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Cuando los que escuchan hablan: Conversaciones con grandes psicoanalistas
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Cuando los que escuchan hablan: Conversaciones con grandes psicoanalistas
Libro electrónico276 páginas5 horas

Cuando los que escuchan hablan: Conversaciones con grandes psicoanalistas

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A los 14 años, con la lectura de Análisis profano de Freud, se produce un quiebre en la vida de María Esther Gilio: "Después de haber pasado mi primera infancia diciendo 'quiero ser médica de locos', después de ver un film de Claudette Colbert en que ésta, con todo su encanto francés, convertía a locos furiosos en santos de estampita, quise ser psicoanalista".
Este es el testimonio de alguien que sospecha que hablar de uno mismo en el pasado es como hablar de otra persona, y que el presente surge permanentemente como un espejo que no siempre queremos enfrentar de manera directa ("Llegamos a hoy. Y yo no quiero escribir sobre mí misma"). Como si la conversación con quienes compartimos preciados intereses mostrara nuestra identidad más genuina, la autora –abogada, escritora, biógrafa y periodista– nos habla de experiencias de vida a través de una serie de entrevistas. Aparecen aquí algunos de los más importantes y prestigiosos psicoanalistas contemporáneos: Jean Laplanche, Jacques Alain Miller, Emilio Rodrigué, Elisabeth Roudinesco, Benzión Winograd, Silvia Bleichmar, Janine Altounian, Lito Benvenutti, Mordechai Benyakar, César Botella, Françoise Davoine, Jean-Max Gaudilliere, Daniel Gil, Max Hernández, Philippe Jeammet, François Marty, Paul Roazen y Teresa Yuan.
De manera paulatina, el lector encontrará en estas páginas una impresión de coherencia ética y profesional en el tratamiento de temas que le dan sentido a aquel primer deseo, y que revelan que "nuestras decisiones siempre están estrechamente unidas a lo que imaginamos".
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 oct 2020
ISBN9789875992610
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    Cuando los que escuchan hablan - María Esther Gilio

    María Esther Gilio

    Cuando los que

    escuchan hablan

    Conversaciones con grandes psicoanalistas

    Edición: Rubén J. Chapp

    ©Libros del Zorzal, 2010

    Buenos Aires, Argentina

    Printed in Argentina

    Hecho el depósito que previene la ley 11.723

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    Índice

    Prólogo

    Es esencial para la víctima que el victimario reconozca su culpa

    Entrevista con la escritora francesa Janine Altounian. | 24

    Si curar significa aplastar, no quiero curar

    Entrevista con el maestro argentino Lito Benvenutti. | 31

    Psicoanálisis para un país en guerra

    Entrevista con el psicoanalista argentino Mordechai Benyakar. | 45

    Durante este siglo, el psicoanálisis ha afinado sus instrumentos

    Entrevista con el psicoanalista franco-español César Botella. | 57

    El loco sale de su locura con la palabra

    Entrevista con los psicoanalistas franceses Françoise Davoine y Jean-Max Gaudilliere. | 68

    Cultura y locura

    Entrevista al médico y psicoanalista uruguayo Daniel Gil. | 78

    Hay que volver a mirar la historia trágica de la Conquista

    Entrevista con el psicoanalista peruano Max Hernández. | 88

    Los adolescentes como espejos

    Entrevista con el psicoanalista francés Philippe Jeammet. | 102

    El psicoanálisis se ejerce hoy para un mundo sin ilusiones

    Entrevista con el psicoanalista francés Jean Laplanche. | 110

    A los adolescentes hay que ponerles un límite

    Entrevista con el psicoanalista francés François Marty. | 118

    Yo soy el periodista de Lacan

    Entrevista con el psicoanalista francés Jacques Alain Miller. | 128

    Los límites de la razón

    Entrevista con el profesor de teoría política Paul Roazen. | 137

    Hay que llevar el psicoanálisis a las barricada

    Entrevista con el psicoanalista argentino Emilio Rodrigué. | 145

    El cuerpo de las mujeres soporta el peso de las neurosis de la sociedad

    Entrevista con la psicoanalista francesa Elisabeth Roudinesco. | 157

    No existe un criterio de alta en psicoanálisis

    Entrevista con el psicoanalista argentino Benzión Winograd. | 166

    El psicoanálisis entró a China

    Entrevista con la psicoanalista argentina Teresa Yuan. | 176

    I. La maté porque era mía

    Dos entrevistas con la psicoanalista argentina Silvia Bleichmar. | 186

    II. El cuerpo en el psicoanálisis

    A mi hija Sabela Queigeiro,

    psicóloga que ejerce su profesión con fe y entusiasmo

    Prólogo

    A los 14 años leí a Freud por primera vez. En esa época, llegaban al Uruguay unos libros de la editorial chilena Zigzag que costaban el equivalente a 2 ó 3 barras de chocolate pequeñas. Así, los jóvenes de entonces, pudimos leer a Panait Strati y, por supuesto, a Romain Rolland quien, con sus interminables novelas Juan Cristóbal y El Alma Encantada, terminaba por hacernos amar a personajes que nos enseñaban el valor de la verdad, la lealtad, la solidaridad y la justicia. Ir a la librería con algunas monedas en el bolsillo era una de mis diversiones predilectas. No sólo por las compras que hacía, sino también por las charlas con el dueño de la tienda, un viejo de 30 años, de pelo castaño y lacio, al que solía echar hacia atrás con gesto rápido, y lentes de gruesa montura negra. Este hombre, con quien conversé por lo menos durante 2 años, mencionó una vez a Freud. Yo escuché ese nombre y recordé que Julio Adín, un estudiante judío polaco que, perseguido por la policía de su país a causa de sus actividades políticas, había llegado al Uruguay en busca de refugio, hablaba de ese autor algunas veces. Yo no sabía si Freud podría llegar a interesarme, pero el hecho de que esas dos voces que yo respetaba coincidieran en los elogios, me llevó a comprar una obra de su autoría. El libro se llamaba Análisis profano. Comprarlo, leerlo y adorar a su autor fue toda una gran experiencia. Debería admitir que yo era un tanto idiota, pero, lo que corresponde decir, es que era una niña de 14 años que había descubierto algo importante que si no se hallaba en mí misma, quién sabe dónde...

    Yo también tenía que ver con el consciente, el inconsciente y el superyó, ¿cómo nadie me había hablado de eso antes?, con tales cosas dando vuelta en mi cabeza, podía tirarme en la cama, mirar al techo y pensar, y eso es lo que hacía a menudo. Y así como en el pasado me había acusado de mis pecados, ahora me acusaba de la flojera de mi superyó.

    Podía, además, sin necesidad de pedir perdón a Dios, tratar de ser mejor. Debo añadir que el libro era lo más claro, fácil e inteligible que he leído de Freud en mi vida. Lo importante fue que después de haber pasado mi primera infancia diciendo quiero ser médica de locos, después de ver un film de Claudette Colbert en que ésta, con todo su encanto francés, convertía a locos furiosos en santos de estampita, quise ser psicoanalista, sobre todo, después de escuchar a Julio Adín, que había hecho una disertación sobre la neurosis. Pero –y aquí surgen los indestructibles peros– para acceder a tales conocimientos debía ir a Buenos Aires. ¿Para qué explicar que en los años 1940, ninguna joven decente –o casi decente– se iba de la casa paterna hacia otra ciudad para aprender lo que fuera?

    En mi casa dijeron no, y yo me inscribí en Derecho, que era donde se apuntaban los que no tenían la menor idea de lo que querían hacer en el futuro.

    Ya casada, con una hija de 7 años, terminé la carrera con notas mediocres. Ejercí mi profesión, que finalmente me conduciría al exilio, con más responsabilidad que alegría, durante 10 años. Algo curioso en realidad, ya que defender a violadores y asesinos nunca llevó a las autoridades de ningún país a considerar que el abogado de tales delincuentes era violador y asesino.

    Al abogado que defendiera presos políticos, en cambio, se lo consideraba tan culpable como al preso a quien defendía. En ese momento, se cruzaron dos cosas en mi vida, una relación matrimonial que empezaba a deteriorarse, y un país que se lanzaba a recorrer caminos de derecha nunca antes recorridos. Esto último no fue, por supuesto, lo que me llevó a consultar a mi primer analista, sino estas dos cosas a un tiempo. Alejarse de lo que se ama, dejar de amar, entraña un dolor cuya magnitud sólo conoce quien lo sufre. Los poetas lloran y escriben poemas llenos de sangre y de lágrimas cuando su amor no es correspondido. Pocos –uno de ellos fue Neruda– hablan de dejar de amar. El momento en que nos enfrentamos a esta pérdida es el más doloroso en relación con el tema. El vacío asusta, en aquel lugar donde estaba aquello que nos iluminaba y calentaba, ya no hay nada. Cuando amamos a quien no nos ama, ese lugar está habitado por la esperanza; cuando dejamos de amar, ese lugar queda vacío. Fue ese sentimiento, que me resultaba desconocido e inmanejable, el que me llevó a consultar a mi primer analista, Horacio Amigorena, un argentino que se había instalado en el Uruguay con su familia. A pesar de que todavía lo veo, cuando voy a París, a pesar de que han pasado casi 40 años desde que tuve contacto con él por primera vez, aún recuerdo la impresión que me causaron sus ojos, profundos y oscuros, su serenidad y la sensatez y autoridad que emanaba no sólo de sus palabras, sino también de sus gestos. A él le debo, si no la vida, la libertad. No era aquella época de castigar de acuerdo a leyes, sino de hacerlo conforme a los criterios personales de quienes mandaban.

    Haría unos 4 meses que concurría a sus sesiones de análisis, cuando me dijo: Le voy a decir algo que no corresponde a mi función como psicoanalista, pero la situación actual me obliga a hacerlo: usted ahora se va a su casa, toma las cosas más imprescindibles y se va a casa de una amiga, pariente, o quien sea. Una vez allí, reflexiona sobre la manera de salir del país. Yo pensé que se había vuelto loco, esas cosas pasaban en la Argentina, no aquí. Pero, de cualquier modo, no me atreví a desobedecerlo. Fui a mi casa, tomé algunas cosas, le dejé comida al gato, un mensaje a mis hijas que estaban en el colegio, y fui a casa de mi amiga Esther, que estaba muy lejos de cualquier idea política que entrañara peligro. Mientras juntaba mis cosas, pensé en la respuesta de Amigorena a mi pregunta de que si él creía que yo era una negadora. Él había dicho, sí, claro, eso creo, la realidad me confirmó su respuesta.

    Han pasado muchos años desde todo aquello –me niego a sacar la cuenta para saber cuántos– pero, cuando hoy escucho decir lo mismo que entonces a mi nuevo analista, con quien trabajo desde hace apenas un mes y medio, quedo bastante abatida por esta dureza interior mía de la que él me muestra el reflejo.

    ¡Cuánto trabajo le doy a mi pobre terapeuta! Muchas veces pienso que, si le pagara el triple de lo que le pago, aun no sería suficiente para compensarlo por el trabajo que le doy…. Y también, cómo se sentiría de útil si yo fuera más dócil o estuviera mejor dispuesta al cambio. La relación con el analista es algo muy complejo. Yo voy al analista para sentirme mejor, eso lo tengo claro. Pero también quiero que él sienta que lo que hace es importante en mi vida, ya que así es. Caminaba hace unos días hacia su casa, que queda a 8 cuadras de la mía, y pensé que tendría que hablarle sobre algo que siento tantas veces en las decenas de horas en que no estoy con él, y cuando estuve con él se lo dije: siento que estoy caminando por una cuerda sobre las cataratas del Niágara, pero lo hago serena, sonriente, porque sé que, si caigo, habrá a los pocos metros una red para sostenerme. Usted es mi red.

    Una red que no me dejaría caer. Eso pensé y se lo dije, no sé si esas palabras tan sinceras lo hicieron sentir un poquito feliz. Él, en una oportunidad, había dicho: A veces me pregunto si lo que hago sirve para algo. Él tenía que saber que lo que hace sirve para mucho.

    Acabo de leer esto que he escrito, y veo que salté, en mi relato, de mi primer analista al último, vaya uno a saber la razón. Retrocedo ahora a los tiempos de Amigorena. Al día siguiente de aquel en que éste me había ordenado marcharme, estaban mi hija y su padre en mi casa, recogiendo algunas cosas más que yo necesitaba, justo cuando llegó la policía a buscarme, con gran despliegue de chanchitas y armas largas. Mi hija y su padre bajaron con una valija y el gato bajo el brazo, y los policías los detuvieron en la planta baja un momento, pero sin preguntarles de dónde venían.

    Como me había ordenado mi analista, pocos días después me iba del Uruguay, hacia París, donde debía fundar un comité de ayuda a los presos políticos uruguayos, tal como me habían pedido los presos que defendía. En París viví cerca de un año, trabajé en lo que conseguí, y lloré un rato casi todos los días. Allí sí que habría necesitado que un terapeuta me consolara, pero no tenía dinero para tal lujo. Pienso en aquel desconsuelo que me sumía en lo que podemos llamar depresión, y creo que con el paso de los días se habían ido borroneado las razones que justificaban mis conductas anteriores, si esas razones hubieran estado claras en mi memoria, tal vez la tristeza y la depresión no habrían sido tan graves.

    Todo esto fue así hasta que, contagiada por las ilusiones que agitaban a los exiliados argentinos, yo también empecé a esperar con ilusión la vuelta de Perón. Yo, que como la mayoría de los uruguayos, había odiado a Perón, entré en el sueño de los jóvenes peronistas exiliados en París. Con Perón llegará el socialismo a la Argentina, decían, y yo, entre ellos, llegaríamos a Ezeiza con Perón a la cabeza, entre himnos, flores y banderas.

    Salí para la Argentina entre junio y julio de 1973, no recuerdo la fecha exacta. A los pocos días, supe dos cosas con claridad meridiana: que estar en Buenos Aires era mejor que estar en París, pero que no era lo mismo que estar en el Uruguay, donde se hallaba mi familia y mis viejos amigos, el viento y el mar que me habían acompañado desde niña. En cuanto a Perón y al socialismo, no fue necesario que pasaran más de 15 días cuando, enhebrando unas cosas con otras: discursos, decretos y conductas policiales, quedó claro lo lejos que estaba Perón del socialismo.

    Cuando llegué a Buenos Aires, me acogió un viejo amigo, abogado de IBM quien, trasladado al Brasil, me dejó por un mes su departamento, cuyo contrato vencía 30 días más tarde. Allí, en aquel apartamento de 120 m², que tenía un living con piso de mármol y donde no se encontraba mueble alguno, me ocurrió uno de los hechos que mejor serviría como ejemplo de acto fallido. Un viernes, de tarde, llegó a verme, desde Montevideo, Silvia, hija de una prima, a quien interrogué largamente sobre qué estaba pasando en el Uruguay. Quiénes se habían ido, quiénes habían caído, quiénes se habían juntado o separado, y quiénes habían muerto. Durante horas, esa noche, ya en la cama, seguimos conversando en la oscuridad del dormitorio. Así, me enteré de que Georgina, hija de Emir Rodríguez Monegal y amiga de mi hija Carmiña, había partido hacia Suecia, pero que en el Uruguay había quedado su novio, de 22 años, que falleció en la cárcel a causa de un cáncer.

    Al día siguiente, domingo, mi ex marido, que había venido a Buenos Aires para verme, me invitó a almorzar con un amigo de ambos. Acepté la invitación; pasaron a buscarme a las doce y media. Llamaron al timbre, yo me asomé a la ventana para pedirles que esperaran, pues no sabía dónde había puesto la llave para salir. Busqué, buscamos durante más de media hora, pero, en aquel departamento vacío, ni rastros de la llave. Había que renunciar a comer afuera. Para salir, teníamos que esperar a la mañana siguiente, hasta que volviera el portero. No me resulta difícil vincular el dolor que había sentido durante la noche anterior con la desaparición de la llave. Dolor y culpa. Pienso que los que pudimos salir del país nunca nos liberaremos de cierto sentimiento de culpa respecto a los que se quedaron y fueron encarcelados o torturados. Yo no recuerdo haber hecho nada con la llave, pero no descarto que la hubiera tirado por la ventana para castigarme. No tengo dudas de que, en algún lugar del alma, me acechaba la culpa. Y bien sabemos que el culpable merece castigo.

    El departamento del que hablo estaba en el barrio de Belgrano, y fue en Belgrano donde ocurrió el episodio que me puso en contacto con mi segunda psicoanalista, Ema Kestelboim.

    En una mañana soleada y fría, venía yo caminando por Federico Lacroze, con la cara empapada en lágrimas… tantas, que no veía a la gente que se me cruzaba en el camino.

    —¡María Esther!

    —Sí, ¿quién sos?

    —Haroldo

    —¿Qué Haroldo?

    —¿Cuántos Haroldos conocés? Haroldo Conti.

    —¡Ay! Haroldo…

    Haroldo abrió los brazos y yo me metí en ese espacio que me ofrecía.

    —¡Ay! Haroldo…

    —¿Qué pasa muchacha, qué pasa?

    —Volví hace un mes de París, pero no a Montevideo.

    —Pero vos sabías que no volvías al Uruguay.

    —Sí, lo sabía. Pero pensaba que Buenos Aires sería lo mismo.

    —Escuchame, lo que te pasa es normal. Vas a salir de este estado, pero sería bueno que alguien te ayudara.

    —¿Quién?

    —Un profesional.

    —¿Un psicólogo? No tengo plata.

    —Llamame mañana. Te voy a dar el número de teléfono de una psicoanalista que te va a atender. Ella verá la manera.

    Dos días más tarde llamé a Elba, la psicoanalista que vería la manera.

    —¿Quién dijiste que eras?

    —María Esther Gilio.

    —No, mirá, yo no puedo atenderte. Me gustaría, pero no puedo. Tenemos muchos amigos en común. Te doy el número de otra profesional que es tan buena como yo. Llamala.

    Llamala vos, idiota, pensé. Estaba ofendida, digustada, triste, llena de desconfianza. Amigos comunes…. Indiferente, egoísta. No llamaré a tu recomendada, ni a ninguna psicoanalista que viva en este mundo, fue mi resolución.

    Habían pasado dos o tres días cuando, al subir del subte de Plaza Italia hacia la calle, me crucé con Aldo Guglielmone.

    —¡Aldo!

    —¡María Esther! No sabía que estabas acá. ¿Cuándo llegaste? Vení, vamos a tomar un café.

    Sentados a una mesa de un café de Plaza Italia hablamos de mis sufrimientos y, sobre todo, de la analista que se había negado a atenderme. Fijate vos que esta cretina, que se llama Elba no sé qué, no quiere atenderme, porque tenemos amigos comunes. Podía haber inventado otra excusa, algo más creíble, le dije.

    Aldo miraba su café en silencio. Lentamente, le echaba azúcar, cuidando de no llenar la cucharita, y revolvía con igual cuidado. Estaba distraído. Aldo, no me estás escuchando, interrumpí. Me miró, puso su mano sobre la mía y me dijo: Elba Azardui es muy amiga mía. Te digo más, fue mi mujer hasta hace unos años.

    Dos días después llamé a Ema, la recomendada de Elba, quien había dejado de ser indiferente y egoísta. Ema me citó para el día siguiente, y en dos minutos resolvió el problema del pago: cuando yo empezara a trabajar, le pagaría las sesiones. ¿Usted cree que rápidamente voy a encontrar trabajo?, le pregunté con premura. Ema me miró en silencio.

    —Bueno, si usted lo dice. Pero de periodista, no.

    —¿Por qué no?

    —Mi periodismo acá no funciona.

    —¿En qué sentido?

    —Jacobo Timerman, después de leer en su diario la entrevista que yo había hecho a Pablo Neruda y que había aceptado publicar su director de cultura, Juan Gelman, me dijo que no sabía cómo eso había llegado al diario.

    —¿Cómo se lo dijo?

    —Me lo dijo al cruzarse conmigo en un corredor de La Opinión, con estas palabras: Ché, ¡qué cagada me encajaste! ¿cómo hiciste para convencer a Juan de que te publicara eso?. Dese cuenta. Si hay algo, por lo tanto, que no puedo hacer, es periodismo.

    —Ahí hubo dos opiniones. Una de Juan Gelman, otra de Jacobo Timerman. Confíe más en Juan Gelman.

    —No, no sé…

    —Creo que sí.

    —Sí, tal vez.

    A partir de ese día, fundamentada mi decisión de no hacer periodismo, empecé, realmente, a buscar trabajo. Todos los días abría Clarín en Trabajos se ofrece, y revisaba, con un bolígrafo en la mano, los anuncios de secretaria se precisa, pero qué lejos estaba de ser una secretaria medianamente aceptable. Mala en la máquina de escribir, en la que tipeaba con cierta rapidez, pero con dos dedos; mala en idiomas, porque, si bien podía desenvolverme en tres o cuatro, sólo al español lo hablaba y escribía fluidamente.

    Hacía casi un mes que estaba buscando trabajo cuando Tomás Eloy Martínez, que me conocía de tiempo atrás, me llamó desde La Opinión con esta proposición: ¿No querrías hacer unas entrevistas sobre El último tango en París, que acaba de ser prohibida?.

    —No, no sé…

    —¿Cómo que no sabés? Esta es una nota que a vos te queda como anillo al dedo.

    —¿Puedo contestarte mañana?

    Llamé a Ema, quien me citó para esa misma noche a las 9:30. Acudí serena a la entrevista. Es verdad que necesitaba trabajo, pero no quería hacer periodismo y, por más que Ema se lo propusiera, no me convencería de hacerlo.

    —Vamos a suponer que acepta hacer la nota, ¿qué puede pasar?

    —Puede pasar que no sirva.

    —¿En ese caso, se daría usted cuenta?

    —Apenas hubiera entrevistado al juez y al fiscal, ya sabría si el material conseguido sería el indicado.

    —¿El indicado para qué?

    —Para reflejar el espíritu provincial y reaccionario de estas dos personas que aprueban la prohibición de la película.

    —Es decir, que ya tiene claro cuál es el objetivo de las entrevistas.

    —No sé qué quiere Tomás. Yo aspiraría a ese objetivo.

    —Tal vez él quiere conocer los argumentos que

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