Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Ciudades, naciones, regiones: Los espacios institucionales de la modernindad
Ciudades, naciones, regiones: Los espacios institucionales de la modernindad
Ciudades, naciones, regiones: Los espacios institucionales de la modernindad
Libro electrónico636 páginas15 horas

Ciudades, naciones, regiones: Los espacios institucionales de la modernindad

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

El presente libro diseña una ruta para comprender los tres momentos centrales de la modernidad: la ciudad mercantil de la baja Edad Media, el Estado nacional y la región plurinacional. Ugo Pipitone es uno de los más importantes especialistas en temas de desarrollo e historia económica.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento29 jun 2015
ISBN9786071628725
Ciudades, naciones, regiones: Los espacios institucionales de la modernindad

Relacionado con Ciudades, naciones, regiones

Libros electrónicos relacionados

Economía para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Ciudades, naciones, regiones

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Ciudades, naciones, regiones - Ugo Pipitone

    SECCIÓN DE OBRAS DE ECONOMÍA


    CIUDADES, NACIONES, REGIONES

    UGO PIPITONE

    CIUDADES,

    NACIONES, REGIONES

    Los espacios institucionales de la modernidad

    MÉXICO

    Primera edición, 2003

    Primera edición electrónica, 2015

    Diseño de portada: R/4, Bernardo Récamier

    Fotografía de la portada © Antonio Berlanga

    D. R. © 2003, Fondo de Cultura Económica

    Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F.

    Empresa certificada ISO 9001:2008

    Comentarios:

    editorial@fondodeculturaeconomica.com

    Tel. (55) 5227-4672

    Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc., son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicanas e internacionales del copyright o derecho de autor.

    ISBN 978-607-16-2872-5 (ePub)

    ISBN 978-968-16-6996-6 (impreso)

    Hecho en México - Made in Mexico

    Hay un cuadro de Klee que se llama Angelus Novus. En él se representa a un ángel que parece como si estuviese a punto de alejarse de algo que le tiene pasmado. Sus ojos están desmesuradamente abiertos, la boca abierta y extendidas las alas. Y éste deberá ser el aspecto del ángel de la historia. Ha vuelto el rostro hacia el pasado. Donde a nosotros se nos manifiesta una cadena de datos, él ve una catástrofe única que amontona incansablemente ruina sobre ruina, arrojándolas a sus pies. Bien quisiera él detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo despedazado. Pero desde el paraíso sopla un huracán que se ha enredado en sus alas y que es tan fuerte que el ángel ya no puede cerrarlas. Este huracán le empuja irreteniblemente hacia el futuro, al cual da la espalda, mientras que los montones de ruinas crecen ante él hasta el cielo. Ese huracán es lo que llamamos progreso.

    WALTER BENJAMIN, Discursos interrumpidos

    INTRODUCCIÓN

    La idea que guía estas páginas es tan sencilla como aventurada. Digámoslo así: la modernidad se ha moldeado a través de dos grandes experiencias institucionales y territoriales: la ciudad mercantil de la baja Edad Media y el Estado nacional. Pero, desde la segunda mitad del siglo XX, comienza a despuntar un tercer protagonista: democracia postnacional podemos denominar lo que aquí indicaremos con la palabra región. Ciudades, naciones y regiones son los tres espacios —pasado, presente y futuro incipiente— alrededor de los cuales intentaremos reflexionar aquí. Obviamente no existe fatalidad alguna, sólo una mayor dosis de probabilidades. Desde hoy es evidente que nuestro estilo de vida no puede extenderse en el largo plazo del mundo sin volverlo insostenible como asiento de vida humana y, tal vez, de vida a secas. Casi igualmente evidente es la incompatibilidad del Estado nacional, como orden político-territorial con un futuro de crecientes interdependencias y problemas globales que empujan hacia la construcción de nuevos y mayores sentidos de pertenencia.

    Frente a las demandas de orden que surgen de un contexto global recorrido por cambios tecnológicos epocales que alteran formas de vida y de relación, el Estado nacional se está acercando al final de su recorrido histórico. Son cada vez menos importantes las cosas que un gobierno nacional puede hacer sin el concurso de sus vecinos. Lo cual supone la entrada en una fase de turbulencia estructural en los sistemas culturales de identidad, en las estructuras nacionales de las economías, en los esquemas de organización de la cooperación mundial, en las formas de práctica social. Una pérdida de coherencia que revela la debilidad del Estado nacional frente a necesidades que suponen instrumentos infinitamente mayores a sus recursos o ámbitos de poder. Ante esta situación, varias fuerzas empujan hacia la regionalización, tercera etapa de un viaje que se fue definiendo en la marcha. Pero en lugar de adelantarnos, intentemos aquí una reconstrucción de los argumentos que guían estas páginas. Y comencemos con las ciudades mercantiles de la baja Edad Media.

    En la inicial nostalgia de un mundo clásico desaparecido hace siglos, la ciudad mercantil de la baja Edad Media se convierte en la semilla más robusta del futuro. Ahí se establecen los elementos incipientes de una forma de producir, una forma de vivir colectivamente, una concepción de la existencia. Partida doble, espíritu ciudadano, letra de cambio, comercio de larga distancia, mecenazgos artísticos, innovación tecnológica, política como ciencia-arte de convivencia y dominio: todo esto nace, renace y se desarrolla con vigor en varias ciudades de Europa occidental. Son ellas el escenario conjunto de la modernidad europea en sus albores. En las ciudades mercantiles que comienzan a flexionar sus músculos poco después del año Mil, inicia un renacimiento sin ere mayúscula que, sin embargo, condicionará el resto de la historia de Europa y del mundo.

    En las ciudades mercantiles nacen nuevos grupos sociales, se perfilan inéditas formas de conflicto entre sus habitantes y entre ellos y señoríos territoriales que exigen un derecho patrimonial y de sujeción. Desde adentro de sus murallas o desde los campos abiertos —donde se enfrentan entre sí, o contra el imperio o contra los turcos— las ciudades son, a lo largo de siglos, el lugar (real y simbólico) de la ausencia de reposo. Un hormiguero donde el conflicto prepara un vago gusto por la democracia, y la democracia incipiente el enfermizo placer de los líderes carismáticos que la asfixian en abrazos demasiados amorosos. La división del trabajo amplía las fronteras de la eficiencia, el comercio sostiene y extiende los cambios, el roce cotidiano de los individuos en los angostos espacios urbanos los fuerza a experimentar fórmulas inéditas de convivencia y gobierno. Y tal vez haya sido justamente la distancia entre nuevos problemas y viejas, inadecuadas, respuestas, aquello que imprimió a los albores de la Edad Moderna sus rasgos de creatividad insatisfecha.

    Una discontinuidad en el tiempo, si se quiere. Discontinuidad fértil que avanza en escenarios que no le garantizan nada que ella misma no pueda conquistar o construir con sus propias fuerzas. En su desarrollo, las ciudades redescubren o crean rutas que las vinculan entre sí, construyen sistemas de comunicación y redes de relaciones con su universo rural circundante, difunden estilos de vida e inventos técnicos al exterior de sus murallas. La ciudad como agente de polinización de un incipiente capitalismo. Pero algo las ciudades no hacen: no construyen arquitecturas institucionales capaces de regular, sobre la base de alguna fórmula sólida, sus recíprocas relaciones. Las ciudades renacidas de sus ruinas clásicas o la civita nova que se consolida en el tiempo saben producir y esparcir sus fermentos, pero a lo largo de siglos no pueden elaborar instituciones capaces de regular sus relaciones recíprocas. Ambiciones, éxitos o fracasos competitivos, juegos de poder, intervenciones imperiales o papales, orgullos urbanos, etcétera, actúan conjuntamente poniendo en evidencia la fragilidad de un mundo urbano poderoso que no sabe ni puede llegar a un armisticio consigo mismo.¹ Estamos entre una Edad Media que muere sin saberlo (lo aprenderá irrevocablemente en 1789) y una Edad Moderna que sin saberlo nace (lo sabrá la primera vez cuando Colón llega a Santo Domingo y la segunda, definitiva, cuando oiga el estruendo de las industrias de Glasgow y Manchester). La ciudad mercantil es el principal protagonista de ese primer tramo de la modernidad en ciernes.

    Asistiendo impotentes al progresivo fortalecimiento de los dominios territoriales que terminarán por convertirse en Estados nacionales, las gloriosas ciudades de la Edad Media comienzan a disolverse como algo que ya no está en el centro de los acontecimientos. Por lo menos, no desde el punto de vista político. Con todo el esplendor de la Viena del siglo XVIII o de Londres y París en el siglo XIX, los nuevos sujetos nacionales tienen una dignidad pública inalcanzable para los antiguos burgomaestres. Y un poderío económico incomparable. La vieja urbe orgullosa es ahora un círculo pequeño dentro de otro más grande. Conserva, e incluso acrecienta, su antiguo poder económico, pero debe ahora plegarse ante necesidades y poderes más amplios. La ciudad sigue su carrera, pero ya no es lo más importante. Una nueva, más peligrosa y emocionante carrera acaba de empezar. Y cada corredor ya no llevará los colores de sus gonfalones tardomedievales, sino las más sobrias (y simbólicamente poderosas) franjas de colores de sus banderas nacionales, encarnación de una apuesta de unidad que se sabe endeble entre fuertes localismos que pierden más rápidamente la fuerza que el orgullo.

    Pero el nacimiento de la nación no requiere la muerte de su matriz urbana. A la ciudad se le exige que no estorbe con excesivos pedidos de autonomía y siga enriqueciéndose para beneficiarse a sí misma y a la red de seguridad que la protege en forma de Estado nacional.² Hemos entrado a la segunda fase de la modernidad. Y la nación impregnará de sí gran parte de ella desde el Renacimiento hasta hoy. Entre la España de los reyes católicos empujada a la unidad por la reconquista (a mediados del siglo XV), la independencia de Estados Unidos (a fines del siglo XVIII) y las luchas por la independencia de India o Argelia (a mediados del siglo XX) hay un encadenamiento mundial de acontecimientos que ve el Estado nacional como nuevo, indiscutido, protagonista de la Edad Moderna. Un sentido de pertenencia que se amplía y tiene éxito ahí donde las ciudades (ni se diga los imperios) fallaron: institucionalizar amplios territorios de similares raíces lingüísticas en nuevos espacios unitarios, unificados por la política. Algunos países llegan antes, otros después. La nación es la carrera, la meta y el premio. El nuevo protagonista del universo amniótico de relaciones que, con el paso del tiempo, se harán inter-nacionales. La historia política y cultural europea desde el siglo XVI, y con renovada fuerza desde el siglo siguiente, está guiada por esa nueva estrella polar.

    Frente a corrientes comerciales y financieras que moldean el mundo a partir de circunstancias no internamente gobernables, el Estado nacional busca establecer ámbitos de vida regulables a partir de la voluntad, menos expuestos a las intemperies de acontecimientos con consecuencias potencialmente disgregadoras. El Estado resurge como una vieja vocación a la defensa colectiva frente al caso, a los cambios que surgen sin previo aviso. Oponiendo a la divina, una imagen de familia secular, tal vez podría decirse que si la economía capitalista es la madre, el Estado nacional es seguramente el padre de la modernidad. Padre y madre que sin embargo riñen a menudo por ser lo que son, almas no siempre compatibles: Riqueza y Poder. La primera que exige para sí un lugar de absoluta preeminencia sobre el conjunto social y que periódicamente tiende a considerar cualquier limitación al despliegue de sus necesidades como una limitación intolerable a la libertad humana. El segundo se ve a sí mismo como voluntad colectiva concentrada, cumbre máxima de autoconciencia y condición operativa insoslayable entre necesidades y realizaciones. Dos principios a veces complementarios y a veces en conflicto. En el Estado nacional encuentran un equilibrio debajo de una, siempre negociada, preeminencia de la voluntad de seguridad, o sea, de las instituciones. Coraza y condición para todo lo demás.

    El Estado nacional es —desde sus comienzos ingleses y españoles— el lugar en el cual el capitalismo reconoce (de buenas o malas ganas) una autoridad superior a sí mismo: un espacio de construcción de nuevas identidades y nuevas formas de solidaridad. La riqueza necesita seguridad para seguir ampliándose. El Estado nacional es el lugar de una boda mística entre principios que necesitan fusionarse, justamente para evitar que cada uno de ellos adquiera preeminencia excesiva. Pero riqueza y poder (el arado y la espada, diría Gellner) son dimensiones ineludibles en cualquier ingeniería de convivencia. El equilibrio entre las dos fuerzas es lo que cambia. Tal vez pueda decirse que si en la etapa ciudadana de la modernidad la riqueza es aparentemente el protagonista central,³ en la etapa nacional el poder —a veces socialmente restreñido y a veces desbocado (dueño de sus delirios y paranoias, diría Canetti)— tiende a convertirse en el protagonista que vuelve la riqueza una parte de su propia construcción.

    Por lo menos cuatro siglos de historia ven el Estado nacional, inicialmente en Europa occidental, y después en oleadas sucesivas, en otras regiones del planeta, convertirse en una especie de pasión arrolladora. La dignidad colectiva, la eficiencia competitiva, la estabilidad social, las realizaciones de la cultura: todo parecería pasar previa e inexorablemente por la capacidad de los pueblos para convertirse en naciones bajo un Estado que las exprese y las haga al mismo tiempo.

    Simplifiquemos para acelerar el tránsito a la consideración de la tercera etapa en la secuencia que da cuerpo a este libro y, en la humilde opinión de este escribiente, a la Edad Moderna. Desde las conquistas y descubrimientos —con los cuales Europa hace de su propuesta capitalista la base de una disimilitud universal— la historia moderna es en gran medida historia de hegemonías nacionales que se afirman, se estancan y retroceden frente al surgimiento de otras más agresivas y creativas candidaturas a asumir el mismo papel. El camino probablemente comenzó con la Holanda del siglo XVII para llegar, después del gran paréntesis inglés que abarca por lo menos todo el siglo XIX, hasta la casi indiscutida centralidad estadunidense del siglo XX. Y es con Estados Unidos, mientras entramos al siglo XXI, que llegamos a una intersección de energías que, en el desequilibrio del presente, podría crear un nuevo principio de orden casi-global. Veamos.

    Si alrededor de 1750 el mundo se hizo demasiado grande (o sea, complejo) para el continuado predominio económico holandés, y algo parecido volvió a ocurrir en Inglaterra alrededor de 1900, algunas señas perecerían indicar que algo similar está ocurriendo en la actualidad con Estados Unidos. Lo cual no debería ser asombroso: ninguna hegemonía congela el tiempo. La historia de las naciones hegemónicas es historia de aprendices de brujos: individuos que (voluntariamente o casi) evocan energías que finalmente no podrán controlar. En décadas recientes el mundo se ha agigantado frente a la capacidad de Estados Unidos para seguir ejerciendo una función de regulador central de sus funciones generales. Si esto fuera cierto, la pregunta siguiente sería inevitable: ¿quién después de Estados Unidos?

    Y por primera vez en aquel capítulo de la historia moderna que cae bajo el signo nacional, nos vemos forzados a reconocer una especie de orfandad anunciada. Ninguna nación parecería en el presente, ni en un porvenir razonablemente predecible, dispuesta o capaz de asumir el reto de regulación mundial por tanto tiempo asumido por Estados Unidos. Donde regulación implica tareas militares, responsabilidad financiera, administración de mecanismos comerciales, funciones de policía internacional y de sumo sacerdote de los cultos ideológicos que santifican cualquier hegemonía. Apuntemos aquí que las hegemonías serán incómodas para aquellos que las sufran (a veces incluso para aquellos que las ejercen), pero algo es obvio: si hegemonía es la forma que asume una necesidad de estabilidad, permanencia y predecibilidad en las relaciones inter-nacionales, una crisis hegemónica supone inevitablemente riesgos entrópicos asociados a una pérdida de coherencia sistémica. ¿Qué puede ocurrir cuando el mundo se complica en tal proporción que la hegemonía nacional (si bien de parte de la nación más poderosa del mundo) se vuelve un instrumento inadecuado para cumplir la tarea de la necesaria simplificación del mismo (para decirlo con Luhman)?

    ¿Cuáles son los hechos que complican el escenario desde fines del siglo XX hasta producir una sobrecarga de funciones en la nación hegemónica? En primer lugar, la aparición (sobre todo en Asia oriental) de nuevos competidores cuyo incremento de fuerzas crea mayores cargas de vigilancia de las condiciones globales de estabilidad económica. En segundo lugar, la desaparición del comunismo como fuerza global, lo que reduce la dependencia de cada nación del paraguas yanqui. En tercer lugar, la aparición de la Unión Europea como nuevo contrapunto de poder global. En cuarto lugar, la irrupción de temas ecológicos, migratorios, de salud pública, criminalidad, etcétera, que se resisten a terapias exclusivamente nacionales o dictadas por un centro nacional todopoderoso.

    Si Estados Unidos, no obstante la vastedad de sus recursos y de sus capacidades dinámicas, se enfrenta a un problema tendencialmente creciente de vacíos funcionales de regulación global, resultaría entonces inevitable reconocer la novedad de nuestro tiempo. El inicio de un nuevo ciclo histórico en que la figura central podría ser cada vez menos el Estado nacional y cada vez más las regiones plurinacionales, de las que la Unión Europea se anuncia como el pionero contemporáneo. Henos llegados a lo que hemos llamado tercera etapa: el tránsito de una realidad global con un (casi) solo centro ordenador a una realidad con diferentes centros económicos y de poder en forma regional. El tránsito de una unidad con inevitables rasgos hegemónicos a una pluralidad regional de hegemonías que requieren la construcción de redes internas capaces de sostener la creciente cooperación entre países vecinos y de nuevas redes capaces de sostener un orden global cuya mayor legitimación a largo plazo será su capacidad de inclusión. En un mundo de rápidos contagios planetarios, se requieren instrumentos posnacionales para enfrentar retos posnacionales. La agregación de naciones vecinas en polos de poder regionales parecería ser la única forma sistémicamente coherente e históricamente viable para sustituir en el mediano plazo un orden basado en naciones y hegemonías nacionales cada vez más inadecuadas frente a las nuevas dimensiones de retos y vacíos funcionales. Los actores futuros, casi inercialmente, serán América del Norte, Asia Oriental y Europa occidental.

    Resumamos: la modernidad tuvo un protagonista inicial en forma de ciudad. Siguió, produciendo un sujeto a la altura de sus nuevas ambiciones, el Estado nacional. Y hoy, en el cambio de siglo y milenio (y dejando a un lado el encanto cabalístico de los números), despunta un nuevo ciclo en el cual el sujeto determinante podría ser la región plurinacional. Una institucionalidad de mayor jerarquía respecto al Estado nacional y capaz de introducir nuevos factores de estabilidad en espacios mayores. Mientras se amplían —al calor de avances tecnológicos epocales y de una recrudecida competencia entre empresas y entre naciones— los espacios de inseguridad asociados a la globalización en marcha, las nuevas necesidades de regulación difícilmente podrán ser acometidas con eficacia a partir de bases nacionales. A un mundo cada vez más interdependiente corresponde necesariamente una necesidad institucional de ampliación de los espacios objeto de regulación. El tránsito de las naciones a las regiones como espacio de cada vez mayor densidad institucional, económica, cultural y política prepara un nuevo equilibrio de Riqueza y Poder.

    Ciudades, naciones, regiones: ésta es la línea de razonamiento. O si se quiere, la hipótesis que guía estas reflexiones sobre las formas territorial-institucionales de la modernidad. Quitemos del campo una posible fuente de ambigüedad. De la misma manera como el tránsito de las ciudades a las naciones no implicó la desaparición de las ciudades, no hay razones para suponer que en el tránsito de las naciones a las regiones posnacionales, las primeras tengan que desaparecer. Lo que aquí interesa subrayar es la envoltura institucional que, en distintos momentos de la historia moderna, conquista el centro del escenario. La ciudad existe a lo largo de siglos, pero su significado es distinto entre la baja Edad Media y el ápice de la sociedad industrial del presente. De la misma manera, nación tiene hoy un significado que mañana podría cambiar sustancialmente.

    Sobre la base de las preocupaciones del presente se intentará una lectura del pasado lejano. Y partiremos de la ciudad: escenario y escaparate de la modernidad en ciernes. De ese Mundus Novus que Albericus Vespucius veía fuera de Europa cuando en ella, realmente, comenzaba a nacer. Seguiremos con la estación nacional, tratando de entender algunos de sus logros y varias de sus tensiones contemporáneas. Y finalmente cruzaremos el espacio nebuloso entre el presente y el futuro, razonando alrededor de las regiones plurinacionales que en estos años parecen despuntar en el horizonte.

    Reconozcamos que la filosofía de la historia, el historicismo o como se llamen esas varias propuestas de teoría final de la historia están al acecho todas las veces que se intenta establecer alguna línea de reflexión que pretenda vincular pasado, presente y futuro. Éste es el riesgo. El de establecer una secuencia orientada por una especie de hegeliana causa final que guiaría la historia con una mano sapiente y (casi) invisible, en este caso, desde las ciudades hasta las regiones. Todo estaba claro desde el comienzo, todo estaba preordenado como si una misteriosa fuerza gravitatoria operara mucho antes de que fuera visible a los ojos de aquellos que en ella estaban atrapados sin saberlo. Esto es exactamente lo que intentaremos evitar: cargar de significados previos una realidad cuyo dinamismo y cuyas reglas fueron definiéndose en la marcha y que no existían, en alguna región de arquetipos platónicos, en los orígenes de la historia que aquí intentaremos reconstruir.

    En un anterior trabajo publicado por esta editorial,⁴ se intentó una lectura de los procesos exitosos o fallidos de salida del atraso, centrando la atención en dos claves de lectura: la agricultura y la calidad de las instituciones públicas. Ahora, en un corte diferente de historia, repetiremos la misma clave de lectura, insistiendo en forma particular sobre agricultura e instituciones.

    La reflexión histórica es probablemente el campo de mayor dificultad para el conocimiento humano. Si un hombre o una mujer son casi siempre un misterio (incluso pasados a los rayos X de Freud), ¿qué podrá decirse de la historia de millones de ellos cuyas impotencias, ambiciones, miedos y sueños se cruzan y combinan en formas distintas en la geografía y en el tiempo? ¿Es posible imaginar una tarea más ardua para el conocimiento? El dato objetivo de la ciencia es aquello que aquí falta; lo objetivo aquí no es natural, es contagiado por la voluntad. Las sociedades humanas tienen el gusto perverso de renovarse para complicar la vida de los que tratan de entenderlas en nombre de alguna verdad puesta fuera del tiempo.

    En un eco de la voz de Giordano Bruno, Ernst Cassirer dice: El hombre sólo comprende en cuanto crea.⁵ O, dicho de otra forma, sólo puede pretender entender lo que hace. Decía Bruno que Dios conoce al mundo porque lo creó. Si lo mismo vale para los hombres, ¿es posible pensar en una creación más humana que la historia? De lo cual se deriva una conclusión: si la historia es la creación humana par excellence, no pretender una mirada global sobre ella es una forma de paternidad irresponsable. Si bien sería absurdo buscar significados debajo de cada piedra del camino, suponer que no hay ningún camino mirando al pasado-presente y no hay posibles senderos mirando al presente-futuro es una forma demasiado expedita para enfrentar un problema incómodo.⁶ La reflexión histórica es un trabajo de Sísifo, un ir y venir interminable de la búsqueda del dato a la del sentido y al revés. Quedarse con el dato significa renunciar a entender; quedarse con el sentido supone declarar prescindible a la realidad. Estamos condenados a hacer convivir dato y sentido en una ambigua cohabitación.

    Dice Paul Valéry: El mundo está irregularmente sembrado de disposiciones regulares... Regularidades e irregularidades encuentran dentro de la historia el teatro de su dialéctica. La analogía —sigue Valéry en su estudio juvenil sobre Leonardo— no es precisamente más que la facultad de variar las imágenes, de cambiarlas, de hacer coexistir parte de una con parte de otra y de percibir, voluntariamente o no, el enlace de sus estructuras.Enlace de estructuras hace pensar en afinidades más o menos secretas. Exactamente eso es aquello que no puede ser reconocido cuando se razona a partir del aforismo heracliteano por el cual nadie cruza el mismo río dos veces. Es obvio que yo no soy el mismo a los 20 o a los 50 años y es obvio que serán otras aguas las que llenen el lecho del río. Pero también es cierto que yo me sigo llamando de la misma manera y que el río seguirá bajando de la misma fuente. ¿La historia no tiene sentido? No, la historia es el entrecruzamiento de sentidos (¿qué son las culturas sino continuidades que afirman sentidos?), teatro de construcción y desconstrucción de sentidos. Tránsito del orden al desorden, y al revés.

    Y aquí recibimos una ayuda inesperada de las ciencias físicas. Leamos a Prigogine: A partir de una determinada distancia del equilibrio, de cierto umbral crítico, el estado estacionario que permitía prever las leyes puramente macroscópicas puede dejar de ser estable [...] existen varios estados que el sistema puede adoptar más allá de una inestabilidad y son las fluctuaciones las que determinan el que ha de prevalecer. Si el mundo es secuencia de procesos irreversibles sobre procesos irreversibles, la idea de un mundo igual a sí mismo en un equilibrio fuera del tiempo se ha vuelto una arcaica idealización.⁸ Así como es una simplificación suponer que orden y desorden sean realidades necesariamente excluyentes. Lo único que podemos afirmar con cierta contundencia es que si el mundo va hacia una creciente complejidad, los sistemas que intenten regular sus correlaciones tendrán que ser necesariamente cada vez más complejos; más capaces de construir alguna unidad en medio de mayores diferencias.

    Seguramente no existía en el código genético de la ciudad de la baja Edad Media un cromosoma que indicara el inevitable desarrollo posterior hacia la regionalización de la economía y las instituciones mundiales. Pero, desde entonces, las cosas han evolucionado en formas que hoy permiten reconocer cierto camino entre Brujas y la Unión Europea. ¿No es razonable tratar de entender si entre las ciudades mercantiles medievales y las regiones plurinacionales que se proyectan en la actualidad, existe alguna relación evolutiva? Eso intentaremos hacer aquí. Vamos a recorrer una historia que tal vez algún sentido, o varios, fue desplegando en la marcha, a través de ciudades, naciones y regiones.

    UNA NOTA DE MÉTODO

    Hay un cuadro de Klee de 1931 que se llama Muchacho con disfraz. Es una técnica mixta, gouache y acuarela. Visto de cierta distancia se parece a un mosaico romano. Tantas fichas multicolores van componiendo una figura central formada con los mismos elementos que componen el aire que la figura respira, el mundo que lo rodea y observa. Ésta será casi toda mi brújula metodológica. Tratar de recoger fichas en el camino que puedan formar alguna perspectiva. Piezas de una narración que presentará discontinuidades cronológicas e indicaciones de temas que, como ríos menores, a veces se registrarán en el mapa sin recorrer materialmente su curso. Siguiendo a Lucrecio y a Ovidio, Klee descompone el mundo en partes diminutas, y con esa forma de mirarlo anuncia su derecho a recomponerlo a través de lo que su libertad e imaginación le indiquen. Pero, para él, lo esencial es el mundo; las fichas no pueden ser invenciones coloreadas sino segmentos del inmenso material cromático de la vida. Klee descompone el mundo para encontrar-construir los signos que lo puedan expresar.

    Tendremos aquí fichas sembradas en el tiempo y el espacio que intentan dar cuenta de una historia. Una historia en que los problemas se resuelven (o no) preparando otros. La mayor parte de las veces, naturalmente, imprevistos. Una historia en que el fresco imposible obliga a considerar con atención sus diversas (y no necesariamente coherentes) pinceladas.

    CIUDADES

    PIEDRAS QUE HACEN HISTORIA

    Termina un milenio y comienza otro

    Suponiendo que el Medioevo pueda ser dividido, con cirugía radical, en dos partes, el mejor criterio para establecer una frontera entre alta y baja Edad Media consiste en reconocer la distinta importancia, en los dos periodos, de la ciudad. Es ahí donde Europa occidental encuentra las condiciones y las energías necesarias para dar los primeros pasos hacia la economía y las instituciones de la modernidad. O sea, capitalismo y autogobierno urbano, forma inicial de una búsqueda de democracia que con el capitalismo tendrá de ahí en adelante una historia de encuentros y desencuentros. El renacimiento urbano comienza a vislumbrarse desde la segunda mitad del siglo X. Si en la primera fase de la Edad Media el mundo rural y las dependencias personales son ámbito y hechos que ordenan la existencia de individuos y colectividades, en la segunda fase —la baja Edad Media—, con la aparición de centros urbanos que crecen en riqueza y en poder, ya no es posible suponer que Edad Media y feudalismo sean sinónimos. Con la ciudad, un nuevo mundo comienza a nacer en relación y en contraste con el viejo. Con ella aparecen nuevas fuerzas sociales, nuevas actitudes y valores destinados a cambiar la historia de Europa y del mundo.

    La ciudad es un cuerpo social complejo, mezcla de distintos intereses y visiones que conviven en una unidad en casi permanente conflicto consigo misma. En sus edificios, en el diseño de calles, mercados y palacios se va definiendo una nueva racionalidad en la cual lo cercano y lo lejano se entremezclan, la seguridad y la aventura establecen un nuevo equilibrio, la riqueza y el poder adquieren otras formas y construyen nuevas relaciones entre sí. ¿Pero cómo y por qué alrededor del año Mil? Retrocedamos.

    La población del viejo continente debía estar entre 40 y 50 millones de almas alrededor del 200 después de Cristo. De ahí en adelante, por muchos siglos, siguió bajando hasta regresar al valor del siglo III sólo cerca de un milenio después. En el interim hubo de todo: invasiones de nómadas del oriente, la caída del Imperio romano a fines del siglo V, la peste en el siglo siguiente, las nuevas invasiones barbáricas y la lenta reconstrucción de algún orden que apenas comienza a vislumbrarse con los carolingios. Después de la peste, he aquí el escenario. Ciudades reducidas a fantasmas de sí mismas, aldeas en el límite de la subsistencia, bosques, ciénagas y yermos que avanzan sobre el teatro del paisaje borrando los obstáculos que el hombre les había puesto desde hacía siglos: las piedras [...] Las grandes calzadas estaban socavadas por las raíces de los árboles y matorrales, los acueductos estaban en ruinas, inutilizados. Los pueblos habían quedado reducidos a unas pocas casas, y los anfiteatros, termas y basílicas saqueadas por los bárbaros se habían convertido en fortalezas, refugios y escondrijos.¹ Precariedad, inseguridad, abandono de los antiguos centros urbanos que alguna vez dieron vida al Imperio romano, son los signos. Una edad dominada por el temor, el desconcierto y una vaga nostalgia hacia un mundo clásico dejado atrás y convertido por la memoria en edad de oro. El mejor futuro parece estar en el pasado.

    La Roma republicana e imperial había dejado caminos, una lengua franca en gran parte de Europa, acueductos y, malgrè tout, una religión de aliento universal. Pero las redes de comunicación se habían roto junto con el poder central que las administraba. Sin circulación monetaria (casi exclusivamente limitada a las relaciones entre árabes y bizantinos) y un comercio irregular y precario, predomina el provincialismo más estrecho y la arbitrariedad de señores locales cuyas ambiciones se liberan con la descomposición del imperio franco. En un contexto de fuertes nexos personales y poderes arbitrarios ni mercados ni trabajo asalariado podían ser posibles.² Con el derrumbe del imperio carolingio, a fines del siglo IX, los rasgos de anarquía se acentúan. Los condados del viejo imperio viven un nuevo vigor centrífugo en la búsqueda de autonomía y seguridad. Un desmembramiento en el desmembramiento, una feudalización del feudalismo. Las nuevas señorías tienen en la violencia su casi único abolengo.

    Las invasiones vikingas y magiares han terminado su ciclo, pero Europa está surcada por hombres en armas a disposición de cualquier causa o dispuestos a inventar las suyas propias. Castillos y fortificaciones crecen como hongos en distintas partes en proporción al grado de incertidumbre. Y se convierten en instrumento para añadir inseguridad a la inseguridad, siendo usados como guaridas de aventureros y garantía de saqueos impunes. Nadie puede pretender seguridad o respeto a menos que tenga la fuerza para imponerlos, ni viajeros indefensos, ni campesinos miserables, ni mercaderes u hombres de la Iglesia. Mientras el mundo se acerca al año Mil, la anarquía se adueña del escenario europeo. La violencia de señores improvisados expresa una crisis del poder³ en cuya solución las futuras ciudades jugarán un papel central. La violencia, los saqueos y robos de parte de los que deberían velar por el bienestar de sus protegidos-súbditos terminaron por carcomer un vínculo esencial del mundo que, sin saberlo, estaba comenzando a desaparecer: el vínculo entre servidumbre y protección, la dialéctica siervo-señor. La justicia señorial ha dejado de existir y con ella la justificación del vínculo de sujeción.

    Las ciudades obispales son encarnación de la máxima aspiración de la época, la paz de Dios. Un lugar de seguridad relativa en el cual, sin embargo, ésta es pagada con la exclusión plena del poder local de parte de los pobladores, que están muy lejos de la condición de ciudadanos. Pero justo cuando todo parecía indicar un inexorable camino de decadencia y desorden, algo nuevo comienza a mostrarse y a alterar la situación. Lo nuevo tiene muchas facetas: creciente presión demográfica, roturación de nuevas tierras, difusión del comercio y fundación de nuevas (o reconstrucción de antiguas) ciudades. Contra las invasiones y correrías de normandos o sarracenos, los poblados se fortifican y, al mismo tiempo, buscan establecer relaciones de mayor autonomía frente a los señores territoriales. Algunas ciudades surgen de la ampliación de los villorrios en puntos de intersección de rutas comerciales, otras como fortificaciones en territorios de frontera o en defensa propia frente al bandidaje señorial, otras más como apéndice comercial autorizado fuera de las murallas de antiguos burgos o ciudades obispales.

    Una modernidad todavía infantil

    En medio de vaticinios apocalípticos asociados al año Mil y de una inseguridad que es el pan de cada día, sin embargo, un tiempo nuevo se está abriendo espacio en el tiempo envejecido. Y materialización de lo nuevo es la ciudad. El abanico sobre el cual se despliega la reurbanización europea va de la fundación de villorrios rurales, las sauveteés, con pocos centenares de habitantes, en la región tolosana en los siglos XI y XII,⁵ hasta las ciudades mayores, en gran parte de antiguo origen romano, convertidas en sedes diocesanas.

    Las catedrales son el símbolo supremo de que, no obstante todo, el mundo sobrevivió y puede nuevamente proyectarse a la vida, a la fe, con nuevo entusiasmo. Algo ocurre alrededor del año Mil. La población aumenta, la agricultura se extiende robándole espacio a los bosques. Es un tiempo nuevo para una Europa recorrida por una renovada vitalidad. La catedral es el espejo de una nueva confianza en el futuro. ¿Serían pueblos y arquitectos sin esperanzas los que comenzaron a construir, en un maduro estilo románico, la iglesia abadial de Payerne, en Suiza, o la catedral de Santiago de Compostela, en España, pocas décadas después de iniciado el nuevo milenio? ¿Pueblos sin confianza en el futuro aquellos que supieron entregar tres siglos a la construcción de la catedral de Chartres, historia viva del gótico, que se materializa en un desplante de audacia asimétrica?⁶ Y sin embargo, a comienzos del nuevo milenio las mayores ciudades no son europeas o, mejor, una de ellas no es cristiana. Constantinopla, capital del imperio bizantino, y Córdoba, capital del califato Omeya en desgracia en Siria. La primera, sede central de un imperio que experimenta durante la dinastía macedonia un auge que será interrumpido en los siglos siguientes por la tenaza de la expansión del Islam y las rigideces económicas asociadas con el desarrollo de grandes propiedades terratenientes. La segunda, alrededor del año Mil, centro político del califato Omeya, controla dos terceras partes de la península ibérica. Córdoba, ciudad de origen romano, en el periodo de cambio de siglo (y de milenio) es una esplendorosa ciudad de 500 000 habitantes salpicada de 3 000 mezquitas.

    En el siglo II, primero con Trajano y con Adriano después, Roma alcanza su máxima extensión territorial (de Britania a Tracia y de Fenicia a Mauritania) y se estiman en un millón los habitantes de la capital del Imperio. A comienzo del segundo milenio cristiano la ciudad no tiene más de 35 000 almas.⁷ Si Roma será la mayor capital del arte moderno ciertamente no será una de las capitales intelectuales, ni económica o política de la modernidad en ciernes. La Roma-recuerdo culto será en la historia moderna (por lo menos de Machiavelli a Saint-Just) infinitamente más importante que la Roma-ciudad real. Lo importante es la tensión entre un pasado clásico ya inalcanzable —y que, sin embargo, organiza los cerebros que observan el presente— y ese presente recorrido por cambios, nuevas oportunidades y retos inéditos.

    Las actividades mercantiles que crecen exigen regulaciones nuevas; un nuevo tejido de vínculos entre intereses privados e interés público. Frente a la descomposición de la justicia que se agudiza en las décadas anteriores y posteriores al año Mil, la ciudad constituye la materialización de una búsqueda de seguridad y juridicidad. No es posible dejar riquezas mercantiles a arbitrariedades u ordalías. Los negocios no pueden florecer en el pathos viril-heroico de una justicia de caballeros.⁸ Hegel ve la ciudad como una voluntad de orden (contra la violencia irracional) y de retorno a un estado de derecho jurídicamente fundado en la igualdad y no en sumisiones y actos de fe. En esa búsqueda, de la cual la ciudad medieval es la primera concreción, está el motor inicial de esa inacabada reacción en cadena que será la modernidad.⁹ El laboratorio donde, siguiendo a Aristóteles, los ciudadanos aprenden a mandar y obedecer al mismo tiempo. Aprenden a ser materia prima y artífices de sí mismos. El lugar desde donde una comunidad de iguales (más en las ideas que en el mundo) retoma la tarea de autogobierno ya emprendida por los griegos más de un milenio antes.

    En algunos casos, la nobleza territorial participa en la consolidación ciudadana inicial, que podría devenir fuente futura de riquezas y de poder. Lo que, probablemente, ocurrió más a menudo en Italia que en los Países Bajos.¹⁰ Y es justamente ahí, en Italia, donde nobleza y burguesía producen más tempranamente una especie de mestizaje que terminará por crear un patriciado urbano (a veces de jure y casi siempre de facto) y, pocos siglos después, los primeros ejemplos de repúblicas señoriales, que, sin embargo, no serán ni repúblicas al estilo romano ni señoríos al estilo feudal.

    Veamos algunos números. El crecimiento urbano antecede la marca simbólica del año Mil, pero será sobre todo después de esa fecha que el movimiento acelera su ritmo. Entre los años 800 y 1000, las ciudades europeas con más de 20 000 habitantes pasan de 25 a 35, para llegar a más de 100 000 en 1300. Un acercamiento más: si en el año 800 las ciudades superiores a 50 000 habitantes son apenas dos y cuatro en el año Mil, en 1300 son 12 y serán 21 en 1500.¹¹ Evidentemente, el gran salto ocurre entre el año Mil y 1300. Y no ocurre tanto en términos de población urbana relativamente a la población europea total (el índice de urbanización crece pero sólo marginalmente), sino sobre todo en la creación de nuevas ciudades, como por ejemplo aquéllas superiores a los 10 000 habitantes, que pasan de 110 000 a 242 000. Como dice Jan de Vries, cuanto más avanzamos en la Edad Moderna registramos la formación de un sistema de ciudades que cubre Europa occidental como las intersecciones de una telaraña cada vez más tupida.¹² Entre 1100 y 1350 (a comienzos de la peste negra que producirá inicialmente un brusco retroceso y después un estancamiento prolongado de la población europea) los habitantes de algunas de las mayores ciudades europeas pasan, como ocurre en los casos de Venecia y Milán, de menos de 20 000 a más de 150 000 almas. Con la peste, la población europea (excluida Rusia) alcanzada a mediados del siglo XIV volverá a existir nuevamente sólo a comienzos del siglo XVI.

    Con la ciudad avanza lo que Braudel considera una doble conquista: la de la tierra (roturación de nuevas superficies, obras de riego, reactivación de caminos y de rutas de comunicación) y la, igualmente fundamental, del mar. En el Báltico y Mar del Norte han terminado las correrías vikingas, y el Mediterráneo es cada vez más disputado por las jóvenes ciudades marineras italianas (Pisa, Amalfi, Génova) al control musulmán. Dice el historiador francés: "En el comienzo de la Nueva Europa es menester colocar el crecimiento de esos dos conjuntos: el Norte y el Sur, los Países Bajos e Italia, el Mar del Norte más el Báltico y el Mediterráneo entero. Occidente no posee una sola región ‘polar’, sino dos, y esta bipolaridad que desgarra al continente entre Italia del norte y los Países Bajos lato sensu durará siglos".¹³ Esta idea fue antes de Pirenne y otros, y es importante para llamar la atención no sólo sobre dos zonas sino sobre dos tiempos de Europa. Simplificando podría decirse que los siglos inmediatamente posteriores al año Mil están bajo el signo dominante de un capitalismo mediterráneo cuyos actores principales son Amalfi, Génova, Florencia y Venecia. En los siglos posteriores, en realidad hasta hoy o casi, es evidente una hegemonía nórdica que pasará de los Países Bajos a Inglaterra y a Alemania. En los dos polos de la nueva Europa los burgueses descubren tempranamente cómo el destino de los negocios y el de la ciudad están estrechamente vinculados. Primero en el escenario urbano y después en el escenario mundial, política y economía comienzan a tejer hilos que se entrecruzan. La economía se hace política en la administración comunal y la política se hace economía en las formas iniciales de un proteccionismo construido en favor de los intereses de la ciudad.

    Y sin embargo, en el encierro de sus murallas, la ciudad es un organismo si no estéril, insostenible. Necesita salir de sí misma, crear demanda para sus productos en lugares lejanos, necesita asegurarse el abastecimiento de alimentos y materias primas de los territorios que la rodean, establecer las condiciones económicas y políticas de su propia seguridad. Bajo el impacto urbano en los siglos XII y XIII la servidumbre rural virtualmente desaparece en los Países Bajos y en el norte de Italia. Donde las ciudades son más numerosas y dinámicas, ahí, antes que en otras partes, las viejas relaciones serviles desaparecen más rápidamente. Veamos el mapa europeo: es en el área geográfica de algunos centenares de kilómetros de ancho alrededor del eje imaginario entre Flandes y el norte de Italia donde el capitalismo define sus perfiles iniciales. Aquí encontrarán su patria el comercio de larga distancia y los sistemas de cambios, el trabajo asalariado, el mercado del dinero y después el Estado nacional, la Revolución francesa, el parlamentarismo y dos guerras mundiales. Aquellas amplias zonas geográficas que estuvieron fuera del campo gravitatorio entre las desembocaduras del Rin y del Po serán por siglos zonas de atraso productivo y técnico, áreas de pobreza y autoritarismos más o menos autocráticos. Marginalidad significó atraso por siglos para el oriente de las planicies rusas, para el meridión de Italia, Grecia y los Balcanes, para el norte escandinavo (hasta fines del siglo XIX) y para el occidente ibérico. Quedar lejos significó recibir impulsos debilitados de los cambios (y convulsiones) culturales, técnicos, políticos y económicos que el medio-occidente de Europa experimentaba. Significó conservar estructuras, valores y comportamientos que en otras partes eran sacudidos, renovados, desechados.

    Desde los siglos XI y XII el norte de Italia asiste a la consolidación del autogobierno comunal en contra tanto de los señores territoriales como de los obispos, señores de las antiguas ciudades romanas renacidas a nueva vida. Un movimiento que ilustra la fuerza de nuevos segmentos sociales que rehuyen la tradicional sumisión a duques o barones, en el agro, o a obispos, entre las murallas urbanas. A consecuencia de un enfrentamiento entre el arzobispo milanés Ariberto d’Intimiano y sus conciudadanos, el primero es expulsado de la ciudad en 1040 no obstante el apoyo del joven emperador Enrique III.¹⁴ Es el signo de los tiempos. Acontecimientos similares ocurren en Siena y Pisa en el siglo XII. En Siena, a fines del siglo, los ciudadanos expulsan al obispo que se había atrevido a excomulgar a las autoridades consulares elegidas por la ciudad. Conflictos similares los encontramos en otras partes de lo que hemos llamado el medio-oeste de Europa.

    En sus recurrentes tentaciones de rapiña, la aristocracia se enfrenta a ciudades que amplían sus poderes territoriales a garantía de la propia autonomía. La nobleza terrateniente constituye un obstáculo a la consolidación de parte de las ciudades de aquellos espacios vitales capaces de asegurarles la sobrevivencia sin excesivos sobresaltos. El juramento de fidelidad a las ciudades de parte de la nobleza territorial era normalmente el acto culminante de sumisión simbólica del viejo orden feudal al nuevo orden municipal-mercantil. Siguiendo la historia de un cronista contemporáneo, en 1161 algunos vasallos del conde Aldobrandino Novello capturaron barcos pisanos cargados de granos y otras mercaderías. Cuando los pisanos preparaban una expedición punitiva contra el conde, éste decidió anticiparse presentándose (acompañado por el obispo de Massa) a las autoridades pisanas. Y ahí, en el parlamento de la ciudad toscana, en un acto de homenaje y sumisión, prestó juramento de proteger a los ciudadanos de Pisa en sus territorios. Los cónsules acordaron con él la paz, le dieron regalos generosos, lo honraron y lo convirtieron en adalid de los pisanos. Después de lo cual, regresó a su casa.¹⁵ Los pisanos evidentemente consideraban que cooptar a los enemigos era una buena forma de ejercer la autoridad.

    Tal vez por ser el norte de Italia un área geográfica en que papas y emperadores se enfrentaban neutralizándose unos a otros, terminaron por crearse ahí las condiciones de un mayor poder y autonomía de las ciudades. Aquello que evidentemente no ocurrió con tanto éxito en Alemania, donde el poder del emperador, pero sobre todo de la nobleza territorial, resultaron por siglos barreras casi insuperables. Aunque sea en un ambiente de inestabilidad social, de agudas rivalidades urbanas y de una endémica turbulencia interna, las ciudades avanzan hacia mayor poder y mayor riqueza. Se acumulan cuantiosas fortunas, se produce, se intercambia, se consume en forma nueva, se alimentan nuevas ambiciones personales y colectivas. Fernand Braudel nos recuerda que en el siglo XIV

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1