilustradores, editores, impresores, libreros, bibliotecarios, mecenas que distraen su fortuna para preservar la palabra escrita.

Al publicar libros sobre la historia del libro, esta colección busca difundir los rostros, sonrientes o con un mohín de dolor, con que se ha presentado la cultura escrita. Que este recuento de caras acongojadas nos sirva de estímulo para defender la pasión del bibliófilo y erradicar la que condena a los libros a su holocausto.

TOMÁS GRANADOS SALINAS

Director de la colección

Nota sobre las notas

El lector encontrará a pie de página un pequeño número de referencias complementarias que no se apreciarían si estuvieran alejadas del cuerpo del texto. Las otras notas, fichas y fuentes se encuentran al final de cada capítulo y están destinadas a curiosos o investigadores.

Agradecimientos

Quiero agradecer aquí a todos aquellos cuya erudición, paciencia, ayuda o estímulo han facilitado el progreso de este trabajo, en especial Alain Arrault, Ibrahim Ashraf, José Luis de Balle, Pierre Barroux, María-Jesús Becerril y González-Mata, Jeremy Black, Dorothée Bores, Marc Boulet, Alexandre Bucchianti, Michela Bussotti, Julie Caporiccio, Gérard Cathaly-Prétou, Margaret Connolly, Gérard Conte, Fabrice Costa, Roger Darrobers, Jean-Marc Dreyfus, Nadia Elissa-Mondeguer, Margarete van Ess, Marie Guastalla, Hai Chen, Jean-François Foucaud, Marc Galichet, Valerie Hawkins, Hans van der Hoeven, Guissou Jahangiri, Margareta Jorpes-Friman, Jean-Pierre Lafosse, Isabelle Landry-Deron, Agnès Macquin, Annie y Pierre Mansiat, Felix de Marez Oyens, Madiha Massoud, Matsubara Hideichi, Jacques Mawas, Isy Morgensztern, Karen Muller, Sawsan Noweir, Magda El Nowieemy, Daniel y May Ortiz, Ouyang Jiaojia, Paul Otchakovsky-Laurens, Isabelle Pleskoff, Patrick Rambaud, Jean-Noël Robert, Lucien Scotti, Raymond-Josué Seckel, Walter Sommerfeld, Talko, Alain Terseur, Wang Renfang, Hans Wedler, Annette Wieviorcka, Wu Jianming, Charlotte Yu Danqing, Zheng Buyun. Pero el autor emprendió la tarea solo y asume los errores que pudieran existir en el texto, el cual, al llegar a muchos rincones de la historia desde el inicio de la civilización, corre el riesgo de ser revisado con lupa por los especialistas. Más que su indulgencia, agradeceremos su eventual aporte.

La presente investigación contó con la ayuda del Centro Nacional del Libro en París.

a Michel Godard

Prólogo

El primer bastón sólo tenía un extremo

PIERRE BRISSET

Enriquecer la biblioteca es una compulsión compartida por los dueños del mundo y por aquellos que pretenden penetrar los secretos del mundo. En todos los casos se trata siempre de conservar, de acumular libros hasta el infinito, de reunir paralelamente, como dice el poeta, la esencia o la totalidad de lo que se ha dicho, estudiado y contado. Al menos para comprobar el tamaño de lo que así podría conseguirse.

Ahora bien, el tamaño importa poco: una biblioteca será grande para una determinada comunidad aunque contenga un puñado de manuscritos, aun cuando la unidad de medida habitual en otro sitio sea el millón de libros: los monjes de Patmos estaban tan orgullosos de sus 330 libros en el siglo XIII como la Biblioteca del Congreso cuando superó los 100 millones al finalizar el segundo milenio. Incluso han existido bibliotecas universales de un solo libro que serán, como veremos, las más difíciles de destruir.

Los mismos estados, cual aficionados silenciosos, han perpetuado pomposamente este ejercicio obligado de algunos poderosos que se destacan por su imbecilidad. Pero como si Prometeo practicara con el suplicio de Sísifo, pareciera que esta proeza contiene y acepta su propia condena: generaciones y fortunas enteras pueden consumirse en esta empresa, mientras que, cuanto más se progresa, más crece la dificultad de clasificar y conservar —y, en menor medida, de leer, ya que el libro se esconde en la biblioteca como un árbol en el bosque—, o el riesgo de ver las colecciones consumidas por el fuego o por el agua, los gusanos, las guerras o los terremotos. Y en gran medida, y con más frecuencia de la que imaginamos, la abierta voluntad de actuar como si nunca hubieran existido.

¿Por qué? Porque un pueblo instruido no se gobierna fácilmente, como decidieron los legisladores de la antigua China o los nazis en Checoslovaquia; porque los países conquistados deben cambiar de historia o de creencias, como los aztecas; porque solamente los iletrados podrán salvar el mundo, como predican los milenaristas de todas las épocas; porque la naturaleza de tal colección pone en peligro el nuevo poder, como el taoísmo para los mongoles, o el chiísmo, o la reforma. A estos ejemplos podría agregarse la ocasional autodestrucción para evitar problemas, habitual en la China imperial o durante la revolución cultural. Pero hay una razón aún más profunda, que acompaña siempre a las otras, y es que el libro es un doble del hombre: quemarlo equivale a matar. A veces son inseparables. El sociólogo de Berkeley Leo Löwenthal —además de Gérard Haddad en Francia para el libro judío— es el único que se ha ocupado de este fenómeno de asimilación del libro al hombre y de su desgracia compartida. En su ensayo Calibans Erbe Löwenthal enumera algunas de las bibliotecas trágicas conocidas hasta 1983 y ensaya un psicoanálisis de la humanidad que la repetición —porque este calendario tiene numerosas fechas— parece volver urgentemente necesario. Sin ese paso, la continuidad del sentido de la historia cae en la nada. Pero él no pudo continuar la historia y en la actualidad el trabajo sigue incompleto.

De los miles de grandes y pequeñas colecciones que este estudio menciona o permite consultar, no todas fueron incendiadas, cubiertas de excrementos ni arrojadas a un río. Muchas fueron incautadas o dispersadas, de una sola vez o tomo por tomo, por estupidez, lucro o necesidad, y así se puso fin a una entidad quimérica o se dejó huérfano a algún pueblo lector, familia intelectual de horizontes borrados, como dice otro poeta, sin obtener por ello la gloria de una cruel apoteosis que abre el camino de la eternidad.

Inversamente, cuanto más grande es la institución, más encubre un vampiro insaciable o un depredador cuyas acciones se olvidan rápidamente. Biblioteca rica implica bibliotecas muertas, y debería llamarse Museo del Botín Colonial y de la Sórdida Rapiña. Para tomar un ejemplo al azar, Francia consiguió libros fabulosos y gratuitos en Hué, Dunhuang o Lovaina, en Egipto, España e Italia con Napoleón, en África del Norte, e incluso en París en 1940. No continuaremos, ya que esa propensión se ha calmado un poco últimamente. Pero algún día deberá considerarse la restitución.

Allí donde un andamiaje de conocimiento se desmoronó suelen quedar ciertos vestigios: una inscripción en una piedra astillada, por ejemplo, en Timgad, cuatro códices incompletos para todas las sentencias y conocimientos de los mayas, dos fragmentos de oraciones para Cartago, cuando no una dudosa línea para un desconocido, o, al contrario, una plétora de comentarios patéticos, a veces retorcidos, que terminan por ocultar lo que en realidad sucedió.

El concepto de la acumulación radical de las ideas es un mito primordial, capaz de reemplazar a tal o cual dios. El Talmud, por ejemplo, refiere la existencia de una vasta biblioteca antes de la creación del mundo. El Corán confirma que la misma existe y existirá por toda la eternidad. Y se llega aún más lejos: existía antes de que el Creador se creara a sí mismo según los vedas.

La biblioteca se estremece con los fantasmas que preceden al libro. La de Brahma y la de Odín se describen como una serie de copas de leche que deben ingerirse para convertir a un hombre hasta ese momento completamente normal en poeta y hombre sabio. Los babilonios dicen que el cielo se hace leer, ya que el zodiaco dispone los libros de la revelación mientras que las estrellas fijas constituyen los comentarios al margen —a menos que en realidad suceda lo contrario—. Y Berosio, sacerdote y adivino que inventó el cuadrante solar, al escribir bajo el reinado de Alejandro una historia de la civilización según fuentes antiguas, atestigua que antes del diluvio la capital del mundo se llamaba Todos los Libros.

Por otra parte, en las semanas que precedieron a este fatídico acontecimiento, Noé había enterrado todas las obras que poseía, las más antiguas, las antiguas y las recientes, porque creía que su peso hundiría el arca. ¿Fueron éstas las bases de las bibliotecas babilónicas? Ése era el rumor que corría, pero los sacerdotes egipcios afirman que, por el contrario, la inundación las disolvió para siempre porque no estaban hechas de tierra cocida. Se descartan por lo tanto los libros escritos por Adán después de la caída: el De nominibus animantium, enumeración de todo lo que se movía en el jardín del Edén, así como un apetitoso poema sobre la creación de Eva y muchas otras maravillas, que siglos de inflamada erudición atribuyeron a este autor en ciernes.¹ También se perdieron los textos esenciales de Caín, Set, Enoc y Matusalén. Sabemos que luego del siniestro los descendientes de Noé lanzaron una torre hacia el firmamento para tratar de reconstituir esta primera gran colección, que su dueño bien habría podido instalar en la bodega en vez de tantos animales intrascendentes.

Creación equivale a cremación. De este mito fundador de la biblioteca universal, que coloca al hombre a la par del cielo, lo que se graba en la memoria es la tragedia de su ruina, más que la envergadura alcanzada o las peripecias que lo enriquecieron.

De la maldad pura a la inconsciencia organizada pasando por la más absoluta ignorancia, veremos, siglo tras siglo, el variado rostro de la barbarie, con el riesgo de comprobar al final que se encuentra demasiado cerca del nuestro. Demasiado cerca. Es demasiado parecido.

NOTAS

¹ Ernest Richardson, The Beginnings of Libraries, Princeton, 1914. Para descubrir a Pierre Brisset, véase Raymond Queneau, Los confines de las tinieblas: los locos literatos, Madrid, 2004. El paralelamente es de Jorge Luis Borges; la fórmula horizontes borrados de Victor Hugo en algún lugar de Los miserables.

1. La cuna de las bibliotecas

Era el tiempo de auroras boreales invisibles en las salas de espera del diccionario

BENJAMIN PÉRET

CUANDO LA TIERRA TENÍA LA PALABRA

La gran biblioteca que presumiblemente es la más vieja del mundo tiende a resistir mejor que sus jóvenes hermanas el paso del tiempo: se la puede ver, evaluar incluso, aún hoy, leer una parte considerable de sus libros gracias a la solidez de sus textos, preservados en materiales de construcción: los primeros escritos, antes de que la voluntad de conservarlos se manifestase alrededor del 2 500 a. C., habían sido recuperados por un albañil de Uruk para construir más rápidamente los muros.¹

Sobre la arcilla recogida entre el Tigris y el Éufrates se inscribía el sumeroacadio, vulgarmente llamado cuneiforme, que servía para unas diez lenguas de variada naturaleza. La tablilla se secaba al sol, lo que la hacía bastante frágil, o en el horno, para lo cual se desarrolló un sistema de finas chimeneas que evitaban que estallase. Eran objetos casi indestructibles, salvo que existiera la firme voluntad de hacerlas desaparecer, como de hecho aconteció. Pero también sucedía que estantes enteros de libros se desplomaban con el paso del tiempo, y sólo se conservaban entonces los documentos que esa madera destruida había sostenido, permitiendo así a algún arqueólogo con suerte el descubrimiento completo de su clasificación de origen. En cuanto a los incendios, responsables de la desaparición de la mayor parte de las bibliotecas a lo largo de la historia, en este caso vitrificaban cada página ad aeternam.

Ya en época de los sumerios se colocaban los textos y los archivos en canastas de mimbre, bolsas de cuero o cajas de madera con una etiqueta también de tierra cocida. Una tablilla de arcilla que se encuentra en el museo de Filadelfia contiene una lista de 62 títulos de obras literarias que datan del 2000 a. C. Más tarde, en Babilonia, la dinastía de Hammurabi se reveló ávida de colecciones de textos de las otras ciudades-estado. Así estaba escrito, si cabe decirlo: la primera gran biblioteca nacional, enciclopédica, sólo podía hacer su aparición en Mesopotamia. Y eso es lo que sucedió, sólo que lo sabemos desde hace poco tiempo.

En 1850 el joven y apuesto Henry Austen Layard descubre sin proponérselo el sitio de Nínive, en el túmulo del pequeño cordero, en Quyundjik, frente a Mosul. El cónsul francés Paul-Émile Botta había fracasado en el intento, razón por la cual Layard, en sus memorias, se burlaba de él y de las precauciones que tomaba en sus búsquedas. Financiado por el Museo Británico, este aventurero devasta sin miramientos la mitad de las 71 salas del palacio sin rival de Senaquerib, y reúne miles de bronces, vasijas, armas y marfiles, pero sobre todo gigantescas piedras murales en relieve y toros androcéfalos. Menciona al pasar que pequeñas tablillas rectangulares de arcilla cruda de color oscuro se hallan en el suelo de las cámaras; en ciertos lugares sus botas se hunden 30 o 50 centímetros en lo que él cree son restos de vasijas. Incluso los especialistas en Asiria creen que esas marcas en la arcilla son combinaciones que realiza el artista para lograr una extraña decoración sobre los muros del palacio.² Tres años más tarde, al sudoeste del sitio, los equipos descubren la cámara de la caza del león, ornada de bajorrelieves hoy célebres, inmediatamente apreciados por los británicos, que les atribuyen mucho más valor que a un montón de greda vieja que pisotean sin cuidado una y otra vez. Esta vez se topan con dos salas llenas de tablillas: se trata del palacio del nieto de Senaquerib, llamado Asurbanipal. Por entonces es un perfecto desconocido: su nombre no aparece en la antigüedad. Hoy es célebre por su girginakku, biblioteca en sumerio.

Rey a partir de diciembre de 669 antes de nuestra era, hizo reunir en Nínive la más importante biblioteca conocida hasta el momento. Para ello envió escribas a cada región del imperio (Asur, Nipur, Akad, Babilonia) para buscar todos los textos antiguos que pudieran encontrarse, para ser recopilados, revisados y copiados —con frecuencia por él mismo—, y luego clasificados en su palacio, merced a lo cual pudo un día decir: Yo, Asurbanipal, obtuve la sabiduría de Nabu, aprendí el arte de escribir sobre tablillas. Resolví el viejo y oscuro misterio de la división y de la multiplicación. He leído elegantes textos de los sumerios y oscuras palabras de los acadios, he descifrado las inscripciones sobre la piedra de los tiempos de antes del diluvio. De la paleografía cuneiforme, dice que las palabras son herméticas, sordas y desordenadas.

Las piezas, que contienen 1 200 textos distintos, demuestran lo que era una biblioteca real hace 25 siglos: en nuestros términos, más poesía pura que derecho. Se trata de invocaciones, rituales, materiales adivinatorios, léxicos de sumerio, relatos épicos, entre ellos la Epopeya de Gilgamesh, el relato de la creación, el mito de Adapa, el primer hombre (que sin las tablillas serían desconocidos), manuales y tratados científicos, cuentos populares, como El pobre hombre de Nipur, precursores de Las mil y una noches. La consecuencia directa de la desaparición de Asurbanipal y el abandono de su herencia cultural es que las fuentes que aluden al primer gran amante de los libros, a su muerte y a la ruina de su patrimonio se pierden a partir de 631 a. C. Sólo se sabe que Nínive es arrasada por una coalición de babilonios, escitas y medos en 612 a. C., es decir catorce años después de la muerte de Asurbanipal, y se supone que las tablillas encontradas cayeron de algún piso superior durante el incendio del palacio. Tenemos la convicción de que se perdió la biblioteca real, cuyas colecciones se repartían en salas destinadas a distintos temas. Pero en el pequeño cordero las cosas van rápido: las 30 mil tablillas arrebatadas entre 1849 y 1854 se reúnen en gran cantidad, hasta acumular 100 metros cúbicos, es decir, el equivalente de 500 de nuestras obras de 500 páginas en cuarto; se las arroja al fondo de cajas y canastas para llevarlas a Basora y luego a Londres, donde Henry Rawlinson debe recomponer los rompecabezas; lo que descubre provoca su inmediata nominación como responsable de las investigaciones sobre Nínive. Disgustado, Layard abandona la arqueología; la nación, agradecida por la riqueza aportada a sus museos, lo nombrará ministro, embajador y noble.

Asarhadon, padre de Asurbanipal, escribía en julio del año 672 antes de nuestra era: Este palacio envejecerá, se volverá ruinas; levantad esas ruinas y, tal como yo he dejado mi nombre al lado del padre que me engendró, Tú que reinarás después de mí conserva la memoria de mi nombre, restaura mis inscripciones, vuelve a erigir los altares, escribe mi nombre al lado del tuyo. Joachim Menant, que lo cita, agregaba en 1880 refiriéndose a estos fabulosos descubrimientos: No podemos prever lo que el futuro nos reserva en este tema. Sin embargo, era sencillo: más pillajes, bombas y estúpidas destrucciones, como veremos más adelante.

Según suponen algunos investigadores, la girginakku del rey de todo, rey de Asiria pudo haber reunido medio millón de tablillas y alrededor de cinco mil títulos. Dada la resistencia intrínseca de este tipo de libros, podemos imaginar la parte más grande enterrada todavía en el sitio de Quyundjik, a merced de las depredaciones directas e indirectas provocadas por las repetidas guerras del Golfo. Los curadores de museos occidentales están desolados: se les ha prohibido formalmente adquirir antigüedades robadas. Ahora bien, ¿qué es una tablilla asiriobabilónica separada de su contexto, de las otras secciones pertenecientes al mismo libro, despojada de datos históricos y científicos que puedan acompañar su descubrimiento por parte de un arqueólogo, sino un nido de polvo en la vitrina de un coleccionista de Texas o de cualquier otro sitio?

Mil kilómetros y tres siglos más lejos ya no se utilizaba la tierra para escribir. El espíritu de otra biblioteca, esta vez verdaderamente consumida por el fuego, ronda algunas noches por la terraza del palacio de Darío I y de Jerjes en Persépolis. Una de sus oscuras salas se llamaría fortaleza de los escritos; se dice que allí se guardaban los archivos, grabados en plomo o en estaño, de los reyes aqueménidas. En la sala 33 del edificio llamado del Tesoro, bajo un metro de detritus y de fragmentos de cedro completamente calcinados, los arqueólogos descubrieron una espesa capa de 45 a 75 centímetros de gruesas esferas que contenían sellos y efigies: eran etiquetas. Para confeccionarlas se comprimía un puñado de arcilla blanda en la mano y con una pequeña cuerda se la ataba a un bien precioso. En la arcilla se imprimía entonces la huella de un sello, el del rey propietario. El furioso incendio que devastó el lugar hizo desaparecer los objetos que designaban y que, según George Cameron, eran rollos de textos. Ahora bien, parece que allí se encontraban los dos únicos manuscritos del sacerdote Zoroastro, el libro de los libros de Persia. La leyenda magnifica bastante los hechos y asegura que la copia contenía 20 veces 100 mil líneas en letras de oro sobre 5 200 cueros de vaca, agregando que se salvó de este incendio pero fue quemada en Alejandría menos de tres siglos más tarde. Pero este periodo habría dejado alguna huella. Como en Tebas, Beocia o Tiro, fue Alejandro Magno quien ordenó este lamentable desastre, en 330 antes de nuestra era. Su fantasma, sin embargo, susurra que fue un accidente, mientras que todos los autores desde Arrio lo acusan de manera unánime. La decisión de destruir el palacio de Persépolis y su contenido corresponde tan poco con la imagen del conquistador legendario que la duda ha logrado instalarse, principalmente entre sus aduladores.

Evocaciones, sueños, cuentas y cuentos de la humanidad son indisociables de la materia en la que se inscriben. Sin embargo, con el paso de los siglos ésta se vuelve cada vez más frágil. Y, con cada cambio, resulta más vulnerable.

NOTAS

¹ Para Uruk (Warka) al igual que para Ebla (Tell Mardikh) y sus estanterías borradas, véase Daniel Pott, Mesopotamian Civilization: The Material Foundations, Ithaca, 1997.

² Joachim Menant, La Bibliothèque du palais de Ninive, París, 1880 (este libro está disponible en la página de gallica.bnf.com).

† Se dice que ciertos rasgos de este personaje interesante aunque no totalmente honorable inspiraron al Indiana Jones del celuloide.

2. Fibras de papiro

Si se le hubiera preguntado a Homero a qué cielo había ido el alma de Sarpedón y dónde estaba la de Hércules, Homero habría estado en aprietos pero habría respondido con versos armoniosos

VOLTAIRE

EGIPTO

Un funcionario del tiempo de Neferirkara (2462-2426) hizo grabar sobre su tumba que era escriba de la casa de los libros. Sin esta inscripción, se podría dudar de la misma existencia de las antiguas bibliotecas faraónicas. Los filósofos griegos, tanto Pitágoras como Platón, que más tarde, a partir del siglo VI antes de nuestra era visitan Egipto, no dicen una palabra de ello, a pesar de que allí aprenden muchas cosas. Incluso correrá un malintencionado rumor: un desconocido griego encontró allí cerca lo que luego se llamó la Iliada y la Odisea.

En Dendera, en Esneh y en el templo de Isis de Filae, desentierra lo que bien podrían ser vestigios de bibliotecas, cuyo catálogo se encuentra a veces grabado sobre los muros, pero se trata de librerías sacerdotales, de limitado alcance intelectual. En una estela en homenaje a Neferhotep se lee: Que Tu Majestad entre en las bibliotecas y que Tu Majestad pueda ver todas las palabras sagradas.¹ Si bien es cierto que hay una sala del libro en el templo de Horus en Edfú, no lo es menos que éste fue construido bajo un Ptolomeo, es decir, apenas ayer. En cuanto al lugar de los documentos del faraón de Amarna, sólo contiene ostraca de terracota, soporte de los textos cortos, como por ejemplo la correspondencia, en este caso diplomática. Las palabras del sabio egipcio no se confían a la plebe.

Algunas ruinas inquietan más que otras, aunque sean testimonios mudos: la biblioteca sagrada de la que habla Diódoro en el siglo I se encuentra en el Ramesseum de Tebas. En la entrada podía leerse una advertencia y una profesión de fe: Casa de los sueños del alma. En el mausoleo de Ramsés II (1279-1213 a. C.), la institución correspondía a un plan original y ambicioso ordenado por el rey: reunir un importante número de libros (en el año 325, Iámblico el sirio hablaba de 20 mil rollos)² con un objetivo iniciático, distribuidos en un espacio propio, en el seno de una arquitectura simbólica, donde figuran Toth con cabeza de ibis, inventor de las letras, y también Saf, madre de los escritos y presidente de la sala de los libros. Hoy no se dispone de ningún testimonio sobre el funcionamiento o el destino de este archivo destruido seguramente durante la conquista de los persas. Pero para Champollion no había nada más noble y puro en Egipto que esta construcción cuyos vestíbulos explora y en la que señala el lugar en el que estima que se encontraban los libros —que nunca dejó de buscar con obstinada emoción—, pero señala que todo está pelado. Es evidente que en ese montón de piedra no podría encontrarse un solo fragmento de papiro, pero se ha señalado de todos modos la cantidad sustancial de documentos de gran valor exhumados lejos de Tebas. Y así la biblioteca perdida del Ramesseum, que ostentaba su interesante epígrafe, despertó la imaginación de 33 siglos de escritores. Un lapso que equivale a un abrir y cerrar de ojos para ese lugar que el faraón llamaba su castillo de millones de años.

Más o menos según Heródoto, el papiro es un regalo del Nilo. El fragmento más antiguo data de hace cincuenta siglos y está en blanco. El primer vestigio con jeroglíficos data de 2 400 a. C. Gracias a esta sustancia los documentos administrativos, decretos, correspondencia y otros contratos se elaboran con una molesta obsesión por el detalle. Se multiplican los textos religiosos y vademecum funerarios, así como los tratados científicos o médicos. Las Máximas de Ptahotep que contiene el papiro Prisse son testimonio de un marcado respeto por el libro y la lectura: Nadie ha nacido inteligente… Un acto escrito es más útil que una casa de piedra… Incluso a lo largo del antiguo imperio, sobre todo a partir del imperio medio, la literatura popular o de imaginación abunda y es objeto de cuidadosas transcripciones. El cuento y la novela son géneros apreciados: Sinuhé el egipcio, por supuesto, pero también El náufrago, Los dos hermanos, El campesino elocuente o el poco apropiado Cuento de Neferkaré, en el que un detective aficionado sigue la pista de un faraón que de noche sube por una temblorosa escalerilla a la habitación de su general.³ Los textos se conservaban con seguridad en una escuela de libros situada en el templo, e incluso una casa de vida conforma también una biblioteca aceptable: allí se formaba la juventud en los oficios de la comunicación (pintura, escultura) y al mismo tiempo se practicaba la liturgia destinada a proteger la existencia del soberano. Sea como sea, no podemos imaginar altos muebles con estantes: los rollos se colocaban en estrechos nichos cavados en el muro o en cofres de madera con cuatro patas y tapa redondeada en la parte delantera, como figura en los frescos del imperio nuevo.

Por la treintena de documentos en escritura demótica descubiertos en dos vasijas bajo los restos de una casa de Tebas, o los veinte libros de rituales y magia del cofre adornado con un chacal que datan de la XIII dinastía, en una tumba bajo el Ramesseum,⁴ ¡cuántos cientos de miles de manuscritos se abandonaron a la decrepitud por pura ignorancia, como la colección de obras literarias antiguas de un contemporáneo de Ramsés II, que pasaron por las manos de cinco cuidadosos herederos hasta que el último, un carpintero, arrancó las hojas —en especial del precioso Libro de los sueños— para escribir en el dorso su correspondencia comercial,⁵ o el encantador episodio de 1778, cuando 40 o 50 libros y documentos griegos fueron excavados por accidente en Gizeh por algunos fellahin, que los quemaron para aspirar su embriagante olor. El último de estos rollos fue comprado por algo más que un poco de incienso y terminó en manos del cardenal Borgia en Roma; durante mucho tiempo fue presentado erróneamente como el único papiro helénico de Egipto, y contiene una lista de estibadores de los años 192-193 a. C.

Si ninguna biblioteca faraónica sobrevivió, es porque ya no tenían razón de ser una vez que su glorioso protector se desvanecía en el limbo a bordo de su barca. Además, sufrieron el cambio de régimen que provocó el ritual de destrucción ordenado por Amenhotep IV, en el cual se perdieron todas las obras que poseían los sacerdotes de Amón, cuando el soberano se transformó en Akenatón y se instaló en Amarna. Se sabe que el clero de Tebas le pagó con la misma moneda y que los rollos conservados en sus templos y palacios fueron bruscamente destruidos, al igual que su cuerpo. Es verdad: los libros de mis enemigos son mis enemigos.

Aquello de las colecciones de libros del antiguo Egipto que las guerras intestinas no afectaron fue eliminado sorpresivamente por la conquista realizada por los persas de Cambises en 525 a. C.: de repente, dice Heródoto, es evidente que Cambises fue presa de una violenta crisis de locura, hizo flagelar sacerdotes, destruir estatuas, arrasar templos e incendiar todo resto de cultura en el país, quedándose sólo con el oro, que no es ofensivo para la memoria.

El valle de libros que es el Egipto mítico ve nacer bibliotecas elitistas y anónimas y, al mismo tiempo, el arte de hacerlas desaparecer, deterioradas o majestuosamente sepultadas. El gesto de enterrar los tesoros junto al cadáver del propietario privando así de ellos a los lectores comunes será cada vez más frecuente en la historia. El caso más célebre es el del emperador chino Tai Zong, quien en el siglo VII pasó gran parte de su reinado reuniendo astutamente los más bellos escritos que existían, entre los que se encuentra el Prefacio al pabellón de las orquídeas del monumental calígrafo Wang Xizhi para que lo acompañaran en su tumba. Muchos harían lo mismo. Así, el primer historiador de los mongoles, Rashid al Din, antes de ser ejecutado en Tabriz en 1318, adquiere cientos de manuscritos raros y los instala prolijamente en su sepultura, en la que se encontraron más de mil obras de las mejores manos, entre ellas las de Yaqut al Mustasimi y también las de Bin Muqla, iniciadores de la bella escritura árabe.

En la medida en que estas maravillas son exhumadas, y se revelan legibles, es posible ver en esta práctica egoísta que pretende borrarlas de la faz de la tierra un sistema de conservación bastante eficaz.

Construcciones de Alejandría

Alejandría vale la pena: su faro y la tumba de Alejandro son obligatorios, así como las construcciones reales, que ocupan un cuarto de la ciudad (y que no pueden visitarse): el Serapeum, el Museo con su famosa biblioteca. Esto es lo que escribiría un guía turístico de hoy transportado veintidós siglos atrás. Lamentablemente, nada queda del faro: los bloques de 50 a 70 toneladas que lo elevaban 120 metros están bajo el agua o perdidos entre las murallas del fortín mameluco que tomó su lugar. Menos rastro aún hay de los palacios de los Ptolomeos y de los apartamentos de Cleopatra, o del templo consagrado a Serapis, cuya magnificencia tanto se alabó. ¿Y qué hay del Soma, en donde los despojos de un Alejandro sin nariz reposan en un ataúd transparente? Se encuentra aquí, o allá, bajo esa mezquita insignificante que sin duda prohibirá las excavaciones hasta el fin del islam. ¿Y qué pasa con la biblioteca? Ah, la biblioteca…

Nunca una construcción cuyo emplazamiento y cuyo aspecto se desconocen hizo correr tanta tinta ni soñar a gente habitualmente seria. Para tomar un ejemplo en cien entre los no especialistas, hablemos de Chateaubriand, quien, en Los mártires, libro XI, escamotea el epígrafe del Ramesseum para colocarlo aquí después de modificarlo: "Una noche me había quedado solo en el depósito de remedios y venenos del alma. Desde lo alto de una galería de mármol miraba Alejandría iluminada por los últimos rayos del día… Y el incomparable vizconde desliza al final del volumen un comentario dirigido al lector poco atento: ¿No es mejor para nosotros con la palabra que agregué?"

Pero en épocas menos románticas existían dudas de la existencia de la gran biblioteca de Alejandría. Existencia arquitectónica, por supuesto.

El irresistible macedonio funda la primera y más durable de sus Alejandrías en 331 a. C. y luego muere lejos de allí. El hijo de su guardaespaldas hereda la satrapía de Egipto. Esconde los despojos en disputa y los sepulta en el corazón de la ciudad nueva, como semilla sagrada. Nace el mito. Con esa legitimación se proclama rey, el primer Ptolomeo que decide la erección de lo que se llamará más tarde la séptima maravilla del mundo, el faro, y también de un paraíso de conocimiento, el Museo o templo de las musas, lugar de la biblioteca.

Con alojamiento y comida cubiertos, y exentos del pago de impuestos, los más grandes pensadores del mundo conocido son invitados a colaborar con la empresa por Ptolomeo II Filadelfo, hijo del anterior, quien concluyó las construcciones. Euclides es miembro del grupo, así como el médico Herófilo; Eratóstenes calcula la circunferencia de la tierra, Zenódoto realiza la edición crítica de Homero, se inventa el cálamo y la puntuación, mientras Arquímedes envía teoremas para ser demostrados. El éxito y la notoriedad son enormes, tanto como para generar celos: El populoso Egipto alimenta gente que rasca papiros y que compite todo el tiempo por estar en la casa de las Musas, escribe Timón de Flionte, a quien, suponemos, le habría encantado pertenecer a ese grupo.

Pero los celos de Roma serán más temibles que los de este escéptico olvidado. Alejandría, ciudad del renacimiento ateniense, cuyas calles se iluminan de noche y se riegan de día con quinientas cisternas, goza de gran prestigio y es admirada por todos. La Gran Biblioteca es su joya más original. ¿Eso podía durar?

"Todos los edificios se comunican a través del puerto y de lo que hay más allá del puerto. El Museo forma parte del complejo real. Hay en él un peripato (deambulatorio), una exedra (ábside provisto de banquetas) y una gran construcción en la que se encuentra la sala donde los filólogos del Museo cenan juntos. Disponen de fondos comunes; a la cabeza se encuentra el sacerdote encargado de la institución, mantenido antes por los reyes, hoy por César." Se trataba de Augusto.

Geográficamente está todo dicho y no sabremos mucho más. Esta pobre información suministrada por el geógrafo Estrabón en 24 a. C. (o en 26 o en 27, según los especialistas) no dice una palabra de los libros, ni de su conservación, ni de su destrucción a manos de César algunos años antes. Como sus contemporáneos callaron y el único documento disponible —la Carta de Aristeo— elaborado un siglo después de la fundación, es de una autenticidad dudosa, se deja el campo libre a la conjetura y al vaticinio. Es decir, a la polémica.

El Museo (Museion, como se le decía) es, como su nombre lo indica, el santuario de las musas que, velando sobre esta fundación religiosa, garantizan en principio el genio literario y filosófico, incluso científico. Es una

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