Peter Pan y Wendy
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Peter Pan y Wendy es la novela original de una obra que recorrió el siglo XX sufriendo transformaciones. Todos conocimos la historia de este niño que volaba y que arrastró a los hijos de la familia Darling a la isla de Nunca Jamás, donde el dominio era de la fantasía y de los piratas liderados por el capitán Garfio. La obra no es infantil, sino para niños, no evita la sangre del combate ni la muerte: le habla a ellos y eso, a más de cien años de su publicación, la hace mágica, inagotable; como el mismo Peter Pan, se niega a crecer.
Traducción de Irene Gimeno Espasa y Nicolás Medina Cabrera
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Peter Pan y Wendy - J. Matthew Barrie
creció
Prólogo
Por Irene Gimeno Espasa
La historia del travieso Peter Pan, los entrañables niños perdidos y el infeliz capitán Garfio es de notorio dominio popular, sin embargo, muchos de los que evocan a Peter confiesan no haberla leído. La obra original no deja de sorprender: Barrie desborda imaginación en una narración con varias capas de hondura, sugerente, rica, con un discurso valorativo que no se torna moralizante. Se dimensiona la fascinación del autor por el prisma inocente de sus personajes más jóvenes, contrastándolo con la terquedad de los adultos que se muestran casi vulnerados ante la libertad de espíritu del protagonista. El mismo libro es como el mar: en su superficie espejea como literatura infantil, pero bajo sus aguas ondean sombras que solo el adulto podrá discernir.
Esta publicación no surge espontáneamente, sino de la necesidad de rescatar la profundidad de un clásico cuyos matices se han diluido en la tradición oral y adaptaciones simplificadas. Asimismo, en ese devenir no poco común de las historias lideradas por personajes infantiles, urge una reivindicación importante: con el paso del tiempo, el título se fue despojando de la protagonista del relato para enfocarse en el universo de Peter, por lo que esta edición supone una oportunidad para retornar a la figura de Wendy, quien fue abriéndose lugar en el mundo.
Mientras Peter y Garfio, secundados por sendos escuadrones, se baten en duelo por la prevalencia de la juventud frente a la amargura del corsario, Wendy se entrega a cuidar el entorno con delicadeza y ejercer un punto de equilibrio. Al revisar este texto, descubrimos en ella a una niña que se permite soñar por última vez antes de abandonarse al hecho de crecer y aceptar su camino con dignidad.
Hoy, quizás más que nunca, nos parece trascendente destacar a los personajes femeninos que han permanecido a la sombra de sus compañeros de reparto; en su caso, nada menos que a la sombra mágica del eterno Peter Pan. A medida que Wendy crece para sacudirse el polvo de hadas del vestido y clavar los pies en la tierra, en el lector va brotando una nostalgia inevitable con el devenir de la aventura: se distancia cada vez más de Nunca Jamás y del único niño que jamás sufrirá el exilio consagrado por la tiranía del tiempo, pues todos, salvo él, seremos niños perdidos.
Capítulo 1: La llegada de Peter
Todos los niños crecen, excepto uno. Pronto se dan cuenta de que crecerán, y esta fue la forma en que Wendy se enteró: un día, mientras jugaba en el jardín con tan solo dos años, arrancó una flor y corrió con ella hacia su madre. Supongo que se veía muy linda en aquel momento, porque la señora Darling le agarró la mano, se la puso en el pecho y exclamó: —¡¿Por qué no puedes quedarte así para siempre?!
Esto es todo lo que intercambiaron sobre el tema, pero desde aquel momento, Wendy supo que tendría que crecer. Uno siempre lo sabe después de los dos años; los dos marcan el principio del fin.
Vivían en el número 14 y, hasta la llegada de Wendy, su madre fue la dueña y señora de ese mundo. Era una mujer hermosa, de carácter soñador y sonrisa dulce y burlona. Su espíritu romántico era como esas pequeñas cajitas del enigmático Oriente, que vienen una dentro de otra; por muchas que descubras, siempre queda una más. Su sonrisa traviesa ofrecía un beso que Wendy no podía conseguir, aunque allí estaba, perfectamente visible en la comisura derecha.
Este fue el modo en que el señor Darling la conquistó: los muchos caballeros que habían sido jóvenes cuando ella era niña descubrieron que estaban enamorados de ella al mismo tiempo, por lo que todos fueron corriendo hasta su casa a pedir la mano. Todos corrieron, salvo el señor Darling, que tomó un taxi y llegó primero. Así la conquistó. Y la conquistó por completo, excepto por aquella cajita que se encontraba más adentro y contenía aquel beso que nadie podía obtener. Él nunca supo de la cajita, y con el paso del tiempo abandonó el empeño de conseguir el beso inalcanzable. Wendy pensaba que Napoleón habría podido conseguirlo, pero yo me lo imagino intentándolo en vano, para luego marcharse enojado y dando un portazo.
El señor Darling solía alardear ante Wendy de que su madre no solo lo amaba, sino que además lo respetaba. Era uno de esos hombres serios, que lo sabe todo sobre el funcionamiento de la bolsa de comercio. La pura verdad es que nadie sabe demasiado al respecto, pero él sabía aparentar que sí, y a menudo comentaba que subían unas acciones y bajaron otras, de un modo que lo hacía respetable ante cualquier mujer.
La señora Darling se casó de blanco. Al principio llevaba las cuentas domésticas perfectamente, casi jubilosa, como si se tratara de un juego, donde no faltaba registrar ni un repollito. Pero, con el paso del tiempo, desaparecieron coliflores enteras y, en lugar de ellas, aparecieron retratos de bebés sin rostro, que ella dibujaba en lugar de sumar el total de la compra. Esos bebés eran fruto de su intuición.
Wendy fue la primera en llegar. La siguieron John y Michael.
Durante una o dos semanas, tras el nacimiento de Wendy, no supieron si podrían criarla. Era una boca más que alimentar. El señor Darling se sentía tremendamente orgulloso de ella, pero era un hombre realista. Se sentó en el borde de la cama de la señora Darling, le dio la mano y se puso a hacer números, mientras ella lo miraba suplicante; quería correr el riesgo, sin importar lo que pasase. Pero ese no era el estilo de su esposo: él tomaba papel y lápiz, y si ella lo desconcentraba con sus sugerencias, él tenía que comenzar sus cuentas de nuevo.
—No me interrumpas —le rogaba—. Tengo una libra con diecisiete chelines acá y dos libras con dieciséis chelines en la oficina. Puedo suprimir el café de la oficina, digamos unos diez chelines, lo que suma dos libras con nueve chelines y seis libras por el otro lado. Si agregamos tus dieciocho libras y tres chelines, tendríamos treinta y nueve libras con siete chelines… Más los cincuenta de mi chequera se convierten en ochenta y nueve con siete chelines. ¿Quién se está moviendo? Ochenta y nueve con siete, le restamos siete. Silencio, por favor. Y la libra que le prestaste a aquel hombre que vino a la casa… Shhh, un momento. Pongo aquí el decimal y… ¡Listo! Lo conseguí. Dije noventa y nueve con siete, ¿cierto? ¡Sí! Eso es, noventa y nueve con siete. La cuestión es: ¿podemos aguantar con esa cantidad durante este primer año?
—¡Claro que sí, George! —exclamó.
La verdad es que ella solo quería quedarse con Wendy, mientras que él debía ser sensato por los dos.
—No te olvides de las paperas —le recordó en tono casi de amenaza, y prosiguió—: las paperas cuestan una libra, eso escribí acá, pero me atrevo a predecir que será más bien cerca de libra y media. Silencio. El sarampión, una libra y cinco chelines; la rubéola, media libra y medio chelín, es decir, dos… quince… seis… No muevas el dedo. Cof, cof, cof. Digamos quince chelines.
Sus cálculos continuaron, arrojando distintos resultados cada vez. Finalmente, Wendy salió adelante, con las paperas ajustadas a doce con seis chelines y un tratamiento que cubría dos tipos de sarampión.
Cuando nació John, se produjo exactamente el mismo alboroto, y con Michael el presupuesto era incluso más ajustado, pero se quedaron con todos. Poco después se les podía ver a los tres en fila camino al jardín de la señorita Fulsom, bajo el cuidado de su niñera.
A la señora Darling le gustaba hacer las cosas como corresponde, y al señor Darling le apasionaba comportarse exactamente igual que sus vecinos, por lo que, como es predecible, contrataron a una niñera. Como eran pobres debido a la cantidad de leche que tomaban los niños, esta niñera no fue sino una perra Terranova de pedigrí llamada Nana, que no había tenido dueño hasta que los Darling la adoptaron. Sin embargo, la perra siempre había pensado que los niños eran algo importante; los Darling habían reparado en ella en los Jardines de Kensington, donde el animal pasaba la mayor parte del tiempo velando por los carritos de los bebés. Las niñeras más despistadas la odiaban, porque las seguía hasta la casa y las delataba ante las mamás. Demostró ser una verdadera joya en su rol: era extremadamente cuidadosa con el baño y actuaba al instante si cualquiera de los retoños a su cargo lloriqueaba. Evidentemente, su casita de perro se encontraba en la habitación de los niños. Tenía un sexto sentido para saber cuándo una tos era preocupante y cuándo era necesario abrigar una garganta. Hasta el día de su muerte siempre creyó en los remedios tradicionales, como las hojas de ruibarbo, y censuraba con sus gestos toda esa palabrería moderna acerca de los gérmenes y demás. Su forma de escoltar a los niños hasta la escuela era toda una lección de buenos modales: caminaba discretamente a su lado cuando se portaban bien y los ponía firmes cuando perdían el decoro. Los días en que John jugaba fútbol, jamás se olvidó de su suéter y, generalmente, portaba un paraguas en el hocico por si comenzaba a llover. Había una sala de espera para las niñeras en el sótano de la escuela de la señorita Fulsom, donde se sentaban todas con gran formalidad, mientras que Nana se tendía en el suelo, pero esa era la única diferencia. Fingían que la ignoraban, como si fuese de un estatus social inferior, a la vez que ella despreciaba sus conversaciones superficiales. Le importunaba que las amigas de la señora Darling entraran en el dormitorio de los niños; antes de que entrasen, Nana le sacaba el suéter a Michael y le ponía un chaleco azul de lana, arreglaba el vestido de Wendy y peinaba rápidamente a John.
No era posible llevar un mejor cuidado de los niños. Aunque el señor Darling sabía esto, a veces le inquietaba pensar en la opinión que tendrían los vecinos. Debía mantener cierta reputación en la ciudad.
Además, Nana lo complicaba en otro sentido: en ocasiones sentía que ella no lo admiraba.
—Sé que te admira enormemente, George —lo tranquilizaba su esposa y luego les decía a los niños que fueran especialmente cariñosos con su papá.
Entonces todos se ponían a bailar alegremente, permitiendo a veces que Liza, la única otra sirviente de la casa, se uniera al festejo. Se veía tan diminuta al bailar con su falda larga y su cofia, pese a haber jurado, al prometerse en matrimonio, que siempre se comportaría como una mujer hecha y derecha. ¡Con que alegría se meneaban sus piernas! La más feliz era la señora Darling, que hacía piruetas tan salvajes que de ella solo se podía ver el beso inalcanzable, y si te lanzabas por él, incluso podrías haberlo conseguido. Nunca hubo una familia tan sencilla y feliz como aquella. Hasta la llegada de Peter Pan.
La primera vez que la señora Darling escuchó hablar de Peter fue mientras ordenaba las mentes de sus hijos. En la noche, después de que los niños se duermen, todas las buenas madres acostumbran a hurgar en las mentes de sus retoños y las reorganizan para el día siguiente, poniendo en su sitio cada una de las vivencias experimentadas a lo largo del día. Si ustedes pudieran mantenerse despiertos (obviamente no pueden), verían cómo su mamá hace lo mismo, y les parecería algo muy interesante. Es como si ella ordenara un cajón. Supongo que verían a sus madres de rodillas, entretenidas con ciertas cosas, preguntándose dónde rayos sus hijos habrán adquirido esto o aquello. Las verían descubriendo cosas dulces y otras no tanto, apretándose aquello contra la mejilla como si se tratara de un gatito, y ocultando rápidamente eso otro. Al despertar en la mañana, la rebeldía y la locura con las que te has ido a acostar están ya almacenadas en lo más profundo de tu mente; en la superficie, bien aireados, se despliegan los más hermosos pensamientos, listos para la acción.
No sé si han visto alguna vez el mapa mental de una persona. En ocasiones, los médicos dibujan mapas de otras partes del cuerpo y resultan muy interesantes, pero verán cómo nunca intentan bosquejar el mapa de la mente de un niño, que no solo es confusa sino que no para de girar. Tiene líneas en zigzag, como los cambios de tu temperatura en un gráfico, que probablemente sean caminos dentro de la isla, porque el país de Nunca Jamás es algo así como una isla; los colores brotan por todos lados, se ven arrecifes de coral y barcos intrépidos surcando el horizonte, además de madrigueras solitarias y gnomos que, en su mayoría, ejercen el oficio de la sastrería. También hay cuevas por las que fluye un río, príncipes con seis hermanos mayores, un refugio que pronto se vendrá abajo y una vieja muy chiquita con nariz ganchuda. Si eso fuera todo, se trataría de un mapa sencillo. Pero después llega el primer día de colegio, la religión, los padres, el lago del parque, las labores de costura, asesinatos, la pena de muerte, verbos que se conjugan en dativo, el día de la torta de chocolate, ponerse unos suspensores, contar hasta noventa y nueve, tres peniques por arrancarte el diente tú mismo; la lista es infinita y muy confusa, sobre todo porque todo cambia constantemente.
No cabe duda de que los países de Nunca Jamás varían bastante entre sí. Por ejemplo, el de John tenía una laguna con flamencos y las aves sobrevolaban el lecho del agua mientras él les disparaba. El de Michael, que aún era muy pequeño, tenía un flamenco con lagunas que lo sobrevolaban. John vivía en un bote volcado sobre la arena; Michael, en una ruca; Wendy, en una casa hecha de hojas hábilmente entretejidas. John no tenía amigos,