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Variedades del capitalismo
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Variedades del capitalismo

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Varios países de América Latina pasaron de crecer aceleradamente a reducir la desigualdad y la pobreza durante la primera década del siglo xxi a una crisis económica y —en el caso de Brasil y de algunos otros— también política. Adicionalmente, en el momento en el que se termina de editar Variedades de capitalismos en crisis, todo el
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento28 abr 2022
ISBN9786075643564
Variedades del capitalismo

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    Variedades del capitalismo - Ilán Bizberg

    INTRODUCCIÓN

    Alberto Aziz Nassif* e Ilán Bizberg**

    LA SITUACIÓN ACTUAL de América Latina se caracteriza por el hecho de que países como Brasil y Argentina, que parecían haber encontrado la senda del desarrollo con igualdad, han pasado de una situación de crecimiento acelerado, reducción de la desigualdad y la pobreza con estabilidad política, a una crisis económica y, en el caso de Brasil, a una severa crisis política. Otros países del continente también están enfrentando dificultades derivadas de la baja de dinamismo de la economía China, en el caso de los países que exportan commodities como Bolivia, Perú, Colombia y Ecuador; y, en el caso de México, por el giro proteccionista de Estados Unidos.

    En libros previos que estudian las divergencias en los tipos de capitalismo del continente, hemos encontrado diferencias significativas entre distintos grupos de capitalismos de América Latina. En la circunstancia actual surge la siguiente cuestión: la crisis por la que están pasando estos países es el reflejo de que no existe una variedad de capitalismos en América Latina, porque en el fondo todos comparten los mismos problemas y obstáculos; dicho de otra manera, que los choques externos tienen como consecuencia homogeneizar las diferencias que se evidenciaban cuando estos países estaban creciendo. O, por el contrario, es posible plantear la idea de que las diferencias perviven.

    Los distintos capítulos de este libro postulan la idea de que, si bien algunos países están pasando por una crisis o por dificultades en el presente, no todas las situaciones son iguales ni se han borrado las diferencias entre los distintos capitalismos que hemos encontrado en el continente y que hemos descrito y analizado en otros estudios (Bizberg, 2015 y 2019). Este libro argumenta la idea de que los diferentes tipos de capitalismo conducen a distintos tipos de crisis. En este caso, para el análisis nos hemos centrado en los dos casos más contrastantes de América Latina: Brasil y México, aunque se incluyeron numerosas referencias a otras situaciones para ejemplificar la idea de que las diferencias subsisten y, lejos de desaparecer, se acentúan.

    De hecho, la crisis de la década de 1980 generó que las trayectorias de los países del continente se alejaran más de lo que convergían. Algunos países abandonaron la sustitución de importaciones, abrieron sus economías y se dedicaron a exportar bienes primarios o productos de maquila; otros, en cambio, continuaron tratando de fortalecer sus mercados internos. En un estudio anterior sobre los efectos de la crisis global en las economías de América Latina (Bizberg, 2015), también planteamos que no todos los países reaccionaron de igual manera a ella y que, de hecho, era posible proponer que diferentes tipos de capitalismo estaban en camino de consolidarse en algunas de estas regiones. La forma en que enfrentaron la crisis y se recuperaron muestra que en América Latina existen importantes diferencias estructurales e institucionales entre algunos de los países estudiados, especialmente entre Brasil y México, pero también entre Argentina y Chile. Esto implicaba que, aunque la crisis global era un fenómeno único que afectaba a todos los países, sus consecuencias en cada uno diferían considerablemente según las estructuras de clase y las instituciones sociopolíticas que los caracterizaban.

    En el caso de América Latina, aun cuando la situación actual generada por la baja del precio de los productos básicos, en la cual se concentraron la mayoría de las estructuras productivas de los países latinoamericanos en la última década, se considera un evento general más o menos con los mismos efectos en todas las regiones —déficit comercial, menor crecimiento, déficit fiscal, desempleo, entre otros—, en el presente libro, una gran parte de los trabajos sostiene el argumento de que si bien el contexto internacional puede ser similar, las consecuencias más profundas son significativamente diferentes según el tipo de capitalismo de cada país. La mayoría de los capítulos se basan en un análisis de economía política fundado en la forma en que las estructuras e instituciones sociales determinan las políticas económicas.

    A pesar de que la mayor parte de los análisis macroeconómicos sobre la situación en América Latina intenta mostrar cómo finalmente todos los países del continente han tropezado con la misma piedra, un análisis de economía política considera que cada modo de desarrollo, cada capitalismo de la región latinoamericana, tiene su propia crisis que debe distinguirse de las demás. Así como no hay una mejor manera para conducir la economía de un país, no hay siempre los mismos problemas. Este libro defiende la idea de que, si bien hoy en día todos estos países latinoamericanos están pasando por dificultades, no se encuentran en la misma crisis, es decir, que los diferentes tipos de capitalismo conducen a diferentes tipos de crisis.

    Nuestra perspectiva se opone a un análisis que propone que esta crisis muestra que, bajo el velo de una supuesta divergencia, ahora estamos viendo las similitudes habituales entre todos los países de América Latina. No creemos que las divergencias que notamos durante los gloriosos diez años entre 2002 y 2012, las cuales se han interpretado como una consecuencia del viento en popa de la demanda de productos básicos de China, conducirán a todo el continente a sus problemas tradicionales. Consideramos que existen diferencias estructurales e institucionales que seguirán marcando diferencias entre los países. Un estudio paralelo sobre los efectos del liberalismo en los sistemas de protección social y en los mercados laborales de diferentes países de Europa —presente en muchos de los capítulos de este libro— es el de Thelen (2014), quien muestra cómo las diferentes relaciones entre el Estado y los interlocutores sociales conducen a diferentes formas de enfrentar o adaptarse al liberalismo, las cuales van desde la desregulación, la dualización de la sociedad, hasta la aceptación del liberalismo.

    En efecto, el capítulo de Robert Boyer, que abre este libro, postula que la diversidad de los capitalismos se percibe claramente desde el shock externo que significó el aumento de los precios del petróleo de inicios de la década de 1970, el cual dio lugar a la divergencia de las trayectorias de los capitalismos de los países desarrollados, sobre todo de Estados Unidos, Alemania, Francia y Japón, que hasta ese entonces habían seguido un modelo económico fordista, caracterizado por un ciclo virtuoso en el cual los aumentos de productividad se traducían en aumentos de salarios y de cobertura de la protección social, lo que aumentaba la demanda interna de las economías y, a su vez, obligaba a incrementar la productividad. A pesar de que el liberalismo se ha tratado de imponer en la mayoría de las economías del mundo, a partir del derrumbe del fordismo no se generó un solo tipo de capitalismo, sino por lo menos cuatro. Además de los tipos de capitalismo que identifican Hall y Soskice (2001), el liberal y el coordinado (o socialdemócrata), la escuela de la regulación distingue por lo menos otros dos: el mesocorporativo de los países asiáticos, definido por los conglomerados de empresas, y el estatal, en el cual el Estado tiene una función central como inversor y regulador.

    Lo anterior quiere decir que un choque externo, como el que se vivió en la década de 1980 y el que estamos viviendo actualmente en América Latina, no resulta en la convergencia de los capitalismos hacia un solo modelo, sino que por el contrario tiende a diferenciar las trayectorias. La clasificación de los cuatro tipos de capitalismo que definió la escuela de la regulación hace 20 años se enfrenta en la década de 1990 —como señala Boyer más abajo— a la financiarización de la economía, que tiene su centro en Estados Unidos y se caracteriza por el hecho de que el crecimiento y las expectativas de crecimiento no provienen de aumentos de la productividad, sino de las expectativas de ganancias de innovaciones financieras y la apertura de nuevos territorios a la especulación. Esto tiene como consecuencia, por una parte, unas tasas de crecimiento mucho más bajas que las de la época fordista, y una inestabilidad financiera que ha llevado a recurrentes crisis económicas y financieras. La financiarización, además, ha sido acompañada del cuasiagotamiento de la productividad de las economías maduras, de amplias desigualdades de ingresos, de la polarización social y de un conflicto central entre capitalismo y democracia en la mayoría de las economías nacionales, así como el reciente freno del proceso de globalización.

    Por otra parte, según Boyer, a partir de la crisis generada por Estados Unidos en 2008, el dinamismo económico y el rol de estabilización de la economía mundial ya no provienen de las economías desarrolladas (que son, de hecho, el origen de la crisis), sino de las economías emergentes, de los llamados BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica), en especial de China. De tal manera, hemos pasado de una situación de dominación de las viejas naciones industrializadas a otra de interdependencia mutua, un hecho que no han logrado explicar las teorías económicas contemporáneas. De acuerdo con Boyer, la teoría de Marx, así como la economía política institucional —teorías que se encuentran en la escuela de la regulación—, están mejor equipadas para reconocer la diversidad del capitalismo; a diferencia de lo que proponen las teorías neoclásicas (un análisis basado en la naturaleza estructural de las crisis económicas, que consideran como central las interacciones entre la política y la economía, nacional y global), los cuatro tipos de capitalismo mencionados han sufrido transformaciones estructurales similares, pero con una intensidad desigual. Esto implica que las economías no convergerán y se fusionarán en un modelo único bajo el impulso de las mismas fuerzas estructurales. Las decisiones estratégicas políticas no sólo interactúan con la redistribución de las formas institucionales, sino que la era de las interdependencias de larga distancia desarrolla una complementariedad nueva y creciente, por ejemplo, entre regímenes dirigidos por las finanzas, por la competencia y los rentistas.

    De igual manera, en América Latina hemos encontrado cuatro tipos de capitalismo, que analizamos a profundidad en el libro Diversity of Capitalisms in Latin America (Bizberg, 2019). El primero, el capitalismo de subcontratación internacional, es una formalización de la economía de México, que comparte características con los países centroamericanos y República Dominicana. Es una forma desarticulada de capitalismo que depende totalmente de la demanda de las empresas matrices situadas en Estados Unidos u otros países centrales (Alemania, Japón, Corea del Sur, entre otros); se dedica a ensamblar partes importadas. Produce manufacturas que pueden tener un contenido tecnológico relativamente alto, aunque como el principal proceso que se lleva a cabo en México es el ensamblaje de partes provenientes de todo el mundo, el valor agregado y los aumentos de productividad son bajos. La producción está desconectada del resto de la estructura productiva, hay pocos —si es que hay alguno— vínculos verticales con productores nacionales. Las cadenas de producción están desconectadas entre el mercado externo y las etapas finales internas de la producción. En la medida en que el país es una plataforma para la última fase del proceso de producción, el ensamblaje depende, por lo tanto, de los bajos costos de la mano de obra y la alta flexibilidad del mercado laboral. En tanto se privilegian las ganancias y la competitividad depende de los bajos salarios, se reprime la demanda interna.

    La situación sociopolítica que favorece esta formación es la de actores sociales débiles, una coalición dominante formada por el Estado, el capital financiero, las grandes empresas nacionales e internacionales y las clases medias. El Estado es débil, fue más o menos desmantelado después de haber adoptado las recetas ortodoxas del neoliberalismo; de hecho, funciona como agente del modelo neoliberal. El Estado es incapaz o no está dispuesto a impulsar una política industrial desarrollista como la que se implementó en Corea del Sur y Taiwán, la cual dio como resultado el upgrading de la industria con base en la generación de proveedores nacionales para las empresas extranjeras.

    Una segunda variedad capitalista es una estilización del modo de desarrollo que fue seguido por Brasil y Argentina a partir del año 2003 hasta 2014, un capitalismo sociodesarrollista. Esta forma capitalista está basada tanto en commodities para el mercado externo como en manufacturas para el mercado interno. El Estado es un actor fundamental que intenta arbitrar entre la dependencia externa de una economía periférica productora de materias primas, vinculada al capital financiero y la producción industrial destinada al mercado interno. El modo de consumo también es un compromiso entre ambos: la búsqueda de mercados externos, la atracción de capitales extranjeros y la incitación tanto de la industria nacional como de la demanda interna a través del aumento de los salarios, además de un sistema de protección social generoso. Es una forma capitalista que depende tanto de las exportaciones de productos básicos como del aporte de capital financiero y del crecimiento del mercado interno. El Estado es fuerte, intervencionista, trata de encontrar un equilibrio entre un modelo de crecimiento empujado por los salarios (wage-led growth) y un modelo basado en las ganancias (profit-led growth). Intenta dirigir la economía mediante una política industrial y el financiamiento al desarrollo. Con el fin de desarrollar la industria, utiliza recursos externos que provienen de la exportación de productos básicos, ingresos de inversiones extranjeras de cartera, Inversión Extranjera Directa (IED) y deuda.

    Esta forma capitalista se basa en una sociedad civil fuerte que ejerce presión sobre el Estado para redistribuir. El Estado se ve obligado a arbitrar entre el capital internacional, las grandes empresas nacionales, los intereses financieros, los trabajadores, las clases medias bajas y los pobres; todos estos sectores constituyen el pacto social. La relación salarial se caracteriza por políticas salariales expansivas y por un sistema de protección social orientado a la universalidad que tiende a reducir la desigualdad. Este esquema expande la demanda interna, lo cual define una estrategia sociodesarrollista.

    Los restantes dos tipos de capitalismo tienen como característica que dependen de las commodities; son capitalismos rentistas. Aunque el modo de acumulación, la dependencia de las materias primas y la economía externa son similares, existen diferencias significativas con respecto a la coalición dominante y la relación salarial, la forma en que se distribuyen las ganancias de la renta, lo cual causa que uno sea de tipo liberal y el otro, redistributivo. El primer modo es una estilización de Perú, Colombia y, de manera parcial, Chile. Los dos primeros países comparten una economía extremadamente abierta, un Estado y sindicatos débiles, desregulación del mercado laboral y un sistema de seguridad social reducido y orientado a la asistencia. Si bien Chile comparte la mayoría de estas características con los otros dos países, el Estado chileno tiene una capacidad que no tienen otros Estados liberales, como el peruano, colombiano o incluso el mexicano. El Estado chileno posee la Corporación Nacional del Cobre (Codelco), que controla alrededor de 30% de las exportaciones de cobre del país. Parte de los recursos que se obtienen de las exportaciones de cobre se acumulan en un fondo de reserva que se utiliza como un instrumento contracíclico en caso de crisis; algo que ninguno de los países liberales tiene. Por otro lado, el Estado cumple efectivamente sus funciones: impuestos, policía y ciertos aspectos de la regulación económica. Lo que asemeja los tres casos es que la coalición dominante está formada de igual manera por grandes compañías extranjeras y nacionales, las clases medias y una sociedad civil débil. El modo de consumo está orientado a las ganancias, se trata de un profit-led growth. Los salarios crecen por debajo de los aumentos de productividad.

    En contraste, el capitalismo rentista redistributivo, aunque también es dependiente del mercado internacional de commodities, cuenta con un Estado intervencionista y relativamente fuerte, que posee o cede concesiones a cambio de regalías e impuestos. Asimismo, existen actores sociales fuertes que ejercen presión sobre el Estado para que intervenga en la economía y redistribuya las ganancias.

    El capítulo de Ilán Bizberg abunda en la discusión en torno a los dos primeros tipos de capitalismo —sobre los cuales versan la mayor parte de los capítulos del libro— y lo contrasta con el capitalismo chino. El autor parte de la constatación de que tanto América Latina como Asia observaron un acelerado crecimiento de sus economías desde finales del siglo XX hasta el año 2013, pero una de las diferencias entre los países de los dos continentes es que mientras en América Latina los Estados desarrollistas llevaron a cabo una fuerte redistribución de recursos que se tradujeron en un aumento importante de la demanda y una caída de la desigualdad, en China (como fue el caso de Corea del Sur y Taiwán en la década de 1960), no hubo tal redistribución y aumento de la demanda interna, sino que el gobierno invirtió en infraestructura y educación, lo que tuvo como consecuencia el aumento de la desigualdad y un descenso en la cobertura del sistema de seguridad social de la población. Actualmente, en Brasil y Argentina están pasando por una crisis económica, mientras que el modelo chino ha logrado mantener un alto crecimiento y potenciar (upgrade) su economía. Este capítulo intenta responder a la pregunta sobre las raíces de la diferencia entre estos dos modos de desarrollo.

    Según Bizberg, la fragilidad del modelo de subcontratación internacional es su dependencia de la economía externa. La economía mexicana es una plataforma que integra la mano de obra en las últimas etapas de la producción manufacturera, donde el valor agregado es más bajo, lo cual implica que su nivel de competitividad depende de bajos costos laborales (tanto salarios como costos indirectos de seguridad social), alta flexibilidad del mercado laboral, bajos impuestos y escasas regulaciones ambientales. El resultado es una represión de la demanda interna que, junto con las bajas ganancias de productividad y la falta de upgrading, conduce a un bajo crecimiento, baja creación de empleo, la incapacidad de construir cadenas productivas que integren más valor agregado, lo cual se traduce en un aumento de la pobreza, un sistema de protección social que consiste básicamente en una red de seguridad, dirigido a la población que no puede ingresar al mercado laboral. Esta situación implica la acumulación de demandas, una crisis permanente o rampante, especialmente en un país tan grande como México, donde una población que sufre de baja creación de empleos y bajos salarios es propensa a todo tipo de actividades ilegales e incluso delictivas.

    Brasil, el país que más se acercó al modelo sociodesarrollista, no logró sostener la senda del desarrollo con equidad social, ya que se desindustrializó prematuramente y culminó en una profunda crisis económica y política (Salama, 2012). La crisis no prueba que este modelo sea insostenible, sino que un híbrido entre un sociodesarrollismo y un modelo rentista como el adoptado por Brasil y Argentina en los años 2003-2014 es muy frágil (véanse en este libro los capítulos 7 y 9 de Lo Vuolo y de Bresser-Pereira, respectivamente). De hecho, Brasil compartía muchas de las características del modelo rentista: aumento de las exportaciones de productos básicos, sobrevaluación de la moneda nacional debido a la entrada de divisas como resultado de mayores exportaciones e inversiones extranjeras, y aumento de las importaciones; en síntesis, la enfermedad holandesa. Esta situación, acompañada de un crecimiento impulsado por los salarios, dio como resultado la expansión de la demanda interna que crecía más rápidamente que la oferta interna y, por lo tanto, un multiplicador que beneficia al mercado externo, el cual condujo a la desindustrialización. Finalmente, cuando se redujeron los precios y la demanda de las commodities, se produjo una crisis de cuenta corriente externa que puso en jaque el modelo.

    No obstante, la crisis política jugó un papel fundamental en la crisis brasileña. El compromiso contradictorio del Estado con las clases populares y los intereses financieros —el cual duró mientras el primero se beneficiaba de la redistribución y el segundo de la inversión en bonos del Estado con tasas de interés muy altas y aumento del tipo de cambio a favor del real—se quebró, por un lado, con la reducción de la capacidad del gobierno para continuar la redistribución como consecuencia de la disminución de sus recursos; por otro, con la decisión del gobierno de reducir las tasas de interés para controlar la sobrevaloración del real y la circulación del capital. Esto condujo al fin de la capacidad de arbitraje del gobierno tanto con los sectores populares como con los intereses agroexportadores y financieros. La crisis institucional y política que siguió a la operación Lava Jato dio como resultado la ruptura de la coalición entre el Partido de los Trabajadores (PT) y el Partido del Movimiento Democrático Brasileño (PMDB) que sostenía la presidencia de Dilma Rousseff, lo cual tuvo como consecuencia profundizar la crisis económica.

    Brasil mantuvo una política estratégica y proactiva, con la cual intentó elevar el nivel de su industria y tuvo cierto éxito en algunos sectores como la aeronáutica, el petróleo y la biotecnología; sin embargo, fracasó porque fue incapaz de controlar los efectos del auge de las materias primas. La actual crisis brasileña demuestra que el modelo económico que siguió no era sostenible, especialmente porque la crisis política profundizó la crisis económica, que se estaba enfrentando con las medidas ortodoxas y heterodoxas del gobierno de Rousseff, la cual pudo haber sido menos grave, como en otros países del continente. Aunque el modelo mexicano no esté atravesando una crisis abierta, también es insostenible, pues está inmerso en una crisis rampante de bajo crecimiento, baja creación de empleos y bajos salarios, en suma, en una trampa de bajo upgrading.

    El desarrollo chino parece más sostenible, aunque también tiene problemas que pueden llevarlo a una crisis. A pesar de que se aseguraron altas tasas de crecimiento e incrementos continuos de productividad, ha habido un repliegue de los beneficios de seguridad social que el pueblo chino disfrutaba bajo el comunismo y un aumento de la desigualdad. Este es el primer desequilibrio del modelo chino mencionado por Boyer, y el principal obstáculo para que China transite de una economía orientada hacia las exportaciones a una economía guiada por el mercado interno. El segundo de los desequilibrios son los préstamos no saldados que han resultado de la alianza entre políticos y empresarios. Un tercer desequilibrio se vincula con las sobrecapacidades que han generado las inmensas inversiones en infraestructura que el Estado se ha visto obligado a mantener como mecanismo para absorber a la población que emigra del campo (Boyer, 2012: 196). Estos tres desequilibrios de la economía china delimitan un patrón de crecimiento que está estructuralmente orientado hacia el exterior y que los actuales dirigentes pretenden reorientar hacia el mercado interno. Que lo puedan hacer implica que el modelo tenga éxito o que fracase, y así podremos decir que es un modelo más sostenible que los otros dos que están en crisis.

    El capítulo de Graciela Bensusán y Daniel Cerdas Sandí profundiza en las consecuencias de la inserción internacional económica de los países, de la relación entre los tipos de capitalismo y la inserción económica internacional. Los autores plantean que mientras los capitalismos de subcontratación internacional y los rentismos liberales tienen acuerdos de libre comercio con Estados Unidos, los cuales han afianzado un modelo de liberalización de las economías y de acento en las exportaciones y en el mercado externo, en cambio ni los sociodesarrollismos ni los rentismos redistributivos han establecido acuerdos de libre comercio, en tanto que es la producción nacional en los primeros y el mercado interno las que predominan. Bensusán y Cerdas Sandí argumentan que esto es crucial en términos de la posibilidad de llevar a cabo o no un tipo de capitalismo, además de mantener cierto sistema de relaciones industriales. A pesar de que los países con tratados de libre comercio (TLC) han incluido cláusulas que se suponía iban a proteger los mercados laborales, las condiciones de trabajo y el sindicalismo, esto en absoluto se ha logrado; por el contrario, se ha impuesto la flexibilidad laboral y la desindicalización. Lo opuesto ha sucedido en los países que no tienen tratados de libre comercio.

    En la primera parte analizan los supuestos teóricos que dieron fundamento a la liberalización comercial y a la firma de tratados comerciales entre economías asimétricas, especialmente en lo que se refiere a la calidad de los empleos. Luego el estudio se enfoca en cuestionar, con base en evidencia, los postulados teóricos del liberalismo en el sentido de que los tratados entre economías asimétricas mejorarían los salarios y las condiciones de trabajo de los países menos desarrollados dada la existencia de las cláusulas laborales vinculadas a los TLC, que se suponía debían reducir las asimetrías. Esto no ha sucedido, como se ve claramente en el caso mexicano. No obstante, el capítulo destaca que esto se debe no tanto a que las cláusulas laborales no han cumplido su función, sino a que el efecto de las cláusulas depende de los factores político-institucionales internos; por último, los factores domésticos son los que definen si se potencian los efectos positivos de la globalización y se contrarrestan los negativos. Fundamentalmente, estos factores internos se refieren al nivel de la democracia, a la presencia y fuerza sindical, y a la ideología y los proyectos de los gobiernos, entre las más significativas.

    En la segunda parte del capítulo, Bensusán y Cerdas Sandí contrastan el desempeño socioeconómico alcanzado en los países con y sin tratados con Estados Unidos y se analizan con detalle los límites de las cláusulas laborales vinculadas a los tratados comerciales, además de llevar a cabo un cuidadoso estudio de la renegociación de las cláusulas laborales del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN). Finalmente, en el tercer apartado se compara la industria automotriz de México y Brasil, para llegar a algunas de las conclusiones que coinciden con otros capítulos de este libro, como el hecho de que los países con TLC se han comprometido con una política económica de mayor apertura y desregulación y con una orientación hacia el exterior, mientras que los países sin TLC se han orientado más al interior. En la medida en que las cláusulas laborales no han logrado compensar los efectos socioeconómicas negativos, que implica una apertura total de las economías con tratados, no se generan empleos de buena calidad, como en el caso de México. En contraste, en el Brasil anterior a la crisis económica y política a finales de 2014, se había logrado el aumento de la formalización y de los salarios y, por lo tanto, de la calidad de los empleos.

    No obstante, la conclusión más importante de este capítulo es que, en primer lugar, las condiciones socioeconómicas de los trabajadores dependen menos de que haya o no TLC que de las condiciones institucionales y organizacionales internas de los países, principalmente, la orientación del partido político en el gobierno y la densidad y acción sindical. En segundo lugar, es muy probable que no sean los TLC los que obligan a la apertura de las economías y la orientación hacia el exterior, sino lo contrario. Los países que se orientan hacia el mercado interno y donde existe una mayor presencia de actores sociales tienden a rechazar la firma de tratados, en especial con Estados Unidos, ya que imponen la apertura económica y la flexibilización del mercado de trabajo; mientras que los países más abiertos, más desregulados y con menor presencia del sindicalismo, tienen menos dificultad en establecer acuerdos de libre comercio.

    Los capítulos de Bresser, el de Lo Vuolo, así como el de Magalhães Prates, Fritz y de Paula se concentran en los casos de Brasil y Argentina. Los tres coinciden en el análisis de las debilidades de las políticas económicas de Brasil y Argentina, aunque enfatizan distintos elementos. Bresser apunta las causas de la crisis brasileña a la imposición de un régimen liberal que ha estancado la economía desde 1990, en contraste radical con el extraordinario crecimiento de este país entre 1930 y 1980, bajo el régimen desarrollista. Según este autor, Lula no hizo nada para cambiar este régimen liberal y a pesar de que Dilma Rousseff lo intentó en 2011, no lo logró. El problema de Brasil es que ninguno de los regímenes que se llamaron neodesarrollistas en América Latina han logrado contrarrestar el liberalismo financiero-rentista, que es incompatible con el crecimiento porque mantiene un interés muy elevado y un tipo de cambio apreciado a largo plazo, lo cual impide el ahorro público y la inversión privada.

    Desde su perspectiva estructuralista, Luiz Bresser afirma que la economía brasileña (podríamos decir la de prácticamente toda América Latina) crece de manera paulatina desde 1990, porque en esa década el régimen de política económica pasó de ser desarrollista a liberal. El planteamiento fundamental de este autor es que a pesar de que una política económica desarrollista, como la implementada desde la década de 1940 hasta la de 1970, no garantiza el desarrollo económico si se conduce con incompetencia o de forma populista; un régimen liberal es intrínsecamente incapaz de promover el desarrollo económico de un país como Brasil, independientemente de la competencia del gobierno, porque el populismo monetario, que es inherente a ese tipo de régimen de política económica, desestimula la inversión y lleva al país a crisis cíclicas. Además, el régimen liberal, aunque defienda la responsabilidad fiscal, no protege el ahorro público que resultaría de dicha responsabilidad y que permitiría la inversión pública. El modelo liberal hizo que Brasil cayera en la trampa macroeconómica de intereses altos y de tipo de cambio apreciado que le quita competitividad a las empresas industriales y las lleva a invertir poco, mientras que los salarios y otros rendimientos (intereses, dividendos y alquileres) son artificialmente elevados por el tipo de cambio apreciado, lo que provoca el aumento del consumo en forma de endeudamiento externo. Bresser añade a esta explicación general otros tres datos fundamentales:

    primero, la política económica dejó de neutralizar la tendencia a la sobrevaloración cíclica y crónica del tipo de cambio de los países en desarrollo, que está asociada a una política de intereses altos para atraer capitales y a una enfermedad holandesa no neutralizada. Segundo, el Estado brasileño dejó de ahorrar; en lugar de hacer un ahorro público, como sucedió en la década de 1970, presentó un desahorro público que redujo la capacidad de inversión del Estado. Tercero, hubo un cambio demográfico —una fuerte disminución de la natalidad— que agotó la oferta ilimitada de mano de obra, lo que provocó el aumento de los salarios y la reducción de la tasa de ganancia esperada. Por otro lado, la gran desindustrialización del periodo provocó la disminución de la relación producto-capital o productividad del capital, porque implicó la transferencia de mano de obra de una actividad de alto valor añadido por persona, lo que exige trabajadores y gerentes calificados, y paga buenos salarios, hacia servicios de baja sofisticación tecnológica. [Finalmente, añade] una explicación político-cultural: desde la crisis financiera de la década de 1980, la población brasileña se dejó llevar por una alta preferencia por el consumo inmediato, perdió la idea de nación, sus economistas dejaron de afirmar que el desarrollo era cambio estructural o sofisticación productiva y empezaron a aceptar, poco a poco, los consejos y las sugerencias que venían de los países ricos, nuestros competidores [pp. 425-426].

    Rubén Lo Vuolo se refiere a los límites de las políticas económicas que se aplicaron en Argentina y Brasil al iniciar la década de 2000, los cuales, según él, tuvieron el problema de sólo pretender reducir las desigualdades económicas y sociales, sin tener una visión de conjunto de la economía. De acuerdo con este autor, en la década de 1990, ambos países siguieron un modo de desarrollo caracterizado como finance-led growth, en el cual el motor económico era el aumento de la renta financiera en la distribución de los ingresos y, como consecuencia, una baja sensibilidad de la inversión tanto al aumento de la masa salarial como de las ganancias. A raíz de la crisis de 2000-2001 en Argentina y de la llegada de Lula a la presidencia de Brasil en 2004, se favoreció un régimen de empleo y de demanda liderados por los salarios (wage-led growth). Lo Vuolo destaca que el resultado de los regímenes liderados por las finanzas fue:

    [la] caída del sector industrial y de otros sectores productivos presionados por la apertura comercial y financiera junto con aumentos en los déficits de las balanzas comerciales. También se observa caída del empleo, de salarios reales y marcados deterioros en los indicadores sociales y de bienestar junto con una distribución regresiva de los ingresos y la riqueza [p. 330].

    Los regímenes económicos liderados por los salarios, que debían impactar positivamente al aumentar la demanda e incrementar el empleo y la inversión, también fracasaron. Esto a pesar de que se registró una recuperación del crecimiento económico junto con una marcada recuperación de los niveles de empleo y de salarios que, junto con políticas de transferencias condicionadas de ingreso de amplia cobertura, tuvieron como resultado mejoras en los indicadores de bienestar en los años previos a la crisis de 2008-2009.

    Tanto en Argentina como en Brasil se observan trayectorias virtuosas al comienzo, con escenarios internacionales muy favorables. El aumento de la demanda doméstica encontró respuesta en el mayor uso de la capacidad instalada, con lo cual se recuperó el empleo y los salarios reales crecieron. El mayor crecimiento favoreció el aumento de la recaudación tributaria y del gasto público sin sacrificar el superávit fiscal. Por otra parte, los altos precios de las commodities exportadas por ambos países mejoraron las balanzas comerciales y el superávit comercial permitió la acumulación de reservas internacionales. Las crecientes reservas permitieron que ambos países pagaran sus deudas con el Fondo Monetario Internacional (FMI) y que lograran liberarse de los compromisos asumidos en programas aprobados previamente, los cuales impedían la expansión fiscal y las políticas de demanda.

    No obstante, Lo Vuolo enfatiza cómo en ambos casos el bajo nivel de la respuesta por parte de la inversión puso límites a la posibilidad de seguir creciendo sin presiones de oferta frente a la expansión del consumo. En ninguno de los dos países se observa un proceso de inversión autónomo guiado por expectativas favorables y confianza en el régimen económico. Eso condujo a que en ambos países se produjeran procesos de pérdida relativa de la industria y reprimarización de la economía, lo cual aumentó la dependencia de la demanda externa y de los volátiles precios de las commodities. Otro factor común se vincula con el crecimiento de la presión tributaria, pero sin modificar sustancialmente la estructura regresiva. De tal manera:

    pese a su pretendida concepción desarrollista, en ninguno de los dos casos se lograron resolver las brechas estructurales que el pensamiento desarrollista hace tiempo identificó como frenos para el desarrollo de las economías latinoamericanas. Una de esas brechas es la escasez estructural de divisas, que proviene de una inserción internacional poco diversificada, fuertemente dependiente de insumos y bienes de capital importados, a lo que desde la segunda mitad de la década de 1970 se sumó las necesidades de pago de la deuda externa […] tanto Argentina como Brasil repitieron, adaptados a los tiempos, ciclos inconsistentes de políticas redistributivas montadas en los fracasos previos de políticas ortodoxas neoliberales. Pero superada la etapa fácil de inicio, los regímenes económicos adoptados fueron encontrando, como en el pasado, límites estrictos, y derivaron en crisis que volvieron a legitimar el retorno de políticas neoliberales [pp. 368 y 371].

    El capítulo de Daniela Magalhães Prates, Barbara Fritz y Luiz De Paula, por su parte, analiza detalladamente las políticas económicas del llamado neodesarrollismo de los gobiernos de Luiz I. Lula da Silva y Dilma Rousseff. Los autores plantean que, ante la profunda crisis en la que desembocaron estas políticas, cabe hacerse la pregunta de hasta qué punto fueron estas mismas políticas las responsables de esta situación. Su perspectiva es que los diferentes tipos de políticas desarrollistas, los cuales se tradujeron en el predominio de políticas de redistribución que fomentaban el consumo interno, estaban combinados con elementos ortodoxos de política económica, en un grado muy variable a lo largo del tiempo. Esto se agravó, por así decirlo, al final del periodo estudiado, durante la presidencia de Dilma Rousseff, que se caracterizó por cambios permanentes en la combinación de políticas, y un intento ortodoxo final y frustrado para revertir la crisis. De acuerdo con los autores, no sólo el desarrollismo ha sido una falacia, sino su falta de claridad conceptual en el nivel teórico y la coordinación incoherente de políticas a nivel de políticas sociales en el caso de Brasil.

    Magalhães, Fritz y De Paula se concentran en el análisis de la inconsistencia de las políticas económicas del modelo desarrollista, que consideran no puede catalogarse completamente como ortodoxo o neoliberal, ni tampoco desarrollista, lo cual —según ellos— es la raíz de su fracaso. De hecho, identifican dos formas de lo que se llamó el desarrollismo en Brasil: el desarrollismo social y el neodesarrollismo o nuevo desarrollismo. Ambas comparten el objetivo de lograr crecimiento económico sostenido con reestructuración productiva y distribución de ingresos, donde el Estado tiene un papel activo; no obstante, divergen con respecto a las políticas económicas aplicadas para conseguir dicho objetivo. El enfoque del nuevo desarrollismo está centrado en el manejo de un tipo de cambio competitivo para lograr un superávit de exportaciones en bienes manufacturados y la creación de empleos en el sector industrial, mientras que el desarrollismo social favorece las políticas redistributivas para impulsar la demanda interna y la diversificación de inversiones nacionales.

    De esta manera, algunas políticas aplicadas en Brasil por los gobiernos del PT siguieron la variedad del desarrollismo social extendiendo las políticas sociales, ampliando la inversión pública y el acceso al crédito para los hogares de menores ingresos y el destacado papel otorgado a los bancos públicos. El foco de las políticas del neodesarrollismo, la subvaluación de la moneda respaldada por la austeridad fiscal, las bajas tasas de interés y los controles de capital, se aplicaron sólo durante un periodo muy limitado durante el primer gobierno de Rousseff. Estos autores concluyen que:

    nos enfrentamos a varias dificultades para encontrar criterios claros tanto en términos de periodización como de clasificación, pues los cambios, en particular en políticas macroeconómicas, fueron muy frecuentes. Por supuesto, no se debería esperar que las políticas fueran un mero resultado de consideraciones teóricas, sino que dependen altamente de la trayectoria de dependencia institucional y de circunstancias concretas, en interacción con intereses específicos. Sin embargo, queda claro que el contexto externo moldeó las opciones políticas durante el periodo […] los rápidos giros en política macroeconómica tuvieron que ver con ajustes necesarios en un entorno internacional volátil. Sin embargo, más allá de eso, también podrían reflejar la acumulación de conflictos nacionales entre actores económicos dominantes sobre objetivos redistributivos y resultados de políticas públicas, que se agudizaron con el aumento del escándalo de corrupción política que involucró a los partidos gobernantes [p. 531].

    Los capítulos sobre el sistema político mexicano y brasileño analizan la relación entre la crisis económica y la política, mientras que los análisis de política social relatan la manera en la cual la revancha de los gobiernos neoliberales que sustituyeron a los desarrollistas han tratado de desmantelar los sistemas nacionales de seguridad social para ajustarlos a un modelo parecido al que existe en México.

    La crisis política de Brasil es tanto una causa como una consecuencia de la crisis económica. Por una parte, la crisis económica, más allá del mal manejo de políticas económicas, expresa —como hemos dicho arriba— el rompimiento del pacto socioeconómico que hacía posible el boom de las commodities; se manifestó en el impeachment de Rousseff y en la crisis política brasileña. Por otra parte, esta crisis profundiza, a su vez, la crisis económica. El capítulo de Alberto Aziz Nassif se pregunta cómo estas crisis han deteriorado a la democracia. ¿Cómo caracterizar las crisis en México y Brasil? El autor afirma que:

    Con el golpe legislativo al gobierno del

    PT

    [en 2016] y la incertidumbre que generó el cambio en la presidencia se abre la hipótesis de que Brasil enfrenta una crisis de tipo explosivo con características del siguiente tipo: una amplia protesta social, los poderes en confrontación, las contradicciones a flor de piel (la acusación en contra de Dilma Rousseff por un supuesto maquillaje de cifras, frente a gravísimos casos de corrupción de sus acusadores), un reacomodo de los partidos en el Congreso, que expresa una ruptura de la coalición gobernante, y la construcción de otra coalición conservadora para apresurar el cambio legislativo del proyecto de país, las políticas antiprogresistas y el ascenso de una derecha sin legitimidad social.

    En la parte mexicana [la hipótesis se] trata de una crisis de tipo pasivo, porque sin la estridencia de Brasil, muestra el derrumbe de la legitimidad de un régimen que se hunde en la corrupción (varios exgobernadores del

    PRI

    y algunos del

    PAN

    , aliados cercanos de la administración de Enrique Peña Nieto, con expedientes abultados por peculado, fraude, ligas con el crimen organizado) y en la violencia (inseguridad, asesinatos, violación de derechos humanos, tortura, desapariciones forzadas, expedientes de impunidad); con una economía con bajo crecimiento y las amenazas del gobierno de Donald Trump que pegan de forma directa en el núcleo estratégico del modelo económico: el

    TLCAN

    , además de la inmigración de retorno y la amenaza de hacer un muro fronterizo [p. 141].

    En 2018 ambos países tuvieron elecciones y de esos resultados se espera que pueda darse una salida democrática a las crisis, pero esa parte queda fuera del periodo que cubre este análisis y el libro en su conjunto.

    El capítulo de Renato Boschi y Carlos Santos Pinho analiza cómo la situación que caracteriza a Brasil permitió modificar radicalmente su modelo de desarrollo, cómo el cambio político y el golpe a Rousseff generó el paso de un capitalismo coordinado, democrático y regulado por el Estado (2003-2016) [p. 457] a otro que se transformó en un capitalismo (radicalmente) liberal, autoritario y desregulado. Brasil es un país clave no sólo para entender lo que sucede en él, sino para comprender, desde una óptica de economía política, las posibilidades de los demás países de América Latina para desarrollarse en un contexto donde el capital financiero es dominante y las fallas de la institucionalización de las instituciones económicas sociales y políticas son utilizadas para desmantelar los avances que se han logrado en esos terrenos. Brasil tiene una importancia crucial al respecto (por ello le damos tanto espacio en este libro) en la medida en que, como se plantea en el capítulo de Aziz, así como en los de Bizberg y Valencia, este país se caracterizó por una izquierda moderada, que parecía haber logrado, por lo menos parcialmente, institucionalizar el sistema político y el pacto social. El golpe a Rousseff dio al traste con ambos, se desinstitucionalizó la política (se podría decir también que se desdemocratizó el sistema político) y se está procediendo a desmantelar el pacto social progresista. Los autores indican que el gobierno parlamentario de Michel Temer está profundizando las medidas de austeridad, con impactos sociales catastróficos en términos del aumento de la informalidad, de la pobreza y de la precarización de las relaciones de trabajo [p. 456]. Se piensa que Jair Bolsonaro profundizará en estas tendencias.

    El caso de Brasil también es importante porque implementó las políticas económicas de desarrollo más coherentes del continente latinoamericano, las cuales prometían desarrollar al país. Es cierto que, como ya dijimos arriba, el modelo seguido por Brasil tuvo fallas que finalmente lo hicieron venirse abajo; aunque puede cuestionarse si no fue la reacción política de la coalición conservadora la que hizo fracasar un modelo económico que, a pesar de sus fallas, podía haberse modificado de haber contado con más tiempo. A partir de la segunda presidencia de Rousseff, las políticas económicas y sociales del gobierno, pero con mucha mayor fuerza las que se producen después del golpe parlamentario, modificaron radicalmente la tendencia de una disminución de la pobreza y la desigualdad para dar lugar a su incremento a partir de 2014. Para estos autores, la conclusión es que:

    [la] reversión del legado de la incorporación social y del mercado interno de consumo de masas de la década de 2000 [con] la profundización de las políticas promercado está disolviendo la herencia del corporativismo estatal de regulación de las relaciones capital/trabajo, y desarticulando el andamiaje institucional de protección social, aumentando la pobreza extrema, el desempleo y la informalidad [p. 489].

    Mientras que Boschi y Santos Pinho se concentran en los datos relativos a la pobreza, la desigualdad y la formalización del mercado de trabajo para medir los retrocesos que está sufriendo Brasil bajo la conducción de los gobiernos surgidos a partir de lo que estos autores, así como Aziz, consideran una fractura de la normalidad democrática y un modelo impuesto por los intereses del capital financiero, Luciana Jaccoud dirige su mirada hacia el sistema de seguridad social para analizar con más detenimiento las instituciones y políticas que permitieron que Brasil haya crecido reduciendo la pobreza y la desigualdad, por primera vez después de 40 años, es decir, después del golpe militar de 1964. La autora se concentra en el modelo incluyente del sistema de seguridad social que se instituyó en Brasil entre 1988 y 2016, para analizar su trayectoria, su alcance y su impacto redistributivo. Este modelo incluía un creciente sector de beneficiarios, ampliaba la cobertura para una mayor variedad de situaciones de riesgo, y expandía el alcance de las garantías de protección. Analiza con detenimiento las medidas que ampliaron el sistema de jubilaciones, en especial el de pensiones no contributivas, así como el de la salud, el muy conocido Sistema Único de Salud (SUS), para evaluar las reformas que, desde 2016, se oponen a este modelo y se han acentuado en el gobierno de Bolsonaro. Estudia la transición inversa que se dio a partir de 1988, cuando se promovió la inclusión y el ensanchamiento del sistema de seguridad social brasileño, ante una fuerte ofensiva liberal que ya ha comenzado a aumentar ambas variables.

    Mientras que durante las dos presidencias de Lula se amplió, con base en los lineamientos legislativos de la Constitución de 1988, de manera acelerada la seguridad social de Brasil, a partir del impeachment de Rousseff, con la llegada del PMDB al poder, se comenzaron a imponer medidas que se oponen no sólo a los avances llevados a cabo desde la década de 2000, sino que pretenden desmantelar el esquema legislativo de la constitución que marcó la transición democrática de ese país. Jaccoud realiza un análisis minucioso sobre los sistemas de pensión no contributivos y otros de garantía de ingresos otorgados a campesinos, adultos mayores y discapacitados, además del programa Bolsa Família; posteriormente se enfoca en los servicios sociales, como el SUS, así como las políticas laborales, en especial el aumento tan considerable que se dio a los salarios mínimos, además de las políticas tendientes a incrementar la formalización de los trabajadores. Muestra cómo estas políticas sociales conformaban un sistema que prácticamente era universal y, a pesar de sus fallas, tuvo efectos muy positivos sobre la población menos favorecida, pero a partir de mediados de 2016 se ha ido desmontando. En la tercera sección del capítulo, Jaccoud analiza precisamente las contrarreformas implementadas por el gobierno de Temer, tales como la reducción progresiva de los gastos sociales para las siguientes dos décadas, la reformulación de las relaciones industriales mediante una ley que las flexibiliza, así como el intento por reformar profundamente las políticas de previsión y de asistencia sociales, cuyo proceso se enfrentó a resistencias mayores en ese momento, pero que en la actualidad está siendo empujada por el gobierno de Bolsonaro. La última sección del capítulo trata sobre las fuerzas y los intereses que están empujando la reforma conservadora brasileña, esto como contraparte de lo que analiza Enrique Valencia en su capítulo sobre la alianza que promovió las reformas progresistas de la década anterior.

    El capítulo de Ilán Bizberg sobre el régimen de seguridad social mexicano analiza el proceso mediante el cual se ha liberalizado, pasando de un sistema corporativo, instrumental para el modelo de sustitución de importaciones y el régimen priista, a un sistema asistencial acorde con el modelo de subcontratación internacional. Este capítulo permite evaluar si lo que están haciendo los gobiernos brasileños después del golpe parlamentario a Rousseff es asemejar el sistema de protección brasileño al mexicano. Desde mediados de la década de 1980, se ha implementado la idea del Estado mínimo en México, lo cual ha implicado la transformación del sistema de seguridad social, en especial donde estaba más extendido, esto es, entre los sectores corporativos que habían sido la base sociopolítica del régimen; y su focalización y extensión hacia los sectores más pobres, que son cada vez más numerosos como consecuencia de las políticas liberales seguidas, pero que en términos de gasto público es mucho menos costoso.

    En la medida en que el sector que más se beneficiaba del sistema de seguridad social, tal y como existía antes del giro asistencial, se ubicaba en sectores con organizaciones sindicales poderosas que constituían la base de apoyo del régimen priista, las transformaciones del Sistema Nacional de Protección Social (SNPS) necesitaron un cambio en la alianza social. Para transformar el sistema de protección social, el gobierno tuvo que captar el apoyo social de los grupos sociales menos protegidos: los pobres. Para ello, incrementó considerablemente los programas de asistencia orientados hacia ellos, a costa del sistema de seguridad social, en lo que hemos denominado un giro de sustitución de un sistema de protección corporativo a otro asistencialista. Este giro no sólo implica el creciente peso de los programas de transferencias monetarias condicionadas, sino que incluye al sistema de salud, en especial al programa Seguro Popular, además la privatización de las pensiones de los sistemas de retiro, el sector privado y el de funcionarios públicos.

    De manera similar a lo que intentan hacer los gobiernos en Brasil desde Temer, una de las características más importantes de este cambio es el abandono de la referencia a derechos. A pesar de que varios derechos sociales están consignados en la constitución de la República mexicana (entre

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