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LAS MASCARAS ROJAS DE MONTEVIDEO
LAS MASCARAS ROJAS DE MONTEVIDEO
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Libro electrónico204 páginas2 horas

LAS MASCARAS ROJAS DE MONTEVIDEO

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LAS MÁSCARAS ROJAS DE MONTEVIDEO

"Camina despacio sobre las rocas"
- Proverbio uruguayo

Las mascaras rojas de Montevideo es una novela que abarca la historia de una pequeña porción de la república Sudamericana llamada Ururguay. Desde los primeros años en que se asentaron los españoles en el siglo 16 hasta los días moedernos de Montevideo de la década de 1970, cuando el país atravesaba una violenta crisis política. Es un cuento de fervor y masacre, de su gente y sus lugares. De las leyendas que formaron la psique de una nación pintada sobre el lienzo del paso del tiempo.

Si realmente quieres comprender a Uruguy, este libro no te puede faltar.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento17 jul 2020
ISBN9781071556245
LAS MASCARAS ROJAS DE MONTEVIDEO
Autor

James Dargan

James Dargan was born in Birmingham, England, in 1974. Coming from an Irish background, he frequently writes about that experience. As well as England, he has also lived in the United States, Ireland, and - for the best part of fifteen years - in Warsaw, Poland, his home from home from home.

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    LAS MASCARAS ROJAS DE MONTEVIDEO - James Dargan

    LA OFICINA

    Pietro 'Peter' Abate había aceptado el trabajo por capricho. El policía nacido en Italia y criado en Allentown, Pensilvania, se había unido a la fuerza policial cuando acababa de terminar la escuela secundaria y había trabajado duro para abrirse camino dentro de ella. A continuación, entró al FBI, donde pasó algunos años en Austria y Berlín Occidental siguiendo de cerca a la Stasi (El Ministerio para la Seguridad del Estado de Alemania), trabajando para la Administración de la Cooperación Internacional. Su siguiente designación fue en Brasil. Luego, en 1964, estuvo en Asunción, la capital de Paraguay, donde lo asaltaron, le dispararon y lo dieron por muerto. Fue un hombre afortunado. Lo peor fue un pulmón perforado y una herida en el cuello. Sin embargo, el sufrimiento tuvo su recompensa, y debido a su buen historial en el continente, ahora había sido designado a Uruguay, para supervisar la lucha del Partido Colorado del presidente Jorge Pacheco Areco contra el movimiento guerrillero urbano de izquierda para la Oficina de Seguridad Pública secreta, o para abreviar, la OSP.

    Abate había traído a su familia con él, una esposa de veinte años y tres hijos pequeños. Para el italoestadounidense, Montevideo era un paraíso latinoamericano, muy similar a su ciudad natal, Cagliari, en Cerdeña.

    Ya habían pasado sus dos semanas de adaptación, y había encontrado una casa y escuela para los chicos. Ahora estaba listo para su primer día en el trabajo.

    La sede de la Oficina de Seguridad Pública era un edificio discreto en una calle pequeña al lado del Bulevar España en el centro de Montevideo. Iba a reunirse con el jefe de Inteligencia de la policía uruguaya, Pablo Portero, quien sería su jefe mientras estuviera el país sudamericano.

    El inglés de Portero era excelente, por lo que la comunicación no iba a ser un problema. Portero también había pasado un tiempo en Washington DC, donde se había graduado de la Academia de Policía, y en Texas, donde aprendió técnicas avanzadas de contrainsurgencia. Su gobierno estaba en guerra con el Movimiento de Liberación Nacional, o MLN-T, conocido popularmente como los Tupamaros. Uruguay, que alguna vez había sido una de las potencias económicas de América Latina, había decaído en la última década. El presidente Pacheco, en un intento por detener la inflación, había implementado congelaciones salariales. Habían estallado disputas laborales entre trabajadores y estudiantes en todo el país de solo dos millones y medio de habitantes, por lo que también se había dictado un estado de emergencia. El gobierno, al igual que Portero y su fuerza policial, había perdido el rumbo. Había que hacer algo. Por este motivo habían llamado a los norteamericanos: para limpiar los insurgentes en la capital de una vez por todas.

    Manuel Flores, empleado como conductor para Abate por la OSP, lo buscó en su Ford Falcon Sedan negro a las nueve en punto de su casa de cuatro habitaciones en el barrio de Pocitos. Al igual que Portero, Flores también hablaba bien inglés.

    -Hola, Manuel- dijo Abate a Flores en la puerta.

    -Buenos días, señor- respondió Flores.

    Flores sabía a dónde tenía que ir. Viajaron en silencio casi todo el trayecto.

    Las calles de Montevideo estaban inundadas de camionetas y policías con bastones y armas. La gente normal vivía con el temor de ser secuestrada, ya sea por la policía o por la guerrilla. La guerra urbana era brutal, pero como de costumbre, fueron los ciudadanos normales quienes se sintieron más afectados.

    Flores entró al edificio, Abate lo siguió. El conductor lo llevó por las escaleras hasta Portero.

    -El señor Portero está ahí- dijo Flores antes de desaparecer.

    Abate golpeó a la puerta.

    -Adelante- dijo Portero en español. El norteamericano entró. -Ah, señor Abate, llegó- agregó en inglés. Portero dejó su mate con yerba (la bebida nacional de los uruguayos), y su bombilla, o sorbete de metal. -Por favor, pase y siéntese-.

    Portero estaba prolijamente vestido con un traje civil oscuro y aparentaba ser un policía en el poder.

    Se dieron la mano. 

    Portero y Abate se habían encontrado varias veces, una vez en una conferencia de seguridad internacional en Brasilia, la capital brasileña, dos años antes.

    - ¿Desea tomar algo? - Preguntó Portero.

    -No, gracias.

    - ¿Qué le parece?

    - ¿Qué cosa?

    -Su Oficina.

    - ¿Esta es mi oficina? - respondió Abate sorprendido.

    -Sí... Sé que es no es mucho en este momento, pero estoy en el proceso de conseguirle todas las cosas que va a necesitar, como una máquina de escribir, un archivador, artículos de oficina, ese tipo de cosas.

    - ¿Y una secretaria? - Dijo Abate mientras miraba a su alrededor con inquietud. Los brasileños habían sido mucho más serviciales en Río, le habían dado una oficina apta para un rey.

    -Sé que piensa que no es mucho, pero el hecho de que esté aquí no debe ser noticia mañana, y ...

    —No entiendo-. Dijo Abate, interrumpiéndolo.

    -Su gobierno no quiere que nadie sepa que está aquí ayudándonos.

    -Ya he hablado con el secretario personal de Byron Engle, Luke Millington: me dijo que el director de la USAID había dado el visto bueno.

    -Si, lo dio-.

    La OSP estaba bajo el control de la USAID, la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional.  

    -Pero ya sabe lo que pasa en su país, señor Abate, las cosas nunca son como parecen-.

    Cuando se trataba de una decisión determinante, era Richard M. Helms, Director de Inteligencia Central, quien tenía la última palabra.

    -Esos hijos de puta- dijo Abate, refiriéndose a sus jefes en Washington.

    -Tenemos un dicho en mi país, señor Abate, y creo que debería tenerlo en cuenta mientras esté aquí.

    - ¿Y cómo es? Preguntó Abate, agarrando la bombilla del mate de Portero.

    -Las gallinas de arriba cagan a las de abajo.

    -No entiendo.

    -Vamos, señor Abate- dijo Portero mientras le quitaba la bombilla de las manos, -usted es un hombre inteligente y astuto. Su gobierno nunca lo hubiera enviado aquí si no lo fuera ... Ahora, lo dejaré para que se familiarice con su oficina. Le diré a Manuel que lo espere afuera del edificio. Sabe que está a su disposición, ¿verdad? -

    - ¿Eso significa que no voy a tener mi propio auto?

    -Me temo que no.

    -No sabía que esto era parte del trato.

    -Entonces quizás sea mejor que hable con sus jefes en Washington, señor Abate.

    -Voy a seguir su consejo.

    Portero caminó hacia la puerta, la abrió y mientras salía dijo:

    -Por cierto, mi esposa y yo haremos una cena el sábado. Nos gustaría invitarlos... a usted y su tu esposa, ¿cierto?

    -Me temo que ya tenemos planes para este fin de semana.

    Abate ya estaba haciendo amigos y enemigos en Uruguay.

    -Bien-. Portero encendió un cigarrillo. –Hasta mañana, entonces-.

    - ¿Y la secretaria?

    -Ya veremos.

    Portero salió.

    - ¡Asegúrese de que sea bilingüe! - Gritó Abate.

    La oficina fue su primera queja: los uruguayos no se doblegarían ante los estadounidenses como lo había hecho la administración brasileña bajo la presidencia de Castelo Branco, donde colmaron a los agentes norteamericanos de vino, mujeres y música para que entrenaran a la policía en la represión de las fuerzas contrarrevolucionarias contra el régimen.

    Eso había sido antes, y ahora era esto: era mejor que Abate se acostumbre. 

    EL SOBREVIVIENTE

    La carabela de quince metros, comandada por el piloto mayor Juan Díaz de Solís, había estado navegando río arriba durante días. Ahora estaba cerca de la confluencia de lo que un día serían los ríos Uruguay y Paraná, luego de haber navegado por el Río de la Plata, al que De Solís ya había nombrado en honor a su patrocinadora, la reina Juana de Castilla (y desde ese mismo año también de Aragón.) Ya se habían encontrado con una tribu nativa, el pueblo charrúa: algunos se habían alegrado de verlos, pero otros no tanto.

    - ¿Qué cree que deberíamos hacer, capitán? -. Dijo el teniente Pedro Durán, su segundo al mando, mientras miraban desde la proa de la nave.

    -Seguir, ¿qué otra cosa?

    Durán era el más cauteloso de los dos. Ya habían perdido a treinta hombres río abajo. Ahora, los dos oficiales junto a once 'conquistadores' fuertemente armados tomaban el mayor riesgo desde que habían emprendido el viaje meses antes en Sanlúcar de Barrameda en España.  La tarea de Díaz de Solís era explorar los extremos del sur de la corona española recién unificada y agregar detalles cartográficos al Registro Real, la plantilla utilizada para los mapas en los barcos españoles. El trabajo era importante, y el piloto mayor no quería fallar.

    Dos tercios de los soldados de rango no estaban de acuerdo con dónde los estaban dirigiendo.

    -Nos está llevando al infierno- Simón Padilla, un soldado con diez años de experiencia en el nuevo mundo, se quejó con sus dos amigos más cercanos, Patricio Ramírez y Francisco del Puerto.

    Era pleno verano y la humedad y el calor los estaban matando en sus morriones y corazas, así como en las armas que tenían que llevar: alabardas y arcabuces. En batalla, la armadura y las armas podían salvar sus vidas, pero durante el resto del tiempo, era una molestia usarlas y transportarlas.

    Cayó la noche y vivaquearon a la orilla del río. Después de las escaramuzas más recientes con las tribus nativas de la región, Díaz de Solís había decidido que mientras la mitad de sus hombres dormía, el resto se quedaría en guardia en turnos de tres horas.

    Paimaca Tacuavé, el jefe de la población charrúa en la región, estaba en la gran choza del anciano de la aldea, Pamayo Incayam, hablando con su segundo al mando, Tomárahon Zamúca. El batallón estaba listo para otro ataque. El jefe buscaba venganza; su hermano menor, Maputi, había sido asesinado unos días antes por un palo mágico que escupía fuego. La unidad política entre las diferentes aldeas Charrúa que se extendían en las orillas del Río de la Plata, en el mejor de los casos, era inestable. Habían estado en guerra con una tribu conocida como los Yaro durante dos generaciones: la aparición de hombres extraños con piel pálida y cabello rubio era una distracción de la que podían prescindir.

    -Vayan. Mátenlos. Traigan sus cuerpos para que podamos hacer un banquete con ellos- dijo el anciano de la aldea.

    Una joven, la nieta de Pamayo Incayam, estaba cocinando un oso hormiguero gigante en un asador para la fiesta previa a la batalla.

    -Entonces, ¿no vamos a tomar prisioneros? - Preguntó Paimaca Tacuavé.

    -No, el chamán nos ha ordenado que no lo hagamos.

    El día anterior, Talú Tavé, el curandero local, le había dado a Pamayo Incayam un consejo minucioso utilizando los veintiséis huesos de la costilla de un jaguar recientemente fallecido. La predicción profética, como siempre, le había dado al anciano de la aldea mucho en qué pensar antes de su banquete con  Paimaca Tacuavé, el jefe de su pueblo y el hombre que llevaría a sus guerreros a una batalla gloriosa contra los extraños. En el mejor de los casos, dada la necesidad, los charrúas podían reunir a 2000 hombres en edad de luchar de todas las aldeas de todas partes. Sin embargo, ese panorama no se había visto en más de doscientos cincuenta años desde el final sangriento pero pacífico de la gran guerra con el pueblo Bohán. Paimaca Tacuavé había escuchado las historias, transmitidas de padres a hijos, generación tras generación, hasta que la leyenda se convirtió en una oscura fijación para él.

    Paimaca Tacuavé salió de la cabaña del anciano con la panza llena y una sonrisa; iba a vengar la muerte de su hermano. No habría clemencia. Solo habría torturas y un terrible dolor para los hombres extraños que habían atacado sus cotos de caza sin piedad ni respeto.

    La noche en el campamento en el río había pasado sin incidentes. Díaz de Solís había decidido viajar más río arriba. Durán y algunos de los otros hombres habían defendido su posición, pero al final, la antigüedad del Piloto mayor (y el hecho de que tenía el poder de ejecutar a cualquiera por insubordinación) era razón suficiente para mantenerse callados.

    Después de haber estado viajando durante una hora, Durán dijo -Estoy preocupado señor.

    - ¿Por qué? - Respondió Díaz de Solís.

    -Me preocupa que nos quedemos encallados.

    Durán también era un marinero experimentado, igualando a su superior en los aspectos más prácticos de la navegación. En el río Uruguay vieron animales que nunca habían visto antes. Díaz de Solís había explorado la península de Yucatán y partes del norte de Brasil en años anteriores, el último año como navegante de Vicente Yáñez Pinzón. Durante ese viaje, se habían abastecido bien de comida, armas y mano de obra. Sin embargo, ahora, casi diez años después, el Piloto mayor no estaba en condiciones de hacer lo que quería hacer.

    -Te lo dije, nos está llevando al infierno-, les comentó de nuevo Padilla a sus compadres más cercanos, sin que los oficiales oyeran.

    -Vamos a tener que confiar en ellos- respondió Francisco del Puerto.

    Padilla se burló del comentario.

    El jefe de los charrúas, Paimaca Tacuavé, estaba listo para la batalla. Llevaba una lanza

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