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Jóvenes en cuestión: Configuraciones de género y sexualidad en la cultura
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Libro electrónico550 páginas7 horas

Jóvenes en cuestión: Configuraciones de género y sexualidad en la cultura

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¿Cómo se construyó el feminismo popular y lo que Graciela Di Marco llama, provocativamente, el pueblo feminista? Este libro responde estas preguntas a partir de una investigación que abarcó toda la primera década del siglo. El propósito es analizar las relaciones de mujeres y varones participantes en los movimientos sociales y las implicancias políticas de sus discursos y prácticas. Por consiguiente, se aleja tanto de la perspectiva universalizadora que alude en masculino a los miembros de los colectivos, como de la que se dedica a estudiar sólo a las mujeres.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 ene 2011
ISBN9789876910965
Jóvenes en cuestión: Configuraciones de género y sexualidad en la cultura

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    Jóvenes en cuestión - Biblos

    Silvia Elizalde

    coordinadora

    Jóvenes en cuestión:

    configuraciones de género y sexualidad en la cultura

    Jóvenes en cuestión: configuraciones de género y sexualidad en

      la cultura / coordinado por Silvia Elizalde - 1ª ed. - Buenos

      Aires: Biblos, 2011.

      ISBN 978-987-691-096-5         

      1. Sociología de la Cultura. 2.  Jóvenes. I. Elizalde, Silvia,

      coord.

      CDD 306

    Este libro se publica con el apoyo del Observatorio de Jóvenes, Comunicación y Medios de la Facultad de Periodismo y Comunicación Social de la Universidad Nacional de La Plata, dirigido por la doctora Florencia Saintout, y del proyecto ubacyt F037 Ciudadanía, género, sexualidad y minorías étnicas. Agencia y respuesta estatal para la ampliación de derechos (2008-2010), dirigido por la doctora Dora Barrancos.

    Diseño de tapa: Luciano Tirabassi U.

    Foto de tapa: Sub (cooperativa de fotógrafos), www.sub.coop

    Armado: Ana Souza

    © Las autoras, 2011

    © Editorial Biblos, 2011

    Pasaje José M. Giuffra 318, C1064ADD Buenos Aires

    info@editorialbiblos.com / www.editorialbiblos.com

    Hecho el depósito que dispone la Ley 11.723

    Impreso en la Argentina

    No se permite la reproducción parcial o total, el almacenamiento, el alquiler, la transmisión o la transformación de este libro, en cualquier forma o por cualquier medio, sea electrónico o mecánico, mediante fotocopias, digitalización u otros métodos, sin el permiso previo y escrito del editor. Su infracción está penada por las leyes 11.723 y 25.446.

    A mis hijas:

    Sofía, por el desborde de vitalidad con que me invita diariamente a acompañarla.

    Y Julia, a quien gesté y parí con profunda alegría mientras gestaba este libro.

    Agradecimientos

    Este libro es resultado de una inquietud y una preocupación activadas por mi trabajo de indagación sobre mujeres jóvenes en el marco de mi desempeño como investigadora del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, institución a la que pertenezco desde hace doce años.

    La edición ha sido posible por el apoyo del Observatorio de Jóvenes, Comunicación y Medios de la Facultad de Periodismo y Comunicación Social de la Universidad Nacional de La Plata y del Proyecto ubacyt F037 Ciudadanía, género, sexualidades y minorías étnicas. Agencia y respuesta estatal para la ampliación de derechos (2008-2010). Quiero agradecer especialmente a sus respectivas directoras, las doctoras Florencia Saintout y Dora Barrancos, por la confianza y el aliento incondicional brindados a este proyecto editorial, así como a mi tarea de investigación más extensa en el campo de los estudios culturales, de género y juventudes. Sin su ayuda, esta obra se hubiese demorado enormemente o diluido en la incertidumbre de su concreción.

    Gracias también al conjunto de investigadoras, de formaciones, procedencias y trayectorias bien distintas, que tan entusiastamente aceptaron la invitación a participar con sus textos de esta iniciativa, e integraron gustosas todas las instancias de discusión, revisión e intercambio propuestas. Gracias por el compromiso, la dedicación, la paciencia y el vértigo invertidos en estos dos años que insumió el proyecto. Y por habilitar la calidez, el humor y la complicidad de género en todos los momentos de su travesía.

    Gracias a mis amigas de siempre, y a las que fui sumando a partir de mis maternidades, porque me sostienen desde el cariño, me piensan bien y me permiten compartirnos.

    Introducción

    I. El campo de los estudios en juventudes viene teniendo un crecimiento sostenido en los últimos años, producto –entre otros factores– de las condiciones institucionales de ampliación y/o consolidación de temas, perspectivas y equipos de investigación interesados en el análisis de una diversidad de prácticas vinculadas con la condición juvenil en el contexto reciente. Un contexto signado, no sólo en la Argentina sino en distintos países de la región, por la complejización de los modos de funcionamiento de la hegemonía cultural y la intensificación de procesos de interpelación –política, religiosa, mediática– a las nuevas generaciones, en el marco más amplio de las luchas por la producción de sentidos sobre la ciudadanía, la participación cívica y el ejercicio concreto de derechos.

    Pese a estos avances, las revisiones y los debates en torno de la dimensión genérica y sexual de las experiencias juveniles permanecen más centralmente desplegados en la escritura y los lenguajes massmediáticos –frecuentemente de la mano de la rentabilidad semiótica que habilita allí el tratamiento espectacular y arquetípico de estas materias– que en la producción académica. Esto no significa, claro está, que las ciencias sociales dedicadas a la indagación de las juventudes no hayan elaborado abordajes puntuales sobre los modos en que las diferencias de género y sexualidad intervienen en la producción de distinciones y jerarquías en la vida de chicos y chicas. Implica, más bien, que un número no menor de estas aproximaciones se han formulado desde una concepción binaria y taxonómica de las identidades y expresiones del género y del deseo sexual, y/o se han desarrollado a partir de la tácita asunción de un punto de vista androcéntrico como presupuesto epistemológico de partida (Elizalde, 2006, e/p). En el primer caso, el género y las sexualidades han sido recurrentemente tratados como diferencias evidentes, constantes e irreversibles; yuxtapuestas y complementarias, sobre la base de las distinciones inexorables que la condición sexual dejaría en los cuerpos biológicos de varones y mujeres. Esta concepción, que se nutre y simultáneamente enriquece la perspectiva más amplia del sentido común, ha dado lugar a su vez a un repertorio mayor de referencias, también binarias (masculino/femenino, biología/cultura, público/privado, activo/pasivo, hétero/homo, etc.), que operan moldeando y prescribiendo eficazmente en cada contexto los modos apropiados e inapropiados de ser mujer y varón joven. Se trata de definiciones normativas encarnadas en prácticas, discursos e instituciones sociales diversas que alcanzan un punto máximo de naturalización cuando sostienen o justifican la desigualdad económica con la excusa de la inadmisibilidad social de ciertas actuaciones sexo-genéricas juveniles, o cuando las politizan en términos morales al considerarlas tácitamente como problemas, desviaciones o excesos que ameritan la sanción y la segregación como respuestas correctivas. Por su parte, en el segundo caso, la generalizada tendencia a considerar apriorísticamente a los varones como sujetos de referencia universal de la juventud señala la profundidad del funcionamiento ideológico que da por sentado la preeminencia de una cultura masculina y masculinizante, bajo el presupuesto adicional de la heterosexualidad obligatoria, al tiempo que estabiliza y refuerza las distinciones de género y sexualidad en formas preferentes de identidad juvenil. E, inversamente, en modos aberrantes de experimentarla (Bourdieu, 2000; Butler, 2001, 2002).

    Como reverso de esas maneras de entender la producción de prácticas y experiencias juveniles en torno al género y la sexualidad, este libro procura avanzar a contrapelo de los usos evidentes, necesarios o irreductibles de estas diferencias. No asume que las identidades de género ni las orientaciones del deseo sexual de las y los jóvenes tienen unas formas definidas, unos modos típicos o característicos de expresarse según la peculiaridad de la clase social, los consumos culturales, el clima de época o la pertenencia generacional, por nombrar algunos diacríticos clave. Descree, por lo tanto, de toda pretensión de hablar, explicar o proponer tipologías conclusivas sobre la vida sexual de las y los jóvenes o sobre las maneras en que sienten, viven o piensan las mujeres y los varones en tanto parte de la juventud presente o pasada. No convoca, por ende, ni al género ni a las sexualidades como variables de análisis, dado que no las concibe como propiedades susceptibles de adquirir valores dentro de una clasificación previsible de opciones que pueden medirse. Por el contrario, los textos aquí reunidos recuperan, con la especificidad de sus múltiples tonos y narrativas, la convocatoria inicial a dar cuenta, no de lo que el género y las sexualidades son en o para la juventud, sino de lo que estas distinciones críticas de la cultura producen y configuran. Es decir, lo que permiten significar, experimentar, crear o impugnar, pero también constreñir, sancionar y regular, en su difícil vínculo con la clase, la edad y la etnia, y en lazo con el arco mayor de prácticas (institucionales, políticas, religiosas, culturales y estéticas) de las que chicos y chicas forman desigualmente parte. Y en las que intervienen con muy disímiles recursos y posibilidades de protagonismo, agenciamiento y (re)significación ante las normatividades hegemónicas de la masculinidad y la feminidad juveniles deseables o esperables.

    En este marco, y a la luz de los cambios culturales y políticos ocurridos en los últimos años en las condiciones de formulación de las identidades y prácticas de orden sexual y genérica de las y los jóvenes, y en la trama normativa que las y los involucra en tanto seres sexuales, estudiantes, objeto de políticas públicas, etc. –como la Ley de Matrimonio Igualitario, la Ley de Educación Sexual Integral, la de Protección Integral de los Derechos de Niños, Niñas y Adolescentes, o los proyectos de reforma de la Ley Penal Juvenil y las propuestas legislativas de Ley de Identidad de Género, entre otras–, creemos que resulta imprescindible plantear y plantearse nuevas preguntas. No sólo para revisar con otros ojos lo ya dicho o presupuesto sobre los sujetos jóvenes desde este específico prisma identitario, sino también para interrogar los alcances de esta discursividad en sus vidas concretas y avanzar en la exploración de las formas residuales y emergentes (Williams, 1977) de experimentar, luchar, gozar, controlar e intervenir en y desde las configuraciones de género y sexualidad asociadas a las juventudes.

    Los textos incluidos en este libro responden, en este sentido, a la invitación de poner en diálogo y tensión distintas aproximaciones analíticas (elaboradas desde la historia, la sociología, la antropología y los estudios de comunicación y cultura) sobre la juventud, tanto actual como del pasado reciente, en sus diversos entrecruzamientos con las diferencias de género y sexualidad, entendidas como espacios nodales de construcción intersubjetiva, inscripción de derechos y ejercicio del poder. Nos guía también la intención de contribuir al necesario y permanentemente abierto debate sobre el estatuto de lo juvenil en nuestra cultura desde un abordaje que incluya tanto la contextualización histórica como la producción de categorías explicativas y/o interpretativas de los distintos procesos abordados, con claro reconocimiento de la responsabilidad política que le cabe a la investigación social en la construcción de sentidos críticos y de un horizonte emancipador de las opresiones sexo-genéricas. En esta línea, los trabajos intentan trazar, en conjunto, un mapa complejo de prácticas, experiencias y sensibilidades juveniles en el que este juego de diferencias se inscribe en una pluralidad de escenarios de despliegue, al tiempo que se materializa tanto en instancias de regulación como en respuestas y apropiaciones de diverso signo. Un mapa que invita a poner en cuestión –interrogar, explorar, desmontar– los nuevos y viejos modos de configuración del género y la sexualidad entre las y los jóvenes, pero también nuestro propio lugar y compromiso –intelectual y político– en estas condiciones. En este punto cabe indicar que los artículos –producto, en su totalidad, de investigaciones más amplias, tanto finalizadas como en curso– han sido escritos y reescritos al ritmo de las discusiones sostenidas grupalmente, de las revisiones cruzadas y de los intercambios honestos y rigurosos que han vuelto a señalar la imprescindible riqueza del pensar con otros y otras, del dudar en voz alta, del compartir saberes, del arriesgar ideas sin recelo: del horizonte en común. Algunos de ellos, además, tienen la particularidad de ser desplegados por jóvenes investigadoras que participan, o lo han hecho recientemente, de la cultura generacional de quienes prestan sus voces y experiencias. Esto suma complejidad y sutileza a las relecturas y debates que se presentan respecto del canon de referencias bibliográficas clásicas sobre juventud, pero también respecto de los proyectos intelectuales y políticos de los feminismos y los estudios queer, con los cuales cada autora mantiene una específica proximidad o distancia. Precisamente, porque no se trata de un libro moldeado desde una única focalización teórica, ni desde una misma perspectiva metodológica y, menos aún, desde la exigencia de una mirada experta sobre los tópicos invocados. Por el contrario, se trata, más bien, de la convergencia de una preocupación compartida por interrogar, en un mismo movimiento, las derivas de la identidad de género y sexual entre las y los jóvenes, y los modos en que las ciencias sociales construyen, hoy, conocimiento sobre estos recorridos y asumen –o no– el desafío de desactivar automatismos, descolonizar saberes y abandonar definiciones naturalizadas sobre estas distinciones para, nuevamente, poner en cuestión –indagar, debatir, problematizar– el estatuto de lo juvenil en la cultura contemporánea. En este sentido, si este libro logra convertirse en necesario, que lo sea por participar de este desafío, en el que las y los jóvenes tienen mucho para enseñarnos.

    II. La obra está organizada a partir de una serie de entradas que sugieren rutas posibles de lectura y discusión, a la vez que reconocen la inestabilidad constitutiva de sus contornos. La primera de ellas, Figuras del (des)control. Retrospectiva sobre jóvenes y sexualidad, focaliza en la mirada genealógica la posibilidad de abrir el juego a la revisión de tópicos muy transitados –como la cultura del rock nacional en los 70– y de otros casi inexistentes en la literatura sobre jóvenes –como el clivaje generacional en la politización de la sexualidad lésbica antes y durante la dictadura militar en la Argentina– desde la interrogación por las ansiedades y respuestas que despertó la homosocialidad juvenil en esos años. Los artículos de esta sección dan cuenta, pues, de las operaciones de iluminación o invisibilización de los recorridos libidinales que atravesaron la participación juvenil en las convocatorias culturales y políticas de una década marcada por la pregnancia de figuras heroicizantes de la juventud –desde los guitar heroes hasta las del joven revolucionario–, ofreciendo documentadas pistas para reexaminar esos fragmentos de la historia reciente, en clave de orientación sexual y mandatos de género alrededor de las y los jóvenes.

    La segunda entrada, Políticas públicas, cuerpos e instituciones. Regulaciones de la diferencia, dispara la pregunta por los espacios y los actores decisores de intervenciones de orden público que impactan en los destinos de las y los jóvenes, sea en su condición de destinatarios de la educación sexual integral o de blanco de medidas punitivas por parte del Estado, bajo la lógica del encierro y la limitación de derechos. Los textos reflexionan sobre distintas experiencias de funcionamiento concreto de algunas definiciones normativas e institucionales hegemónicas –sobre la corporalidad juvenil, las expresiones de género, la vida sexual, la orientación del deseo– donde las diferencias de género y sexualidad no sólo operan prescriptivamente construyendo cuerpos y subjetividades normales y socialmente aceptables, sino que funcionan ellas mismas como ideal regulatorio (Foucault, 1990; Butler, 2002), como fuerzas productoras de distinciones y subalternidades que configuran y marcan materialmente las posibilidades emocionales, corporales, eróticas y de ciudadanía de chicas y chicos.

    De manera innegable, el juego de las regulaciones sexo-genéricas tiene en las dinámicas y en los productos de las industrias culturales un campo estratégico de formulación. Del análisis de la especificidad de estos procesos en relación con la juventud se ocupa la tercera entrada: Producción/consumo cultural. Prejuicios, placer e interpelaciones ideológicas. Aquí la indagación apunta a revisar, en ciertas instancias enunciativas que conectan representaciones mediáticas y culturales, contextos de producción y prácticas de uso, algunos de los modos en que la matriz patriarcal es recreada y confirmada, pero también selectivamente invocada. El embarazo adolescente, el consumo de música romántica y la trama de violencias construidas en torno a varones jóvenes de sectores populares son parte de los materiales revisados por las autoras de los trabajos agrupados en esta sección. En todos ellos, la urdimbre discursiva –cinematográfica, musical, periodística– y los procesos significantes de la feminidad y la masculinidad en estos lenguajes operan como eficaces tecnologías de género que controlan el campo de la significación social más amplia y promueven ficciones hondamente ancladas en los pantanos del patriarcado (De Lauretis, 1996: 32; Segato, 2003). Pero, a la vez, por efecto mismo de su carácter construido, habilitan fisuras –apropiaciones, lógicas de uso, modos de recepción– por las que esas ficciones se articulan con prácticas socioculturales concretas de mujeres y varones jóvenes y dan lugar a configuraciones cambiantes de edad, género, clase y sexualidad en cada contexto.

    Por último, la entrada de cierre, Religión, etnia y configuraciones sexo-genéricas. Tensiones alrededor de la identidad, pone en el centro del análisis la revisión de las resonancias políticas y simbólicas de la nominación sexual en dos clivajes nodales del debate sobre la interculturalidad en nuestras sociedades: el de la etnia y el de las creencias religiosas. Problematiza, en la especificidad de las coyunturas estudiadas en cada artículo –las prácticas políticas de jóvenes mapuches y las prescripciones ideológicas de la moral sexual pentecostal para sus jóvenes creyentes–, las formas que asume la economía simbólica del poder del género y la sexualidad en esas experiencias. Desde las respectivas exploraciones, los trabajos revelan agudamente el papel ideológico del lenguaje, su carácter performativo y su poder configurador de fronteras de inclusión y exclusión –en el activismo legítimo, en la búsqueda de santidad– que motorizan distintos realineamientos subjetivos y de agencia, al tiempo que complejizan las identidades juveniles en danza y las condiciones de posibilidad histórica y cultural para disputar los sentidos generizados y sexualizados que transversalizan las narrativas hegemónicas sobre la alteridad étnica o la fe religiosa.

    Con estos itinerarios de lectura –cuya subversión también promovemos– la invitación a recorrerlos está, pues, abierta.

    Bibliografía

    Bourdieu

    , Pierre (2000), La dominación masculina, Barcelona, Anagrama.

    Butler

    , Judith (2001), El género en disputa. El feminismo y la subversión de la identidad, México, Paidós.

    – (2002), Cuerpos que importan. Sobre los límites materiales y discursivos del sexo, Buenos Aires, Paidós.

    De Lauretis

    , Teresa (1996), La tecnología del género, Mora, Nº 2, Instituto Interdisciplinario de Estudios de Género, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires, pp. 6-34.

    Elizalde

    , Silvia (2006), El androcentrismo en los estudios de juventud: efectos ideólogos y aperturas posibles, Última Década, año 14, Nº 25, Valparaíso,

    cidpa

    , diciembre, pp. 91-110.

    – (e/p), La otra mitad. Género y pobreza en la experiencia de mujeres jóvenes, Observatorio de Jóvenes, Comunicación y Medios de la Facultad de Periodismo y Comunicación Social de la Universidad Nacional de La Plata.

    Foucault

    , Michel (1990), Historia de la sexualidad, vol. 1, Buenos Aires, Siglo Veintiuno.

    Segato

    , Rita Laura (2003), Las estructuras elementales de la violencia. Ensayos sobre género entre la antropología, el psicoanálisis y los derechos humanos, Buenos Aires, Universidad Nacional de Quilmes-Prometeo.

    Williams

    , Raymond (1977), Marxismo y literatura, Barcelona, Península.

    Figuras del (des)control

    Retrospectiva sobre jóvenes y sexualidad

    Tiempos de contestación: cultura del rock, masculinidad y política, 1966-1975

    Valeria Manzano

    Un mes después del golpe de Estado comandado por el general Juan Carlos Onganía (1966-1970), el trío los Beatniks promocionaba su disco simple, grabado con la subsidiaria local de la norteamericana Columbia Broadcasting System (cbs). La voz del trío, Moris, también compuso las letras. Rebelde me llama la gente, escribía Moris, rebelde es mi corazón / soy libre y quieren hacerme / esclavo de una tradición. En la medida en que cbs no se mostraba interesada en la promoción del disco, los Beatniks se movieron por su cuenta y organizaron una fiesta que terminó en una decena de jóvenes bailando en una fuente pública del centro porteño. Los diarios dieron cuenta de la noticia en las páginas policiales: el trío terminó pasando tres noches en una comisaría.[1] En tanto episodio fundacional, éste encarna algunas de las coordenadas de la emergencia y expansión de la cultura del rock en la Argentina. Primero, introduce a sus actores: los roqueros –poetas, músicos, fans–, las industrias culturales y del entretenimiento, y el Estado, mostrando siempre su faz más represiva. Segundo, condensa el principal gesto que los roqueros buscarían modelar: el posicionamiento de un yo rebelde que reacciona frente a las reglas, la monotonía y el autoritarismo de la vida común. Por último, muestra cómo estas culturas fueron percibidas en la arena pública, esto es, en tanto condensaciones de desórdenes en los terrenos culturales, genéricos y sexuales.

    Este artículo se propone mostrar cómo, al participar en la creación y expansión de una cultura del rock, varones jóvenes de sectores medios y obreros articularon una crítica a la rutina cotidiana y a las construcciones hegemónicas de masculinidad. El crítico cultural Lawrence Grossberg subraya que, en Estados Unidos, el rock estuvo anclado en lo que él denomina una nueva vida cotidiana de la segunda posguerra, basada en la consolidación de un consenso político liberal y la renovada afluencia económica, factores que crearon la posibilidad para la visibilidad de la juventud como categoría diferenciada y, a su vez, del aburrimiento encarnado en los paisajes suburbanos norteamericanos. La cultura del rock, así, produjo una ideología de la autenticidad que intentaba trascender los límites de esa vida cotidiana y articular un sentido de exasperación, insatisfacción y, ocasionalmente, protesta (Grossberg, 1994: 156). A fines de la década de 1960 y principios de la siguiente, en la Argentina no prevalecían ni el consenso político ni la abundancia económica. Los jóvenes que se apropiaron del rock y lo nacionalizaron lo hicieron mediante el empleo del potencial de la cultura del rock para criticar su rutina cotidiana, percibida como carente de sentido, deshumanizadora y autoritaria. Como en otros países latinoamericanos, la rebelión de los roqueros argentinos estuvo sobredeterminada por su oposición práctica al autoritarismo cultural y político.[2]

    Sociólogos y críticos literarios han analizado la especificidad del rock en la Argentina, aunque han dejado al margen una interrogación sobre sus dinámicas genéricas y sexuales. En un trabajo pionero, Pablo Vila (1989: 1-28) ha indagado los sentidos producidos en el rock nacional, notando que su especificidad consistía en recostarse sobre un poderoso discurso centrado en la noción de autenticidad. Vila mostró que ese discurso se materializaba, por ejemplo, en el hecho de que bandas y cantantes, cuando comenzaban a devenir populares –estrellas– preferían desmembrarse. El crítico literario Claudio Díaz (2005) ha analizado, también, el funcionamiento de esos componentes del rock argentino, señalando además que poetas y músicos crearon un imaginario sobre los desplazamientos, construyendo así mundos para escapar de la vida ordinaria que imponía restricciones al yo libre, el sujeto por excelencia delineado por las poéticas del rock. Ese yo libre no fue genéricamente neutral: los roqueros eran, casi invariablemente, varones. La cultura del rock en la Argentina fue un sitio privilegiado para la construcción de una crítica a la cotidianidad de los varones y para la elaboración de alternativas a la masculinidad hegemónica. Mientras que inicialmente algunos investigadores que analizaron los contextos anglosajones sugirieron que las culturas del rock se estructuraban por las figuras sexualmente agresivas de los guitar heroes o las estrellas –Mick Jagger o Robert Plant–, más recientemente otros han sostenido que las culturas del rock son arenas prolíficas para la producción de diversas nociones de masculinidad (McRobbie y Frith, 1990 [1978]; Whiteley, 1997; Ivens, 2007).

    Tal como se configuró en la Argentina a fines de los 60, la cultura del rock –dependiente del discurso de la autenticidad sobre el que ha puesto énfasis Vila– fue un espacio para ensayar alternativas de masculinidad. Aunque esto no implicara que promovieran una ideología de género equitativa, en su oposición a la vida rutinaria algunos roqueros pusieron en cuestión valores, prácticas e ideales organizadores de las construcciones hegemónicas de masculinidad (Connell, 2005: 39). Leer la historia del rock desde esta clave es crucial para comprender sus significados culturales y políticos más amplios, ya que es posible entrever que desde y en torno a la cultura del rock se produjo una de las primeras impugnaciones y debates colectivos de los significados del hombre argentino. A su vez, el foco en las dimensiones sexuales y genéricas permite auscultar cómo la cultura del rock se entrelazó con otras constelaciones de prácticas y discursos que interpelaban a los jóvenes, como la militancia revolucionaria. Las fricciones entre esas dos constelaciones –la roquera y la propiamente política– que, como señalara el historiador Alejandro Cattaruzza (1997), fueron pilares de una cultura juvenil contestataria, pueden ser mejor analizadas si atendemos a la batalla simbólica en torno a los varones jóvenes.

    En el primer segmento de este trabajo reconstruyo algunos de los valores y espacios que puntuaban la dinámica del y mañana serán hombres, mostrando que sirvieron como puntos de referencia desde los cuales crecientes contingentes de jóvenes varones elaboraron una crítica a la vida rutinaria. La emergente cultura del rock se nutrió del descontento generalizado con el autoritarismo que atravesaba aquellas dinámicas, contrarrestándolas mediante la valoración del pibe como figura imaginaria. En el segundo segmento sugiero que los roqueros formaron una fraternidad de pibes que se basó en la participación de una sociabilidad particular y en la puesta en práctica de ciertos estilos estéticos y de presentación personal, como el pelo largo. Al irrumpir en la escena pública, esa fraternidad suscitó reacciones homofóbicas y los roqueros devinieron un locus para la dramatización de una crisis del hombre argentino. Los roqueros efectivamente crearon espacios homosociales (es decir, espacios y formas de sociabilidad eminentemente masculinos) que les permitieron cultivar ideas y prácticas de masculinidad centradas en el hedonismo y el placer, de las cuales las chicas estaban excluidas. De hecho, al menos desde algunos segmentos de las poéticas del rock y desde los discursos en torno a la definición del significado o espíritu de este género musical, se produjeron sentidos fuertemente misóginos. No por casualidad esa misoginia cristalizó a comienzos de los 70, cuando la cultura del rock parecía amenazada por el fenómeno beat y cuando los proyectos de transformación revolucionaria atraían cada vez más a contingentes juveniles. Finalmente, analizo cómo desde sectores de la izquierda revolucionaria se reclamó a los roqueros que clarificaran su ideología –el dominio de lo masculino-racional– y abandonaran el de la sensibilidad, ámbito de lo femenino e irracional. Este reclamo implicaba también deslegitimar la virilidad de los roqueros en comparación con la de los militantes revolucionarios.

    Y mañana (no) serán hombres

     A fines de la década de 1960 y principios de la siguiente, Palito Ortega –que llegaba al tope de los rankings con cada disco– protagonizó una saga de películas que detallaban el camino hacia el y mañana serán hombres. En este sentido, Palito aparece, por ejemplo, cumpliendo la conscripción y aprendiendo a amar a la patria y a sus compañeros soldados, encuentra su primera novia, cambia jeans por traje gris, se casa y se lleva bien con sus suegros, y todavía tiene tiempo para ser fiel a la barra de la esquina. Para el creciente número de varones atraídos por la cultura del rock, Palito como ídolo y como modelo de muchacho-hombre personificaba exactamente lo que no querían ser. Los músicos, poetas y fans vinculados al rock cuestionaban las instituciones y prácticas que puntuaban las dinámicas del y mañana serán hombres –la escuela secundaria, el servicio militar, los trabajos asalariados– y que reforzaban las rutinas que, según ellos, restringían las libertades de jóvenes y adultos por igual.

    Comenzando a principios de la década de 1950, la escolarización secundaria devino una experiencia homogeneizante para la cotidianidad de una mayoría de adolescentes, y la escuela un espacio donde muchos vivían a diario varios sentidos de autoritarismo. En Buenos Aires, en 1969, el 59% de los varones de entre quince y diecinueve años estaban matriculados, especialmente en escuelas técnicas y bachilleratos para varones.[3] Así, una mayoría interactuaba en espacios homosociales e incluso cuando concurrieran a escuelas mixtas –la norma en la provincia de Buenos Aires– se esperaba que desarrollaran algunas actividades tendientes a reforzar su virilidad. Desde la imposición del golpe de Estado de 1966, por ejemplo, las autoridades educativas pedían insistentemente a los directores que mandaran a los varones a practicar tiro.[4] Para muchos, la práctica de tiro constituía sólo uno entre los múltiples ejemplos de cómo la escuela fomentaba un orden militarista y autoritario, y las críticas escalaban. En 1968, una encuesta a quinientos estudiantes mostraba que un 90% se quejaba por las rutinas sin sentido, como formar una fila para entrar al aula y pararnos para saludar al profesor.[5] Otros varones expresaban sentimientos similares: En la escuela, aseguraba un estudiante técnico, vivís en un mundo irreal: tenés que pedir permiso para todo, estás sujeto a lo que otros quieren de vos. En el mismo sentido, otro estudiante sostenía que todo lo que soy y lo que quiero ser está fuera de la escuela.[6]

    La bifurcación entre la escuela y la vida era evidente en lo concerniente a las prácticas de arreglo personal, disposición de los cuerpos y vestimenta. Las escuelas secundarias, de hecho, devinieron una arena central para las batallas simbólicas sobre el pelo largo. El Reglamento oficial prescribía que los estudiantes debían concurrir a clase en condiciones higiénicas y usando la ropa pertinente.[7] La mayoría de las escuelas requerían que los varones usaran pantalón gris, saco azul y corbata. Es más, a comienzos del año escolar 1969, los directores de veinticinco escuelas en la ciudad y la provincia de Buenos Aires mandaron notas a los padres detallando que el pelo de los estudiantes debía estar a ocho centímetros de sus hombros para que pudieran matricularse.[8] Para muchos de los jóvenes que querían usar o usaban pelo largo, esto cristalizaba la arbitrariedad escolar, y se instalaba en el centro de una serie de disputas cotidianas. En 1971, por ejemplo, las autoridades de la escuela Mariano Acosta decidieron expulsar a un estudiante por no usar la ropa apropiada y tener el pelo demasiado largo. Cuando sus compañeros se solidarizaron, otros veinticinco fueron añadidos a la lista de despedidos. Un episodio similar ocurrió a principios de 1972, cuando cuatrocientos estudiantes del colegio Nicolás Avellaneda llamaron a una huelga en repudio de las exigencias de pelo y ropa.[9] En el transcurso de 1972, esas tensiones se entretejieron con otras que cuestionaban el sistema disciplinario por completo. Así, mientras estudiantes del Colegio Nacional de Buenos Aires pusieron una bomba en una garita desde la que los preceptores controlaban sus movimientos, en otras escuelas los varones llevaron adelante lo que en la época se conoció como melenazos, mediante los cuales se negaban a cortarse el pelo y entraban en masa a la escuela para evitar expulsiones.[10]

    La escuela devino un terreno fértil para canalizar el descontento con el autoritarismo y el rock sirvió para que muchos varones modelaran una insatisfacción que parecía ubicua. No es casual que la banda que más contribuyó a hacer del rock un fenómeno de masas a comienzos de la década de 1970 –como lo observara Pablo Alabarces (1995: 64-66)– fuera el dúo Sui Géneris, formado cuando Charly García y Nito Mestre cursaban sus estudios secundarios en un colegio militar. Sui Géneris interpelaba a una audiencia escolar mediante, por ejemplo, la tematización de dilemas y sentimientos compartidos –como los primeros encuentros sexuales y la amistad– así como a través de la utilización de metáforas escolares. De manera notoria, Aprendizaje narra cómo aprendí a ser formal y cortés / cortándome el pelo / una vez por mes. El educando, sin embargo, fue aplazado en formalidad porque nunca le gustó la sociedad. La experiencia escolar ofrecía las palabras clave –aprender, aplazar– para hablar de las normas que regían la vida cotidiana de los jóvenes, percibida como atravesada por el autoritarismo. En efecto, las prácticas y rutinas escolares representaban, para muchos varones, un proyecto tendiente a desindividualizarlos, como se advierte en la pregunta que un roquero se formulaba públicamente, a modo de explicación de su participación en un melenazo: ¿Por qué soy un expediente adentro y una persona afuera de la escuela?.[11]

    Para muchos jóvenes, tras la experiencia escolar llegaba la conscripción, otro espacio generador de descontento con el autoritarismo que atravesaba la dinámica del y mañana serán hombres. El servicio militar, o conscripción, fue creado en 1902 y regulado e implementado de manera amplia desde 1911. Desde la perspectiva de las elites, esta etapa de adoctrinamiento militar debía servir para forjar el alma nacional y moldear ciudadanos respetuosos de los principios de orden y jerarquía. En la primera mitad del siglo xx la conscripción encontró fuertes resistencias individuales –varones que buscaban formas de evadirla– o colectivas, como la emprendida por activistas anarquistas que se oponían al militarismo (Ablard, 2009). En los 60, escritores de izquierda cuestionaban también otros aspectos, como los maltratos físicos, psicológicos y sexuales a los que eran sujetos los conscriptos y los modos en que terminaban por internalizar el maltrato recibido en esa institución. En las páginas iniciales de Dar la cara David Viñas narra cómo un grupo de soldados se apropia del lenguaje y las actitudes militaristas mientras viola a un compañero en la noche de despedida del servicio militar. La invasión, un cuento que Ricardo Piglia publicó en 1967, por su parte, superpone la arbitrariedad de la vida militar con la amenaza de violencia sexual entre los soldados. El cuento narra cómo un soldado, estudiante universitario, es apresado en las barracas sólo porque el milico me odia. Espera encontrar alguna solidaridad en otros dos conscriptos, pero ni siquiera le hablan, mientras tienen relaciones sexuales entre ellos. Testigo horrorizado, el estudiante teme ser violado.[12] Miedo y un sentido de lo absurdo atraviesan el cuento, sentimientos compartidos por muchos varones llamados a cumplir con la conscripción, a los que Satiricón les recordaba que era la peor desgracia que debemos afrontar y les recomendaba que la única forma de hacerle frente era tratar de pasar inadvertidos.[13]

    Con todo, desde la perspectiva de muchos jóvenes, la desindividualización y humillación subsumidas en la subordinación y valor que implicaba hacerse hombres eran atributos despreciables. En el caso de los jóvenes que se vincularon a organizaciones revolucionarias, como el Ejército Revolucionario del Pueblo (erp), ese descontento idealmente se politizaría. No fue fortuito, así, que el erp desarrollara una política específica para fomentar la insubordinación colectiva de los conscriptos, mientras les recomendaba aprovechar el entrenamiento militar para luego volcarlo a la guerra popular.[14] Esas sugerencias y llamados a la acción colectiva, sin embargo, parecen no haber funcionado con los roqueros, para quienes –al igual que la escuela– la conscripción implicaba dejar la vida a un lado. En una de las pocas memorias de un roquero, Miguel Cantilo comenta que para él y sus amigos la conscripción representaba una trampa mortal. Cantilo describe las múltiples estrategias que siguió para conseguir el certificado de no apto para el servicio militar, desde perder peso hasta declarar que consumía drogas ilegales. Pero también apunta a las familias que, cómplices hipócritas de los militares, insistían en que la conscripción era ideal para formar hombres, remarcando que existía un continuum entre la trampa mortal y las expectativas que los padres proyectaban en el paso de sus hijos por esta institución como momento de adoctrinamiento en los principios de obediencia y disciplina.[15]

    Mientras los roqueros cuestionaban la conscripción y la escuela, también creaban imágenes distópicas alrededor de su potencial futuro de trabajadores adultos: el oficinista, en particular, corporizaba la vida a la que los roqueros más temían. Si, como Díaz ha sugerido (2005: 101), los poetas del rock hicieron de la ciudad la metáfora del sistema, el oficinista fue la figura que encarnaba las rutinas y el conservadurismo de la ciudad-sistema. En su primer disco simple, por ejemplo, el dúo Pedro y Pablo –Miguel Cantilo y Jorge Durietz– cantaba Yo vivo en una ciudad / donde la gente aún usa gomina / donde la gente se va a la oficina / sin un minuto de más. En esa narrativa, los habitantes de la ciudad son todos varones: los oficinistas que usaban gomina, el gel que numerosas generaciones de porteños usufructuaron por décadas para modelar y emprolijar su pelo corto. Esos habitantes urbanos generaban ambivalencia: Pedro y Pablo aseguran que sin embargo yo quiero a ese pueblo, simplemente porque me incita a la rebelión. De manera similar, Claudio Gabis, guitarrista del trío Manal –junto a Javier Martínez y Alejandro Medina– afirmaba que la música del trío se nutría de la vida urbana, que a la vez prometía belleza y constituía una boca que anula individualidades y aniquila identidades, como ilustraban los tipos grises que van todos los días a la oficina.[16]

    Los roqueros hicieron del oficinista su contrafigura. Como algunos fans subrayaban en cartas escritas a una revista juvenil, el comportamiento dócil y el respeto por la autoridad requeridos en las escuelas y las barracas no daban como resultado a un hombre guerrero sino al oficinista, que había incluido esas reglas en su vida, ¡pobre cosita!.[17] En buena medida, desde una perspectiva generacional y cultural, los roqueros participaban de un campo más amplio de crítica a las clases medias, o a la pequeña burguesía. A lo largo de la década de 1960, múltiples ensayistas popularizaron la imagen de una pequeña burguesía conservadora e individualista. Tal fue el caso de Juan José Sebreli, quien planteaba que el oficinista, personificando la alienación pequeño-burguesa, estaba habituado a manipular papeles en vez de producir, aprendiendo a navegar en la superficie de las cosas. Esa posición estructural explicaba, para Sebreli, su obsesión con el orden y las apariencias.[18] Como ha notado Carlos Altamirano (2001: 88-90), la crítica a la pequeña burguesía producida por los ensayistas de izquierda funcionaba como literatura de mortificación, una suerte de autorrevancha por el rol jugado por este segmento social durante el régimen peronista y sus postrimerías. Menos politizados, los roqueros también enmarcaron sus críticas en una retórica de la mortificación –recuérdese el ¡pobre cosita!–. Sin embargo, la crítica roquera apuntaba más precisamente a una rebelión cultural y generacional frente a la posibilidad de devenir oficinistas, como era el caso de muchos de los padres de estos jóvenes.

    A su vez, la objeción a la figura del oficinista se entrecruzó con la percepción de una relación directa entre trabajo y consumo: para muchos roqueros, el oficinista estaba atrapado en una vida rutinaria para satisfacer un inacabable deseo de consumo. La crítica anticonsumista, en verdad, atravesó las culturas del rock mundial en los 60. Aunque los investigadores del rock difieren en su evaluación respecto del grado y las características de ese cuestionamiento, acuerdan en que las culturas del rock surgieron desde y reaccionaron contra la emergencia de sociedades opulentas y el modo en que las prácticas de consumo devinieron locus para la construcción de identidades (Grossberg, 1994: 144-148; Frith, 1981: 249-68). En una Argentina no tan opulenta, en cambio, prevalecieron las reflexiones de tono sarcástico sobre los esfuerzos para adquirir estatus mediante el consumo; el oficinista evocaba a la vez el deseo y el fracaso implícitos en esos esfuerzos. En 1972, por ejemplo, el periodista Tomás Eloy Martínez escribía, con ironía, sobre el oficinista que tenía tres empleos al mismo tiempo para mantener una fachada de progreso. Para mostrarles a los demás lo bien que le va, sostenía Martínez, el oficinista vende su casa para comprar un auto.[19] Esa localización del vínculo entre trabajo y consumo reverberaba, también, en el ámbito roquero. Uno de los más exitosos blues de Manal, por ejemplo, puntualizaba los mandatos culturales y sociales que pesaban sobre los varones cuando se cantaba que no hace falta tener un auto / ni relojes de medio millón / cuatro empleos bien pagados / no, no, no pibe / para que alguien te pueda amar. Apelando directamente al pibe, Manal lo precavía sobre los riesgos de convertirse en el hombre que sobretrabajaba para sobreconsumir. Ése era el punto final del y mañana serán hombres ante el cual los roqueros reaccionaban con vehemencia.

    De este modo, muchos de los varones que se acercaron e hicieron la cultura del rock en la Argentina desafiaban a las instituciones y las prácticas mediante las cuales los valores de disciplina, respetabilidad y consumismo eran transmitidos y eventualmente aprendidos, poniendo en entredicho las construcciones hegemónicas de masculinidad. Ese cuestionamiento estaba predicado en el potencial simbólico del pibe como fuente de autenticidad, una apelación que –como lo mostró Eduardo Archetti (1999: 182-186)– también fue y es recurrente entre los hinchas de fútbol, especialmente a la hora de singularizar un estilo de juego argentino. Entre los varones atraídos por la cultura del rock, el pibe no debía convertirse en ese hombre o, quizá, en ningún hombre. Los roqueros parecían llamar a permanecer pibes para siempre y de esa manera preservar la espontaneidad y la libertad asociadas a esa nueva figura. El reclamo de no comprometerse con las rutinas, convenciones y normas que organizaban la vida cotidiana de los jóvenes implicaba el llamado a sostenerse en una pieza, esto es, a impedir el desmembramiento de sus yoes al lidiar con las instituciones y prácticas que marcaban la dinámica del y mañana serán hombres. Para contrarrestar ese

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