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El reto del cannabis: Contexto internacional y modelos nacionales de regulación
El reto del cannabis: Contexto internacional y modelos nacionales de regulación
El reto del cannabis: Contexto internacional y modelos nacionales de regulación
Libro electrónico415 páginas5 horas

El reto del cannabis: Contexto internacional y modelos nacionales de regulación

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La mayoría de los países del mundo suele centrar gran parte de sus iniciativas de control de drogas en reducir las dimensiones de los mercados, fundamentalmente a través de medios punitivos, con el convencimiento de que así se rebajarán los daños relacionados con estas sustancias. Estas iniciativas resultan, en gran medida, un fracaso y muchas veces desembocan en perjuicios adicionales. El reto, pues, es enorme, pero el momento político de buscar alternativas ha llegado y hay que afrontarlo con decisión. La solución no consiste solo en regular el modelo de los clubes de cannabis, sino de poner en marcha una legislación integral que englobe el autocultivo, los usos medicinales, las licencias de investigación, producción y distribución y que sea capaz de informar a la población sobre los potenciales riesgos de esta sustancia. Esta publicación nos ayudará a realizar una reflexión necesaria para entender un contexto complejo y para desarrollar regulaciones que nos permitan avanzar hacia una sociedad más coherente con la realidad en la que vivimos.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento18 ago 2020
ISBN9788413520346
El reto del cannabis: Contexto internacional y modelos nacionales de regulación
Autor

Araceli Manjón-Cabeza Olmeda

Profesora titular de Derecho Penal y directora de la cátedra extraordinaria "Drogas Siglo XXI" de la Universidad Complutense de Madrid. Ha sido directora general del Plan Nacional sobre Drogas y magistrada de la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional. Ha asistido a reuniones de Naciones Unidas relativas a drogas y de la Comisión de Estupefacientes. Experta en la evaluación de la ley de legalización de la marihuana de Uruguay y de diversos comités internacionales. Asesora a grupos políticos sobre reglamentación del cannabis recreativo y medicinal. Es investigadora principal del proyecto "Fiscalización internacional de drogas: problemas y soluciones".

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    El reto del cannabis - Araceli Manjón-Cabeza Olmeda

    autoría.

    INTRODUCCIÓN*1

    REGULACIÓN RESPONSABLE

    Mientras editamos esta publicación, nuestro país encara los primeros meses del primer gobierno de coalición, progresista y enteramente de izquierdas, de España desde la II República.

    Por lo menos en la teoría, esto hace que podamos esperar que el trabajo del nuevo ejecutivo busque el desarrollo y el progreso en todos los ámbitos, y especialmente en el político-social, ámbito que abarca las políticas de drogas. España ha presumido durante años de estar a la vanguardia en este campo, pero en las últimas décadas el bloque PP-PSOE lo ha mantenido inmóvil.

    Este nuevo Gobierno supone que, después de muchos meses, la plataforma Regulación Responsable y toda la sociedad civil puedan volver a tener algún tipo de interlocución para seguir incidiendo en los necesarios cambios en las políticas de drogas, empezando por el cannabis. Una conversación prácticamente imposible cuando ha estado en el poder el Partido Popular, y aún más complicada con un Gobierno en funciones.

    Esta nueva etapa política coincide en el tiempo con un momento convulso a nivel mundial en el que, además, muchos países están empezando a posicionarse a favor de un mercado regulado de cannabis buscando fórmulas que puedan hacerlo sin incumplir, al menos en parte, las convenciones y tratados internacionales en materia de control de sustancias fiscalizadas.

    Situación global de las políticas de drogas

    Se cumplen casi seis décadas desde que se comenzara a fraguar el actual régimen de fiscalización y control de drogas, el cual se ha sustentado básicamente en tres tratados internacionales que se llevaron a cabo desde Naciones Unidas: en 1961, 1971 y 1988. Durante estos casi sesenta años, los gobiernos, cuerpos de policía y fuerzas de orden público y seguridad de todos los países del mundo han perseguido, como si de un fantasma se tratara, a todo lo que olía a droga ilegal (recordemos que estos convenios sí que han dado cabida a innumerables drogas legales). Mientras tanto, una demanda continua y creciente de todas estas sustancias ha producido el crecimiento de un ingente mercado ilegal, dominado y guiado por un voraz mercado negro que ha permitido a miles de grupos criminales alimentarse y crecer hasta ser capaces incluso de competir en recursos con algunos países en los que operan, generando problemas y retos mucho mayores y más complicados que los que producían las propias sustancias.

    Es por ello que, en la actualidad, gobiernos de todo el mundo se enfrentan a desafíos cada vez más complejos al decidir cómo responder a los problemas provocados por los mercados de drogas ilegales y por el consumo de estupefacientes en sus territorios. Los responsables de la formulación de políticas de muchos países (sobre todo los que más directamente sufren el problema de la producción en sus territorios) han llegado a la conclusión de que los enfoques tradicionales de la denominada guerra contra las drogas no han conducido a la erradicación de los mercados ilegales ni a la reducción significativa de los niveles de consumo que se esperaban.

    Esta realidad supone que los gobiernos deben encontrar estrategias y programas equilibrados e integrados que consigan contener las dimensiones de este mercado ilegal y, al mismo tiempo, minimizar los daños asociados a este, como la delincuencia relacionada con las drogas, los riesgos para la salud pública y el impacto social sobre familias y comunidades. Parece evidente que las políticas de drogas deberían centrarse en reducir las consecuencias nocivas de las drogas y no en las dimensiones del consumo y sus mercados. Los países han centrado gran parte de sus iniciativas de control de drogas en reducir las dimensiones de estos mercados, fundamentalmente a través de medios punitivos, con el convencimiento de que así se rebajarían los daños relacionados con estas sustancias. Estas iniciativas han resultado, en gran medida, un fracaso y muchas veces han desembocado en daños adicionales. El reto es de dimensiones enormes, pero el momento de buscar alternativas ha llegado y hay que enfrentarlo con valentía.

    El desafío del nuevo Gobierno consiste en identificar una buena combinación de estrategias y programas, especialmente en un momento de recortes generalizados del gasto público. Debe abordarlo cuidadosamente, ya que se ha puesto de manifiesto que el desarrollo de políticas más eficientes de drogas tiene impactos a largo plazo sobre las condiciones sociales generales y la productividad económica de los países.

    El cannabis como ejemplo perfecto

    España ha sido históricamente un país con cierta sensibilidad hacia la cuestión relacionada con las drogas y con cómo enfrentarlas. Esta sensibilidad ha estado en parte provocada por el hecho de que nuestro país tuvo que enfrentarse a la crudeza del problema de las drogas con la crisis sanitaria del consumo de heroína en los años ochenta y noventa. En esta línea, la posición de nuestro país frente a las drogas también se ha ido definiendo por el hecho de que nos encontramos en medio de la mayoría de rutas de introducción de drogas en nuestro continente, tanto desde África como, sobre todo, desde Latinoamérica.

    Con estos antecedentes, España asistió, desde finales del pasado milenio, a una nueva propuesta de la sociedad civil organizada con respecto al uso de la sustancia ilegal más utilizada en nuestro país, el cannabis, y el modelo de los clubes sociales. Este modelo intentaba, desde los márgenes que permitía la legislación nacional, desarrollar un sistema para que los usuarios de cannabis pudieran acceder al mismo, autogestionando su producción y sin tener que acceder al mercado negro. Esto suponía debilitar a los grupos criminales que se enriquecen con este mercado ilegal, a la vez que los usuarios podían controlar más la calidad y salubridad de las sustancias que consumían, todo dentro de un circuito privado y cerrado en el que difícilmente se podía dar una difusión a terceros.

    Durante años este modelo fue puliéndose sobre la base de resoluciones judiciales que iban dejando claro qué márgenes tenía el modelo y hasta dónde podía llegar. Esta evolución, que parecía avanzar hacia una regulación clara y definida, se topó con que la necesaria iniciativa política que debía acompañarla no terminaba de llegar y la judicatura iba cerrando cada vez más las grietas a las que se aferraba el modelo.

    Esto se ha traducido en que, después de dos décadas, la evolución de este modelo se haya detenido. No solo eso, sino que, al no haber existido ningún avance significativo a nivel político, sobre todo por la parálisis del gobierno central, los tribunales han ido cerrando puertas, y lo que se suponía una alternativa eficaz se está convirtiendo en una trampa que ya ha comenzado, incluso, a suponer el ingreso en prisión de los responsables de estos clubes, algo que no había ocurrido en estos veinte años. Un claro ejemplo de esto lo encontramos sin ir más lejos en el Tribunal Supremo, que el mes de junio de 2019 ratificó una condena dictada por la Audiencia Provincial de Barcelona contra el secretario de una asociación de la ciudad condal por la cual se le condenó a una pena de cinco años de cárcel por un delito contra la salud pública y de asociación ilícita por haber sido el secretario de una asociación entre 2012 y 2014. Pese a que la sentencia será recurrida al Tribunal Constitucional, esta podría ser la primera entrada en prisión de un responsable de un CSC en España, ya que las anteriores condenas que podrían haber supuesto el ingreso en prisión fueron dictadas en su mayoría sobre personas extranjeras que han huido de España. Aun así, no es la única, y el año 2020 podría ser testigo del goteo constante de responsables de Clubes Sociales de Cannabis (CSC) entrando en prisión.

    Es increíble para muchos de los que llevamos cierto tiempo involucrados en la defensa de este modelo de CSC, y que hemos podido ver su evolución a lo largo del tiempo, que después de tantos años de funcionamiento estemos viendo a personas entrar en prisión por ser secretarios o responsables de un club de estas características. Si nos lo hubieran dicho hace diez años, no nos lo hubiéramos creído. Y no porque entonces no hubiera detenciones, intervenciones y juicios, sino porque todos teníamos la firme esperanza de que en todo este tiempo las cosas avanzarían, la experiencia se asentaría y la evidencia terminaría por cambiar las cosas. Pero no ha sido así, como en muchas otras áreas sociales en el Estado español, hemos ido hacia atrás como los cangrejos. La estrategia marcada por una política y unas instituciones cada vez más conservadoras y reacias a conceder derechos a quien no sea una multinacional ha conseguido llevarnos a un punto de no retorno.

    Algunos pretenden llevar el debate al hecho de que hay algunas asociaciones que lo hacen mejor que otras, que si hay un modelo más comercial o que si el otro es más cooperativista. Pero no nos confundamos, las cosas no van por ahí. Lo realmente grave es que alguien pueda ir a prisión hoy en día por un delito relacionado con el cannabis. Que un padre de familia tenga que explicar a sus hijos que tiene que entrar cinco años a la cárcel por el gravísimo delito que supone ser secretario de una asociación legalmente constituida. Eso es una auténtica locura. Y a esto hemos llegado por la criminalización de todo un colectivo que ha pretendido dar soluciones y evitar problemas, que ha trabajado de forma profesional para intentar regular un modelo que realmente funciona y que hoy en día saca del mercado negro a más de 100.000 usuarios en todo el país. Que ha conseguido convencer a políticos de todos los colores en todas las comunidades, pero que ha visto desterradas sus aspiraciones por una mera cuestión ideológica y de defensa de un sistema obsoleto basado en la moral. No han querido mirar la evidencia, nunca ha sido el momento adecuado para el debate, siempre ha sido una cuestión que puede quitar votos.

    El reto es enorme. La solución no viene solo por regular el modelo de los clubes, sino por una política valiente y atrevida que encare una regulación integral que englobe el autocultivo y la creación de un programa público de acceso a cannabis para enfermos, que regule las licencias de investigación, producción y distribución, y que sea capaz de informar y educar a la población sobre los potenciales riesgos y daños de esta sustancia. La oportunidad histórica es enorme. El momento de la valentía política ha llegado.

    Para ello esta publicación pretende ser otro pequeño empujón para que aquellos que lo deseen puedan realizar una reflexión más profunda y detallada sobre la situación actual del cannabis y el resto de drogas en nuestro país y en el panorama internacional. Una reflexión que nos ayude a entender un contexto tan complejo y poliédrico y a avanzar hacia una sociedad más justa y coherente con la realidad de sus ciudadanos. Estas reflexiones se antojan imprescindibles para desarrollar leyes y regulaciones basadas en la evidencia científica en pos del desarrollo de nuestra sociedad.

    Necesitamos unas políticas de drogas que se centren en reducir las consecuencias nocivas de estas y en preservar la salud de los usuarios, y no únicamente en controlar las dimensiones de los mercados y los grupos criminales fundamentalmente a través de medios punitivos, con el convencimiento de que así se rebajarán los daños relacionados con estas sustancias y se terminará con los consumos. Estas iniciativas han resultado, en gran medida, un fracaso que ha desembocado en daños adicionales. El reto es descomunal, pero el momento de buscar alternativas ha llegado y hay que enfrentarlo con valentía. Y para afrontarlo, la sociedad civil, en general, y Regulación Responsable, en particular, seguirán tendiendo su mano para contribuir al diseño de regulaciones eficaces y conjuntas para las que necesitaremos la ayuda de los políticos. Como en tantos otros ámbitos de la política española, ha llegado el momento de dejar de hacer política en los tribunales y comenzar a hacerlo en los parlamentos. La oportunidad es histórica, no la dejemos escapar.

    EL TRATAMIENTO DEL CANNABIS EN LOS TRATADOS

    INTERNACIONALES DE FISCALIZACIÓN DE DROGAS*

    Araceli Manjón-Cabeza Olmeda

    INTRODUCCIÓN

    Cuando nos preguntamos sobre el régimen internacional de regulación del cannabis, debemos tener en cuenta los tres tratados de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) que se refieren a las drogas. El primero de ellos es la Convención Única de 1961 sobre Estupefacientes, enmendada por el Protocolo de 1972 de Modificación de la Convención Única de 1961; más tarde se adoptó el Convenio sobre Sustancias Sicotrópicas² de 1971; finalmente llegó la Con­­vención contra el Tráfico Ilícito de Estupefacientes y Sustancias Sicotrópi­­cas de 1988.

    Salta a vista que, aunque la primera de las convenciones se consideró única, fue seguida de otras dos. La razón de la inicialmente pretendida condición de singularidad hay que buscarla en el propósito perseguido: unificar en un solo convenio las previsiones diseminadas en tratados anteriores. Así, en el artículo 44 de la Convención de 1961 se declaran abrogados los textos referidos al opio o, con carácter general, a los estupefacientes, que desde 1912 se habían adoptado en el seno de la comunidad internacional para limitar y reglamentar su producción, distribución, comercio y uso.

    La Convención Única de 1961 de Estupefacientes fue seguida de otras dos: la de 1971 de Psicotrópicos y la de 1988, que abarca previsiones aplicables a los estupefacientes, los psicotrópicos y los precursores químicos.

    La Convención de 1961 contempla tres plantas —adormidera, arbusto de coca y planta del cannabis—, los derivados naturales de esas tres plantas y algunos productos sintéticos (entre otros muchos, la metadona, la heroína, la codeína, la morfina, el opio, la cocaína y la resina, los extractos y las tinturas de cannabis), así como alguna sustancia precursora.

    Debe aclararse en este punto que no todo lo incluido en la Convención Única de Estupefacientes puede ser conceptuado como tal Un estupefaciente o narcótico es una sustancia que induce estupor, narcosis o sueño. Algunas de las sustancias incluidas en las listas, como la cocaína, no pueden considerarse estupefacientes, dado que su uso no provoca sueño o estupor. Por otro lado, la convención denomina genéricamente sustancias, como sinónimo de estupefacientes, a todo aquello que está incluido en las listas de fiscalización (art. 1 Sustancias sujetas a fiscalización que luego son indicadas como estupefacientes). Sin embargo, es evidente que las tres plantas fiscalizadas no son sustancias ni sustancias estupefacientes, ni tampoco lo son los precursores fiscalizados.

    Las pretensiones de la Convención de 1961 eran tres: controlar las drogas, garantizar su uso médico y evitar las desviaciones al tráfico ilícito. Pero esas finalidades no se vieron cumplidas por varias razones.

    El control sobre las drogas se vio frustrado por el auge de las drogas químicas no contempladas en la convención, además de por la imposibilidad real de acabar con las tres plantas. La evitación del desvío al tráfico ilegal no se consiguió, achacándose el fracaso al carácter no vinculante de algunas prescripciones de control y represión. A la vista de lo que se acaba de exponer, se llegó al Convenio de 1971 de Psicotrópicos, que fiscalizó, entre otras muchas sustancias, las anfetaminas, el LSD, el MDMA, el MMDA, el Δ⁹-THC —con sus isómeros y sus variantes estereoquímicas—, el dronabinol, el pentobarbital, así como numerosas benzodiacepinas, que son el principio activo contenido en algunos medicamentos. También en este caso, puede afirmarse que no todas las sustancias incluidas en esta convención responden al título de la misma: no todo son psicotrópicos. Aun sin profundizar en el reparto de sustancias que se hace en los dos convenios, entendiéndose que unos son estupefacientes y otros psicotrópicos, podemos señalar que la clasificación y ubicación en uno u otro texto han sido cuestionadas. Así, en lo que aquí importa, se afirma que el Δ⁹-THC —tetrahidrocannabinol, principio activo del cannabis responsable de sus efectos psicoactivos— debería incluirse en la Convención Única y no en el texto de 1971. Más adelante, veremos que la Organización Mundial de la Salud (OMS) avala esta consideración.

    El tratado de 1988 parte de la idea de que con los dos anteriores textos no se ha conseguido evitar el tráfico ilícito y el consumo, lo que se atribuyó al carácter no vinculante de algunas prescripciones de control y represión penal. Por esta razón, en el texto de 1988 se refuerzan las previsiones penales de los anteriores convenios, se amplían las conductas que deben considerarse delictivas y se intensifican los instrumentos policiales y de cooperación internacional que deben utilizarse en la lucha contra el tráfico de drogas. Especialmente relevante es la inclusión de los delitos de tráfico de precursores y de blanqueo de capitales, no contemplados en los textos anteriores; está claro que se quiere luchar no solo contra el tráfico de drogas, sino también contra lo que ocurre antes y después del mismo, de ahí que se criminalice el manejo de las sustancias precursoras que se requieren para producir las drogas y las operaciones de lavado de las ganancias obtenidas por ese tráfico.

    Hoy sabemos que la Convención de 1988 no ha servido para reducir o controlar significativamente el tráfico y el consumo y que el instrumento penal no es idóneo para lograr dichos resultados. También sabemos que, en 1998, dentro del marco de la 20 Sesión Especial de la Asamblea General de Naciones Unidas para las drogas, se anunció que en diez años se acabaría con las drogas en el planeta porque se conseguiría el control de los cultivos. Llegado 2008, es sabido, que no se terminó con los cultivos y que la situación se agravó por el auge de las drogas de síntesis química, por lo que el organismo internacional tuvo que reconocer que en la década 1998-2008 se incrementaron todos los consumos: el de opiáceos en un 34,5 por ciento, el de cocaína en un 27 por ciento y el de cannabis en un 8,5 por ciento (Manjón-Cabeza Olmeda, 2012: 144-147). Por otro lado, en los últimos años han aparecido las nuevas sustancias psicoactivas (NPS), que tienen propiedades químicas similares a las de las drogas fiscalizadas, pero que no aparecen en las listas de las convenciones, por lo que no están sometidas a los controles y a las prohibiciones que impone la fiscalización internacional. Las características de estas sustancias son su fácil acceso, su peligrosidad y su gran expansión. Algunas son verdaderamente nuevas; otras se sintetizaron hace muchos años, pero no se han movido en el mercado hasta hace poco tiempo. Se engloban bajo denominaciones muy diversas: drogas emergentes, productos químicos de investigación, sales de baño, reactivos de laboratorio o subidones legales. Respecto a estas sustancias, falta cualquier control de trazabilidad y dosificación y, en muchos casos, se ignoran los efectos secundarios (ONUDD, 2017).

    En el Informe Mundial sobre las Drogas 2018 (ONUDD, 2019), hecho público en junio de 2019, la ONU reconoce una situación lamentable respecto de los objetivos alcanzados por la política internacional de fiscalización de drogas en comparación con años anteriores: más muertes por consumo; mayor número de consumidores; más personas que sufren trastornos graves vinculados al consumo; mayor cantidad de cocaína producida, que superó en un 25 por ciento la alcanzada en el año anterior; aumento del consumo de drogas de síntesis; solo 1 de cada 7 consumidores con problemas graves accede al tratamiento adecuado.

    Todo hace pensar que, con el paso de los años, la situación será cada vez más grave. A pesar de ello, la ONU mantiene sus clásicas políticas centradas en la oferta (incautaciones, detenciones y fumigaciones), olvidándose del control de la demanda y de las actuaciones de reducción de daños, y confiando en el instrumento penal y en la guerra a las drogas.

    En cuanto a la tercera finalidad antes indicada al hablar de la Convención Única, referida a garantizar que las drogas estuviesen disponibles para utilización médica, el fracaso también ha sido considerable. Y ello obedece a dos razones. La primera tiene que ver con la complejidad de los trámites que cada país debe llevar a cabo para conseguir las sustancias que requiere por necesidades médicas. Eso explica que en África el 90 por ciento de los epilépticos no reciban el fenobarbital que necesitan y que 70.000 mujeres mueran desangradas en el parto al no poderse suministrar ergometrina³. Las dos sustancias citadas están fiscalizadas, aunque se permite, bajo estrictos requisitos, su uso médico, pero pocos países consiguen reunir todos los requerimientos para autorizar su suministro. En la misma línea, la OMS, nos recuerda que el 80 por ciento de la morfina que se utiliza en el mundo se concentra en siete países y que en los países no desarrollados solo se consume un seis por ciento de la disponible. La OMS afirma que una reglamentación excesivamente restrictiva de la morfina y otros medicamentos paliativos esenciales fiscalizados priva de acceso a medios adecuados de alivio del dolor y cuidados paliativos (OMS, 2018).

    La segunda razón que impide o dificulta el uso médico de las sustancias que tienen efectos curativos o paliativos hay que buscarla en la clasificación de dichas sustancias en alguna de las listas de las convenciones y en la fiscalización que se deriva de esa clasificación. A esta cuestión nos referiremos con detalle más adelante en relación al cannabis.

    LA FISCALIZACIÓN INTERNACIONAL. EL CANNABIS

    EN LA CONVENCIÓN ÚNICA DE 1961 Y EN EL CONVENIO DE 1971

    Las convenciones de la ONU no se limitan a prohibir todas las drogas que contemplan y a reprimir su tráfico. Tal prohibición sería absurda, dado que muchas de las sustancias contempladas tienen una clara utilidad médica que, naturalmente, no puede ni debe impedirse. En este sentido, debe recordarse que la Convención de 1961 parte del siguiente postulado en su preámbulo: Reco­­no­­ciendo que el uso médico de los estupefacientes continuará siendo indispensable para mitigar el dolor y que deben adoptarse las medidas necesarias para garantizar la disponibilidad de estupefacientes con tal fin.

    Por lo que se refiere al Convenio de 1971 de psicotrópicos, se afirma en su preámbulo lo siguiente: Reconociendo que el uso de sustancias sicotrópicas para fines médicos y científicos es indispensable y que no debe restringirse indebidamente su disponibilidad para tales fines.

    Queda claro que la disponibilidad médica de los estupefacientes es una prioridad, por más que se haya visto frustrada en muchos casos; de ahí que estas sustancias no puedan ser prohibidas con carácter general, sino que son clasificadas en distintas listas siguiendo determinados parámetros: la peligrosidad de la sustancia, la posibilidad de uso médico y la probabilidad de abuso. En función de la lista en la que aparezca clasificada cada sustancia, se le aplican unas u otras medidas de prohibición y control (muy rígido o menos rígido). Por eso se afirmado, con razón, que:

    […] aunque suele considerarse una oscura cuestión técnica, el problema de la clasificación de las sustancias es uno de los puntos clave del funcionamiento del sistema de fiscalización internacional de drogas. La clasificación —es decir, la catalogación de una sustancia en un sistema graduado de controles y restricciones, o listas— es un requisito básico para que una sustancia se incluya en el marco de fiscalización internacional, y determina el tipo y la intensidad de los controles que deben aplicarse. Por este motivo, el tema es de importancia capital (Hallam, Jelsma y Bewley-Taylor, 2014: 1).

    El problema de la clasificación es que, al menos en lo que se refiere al cannabis, la que se hizo —primero en 1961 y luego en 1971 o incluso en alguna reclasificación posterior— resulta acientífica, al no estar basada en criterios experimentales, sino en prejuicios y respuestas políticas infundadas. Lo anterior ha llevado a un tratamiento del cannabis, de sus principios activos, de sus derivados naturales y de sus imitaciones de síntesis química incompatible con la naturaleza de la planta, con sus efectos y con su indudable utilidad médica. Analizamos, a continuación, con mayor detalle cómo se llega a esa fiscalización y en qué consiste.

    Es sabido que en el origen de la prohibición de las tres plantas ancestrales —la adormidera, la planta del cannabis y el arbusto de coca—, en el siglo XX, hubo razones racistas, morales e intereses gremiales protagonizados por médicos y farmacéuticos que querían la exclusiva de la dispensación. Pero se requería más para alcanzar la prohibición que hoy todavía padecemos: razones geopolíticas. Por un lado, EE UU, con motivo de las guerras del opio, constató que alrededor de las sustancias derivadas de las plantas había importantes intereses políticos encontrados y que apoyar unos u otros tenía rentabilidad política, ya que permitía desplegar gran influencia fuera de sus fronteras. Más tarde, la declaración de guerra a las drogas de Nixon partió de la realidad ya constatada de que esa lucha permitiría a EE UU hacer una política hegemónica e intervencionista en los países de América del sur y central (Manjón-Cabeza Olmeda, 2012: 27-55).

    Por otro lado, la prohibición se fijó en las tres plantas de uso tradicional en determinadas regiones, concretamente en Latinoamérica, África y Asia, contra las que se acabó lanzando una guerra —la guerra contra las drogas— mientras que se domesticaban, permitían y regulaban otras sustancias —el ta­­baco y el alcohol— consumidas en Europa y Norteamérica. Además, con el surgimiento de las enfermedades del progreso —insomnio, depresión, estrés—, seguido del desarrollo de la química orgánica y la aparición de principios activos de síntesis, fácilmente dosificables, se desarrolla el gran negocio de la Big Pharma: los sedantes, los estimulantes, los relajantes y los antidepresivos; muchas de estas sustancias están fiscalizadas, pero sometidas a un régimen de reglamentación que permite su uso bajo determinadas condiciones, básicamente la prescripción médica y la dispensación en farmacias, junto con otros requerimientos a los que nos referimos más adelante.

    La Convención Única de 1961 decidió una fiscalización del cannabis durísima y acientífica, ya que no se tuvieron en cuenta los informes entonces existentes que reflejaban sus verdaderos efectos. Así, se prescindió del Informe de la Comisión del Cáñamo Índico de 1894, de los estudios sobre la marihuana de la zona militar del canal de Panamá de 1925, de los estudios del mexicano Leopoldo Salazar Viniegra en los años treinta y del informe LaGuardia de 1944. En estos textos se establecían los verdaderos efectos del cannabis, su posibilidad de uso medicinal y la inconveniencia de su prohibición. Las decisiones que se adoptaron en 1961, ignorando los anteriores estudios, se decían basadas en un informe de 1935 de la Sociedad de Naciones, que concluía, entre otras cosas, que el cannabis no tenía utilidad médica. Pero este informe no existe, nunca se ha encontrado. Años más tarde, en 1960, el Comité de Expertos en Drogas Toxicomanígenas de la OMS presentó su 11 informe en el que se afirmaba que no se había demostrado aún la necesidad de utilizar la cannabis para la obtención de medicamentos útiles y que el empleo en medicina del cannabis y de sus preparados había caído en desuso (OMS,

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