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Una sombra en la penumbra
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Libro electrónico638 páginas8 horas

Una sombra en la penumbra

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«Un caso sin resolver es un estigma en la piel de la memoria criminal; un misterio que perdura a lo largo del tiempo como una huella imborrable».
Una serie de casos olvidados en archivos policiales será el denominador común de las tres historias que componen este volumen de Magazine criminal; tres relatos «aparentemente» independientes que, como si se tratase de las piezas de un puzle, forman parte de una trama general que los envuelve a todos:
El primero de ellos es una novela completa que lleva por título Una sombra en la penumbra: Ambientada en la década de los 90, recrea los acontecimientos que rodearon la extraña desaparición del teniente de la Guardia Civil de un pequeño pueblo del norte de España, ocurrida durante el transcurso de la investigación que llevaba a cabo para resolver el brutal asesinato de uno de sus compañeros. «Lo que quedó al final fue un cúmulo de pistas no concluyentes, teorías sin fundamento e hipótesis redactadas en el informe de una investigación clasificada como no resuelta».
Las otras dos historias que completan este libro son:
1-La memoria del crimen: El último asalto de «Grillo» Galán: Novela corta basada en el trabajo de una periodista sobre el crimen que acabó con la vida de un conocido boxeador a principios de los años 80. El relato trata de arrojar luz sobre el homicidio, que quedó archivado hace décadas a la espera de nuevas pistas, y busca resolver las dos cuestiones principales que, desde entonces, flotan como fantasmas en el limbo de la incertidumbre: ¿Quién mato a Francisco «Grillo» Galán? Y, ¿cómo desapareció el cuerpo de su mujer?
2-Rehén: «La oscuridad, esa mortaja que lo envuelve todo, oprime, asfixia e infiere terror al evocar miedos primitivos. La persona maniatada a la silla despierta lenta y costosamente, como si hubiera permanecido a gran profundidad bajo el agua y hubiera tenido que bracear metros y metros hacia la superficie en busca de aire; un esfuerzo estéril que acaba, finalmente, en medio de esta angustiosa negrura». Así comienza la pesadilla para un hombre que está a punto de descubrir que no hay forma de engañar al pasado.

IdiomaEspañol
EditorialJ.D. Lisbona
Fecha de lanzamiento23 oct 2020
ISBN9781005113803
Una sombra en la penumbra
Autor

J.D. Lisbona

J. D. LisbonaTras licenciarse en Ciencias de la Información por la Universidad Complutense de Madrid, cursó estudios de diseño gráfico y ejerció posteriormente ambas profesiones en gabinetes de prensa y agencias de publicidad.En el ámbito literario, es autor de las siguientes novelas:La trama de la telaraña (Ediciones Pàmies, 2016). Ambientada en la España de los años 80, utiliza los elementos de la novela negra para presentar una historia cargada de intriga, protagonizada por personajes voraces y desalmados, en una época confusa que pretendía servir de puente entre el pasado represivo de la dictadura y un futuro lleno de oportunidades.La redención de los ángeles caídos (Jirones de Azul, 2007), es un thriller que, alternando aventuras, terror y suspense a lo largo de diversas épocas y escenarios de la Historia, sirve de marco para el análisis de la existencia humana.Otras obras publicadas:El reflejo de un extraño (2010)La leyenda de la pirámide invertida (2012)Cuadro de Tinieblas (2013)El sindicato (2014)Un caso por resolver. Serie Magazine criminal (2018)Una sombra en la penumbra. Serie Magazine criminal (2020)Consulta toda la información en la Web:http://www.jdlisbona.comSígueme en redes sociales:Twitter e Instagram: @jdlisbonaFacebook: www.facebook.com/jdlisbona

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    Una sombra en la penumbra - J.D. Lisbona

    UNA BREVE NOTA AL LECTOR

    Las historias que componen este volumen son independientes entre sí, pero, en conjunto, crean una trama común que convierte el libro en una novela coral. Los relatos pueden leerse aleatoriamente aunque, ¡cuidado!, ten en cuenta que del orden que elijas seguir dependerá la experiencia que te proporcione la lectura. Como sabes, el género negro está construido a base de enigmas, trampas y giros argumentales que, según el momento en el que los resuelvas, te pueden hacer disfrutar más o menos de la historia, de tal modo que tu decisión aquí va a ser muy importante. Por este motivo, me he permitido estructurar la novela de manera que, si la lees de principio a fin, puedas sacar el máximo provecho de ella.

    ¡Bienvenido a Magazine criminal!

    PERSONAJES

    Alcázar, Simón: Inspector de Asuntos Internos de la Policía Nacional.

    Azcona, Félix: Antiguo paciente del hospital psiquiátrico Campderá. Amigo de Lorenzo Vergara.

    Benedic, Clara: Sobrina de Max Siñeriz. Trabaja como secretaria personal para él.

    Capitán Hurtado: Oficial de la Guardia Civil de la Comandancia de Tres Cantos. Compañero de Lorenzo Vergara en Madrid a principios de los años 80.

    Crupier: Prestamista. Dueño de un club de Jazz en Gijón.

    Emma: Profesora de Educación Física en el instituto de Cangas del Nalón. Tutora de Isabel Vergara y novia de la cabo Ana Morrell.

    Eva: Esposa de Esteban Tamayo.

    Galán, Chloe: Hija del boxeador Fran «Grillo» Galán.

    Galán, Fran (alias Grillo): Boxeador. Famoso en España en los años 70. Asesinado en 1981. Su caso quedó sin resolver.

    Galán, María: Hermana de Fran «Grillo» Galán.

    Grillo, Toni: Entrenador de Fran «Grillo» Galán.

    Izarra, Lucas: Hijo de Pascual Izarra.

    Izarra, Pascual: Empresario. Promotor de combates de boxeo en los años 70 y 80. Manager de Fran «Grillo» Galán.

    Liébana, Marcos: Socio y amigo de Fran «Grillo» Galán. Responsable del gimnasio propiedad del boxeador.

    Molina, Carmelo: Inspector de policía. Encargado de la investigación por el homicidio de Fran «Grillo» Galán en 1981.

    Morrell, Ana: Cabo de la Guardia Civil en Cangas del Nalón en 1994. En la actualidad, teniente de la Guardia Civil.

    Mott, Jane: Esposa del boxeador Fran «Grillo» Galán.

    Nacho: Proxeneta. Dueño del club Roxxxy.

    Ontaneda, Moisés: Exboxeador. Conocido de Fran «Grillo» Galán.

    Petra: Hermana del teniente Lorenzo Vergara.

    Piquer, Elisa: Pareja del teniente Lorenzo Vergara.

    Ribó, Antonio (Toni): Hermano de Benjamín Ribó. Presidente del Frente Falangista Asturiano.

    Ribó, Benjamín: Sargento de la Guardia Civil en Cangas del Nalón y jefe de seguridad de Max Siñeriz.

    Romero, Emiliano: Amigo de Fran «Grillo» Galán. Empleado del promotor Pascual Izarra.

    Rubio: Delincuente dedicado a la venta de estupefacientes en Cangas del Nalón.

    Ruzafa, Raquel: Periodista. Autora del libro La memoria del crimen: El último asalto de «Grillo» Galán.

    Salva: Proxeneta. Dueño del club Roxxxy.

    Siñeriz, Max (alias, el Viejo; alias, el Gran Hombre): Magnate del sector hidroeléctrico y artífice de la construcción de Cangas del Nalón.

    Tamayo, Esteban: Dueño de Tamayo's, el emblemático Bar-Vagón de Cangas del Nalón.

    Vergara, Isabel: Hija del teniente Lorenzo Vergara.

    Vergara, Lorenzo: Teniente de la Guardia Civil en Cangas del Nalón.

    Verino, Jimena: Inspectora jefe de la Policía Judicial de Rabdells. Colaboradora en el libro La memoria del crimen: El último asalto de «Grillo» Galán.

    REHÉN

    Un relato escrito por

    CARLA OLAVIDE

    1

    La oscuridad, esa mortaja que lo envuelve todo, oprime, asfixia e infiere terror al evocar miedos primitivos. La persona maniatada a la silla despierta lenta y costosamente, como si hubiera permanecido a gran profundidad bajo el agua y hubiera tenido que bracear metros y metros hacia la superficie en busca de aire; un esfuerzo estéril que acaba, finalmente, en medio de esta angustiosa negrura. Lo sé por los primeros sonidos que emite: su respiración, alguna tos esporádica... Le cuesta volver en sí. Sus movimientos son torpes, acompañados de gemidos que se incrementan hasta convertirse en quejidos cuando trata de zafarse de las bridas con las que he inmovilizado sus manos a la espalda y los tobillos a las patas delanteras de la silla.

    Decido no intervenir aún.

    No tengo prisa.

    No puede hacer otra cosa que luchar en balde.

    Mantengo a oscuras el habitáculo. No quiero concederle la ventaja de descubrir dónde se encuentra; ni que se haga una idea, tan siquiera. Pretendo que experimente el miedo, el horror, antes de aceptar el final que le tengo preparado. Quizá sea macabro, pero es un deseo que nace de lo más profundo de mí. Igual, en algún momento de mi vida, haya considerado que es un deseo enfermizo, propio de alguien perturbado. Pero ahora mismo eso ha pasado a un segundo plano. No hay tiempo para debates morales. Además, siento un cosquilleo en el estómago que resulta placentero; y lo placentero no puede ser malo. De modo que permanezco en silencio, disfrutando de cada uno de sus movimientos, de sus clamores. Tira de las bridas, trata de levantarse, la silla golpea el suelo... Quizá termine cayendo, pero qué más da. Huelo su angustia. Imagino lo que debe de estar pasando por su cabeza ante una situación que escapa a su control.

    «Aproximadamente un año —me recuerdo a mí misma— es lo que me ha costado darle caza». No puedo decir que haya sido fácil, pero quizá eso me proporcione una satisfacción mayor. Además, un resultado perfecto requiere paciencia; atar bien todos los cabos y preparar meticulosamente cada detalle. Supe de él gracias a la información de un hombre que lo había conocido tiempo atrás, un exconvicto reinsertado. Luego, hice averiguaciones y su pista me condujo hasta Cangas del Nalón, un pueblo al norte de España, y me instalé allí para poder llevar a cabo la labor de observación. Tenía que seguirlo; conocer cada pormenor acerca de su vida, cada patrón de su conducta: sus horarios, sus costumbres. No se puede actuar sin saber dónde y cuándo es el momento preciso, o quién puede echar de menos a tu objetivo cuando desaparezca.

    Empecé a recoger datos pronto: vivía con una mujer con la que no estaba casado y tenía una hija adolescente cuya rebeldía le estaba pasando factura, pero por la que era capaz de dar su vida. En cuanto a amistades, no parecía relacionarse con nadie del pueblo. Eso facilitaba las cosas, a pesar de ser una persona popular entre los vecinos a causa de su profesión.

    Pasados unos meses, había recopilado suficiente información como para ponerme en marcha. Aun así, no se trataba de una presa fácil. Cualquier error insignificante podría haberme complicado la vida. No debía confiarme. Tenía que preparar el escenario, arrastrarlo hasta él. Ideé un plan y lo puse en marcha. El resultado final se ha traducido en el robo de una caja fuerte, saldado con dos muertes que la policía tendrá que investigar para dar con un sospechoso al que las pistas, escrupulosamente dispuestas, señalarán en poco tiempo.

    Todo ha salido según lo previsto.

    Hace apenas dos horas, mi víctima entraba en una urbanización a medio construir en la localidad de San Lorenzo, a orillas del Cantábrico; un plan de urbanismo que quedó paralizado por la crisis tras las olimpiadas de Barcelona y que elegí cuidadosamente para evitar que algún imprevisto pudiera dar al traste con mis planes. Tras salir de su viejo Mustang con un maletín, lo vi correr bajo el aguacero que nos ha acompañado todo el día hasta el porche de la vivienda que le había indicado en mi última nota. Se guareció bajo este y tanteó la puerta pintada de blanco, que al empujarla se desencajó, recorriendo tímidamente su arco mientras dejaba ante su vista un vestíbulo de paredes enyesadas y suelo solado de cuyo techo caían cables con bombillas desnudas. Olía a humedad y el viento penetraba en las estancias por los huecos sin cristal de las ventanas, atravesándolas por puertas que eran aún oquedades en las paredes. Debió de dejar el maletín en el suelo y de sacar su pistola a la entrada de lo que podría ser, cuando estuviese rematado, un salón. He de decir que ya contaba con que fuera armado, así que no me sorprendió. Comprobaría, con toda la cautela que fue capaz de atesorar, la planta principal y, sin dilación, subiría al primer piso. La escalera, una estructura de chapa en cuyos escalones se acumulaba polvo y restos de yeso, desembocaba en un distribuidor que se bifurcaba a izquierda y derecha dando acceso a cuatro estancias. Ahí sí había puertas, y yo había tenido la precaución de dejarlas cerradas. La luz plomiza del exterior servía de iluminación al pasillo al penetrar por el vano de dos ventanas a cada extremo. Mi víctima caminó sobre la gravilla del solado procurando no delatar su posición, en la medida que le era posible, aunque cuando se vio en la necesidad de comprobar el interior de las habitaciones no le quedase otra opción que desatrancar las hojas de madera y hacer ruido. Posiblemente se maldijera por ello. Fueron dos las que examinó antes de llegar a una estancia amplia (quizá destinada a albergar un dormitorio principal), donde, aparte del único mueble ya instalado en la vivienda (un armario empotrado), llamó su atención el perturbador detalle que decoraba una de las paredes: un centenar de fotografías empapelaban aquel tabique; imágenes que le había ido tomando durante el tiempo que estuve siguiendo sus pasos en el pueblo. Tuvo que reconocerse inmediatamente en cada una de ellas. Darse cuenta de que lo habían estado vigilando debería de haberlo sobrecogido pero, para potenciar su efecto, me había encargado de dar un toque más macabro a aquella puesta en escena, recortando de los retratos sus ojos y desfigurando su rostro con una tijera. Con ello busqué aterrorizarlo hasta el punto de distraer su atención y volverlo vulnerable.

    Y fue lo que sucedió.

    Cuando, súbitamente, el suelo crepitó a sus espaldas, se giró al tiempo que levantaba la pistola, pero no lo suficientemente rápido como para evitar la potente descarga eléctrica que le suministré. No sé si llegó a verme, aunque hubiera dado lo mismo: ocultaba mi identidad con un pasamontañas. Mientras mi víctima trataba de recuperarse en el suelo, aproveché para aplicarle un paño con la solución de formol suficiente como para hacerle perder el conocimiento. Después, mi socio y yo lo arrastramos hasta su propio coche y lo trasladamos aquí, donde ha despertado.

    Nada ha fallado.

    De repente, el rehén deja de luchar en la silla. Algo lo ha obligado a rendirse. Quizá se haya convencido de que es inútil malgastar sus energías. Puede que se sienta agotado y que necesite un descanso. Pero no. No es solo eso; o, al menos, no es el motivo principal.

    Ahora, creo incluso que puedo escuchar los latidos acelerados de su corazón.

    Sonrío al entenderlo.

    Por fin es consciente de su situación:

    Ha sido secuestrado.

    2

    Sus gritos de ira y desaliento resuenan entre las paredes.

    De nuevo se agita, se revuelve, tira de las bridas que lo mantienen atado a la silla y, cuando se da por vencido, vuelve a lanzar un berrido. Me divertiría si tuviese un perfil psicológico macabro, pero no es el caso.

    O quizá sí.

    Quién sabe.

    La vida me ha llevado hasta situaciones extremas que han marcado mi psique al exponerla a algo para lo que no estaba preparada. Cada paso que doy está calculado fríamente, y ha llegado el momento de avanzar.

    Enciendo una linterna y arrojo la luz directamente sobre su rostro, como un latigazo.

    El rehén baja los párpados y aparta la cabeza. Es una respuesta instintiva al dolor que le produce la iluminación. Sus gritos se apagan a la espera de que suceda algo más. Pero los segundos pasan, el foco continúa incidiendo sobre él y mi inmutable silencio lo obliga a tomar la iniciativa.

    —¿Por qué me haces esto? —escupe con una voz arenosa que parece arañar su garganta y que me provoca un escalofrío. Mi mano tiembla y la luz de la linterna tremola contra su rostro lívido, pero me obligo a serenarme de inmediato—. ¿Quién eres?

    Hay arrogancia en su tono. Una arrogancia que me causa malestar y alimenta mi cólera. No es eso lo que espero de él. Espero sumisión. Quiero que implore; que tema por su vida. Pero parece que me va a costar domarlo un poco más. Así que evito responder.

    —¡Maldita sea!... ¿Por qué no me hablas? ¡Dime algo! —rascan sus cuerdas vocales aquellos imperativos.

    Apago la linterna.

    Me gustaría dejar que sacara sus propias conclusiones, pero es difícil que lo consiga en estas circunstancias. Ahora su instinto trabaja para encontrar la forma de liberarse, por eso se revuelve nuevamente, da tirones y salta con la silla a cuestas como si un demonio hubiera poseído su cuerpo.

    Esta vez, se agota pronto.

    Para.

    Respira agitadamente y grita con exasperación.

    Y ese alarido hiela mi sangre.

    Enciendo la linterna para paliar el terror que me causa; algo con lo que no había contado mientras trazaba los detalles de mi plan. El haz incide en su rostro, pero se esfuerza por mantener los ojos entreabiertos, buscándome tras un foco donde apenas puede distinguir mi silueta ensombrecida.

    Me pongo en pie y me acerco a la silla.

    Cuando llego a su lado, sin darle tregua, hago retroceder mi brazo y descargo un puñetazo sobre su cara. No lo ve venir, por lo que la sorpresa es mayor cuando su mejilla se abre. No ha sido un golpe contundente, pero el puño americano que corona mis dedos lo ha hecho efectivo. La sangre resbala desde la herida acompañando un quejido.

    Sostengo la linterna en la boca y saco un pañuelo de tela del bolsillo trasero de mi pantalón. Lo anudo en torno a su cabeza cubriendo sus ojos. Mientras lo hago, protesta.

    Se agita.

    Grita:

    —¿Quién coño eres?

    Me alejo de él de vuelta a mi asiento.

    3

    Mi rehén se desespera al sentir la sangre resbalando por su mejilla y gruñe una amenaza:

    —¡Escúchame, hijo de puta! No sabes quién soy. Has cometido el error de tu vida y te va a costar muy caro.

    Mientras me increpa, mueve la cabeza hacia uno y otro lado, forcejeando a pesar de haberse dado cuenta ya de que es imposible liberarse de las bridas. Hay tenacidad en su instinto de supervivencia. En cuanto a sus palabras, no me afectan. Quien no conoce la identidad del otro es él, no yo. Yo sé perfectamente quién es mi víctima y lo que ha hecho en su vida.

    Enciendo un foco que tengo conectado a un generador eléctrico y el sótano se ilumina.

    Como táctica para minarle la paciencia, no respondo a su amenaza. Y surte efecto. Al ver que no hay reacción por mi parte, adopta una postura más dócil:

    —Oye... podemos llegar a un acuerdo, ¿vale? Aún tengo el dinero... Vamos a hablar...

    Ese cambio de actitud me complace. Está dispuesto a escucharme, que es lo que pretendo.

    Me siento, saco un cigarrillo y lo enciendo.

    El humo asciende ante mí creando una barrera entre ambos que desaparece tras exhalar la primera bocanada.

    Cuando comienzo a hablar, manifiesta su sorpresa con un leve respingo. No es que me haya reconocido, es que lo ha desconcertado mi timbre de voz.

    —No me interesa el dinero —pronuncio con una frialdad que se mimetiza con el clima que nos envuelve.

    Su actitud vira hacia la confusión.

    —¿Cómo? Pero… me exigiste cien millones.

    —Sí —admito, sosegada—. Pero tengo que reconocer que el dinero era solo parte de una estrategia. Tenía que hacerte caer en la trampa. Ya sabes: un secuestro, la liberación a cambio de dinero, una cantidad suficientemente elevada como para que tuvieras que meterte en algún lío si querías tenerla a tiempo… y ya está. Ahora la policía buscará al autor del robo y de los asesinatos, y las pistas acabarán conduciéndolos hasta ti. Por eso, a nadie le extrañará que hayas desaparecido.

    —¿Desaparecido? —Ahora su tono se tiñe de ansiedad.

    —Sí. Desaparecido —repito con aplomo, como una sentencia de muerte.

    Al cabo de un silencio, mi rehén vuelve a hablar:

    —¿Y mi hija? ¿Dónde la tienes?

    —En un sitio seguro.

    —Un sitio seguro… —repite como si fuera el final de un chiste sin gracia—. Si no quieres dinero y esto es parte de un plan, ¿qué pides a cambio de liberarla?

    —Tu colaboración.

    —¿Mi colaboración?

    —Tengo preguntas. Necesito información y tú puedes dármela.

    —Información sobre qué.

    —Sobre algo que pasó hace mucho tiempo.

    Su silencio me confirma que se está esforzando por relacionarme con algún momento de su pasado. Lo rompe unos segundos después con una nueva duda:

    —¿Te conozco?

    Sonrío y doy otra calada al cigarrillo.

    —Aún no.

    Suena a amenaza. Y lo es, en el fondo. El rehén tuerce la cabeza, intranquilo.

    —¿Te envía alguien?

    —No. Se trata de un asunto personal.

    Parece que sigue afanado en hacer memoria, en enlazar las características de mi voz con la causa que le haya podido conducir hasta aquí. Intuye que tiene que tratarse de algo grave para que me haya molestado en elaborar todo este plan únicamente con el fin de sacarle algo de información, pero es incapaz de dar con la respuesta.

    —Entonces dime qué quieres de mí, y acabemos con esto de una vez —acepta, solícito.

    Asiento en silencio, como si pudiera verme. Es positivo que tenga esta actitud.

    —Antes de llegar a eso, tengo que contarte una historia. Y necesito que prestes toda tu atención, porque es vital.

    Murmura una respuesta que no llego a entender, aunque parece indicar su conformidad a la condición que acabo de plantear.

    —Tenía siete años cuando mis padres murieron —relato sin más preámbulo—. Hasta ese momento, creo que no recuerdo nada de mi infancia. Ni siquiera tengo fotografías. Pero me acuerdo con cierto detalle de aquel día… —Una imagen violenta de mi madre, siendo arrastrada por un hombre a lo largo del pasillo de mi casa, ahoga mis palabras. Quien la lleva agarrada del pelo es un desconocido de cabello oscuro y bigote ancho, delgado pero, en apariencia, fuerte. Mi madre grita, aunque yo no oigo sus voces. Cuando el recuerdo se difumina, con la misma brusquedad con la que ha irrumpido, continúo—: Aquella mañana no sucedió nada en particular: me levanté como de costumbre, con mi madre desperezándome mientras subía la persiana y me amenazaba con que llegaríamos tarde a la escuela. Parecía estar de buen humor, cosa que no era frecuente en ella. Mi padre dormía, porque trabajaba hasta tarde, así que no lo veía nunca antes de irme al colegio. No recuerdo que sucediera nada especial en el transcurso del día. Por la tarde, fui al cumpleaños de una de mis mejores amigas, luego mi madre me vino a buscar, volvimos a casa, me dio un baño y me puse a jugar en la habitación mientras ella preparaba la cena. No siempre esperábamos el regreso de mi padre para sentarnos a la mesa, pero aquel día sí lo hicimos. Debía de ser que él la había telefoneado para anunciar que llegaría a tiempo. Pero antes de que lo hiciera, alguien llamó al timbre. Mi madre abrió la puerta. Yo seguía en mi habitación cuando escuché sus gritos. Me asomé al pasillo y vi a dos hombres entrando en casa… —Me detengo ahí, en un recuerdo que no sé hasta qué punto forma parte de mi memoria o de mi imaginación. Por eso decido apartarlo de mi cabeza para continuar mi relato—: Después de que aquellos extraños mataran a mis padres, me adoptó un tipo al que conocía como el Tío Pascual, quizá porque desde que nací me dijeron que era mi tío. Con el tiempo descubrí que ni siquiera éramos familia, pero para entonces ya llevaba viviendo con su mujer y sus dos hijos varios años. A Pascual lo metieron en la cárcel a los pocos meses de la muerte de mis padres. Cumplió una condena de ocho años por tráfico de drogas, así que tampoco puedo decir que me criara a su lado. Mi vida transcurrió al amparo de su mujer, una actriz de los años setenta aficionada a la coca, que pasaba las noches de fiesta y los días durmiendo, y de sus hijos, mayores que yo, que tampoco me hacían demasiado caso. ¿Te haces una idea de cómo fue mi infancia? —No me responde, aunque no lo necesito—. Con quince años estaba harta de ellos, como podrás figurarte. Me daba la impresión de que ni siquiera sabían que existía. Pasaba la mayor parte del día fuera de casa, con los chicos del instituto, matando el tiempo para llegar a cenar y encerrarme en mi habitación, y así no tener que oír las broncas diarias entre mi madrastra y sus hijos. Siempre era igual. Se gritaban por cualquier cosa, aunque la causa más común era el dinero. La estancia en la cárcel de mi «tío» había llevado a la ruina sus negocios, que ninguno de sus hombres de confianza había sabido dirigir y que la actriz y los dos energúmenos de sus muchachos habían ayudado a hundir gastándose más de lo que rentaban. Así que cuando Pascual salió por fin del trullo, se encontró con una situación muy distinta a la que había dejado, y no le sentó nada bien. Creo que los hubiera matado a todos, de haber podido. No lo sé, es mi opinión. Tampoco es que me interesaran sus asuntos. Quince años es una edad complicada, porque hay una parte que lucha por ser adulta mientras que otra sigue siendo plenamente infantil. Ya sabes: la inocencia, las hormonas..., las contradicciones, en definitiva, de la Naturaleza.

    »Recuerdo que aquel fue un verano difícil. Era una niña que se hacía mujer ante un futuro desconocido en medio de una vida que no entendía y que me parecía más un castigo que otra cosa. Pero, a finales de agosto, conocí a un chico. Era el chico ideal, ¿sabes? Acababa de cumplir los dieciocho y había ido a pasar unos días a la costa (donde mi tío tenía una casa) con unos amigos. El chico era guapo, con una cara de pillo que me volvía loca. Siempre me siento atraída por los chicos malos, qué le voy a hacer. Generalmente, en ellos encuentro consejos buenos. Me fui con él a una fiesta en la playa, encendimos una hoguera, compartimos comida y alcohol y, por primera vez, me sentí integrada en un grupo de gente adulta. Sí, me hicieron sentir importante. No solo él, sino toda su gente. Me escuchaban, reían mis ocurrencias, parecían mostrar interés en lo que decía, y en conocer mi vida; una vida que para mí no tenía nada de especial. Aquella noche bebí alcohol por primera vez, fumé hierba, me cogí un buen colocón..., y me enamoré. Es una bonita historia, ¿verdad?

    Enciendo otro cigarrillo y me doy cuenta de que mi rehén no necesita tantos detalles para entender lo que viene a continuación. Tras aspirar el humo, reconduzco el relato:

    —Después de aquel pueblo, el chico y sus dos amigos tenían previsto pasar otra semana en Marbella, y me ofrecieron acompañarlos. Ni siquiera lo pensé. Hice una bolsa, escribí una nota en un papel diciendo a mi tío que me marchaba y que no se preocupara por mí, me monté en su coche y los cuatro pusimos rumbo a Málaga.

    »El viaje fue divertido, hasta que decidieron parar en una gasolinera. Entonces me di cuenta de que pasaba algo raro, porque se pusieron a hablar del personal que atendía en los surtidores y del número de trabajadores que podría haber en el interior de la tienda. Podía ser una adolescente, pero no era imbécil. Enseguida comprendí lo que planeaban y me asusté. Mi chico me pidió que me calmara y me prometió que todo saldría bien. Necesitaban dinero para las vacaciones y no era la primera vez que lo hacían. Me dieron un par de instrucciones que debía cumplir y se pusieron manos a la obra…

    Mientras lo narro, recuerdo aquel coche accediendo a una gasolinera situada en medio de una carretera que atraviesa un paisaje agostado. Se detiene junto a un surtidor, donde un empleado ataviado con un mono de trabajo aguarda para servirnos el combustible. Los cuatro bajamos del vehículo, lo saludamos, interpretamos el papel de cuatro jóvenes que van de viaje y que están agotados pero ilusionados. Estiramos las piernas, nos movemos alrededor del coche, el conductor le pide al empleado que llene el depósito y yo me dejo ver, atrayendo su atención. Mi vestido de flores ayuda, y mucho, dejando al aire mis piernas ya bronceadas y escotándose cuando me agacho para permitirle que tenga una visión de mis pechos ya formados y sueltos bajo la suave tela. El empleado es un tipo mayor y no pierde la oportunidad que le brindo de contemplarme a hurtadillas, manteniéndose enganchado a la manguera que alimenta el depósito del coche. Mientras tanto, dos de los chicos desaparecen. Entran en la tienda y se encuentran con dos empleados más. No hay clientes. Uno de ellos saca una pistola y apunta al que está tras la caja. «¡Dale todo el dinero a mi colega!», le ordena. No hay complicaciones. El golpe es rápido, pues los empleados colaboran para evitar que un mal mayor arruine sus vidas. Vacían la caja registradora y, después, acatan la orden de sentarse en el suelo, espalda con espalda. Atan las manos de ambos con cinta americana y, cuando salen, el que se ha quedado fuera conmigo ha pagado la gasolina y está sentado al volante con el motor en marcha. Yo también estoy dentro del coche, con la puerta abierta, captando aún la atención del encargado del surtidor que, sin reparo ya, me observa mientras le doy conversación, con las piernas entreabiertas, desde el asiento trasero.

    —…Y seguimos nuestro camino antes de que el tío se enterase de lo que había ocurrido. Fue la primera vez que me sentí viva, ¿sabes? Viva de verdad. Luego pasamos una semana a lo grande en Marbella, en el chalet de un amigo de ellos; un tipo con pasta que estaba pasando una temporada fuera, según me contaron. Tenía jardín con piscina, y las fiestas nocturnas que preparamos eran alucinantes. —Me interrumpo para dar una calada al pitillo—. Pero un día, la cosa se jodió. Estábamos durmiendo cuando asaltaron nuestro chalet al grito de «¡Policía!», y nos detuvieron a los cuatro.

    4

    Termino el cigarrillo.

    Lo dejo caer al suelo.

    Lo piso.

    Exhalo la última bocanada de humo mientras tamborileo con la linterna apagada sobre mis piernas y aclaro:

    —Mis tres amigos eran conocidos y estaban buscados por la pasma. Los acusaron de diversos delitos, entre los que se incluía el de robo con intimidación y violencia, no solo por el asalto en el que yo había participado. Pero mi caso fue distinto: no tenía antecedentes, era menor y el tipo de la gasolinera declaró que no había hecho nada, aparte de charlar con él. Evitó contar que lo había puesto cachondo para distraerlo, quizá por vergüenza. El resultado fue que quedé libre, aunque fichada, pero ese sería el menor de mis problemas.

    »Mi padre adoptivo, el «tío» Pascual, estaba realmente cabreado, ¿sabes? Pero no me dijo nada. No me abroncó ni me gritó ni me insultó como esperaba que hiciera; conforme a como reaccionaba cuando su mujer o sus hijos no actuaban según sus normas. Solo encontré indiferencia en él. Pasó sin hablarme unos días, hasta que una mañana me pidió que lo acompañara. No me dio más explicaciones. Nos subimos a su coche y salimos a la carretera. Mientras íbamos de camino dondequiera que fuéramos, me habló por primera vez de mis padres y de su relación con ellos. Me hizo saber que mi padre había sido un «sonado» con poco cerebro y mucha mala suerte, y que mi madre no había sido más que una puta que, sin duda, estaba mejor muerta. Si yo había sido adoptada por él, había sido por proteger sus negocios de la policía, por miedo a que estos investigaran la muerte de mis padres y llegaran hasta él valiéndose de lo que yo podía contar. Por eso se había empeñado en hacerme entender, a mis siete años, que no debía hablar con nadie sobre lo que había visto el día en el que aquellos dos extraños asaltaron mi casa.

    Algo se revuelve en mi estómago al decirlo en voz alta. Me encuentro mal, pero me sobrepongo y continúo:

    —Escucharlo de su boca, con la frialdad con la que me lo soltó, me hizo sentir miedo. Para entonces ya sabía cómo era Pascual: egoísta, hermético, manipulador y, en ocasiones, violento. Pero a mí jamás me había dirigido palabras tan hirientes. Después me confesó que me parecía mucho a mi madre, y que le hubiera gustado que alguno de sus hijos hubiese tenido mi carácter y temperamento. De haber sido así, sus negocios no se habrían hundido hasta llevarlo a la bancarrota. Pero, por desgracia, yo no llevaba su apellido; y pareció realmente afectado al señalarlo.

    Hago una pausa y recuerdo a Pascual, con su traje arrugado de color marrón al volante de un viejo Mercedes, el reloj de oro como único recuerdo de los tiempos de bonanza, brillando en su muñeca izquierda por el sol, con aquel cabello teñido de castaño fijado con gomina a la cabeza y los ojos claros observando la carretera ante él, siempre sereno, siempre «aparentemente» tranquilo. Por primera vez en mi vida lo vi como a un padre; un hombre decepcionado por la actitud de su hija. No volvió a abrir la boca durante el resto del trayecto, que se prolongó por carreteras secundarias, hasta que, poco antes de llegar a nuestro destino, me informó de que iba a cerrar un negocio y que quería que yo estuviese presente:

    —Al fin, el vehículo redujo la velocidad al acercarse a un edificio situado en un lateral de la vía. Era una casa de dos plantas con un letrero luminoso en el tejado que rezaba «Club Roxxxy», apagado a esas horas de la mañana. Pascual se desvió por un camino de tierra, lo rodeó y aparcó en la parte posterior, donde se abría una puerta pequeña. «Esto es un puticlub...», recuerdo que dije, sorprendida. «Mi mercancía no se vende en las iglesias», me respondió recurriendo a una ironía que era habitual en él.

    Mi rehén tuerce la cabeza como si quisiera captar algo ajeno a la historia que le estoy contando. Quizá esté atento a otros sonidos de fondo, a otros estímulos aparte de mi voz, pensando en la forma de escapar de mí. Aunque lo tiene complicado. El caso es que no me gusta que disminuya su atención, de modo que me pongo en pie.

    —¿Sabes? —comento al tiempo que me acerco a su silla—. Hay personas cuya maldad las hace ser tan despiadadas que parecen carecer de sentimientos. Creo que puede deberse a factores psicológicos: algo que falla dentro del cerebro y que las inhibe de ciertas capacidades, como tener empatía por otros seres humanos. No sé si pueden llegar a llamarse psicópatas, la verdad —opino, acercando mi boca a su oreja para que me escuche con todos los matices. Entonces puedo apreciar que su piel se eriza, y eso me complace—. Con el tiempo he llegado a creer que, sencillamente, es su propia condición; su naturaleza. Como una Mantis. Puede resultar cruel que decapite al macho de su propia especie y devore su cabeza, pero no puede evitarlo. Y, desde luego, no siente nada al hacerlo, puesto que su condición le viene dada al nacer. Estas personas de las que te hablo no se diferencian del resto, de los bondadosos, de los comprometidos, de los justos o, sencillamente, de los hombres grises que pasan su vida sin pena ni gloria, pero su condición también les viene dada. O quizá sea que la especie humana es así y la mayoría de individuos logran aprender patrones para evitar lo que es propio de su ser... ¿Tú qué crees?

    5

    —Acompañé a mi padre adoptivo al interior de aquel club de alterne…

    Continúo hablando, de regreso a mi asiento, y las imágenes me asaltan de nuevo a medida que lo voy recordando en voz alta para él:

    —Has demostrado tener agallas largándote de casa, y supongo que has pretendido demostrarme con ello que ya no eres una niña, ¿verdad? —me dice mi «tío» Pascual mientras caminamos por el aparcamiento de tierra—. Así que voy a tratarte como una mujer, si es lo que deseas. Y, como mujer, es hora de que entiendas que en la vida hay responsabilidades de las que cada uno debemos hacernos cargo. Para mí, tú eres mi responsabilidad. Mantenerte es mi responsabilidad. Educarte, enseñarte, darte cobijo… ¿Y cómo puedo proporcionarte todo eso? Con mi trabajo y mi esfuerzo. Y mi trabajo y mi esfuerzo se traducen en mis negocios. Si mis negocios no funcionan, yo no puedo encargarme de ti y cumplir con mi responsabilidad. ¿Lo entiendes? Lo cual nos lleva a la cuestión principal del asunto: Haciendo lo que has hecho, me has expuesto, a mí y a mis negocios, a un serio peligro. Y me has obligado a plantearme qué debo hacer si quiero recuperar todo lo que he perdido durante estos años que he pasado en prisión.

    Entramos a un pequeño hall al que sigue un pasillo que parece cruzar el edificio. De allí surgen unas escaleras de caracol, enmoquetadas, que comunican con otra planta. Él se mueve como si lo conociera de sobra, camino del piso superior. Yo voy detrás. Al llegar arriba nos encontramos con un distribuidor iluminado tenuemente por lámparas ancladas a las paredes, donde se alternan puertas enfrentadas. La mayoría de ellas están cerradas. Lo recorremos hasta el final y pasamos a un despacho en el que hay dos hombres sentados; uno tras un escritorio, próximo a una cristalera que domina la sala con mesas de la planta de abajo, y el otro, en un sofá tapizado de cuero blanco situado en un lateral. El que está tras el escritorio se llama Nacho. Es un tipo de cuarenta y tantos años, de físico flácido y con adicción al alcohol y a las drogas que arrastra desde hace una década. Viste como un setentero, con una camisa estampada de colores vivos, cuellos enormes y pantalones acampanados. En este momento, juguetea con un Chupa Chups pasándoselo de lado a lado de la boca. El otro se llama Salva; es un tipo flaco pero fibroso, vestido con traje de algodón claro. Luce joyas de oro en el cuello y en las muñecas. Mi padre adoptivo los saluda y hace las presentaciones conmigo. Aquellos tipos no me gustan nada, así que deseo con todas mis fuerzas que Pascual haga lo que haya ido a hacer y nos larguemos de allí cuanto antes. Pero ellos parecen encantados con la visita, y nos invitan a sentarnos y tomar una copa.

    Salva se pone en pie, se acerca a una bandeja repleta de botellas y sirve dos vasos de tubo con whisky.

    —Esto es un Chivas, cariño —Me guiña un ojo mientras me pasa una de las bebidas—. Seguro que no has probado algo así en tu vida.

    El comentario les causa risa. No entiendo por qué.

    Yo sonrío, por cortesía; una mueca natural que desprende, sin poder evitarlo, mi sensación de repulsión hacia aquel hombre. No sé si él lo aprecia, aunque por aquel entonces me costaba mucho fingir. Dudo si aceptar la copa, pero mi «tío» me hace un guiño de conformidad.

    —¿Cuántos años tienes? —me pregunta Salva, sentándose en el reposabrazos de mi butaca.

    Respondo que quince, y él comenta que soy muy «jovencita» con un matiz libidinoso que no me pasa por alto. Me sonríe con un gesto que me incomoda; empieza a darme asco. Tiene la cara picada de viruela y me parece un tío desagradable. Mientras tanto, mi padre adoptivo, que se ha sentado frente a Nacho, separados ambos por el escritorio, se ha enfrascado en una conversación que versa sobre viejas deudas y nuevos negocios. Pero yo no puedo oírlos, aunque lo intento, pues Salva se ocupa de mantenerme distraída.

    Su tono amistoso cada vez es más inquietante y ni siquiera pruebo el whisky que tengo entre mis manos. De cuando en cuando, desvío la mirada hacia la mesa y deseo que Pascual tuerza la cabeza para poderle hacer un gesto con el que entienda que quiero irme de allí. No veo qué sentido tiene que yo esté presente en esa reunión ni qué pretende que aprenda de unos desgraciados como aquellos. Pero él bebe relajadamente y charla en voz casi inaudible con el tipo del Chupa Chups.

    Por fin, mi «tío» deja el vaso sobre la mesa y se pone en pie. Nacho hace lo mismo. Se regalan una sonrisa y estrechan sus manos como si hubieran llegado a un acuerdo. Respiro aliviada y me dispongo a incorporarme del sofá, pero la mano de Salva se posa en mi hombro con algo más que simple ímpetu, devolviéndome al asiento. Entonces mi corazón empieza a latir con fuerza. La sonrisa de aquel hombre no se ha borrado de su rostro, pero ahora me resulta amenazante. Miro a mi padre adoptivo, que se da la vuelta ajeno a mí y camina hacia la puerta.

    —¡Pascual! —lo llamo, alzando la voz, aunque finge no escucharme—. ¡Pascual!

    Intento zafarme de Salva, lo cual es imposible. El whisky se derrama sobre mi ropa y el vaso acaba estampado en el suelo. Vocifero ordenándole que me suelte, con desasosiego, y él intenta calmarme con tono quedo:

    —Tranquila, cariño. Tranquila. Solo queremos hablar un momento contigo, ¿vale?

    No me he dado cuenta de cuándo lo ha hecho, pero el tipo del Chupa Chups ha abandonado su sitio y se encuentra junto a mí. Salva, sin soltarme, se sitúa tras el respaldo y me aferra por los hombros, con fuerza, impidiendo que me mueva.

    —Bueno, cariño, te voy a contar cómo va esto —me empieza a explicar—. A tu papi el sueldo no le llega, y nosotros le vamos a ayudar con una paga extra para que su vida sea algo más decente.

    Tiemblo de miedo. Les suplico que me dejen ir, aunque estoy ya convencida de que aquello no es ninguna artimaña de Pascual para asustarme y hacerme entrar en vereda, devolviéndome a su casa como un corderito con la certeza de que jamás volveré a causarle problemas, y los dos tipos vuelven a reír tras cruzarse una mirada cómplice. Nacho se quita el Chupa Chups de la boca y examina mi cuerpo de arriba abajo.

    —Tu papi está seguro de que te han desvirgado ya..., pero, aun así, vamos a tener que prepararte un poco. Aquí nuestros clientes son muy exigentes. Les gustan jovencitas, pero no pardillas.

    Me veo atenazada por un ataque de pánico, aunque logro reaccionar a tiempo y me revuelvo soltando patadas mientras grito pidiendo auxilio. Nadie me escucha; o, si lo hacen, me ignoran. El caso es que nadie acude en mi ayuda. Nacho se abalanza sobre mí y me saca a trompicones los vaqueros cortos que visto, sorteando los golpes que le lanzo. Le cuesta conseguirlo (a pesar de que soy una chica menuda) pero logra deshacerse de ellos y de mis bragas. Salva se ríe, alienta a su socio y me inmoviliza desde atrás. Yo empiezo a llorar; trato aún de resistirme, hasta que recibo un puñetazo en la cara que me deja aturdida.

    6

    Mi rehén se angustia; tensa cada músculo de su cuerpo.

    Soy capaz de oler el miedo mezclado con su sangre, y la ansiedad que lo va embargando. No tiene nada que ver con aquello que le estoy contando, pero parece que la historia le da pistas sobre mi estado mental, lo cual le debería de preocupar.

    —Oye, escucha... —habla con su voz rasgada, adoptando una actitud más solícita que la que ha venido demostrando—: No necesito que me cuentes lo que te ha pasado en tu vida. Puedes ahorrártelo. Dime qué información necesitas y acabemos de una vez.

    A pesar de la situación, su voz no es temblorosa ni precipitada, como cabría esperar. Parece estar negociando con un compinche al que haya intentado engañar y con el que no le haya salido bien la jugada. Pero yo no soy esa persona. Lo contemplo desde la silla, alumbrado por el potente foco que nos domina a ambos, y apunto:

    —Creí que te interesaba saber quién soy…

    —A estas alturas ya no me importa. Solo quiero poner fin a esto.

    —Crees que no te importa, pero yo estoy segura de que sí —le contradigo—. Porque, al final, te quedarán preguntas que solo podrás responder si sabes por lo que he pasado. Así que cierra la boca y escucha.

    —¿Escuchar? —Su temperamento hostil vuelve a tomar las riendas en un arrebato de cólera—. ¿Qué quieres que escuche? ¿Lo jodida que ha sido tu vida?... Si te hicieron daño, lo lamento. Lo siento mucho, pero yo no puedo hacer nada. Ni siquiera soy responsable de ello. Oye…, solo te lo diré una vez: suéltame y tendrás una oportunidad de conseguir lo que sea que andas buscando.

    —Tu hija tiene dieciséis años también, ¿no es cierto? —lo interrumpo, calmada, dejándole un tiempo para la reflexión—. Pues piensa que está en mi mano que su vida pueda ser igual de jodida que fue la mía. Así que te vendría bien mostrarme un poco de respeto, porque ahora su futuro depende de ti.

    El rehén se silencia como si mi amenaza hubiera caído sobre su espalda en forma de chorro de agua gélida. Entonces agacha la cabeza, pegando el mentón al pecho. Creo interpretar desolación en su gesto. Sus esperanzas de negociación se van desvaneciendo y empieza a gimotear; o quizá esté riendo de desesperación, quién sabe. Parecen hipidos, pequeños botes que hacen que su pecho y sus hombros suban y bajen. Pero ignoro cualquiera de sus reacciones, me acomodo y continúo desvelando mi historia:

    —Nacho y su socio, Salva, me violaron repetidas veces. Antes me habían drogado, lo cual no evitó que me diera cuenta de todo. Me ataron a la cama, me humillaron con golpes e insultos, me doblegaron con amenazas, me obligaron a hacer cosas que hasta entonces solo había oído en boca de los chicos más adelantados de mi instituto y, para terminar, me sodomizaron por turnos. Cuando terminó aquel calvario, me quedaron dos cosas claras: La primera, ahora era propiedad de aquellos dos tipos. La segunda, si intentaba escapar, me matarían.

    »Durante los siguientes meses, fui explotada sexualmente. Convivía, o sobrevivía, con el resto de chicas prostituidas por aquellos dos tipos. A algunas las amenazaban de muerte para que hicieran lo que las ordenaban; a otras, las mantenían drogadas casi permanentemente y no se enteraban de gran cosa. Cuando alguna se portaba mal era castigada con una brutalidad que no podrías siquiera imaginar. El propio Salva se encargaba de liquidar el asunto; él era el hombre de acción de aquella sociedad. Nacho era menos cruel, y a las chicas solo las tocaba para satisfacer sus propias necesidades. Quizá fuera más vicioso y enfermizo que Salva, pero tenía algo de clemencia. Nos confinaban en zulos inmundos; nos hacían pasar frío, hambre, sed. Al final, muchas acababan sintiéndose afortunadas por estar al amparo de aquellos dos dementes, y se convertían en vigilantes de las otras. Así conseguían beneficios, tener siempre el estómago lleno y hacer servicios con los clientes menos repugnantes.

    »Como era menor de edad, a mí nunca me exhibían. Me mantenían en una zona reservada y llevaban a los clientes hasta allí. Casi siempre los peores: los más depravados, los más retorcidos. Alguna que otra vez se dejaba caer algún policía, a los que pagaban para mantener el negocio protegido y libre de inspecciones. Nacho y Salva sabían montárselo muy bien, eso es cierto. Y se hacían respetar. Como te digo, los clientes que utilizaban mis servicios eran difíciles de complacer, y por eso pagaban mucho más por mí.

    »Durante las primeras semanas me mantuvieron drogada. Era difícil someterme, y pegarme palizas dejaba huellas en el cuerpo que a nadie le gustaba ver. Pero cuando la clientela empezó a quejarse de que pareciera más una muñeca hinchable que una adolescente, tuvieron que cambiar de método. Dejaron de meterme tanta mierda en las venas, solo la suficiente para mantener mi dependencia de la heroína, y me forzaban a obedecerlos a cambio de no causar daño a las chicas que me cuidaban y me trataban como a una hija. Yo era su diamante en bruto, y a aquellos dos tipos no les importaba torturar hasta la muerte a cualquier otra con tal de sacar beneficio de mí.

    Mi estómago se revuelve y me veo forzada a interrumpir la historia. Súbitamente, me sobreviene una arcada y suelto restos de comida en el suelo.

    Respiro.

    Limpio mi boca con un pañuelo que saco de uno de los bolsillos de mi pantalón y continúo:

    —Cuando recuerdo aquel calvario, mi cuerpo responde de esta manera. Creo que algo dentro de mí muere lentamente cada vez que lo hago. Por eso, prefiero apartarlo de mi cabeza. Pero me gustaría que tú fueses capaz, solo por un momento, de empatizar con una situación así. ¿Sabes? Simplemente, de imaginar qué sentirías si tú tuvieses que pasar por lo que yo pasé. Si un día te arrancasen de tu mundo, te impusiesen una condena donde la vida y la muerte dependen de la decisión que tomes en

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