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Cómo hacer que tus hijos te escuchen: Guía de supervivencia para padres con hijos de 2 a 7 años
Cómo hacer que tus hijos te escuchen: Guía de supervivencia para padres con hijos de 2 a 7 años
Cómo hacer que tus hijos te escuchen: Guía de supervivencia para padres con hijos de 2 a 7 años
Libro electrónico456 páginas5 horas

Cómo hacer que tus hijos te escuchen: Guía de supervivencia para padres con hijos de 2 a 7 años

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Cómo hacer que tus hijos te escuchen ofrece estrategias para enfrentar los problemas específicos más comunes durante la primera infancia: comer, vestirse, salir a la calle, convivir con los demás, lavarse los dientes, irse a dormir… A partir de la experiencia en talleres de crianza y la investigación teórica más reciente, las autoras exponen los retos particulares para comunicarse con los niños de esta edad mediante una perspectiva práctica, amigable y lúdica.
Con un enfoque alejado de los premios, castigos, ofensas y sermones, así como información especial dedicada a niños con autismo y problemas sensoriales, este manual es una guía para educar con ingenio, paciencia y cariño, y un apoyo para criar chicos más cooperativos y mejor conectados con sus padres, maestros, hermanos y compañeros de clase.
IdiomaEspañol
EditorialOcéano
Fecha de lanzamiento30 mar 2018
ISBN9786075275123
Cómo hacer que tus hijos te escuchen: Guía de supervivencia para padres con hijos de 2 a 7 años
Autor

Joanna Faber

Joanna Faber is the author, along with Julie King, of the book, How To Talk When Kids Won’t Listen, as well as the bestselling book How To Talk So Little Kids Will Listen, which has been translated into 22 languages worldwide.  Joanna and Julie created the companion app, HOW TO TALK: Parenting Tips in Your Pocket, as well as the app Parenting Hero. Joanna also wrote a new afterword for the thirtieth anniversary edition of the classic book, How to Talk So Kids Will Listen & Listen So Kids WIl Talk, coauthored by her mother, Adele Faber. Joanna contributed heavily to her mother’s book, How to Talk So Kids Can Learn, at Home and in School, with her frontline experience in the classroom as a bilingual special education teacher in West Harlem. Joanna lectures and conducts workshops across the US and internationally for parents, educators, and other professionals who work with children. She and her husband raised three sons in the Hudson Valley region of New York, along with dogs, cats, and an assortment of chickens. Visit her at How-to-Talk.com. 

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    Cómo hacer que tus hijos te escuchen - Joanna Faber

    Una persona es una persona, ¡no importa cuán pequeña sea!

    —Horton el elefante (Dr. Seuss)

    "La forma en que hablamos con nuestros hijos

    se convierte en su voz interior."

    —Peggy O’Mara

    Prólogo

    El primer indicio que tuve de la creación de este libro ocurrió un día en el que llevé al jardín de niños a las autoras.

    Subí al automóvil a mi hija Joanna, di vuelta en la esquina para recoger a Julie y dos cuadras más adelante a Robbie. Pronto, los tres niños que iban en el asiento trasero con sus cinturones de seguridad conversaban animadamente entre sí. El humor cambió de súbito y un acalorado debate hizo erupción:

    Robbie: ¡Él no debió llorar! Ni siquiera se lastimó.

    Julie: Tal vez lastimaron sus sentimientos.

    Robbie: ¿Y eso qué? Los sentimientos no importan. ¡Tiene que haber una razón!

    Joanna: ¡Claro que los sentimientos importan! Son tan importantes como las razones.

    Robbie: ¡No es cierto! Tiene que haber una buena razón.

    Maravillada de escuchar a esas tres personitas, no me fue difícil identificar de dónde procedía cada una. La mamá de Robbie era una mujer seria y sensata. La de Julie, era maestra de piano, y le gustaba platicar conmigo sobre los descubrimientos que yo hacía en mis talleres para padres con el renombrado psicólogo infantil Haim Ginott. Siempre había muchas cosas que ambas podíamos pensar y comprobar con nuestros hijos.

    Algunas de nuestras conversaciones influyeron en el libro que Elaine Mazlish y yo decidimos escribir juntas. Cada una había experimentado profundos cambios en su vida y presenciado múltiples transformaciones en otras personas que sería un error no compartir nuestro viaje con tantos padres y madres como fuera posible. Lo mejor de todo fue que teníamos el apoyo del doctor Ginott, quien leyó nuestros primeros borradores y nos brindó su respaldo editorial.

    Un rápido avance 25 años después: nuestro libro Padres liberados, hijos liberados finalmente se publicó. Recibió el Christopher Award por reafirmar los más altos valores del espíritu humano. Pronto le seguirían siete libros más. Cómo hablar para que sus hijos le escuchen y escuchar para que sus hijos le hablen y Hermanos, no rivales fueron éxitos de ventas y aparecieron en más de treinta idiomas.

    Las niñas a las que yo llevé entonces al kínder crecieron, se casaron y tienen ahora tres hijos cada una. Ambas han vivido en el extranjero y han explorado diferentes áreas de estudio. Aún sonrío cuando recuerdo que Julie me contó algo que ocurrió durante su primera experiencia como pasante de leyes en un organismo de asistencia jurídica. Ella presentó un argumento para un juicio que parecía basarse en un simple malentendido.

    —¿Podríamos reunir a las partes y establecer un diálogo? Estoy segura de que si cada una escuchara el punto de vista de la otra, llegarían a un acuerdo.

    Al jefe le impacientó su ingenuidad.

    —¡Nosotros no hacemos eso! Es imposible dialogar con la parte contraria.

    Según Julie, en ese momento se dio cuenta de que quizá se hallaba en la profesión equivocada.

    También sonrío cuando recuerdo una apresurada llamada telefónica de Joanna, luego de un frustrante día con niños con necesidades especiales.

    —¡No dejan de pelear! Es un caos. ¡No puedo terminar una sola lección! ¿Qué hago?

    No supe qué decirle:

    —Bueno, ¿sabes lo que suelo hacer cuando me atoro...?

    —¿Resolución de problemas? ¡Magnífica idea! Gracias, adiós —dijo y colgó.

    Joanna se puso en acción a la mañana siguiente, y a Elaine y a mí nos emocionó incorporar los asombrosos resultados de su nueva estrategia en Cómo hablar para que sus hijos estudien en casa y en el colegio.

    En fin, cada una de ellas tuvo que responder en su momento a la urgente necesidad de crear talleres para padres en su respectiva región, Joanna en la Costa Este de Estados Unidos, Julie en la Oeste. Después de años de ayudar a muchos padres de niños pequeños que ofrecían una amplia variedad de retos, decidieron unir fuerzas y crear un libro propio: Cómo hacer que tus hijos te escuchen. Guía de supervivencia para los primeros siete años.

    Elaine y yo esperamos que los descubrimientos que encontrarás en estas páginas te ilustren y deleiten.

    ¡Feliz lectura!

    Adele Faber

    Cómo empezó todo

    Julie King

    Mi hijo, de dos años de edad, se había vuelto a hacer pipí en el tapete que estaba bajo su cuna. ¿Qué podía hacer? Mis títulos en administración pública y derecho no me servirían de nada. Era increíble lo rápido que una persona (demasiado joven para conducir un automóvil... o para amarrarse sus propios zapatos) podía ponerme de rodillas.

    No planeé una carrera como educadora de padres. Supuse que ser mamá sería una labor paralela a mi carrera profesional. Pero cuando me dijeron que mi primer hijo tenía graves deficiencias de desarrollo, y que mi segundo hijo también, me di cuenta de que criar a mis hijos no iba a ser una actividad paralela para mí. Entonces, me vi en medio de interminables citas con especialistas y fisioterapeutas, y cuidando a niños con deficiencias neuronales.

    Para mi fortuna, la mamá de mi mejor amiga de la infancia, Joanna Faber, había tomado un taller para padres con el gran psicólogo infantil Haim Ginott. Además su mamá, Adele Faber, y mi mamá eran también buenas amigas, y probaron en nosotras sus novedosas estrategias de crianza. Jamás imaginé que esos métodos serían mi salvación muchos años más tarde, cuando enfrenté el reto de educar a mis tres hijos.

    Cuando la jefa del comité de educación para padres del kínder de mi hijo buscaba a alguien que organizara una actividad para los papás, yo me ofrecí a dar un taller basado en Cómo hablar para que sus hijos le escuchen, el libro de Adele Faber y Elaine Mazlish. Mi primer taller, de ocho semanas de duración, tuvo tanto éxito que todos los participantes insistieron en que lo prolongara ocho semanas más, y luego otras ocho... ¡hasta completar cuatro años y medio! La voz corrió, otras personas me pidieron impartir talleres, y eso acabó por convertirse en una carrera que nunca imaginé.

    Entretanto, mi amistad con Joanna continuó. En muchos sentidos, ella y yo somos muy diferentes. A ella le gustan la naturaleza y los perros (hallarás abundantes referencias a perros a lo largo de nuestro libro), mientras que a mí me gusta sentarme al piano y tocar música clásica (por eso no suelo entender las referencias de Joanna a la música pop). Pero siempre he sentido que puedo hablar de todo con ella, que me escuchará y comprenderá. Y aunque ahora vivimos en regiones opuestas del país, hemos pasado el último año escribiendo juntas, y el resultado es este libro.

    Espero que esta información te cambie la vida tanto como a mí, y que rías tanto como nosotras al escribirla. Te presentaré a mis tres hijos en el capítulo cinco, donde podrás leer más sobre la experiencia de criar y educar a niños no neurotípicos.

    Joanna Faber

    Debo admitir que fui educada por una madre que escribió libros de gran éxito para padres. Mis dos hermanos y yo crecimos en una familia en la que mi mamá y mi papá usaban un lenguaje respetuoso para las ideas y emociones de sus hijos. Aun nuestros peores conflictos se remediaban con la resolución de problemas, no con castigos.

    Entonces, ser madre tendría que haber sido algo muy sencillo para mí. ¡No tengo pretextos!, aunque tampoco creí necesitarlos. Además de haber sido educada por unos padres casi ideales, tenía una copiosa experiencia propia. Había leído y estudiado mucho sobre el desarrollo y la psicología infantiles. Poseía un título en educación especial, y diez años de experiencia como maestra de niños tanto angloparlantes como bilingües en West Harlem, bajo el sistema educativo de Nueva York. Mi talento para criar a mis propios hijos podría ser innato.

    Recuerdo que un día llevé a mi primer bebé al supermercado, y que le hablaba y cantaba dulcemente sobre las manzanas y plátanos en los exhibidores. Otra clienta se acercó entonces para darme un amable consejo:

    —Disfrútalo ahora, antes de que aprenda a hablar.

    ¡Qué horrible mujer! Yo estaba impaciente de que mi pequeño me expresara con palabras sus asombrosas ideas.

    Varios años después, ahí me tienes, otra vez en el súper. Pero ahora llevaba a tres hijos que, casualmente, ese día se estaban portando muy bien. Los dos menores iban arriba del carrito y el mayor me ayudaba a tomar los productos de las estanterías. Un señor de apariencia benévola se detuvo, miró a esos chicos adorables y dijo:

    —¡Qué niños tan buenos! Apuesto a que su madre no les grita nunca.

    Fue un momento fantástico. Pero mi hijo mayor lo miró con ojos muy abiertos y replicó:

    —¡No! Nos grita todo el tiempo... ¡y sin razón!

    ¿Qué pasó aquí? ¿Dónde habían quedado aquellas criaturas casi perfectas? ¿Dónde estaba esa mamá ideal que nunca gritaba sin razón, y menos todo el tiempo?

    Como madre, descubrí que el rigor de cuidar a tus hijos las veinticuatro horas del día te dificulta pensar con claridad. Aunque creí que tendría un talento natural para ello, cuando todo se reduce a lidiar con esas constantes necesidades y emociones (día tras día, noche tras noche), nada es fácil ni perfecto. A veces, la simple supervivencia es la mejor meta.

    Como nueva mamá, en verdad no creía tener mucha sabiduría que compartir sobre cómo educar a los hijos. Ni siquiera me sentía particularmente competente. De hecho, parecía que lo mejor que podía hacer era negar mi origen. Intentaba pasar desapercibida y no mencionaba a las demás mamás de mi círculo social que mi madre era una autora reconocida. Cuando mis hijos lloraban, gimoteaban o se golpeaban entre sí, yo prefería enfrentar la situación sin preguntarme si alguien me veía y pensaba: Umm, ¿su madre escribió un libro para padres?.

    Resulta que por lo menos una persona me veía y me comprendía. Un día en un grupo de juegos, mi amiga Cathy me dijo:

    —Tengo un libro que te va a gustar, es justo de tu estilo. Me recuerda la forma en que hablas con tus hijos. Se titula Cómo hablar para que sus hijos le escuchen y escuchar para que sus hijos le hablen. Supe que era inútil seguir fingiendo demencia. Admití que mi madre había escrito ese libro, lo cual le encantó a Cathy, quien dijo a todas las demás madres:

    —¡Hey, chicas! ¡La mamá de Joanna escribió este fabuloso libro, y ella nunca nos lo había dicho!

    Fue así como me sacaron del clóset y revelaron mi identidad secreta.

    Poco después, Cathy me dijo que debía organizar una serie de conferencias para su comunidad religiosa y me preguntó si podía hacer una presentación sobre mi experiencia como hija de Adele Faber. A medida que la fecha se acercaba, comencé a desear que ocurriera algún desastre en aquella iglesia. Nada que hiriera alguien, sólo una pequeña inundación, tal vez un oportuno apagón. ¿Qué iba a decirles a esas personas? Me sentía penosamente inadecuada para ser una madre modelo. ¡Ni siquiera quería pensar en eso!

    Pero la gente de ese sitio esperaba que yo dijera algo. El pronóstico del tiempo parecía bueno, no había huracanes ni tormentas de nieve en el horizonte. Yo me sentía cada vez más desesperada. Por fin concluí que sí tenía algo que ofrecer; Cathy lo había señalado al comentarme sobre mi estilo. Yo no era una madre perfecta, tenía muchos conflictos con mis hijos, pero también poseía habilidades que me permitían superarlos, y las usaba todos los días.

    Di mi plática en esa iglesia. Después, a los parroquianos les entusiasmó mucho la idea de formar un grupo para padres. Me vi entonces impartiendo talleres, dando más conferencias y, al final, viajando por todo el país para hacer presentaciones ante grupos de padres, maestros, trabajadores sociales y prestadores de servicios de salud.

    El libro que hoy tienes en tus manos es resultado de muchas peticiones, realizadas por padres de familia, de ejemplos y estrategias para usar con sus hijos pequeños: los terribles dos años, los escalofriantes tres, los feroces cuatro, los imprudentes cinco, los egocéntricos seis y los ocasionalmente civilizados siete años. Esta obra representa mi reinmersión en el pozo de conocimientos en el que crecí, y en otras ideas sobre cómo salir avantes como padres en el siglo XXI. Una parte de este proceso consistió en reencontrarme con mi amiga de la infancia Julie King, quien me animó a orientar a otros, aun cuando yo sentía que apenas estaba encontrando mi camino. Este volumen contiene las muy prácticas ideas de Julie y mías, así como las de todos los padres y maestros que confiaron en nosotras y nos comunicaron sus experiencias.

    Te presentaremos este trabajo en dos partes. La primera parte contiene los elementos básicos que debes tener en tu caja de herramientas para cuando a uno de tus hijos se le bote la canica. La segunda parte aborda los retos específicos que, según hemos comprobado nosotras, son los más comunes durante la primera infancia (comer, vestirse, salir a la calle, no pelear, ¡irse a dormir!) y la manera en que los padres de nuestros talleres usaron las herramientas de formas creativas e inusuales. ¡Esperamos que este libro te brinde un vasto pozo de ideas en el que puedas sumergirte y recibir un agradable y fresco chapuzón cuando te sientas agobiado!

    Nota de las autoras

    Tuvimos que cuestionarnos qué voz emplear como narradoras. Pronto quedó claro que no funcionaría escribir Yo, Joanna y Yo, Julie. Intentamos crear entonces un personaje ficticio con hijos ficticios, pero no parecían auténticos; queríamos usar historias reales de nuestras respectivas familias, así como las de muchos padres y profesionales con los que hemos trabajado. Como verás, aunque trabajamos juntas en todo el libro, decidimos escribirlo a voces separadas. Identificaremos cada una de ellas en los encabezados de cada capítulo.

    Todas las historias relatadas en este libro sucedieron realmente. Los nombres y otros detalles reveladores fueron cambiados pero, en todos los casos, personas reales (hijos, padres y maestros) dijeron e hicieron lo que aquí se relata.

    CAPÍTULO UNO

    Herramientas para manejar las emociones. ¿Por qué tanto escándalo con los sentimientos?

    Cuando los niños no se sienten bien, no se portan bien

    Joanna

    La mayoría de los participantes de mis talleres para padres se han mostrado siempre muy impacientes con este primer tema: ayudar a sus hijos a lidiar con sentimientos difíciles. Les gustaría pasar directamente a la segunda sesión: cómo lograr que sus hijos hagan lo que ellos les dicen. No es que no nos importe cómo se sienten nuestros hijos, sino que, por lo general, ésta no es la prioridad para un padre agotado. Admitámoslo: si los niños hicieran lo que se les dice, ¡las cosas marcharían tan amablemente que todos nos sentiríamos de maravilla!

    El problema es que no hay ningún atajo para llegar a un niño dispuesto a cooperar. Puedes hacer la prueba, pero lo más probable es que termines hundido hasta las rodillas en un pantano de conflictos.

    Piensa en las ocasiones en las que te dio gusto saber que no te estaban filmando para un reality de televisión. Las veces en las que le gritaste tan fuerte a uno de tus hijos que hasta te dolió la garganta; cuando por centésima ocasión le dijiste que no empujara a su hermanita estando cerca de la estufa o que no le jalara las orejas al viejo perro ("¡Te va a morder y te lo merecerás!") y él permaneció totalmente indiferente a tus palabras. Tal vez ese día estabas cansado, estresado, preocupado o molesto por algo. Si ese mismo incidente hubiera ocurrido más temprano, habrías mostrado cortesía ante la presión. Quizás habrías consolado a tu hijita o al pobre perro, con un beso rápido o una caricia, y reorientado a tu joven salvaje con una sonrisa comprensiva.

    Pero ¿a qué viene todo esto? A que los adultos no podemos portarnos bien cuando no nos sentimos bien. Y tampoco los niños. Si no reconocemos primero sus sentimientos, es poco probable que logremos su cooperación. La única opción que nos quedará será el uso de la fuerza. Pero como quisiéramos reservar la fuerza bruta para emergencias —como jalar a los niños para que no los atropelle un coche en la calle—, no nos queda más que afrontar este asunto de los sentimientos. ¡Así que a la carga!

    La mayoría de nosotros podemos aceptar los sentimientos positivos de nuestros hijos. Eso es muy fácil.

    —¡Caramba! ¿Jimmy es tu mejor amigo en el mundo?

    —¿Te encantan las crepas que preparó papá?

    —¿Te emociona tener un nuevo hermanito? ¡Qué lindo! Me da mucho gusto saberlo.

    Pero cuando nuestros hijos expresan un sentimiento negativo nos vemos en dificultades:

    —¿Qué? ¿Odias a Jimmy? ¡Pero si es tu mejor amigo! ¿Quisieras darle un golpe en la nariz? ¡No te atrevas a hacerlo!

    —¿Cómo puedes estar harto de las crepas? Son tus favoritas.

    —¿Quieres que se vaya el bebé? ¡Eso es horrible! ¡Jamás vuelvas a mencionar algo así en mi presencia!

    No nos gusta aceptar los sentimientos negativos porque son eso: negativos. No queremos reforzarlos sino corregirlos, reducirlos o, de preferencia, eliminarlos por completo. Nuestra intuición nos dice que hagamos a un lado esos sentimientos lo más rápida y tajantemente posible. Pero éste es uno de esos casos en los que nuestra intuición nos lleva por mal camino.

    Mi madre me dice siempre: Si no estás segura de qué es lo correcto, pruébalo en ti. Hagámoslo, consideremos nuestra reacción a esta situación:

    Imagina que despiertas sintiéndote fatal. Te duele la cabeza, tienes irritada la garganta y quizá sientes ganas de vomitar. Haces una escala para tomar café antes de llegar al jardín de niños donde trabajas y ahí te encuentras con una compañera. Le dices:

    —No quiero trabajar ni tener que enfrentar a esos niños escandalosos y peleoneros. ¡Lo único que deseo es volver a casa, tomar un medicamento para el resfriado y pasar todo el día en cama!

    Cómo sería tu reacción si tu amiga:

    Desaprobara tus sentimientos y te reprochara tu mala actitud:

    —¡Deja de quejarte! Los niños no son tan malos, no deberías hablar así de ellos. Sabes que la pasarás bien en cuanto estés ahí. ¡Vamos, sonríe!

    Te diera un consejo:

    —Cálmate. Sabes que necesitas el trabajo. Lo que deberías hacer es no beber ese café, mejor deberías tomar un relajante té de hierbas y meditar en tu coche antes de llegar a la escuela.

    Te diera un gentil sermón filosófico:

    —Ningún trabajo es perfecto. Así es la vida, no tiene caso que te lamentes. Es contraproducente fijarse sólo en lo negativo.

    Te comparara con otra maestra:

    —Mira a Liz, siempre llega contenta al trabajo. ¿Y sabes por qué? Porque se prepara a la perfección. Siempre tiene excelentes planes de clases preparados con varias semanas de anticipación.

    Te cuestionara:

    —¿Dormiste bien? ¿A qué hora te acostaste anoche? ¿Tomaste alguna medicina para el resfriado? ¿Vitamina C? ¿Usas las toallitas que dan en la escuela para evitar que los niños nos contagien?

    Éstas son algunas de las reacciones que mencionan en nuestros grupos cuando presentamos este tipo de escenario:

    —¡Jamás volveré a hablar contigo!

    —¡No eres mi amiga!

    —¡No tienes la menor idea de lo que dices!

    —¡Te odio, vete al infierno!

    —Bla, bla, bla...

    —¡Cállate!

    —¡Nunca te hablaré otra vez de mis problemas, me limitaré a temas como el clima!

    —Me siento culpable por hacer tanto alboroto por esto.

    —¿Por qué no puedo manejar a los chicos?

    —Me siento mal

    —¡No soporto a Liz!

    —Siento como si me estuvieran interrogando...

    —Me siento juzgada, debes creer que soy una tonta.

    —¡Vete al diablo!

    Esta última reacción expresa perfectamente la hostilidad que a veces experimentamos cuando alguien reprueba nuestros sentimientos negativos. Pronto pasamos del descontento a la furia cuando se nos habla de esa manera, y lo mismo les sucede a nuestros hijos.

    ¿Qué sería útil oír en una situación como ésa? Supongo que parte de tu desdicha desaparecería si, simplemente, alguien aceptara tus sentimientos.

    —¡Uf!, es horrible tener que ir a trabajar estando enferma, sobre todo si trabajas con niños. Lo que necesitaríamos en este momento sería una nevada o un pequeño huracán para que cerraran la escuela unos días.

    Cuando sus sentimientos son aceptados, las personas se sienten aliviadas:

    —Ella me comprende. Ya me siento mejor. Tal vez las cosas no estén tan mal después de todo. Quizá pueda resolverlas.

    ¿Les hablamos así a nuestros hijos, corrigiéndolos, regañándolos, interrogándolos y sermoneándolos cuando expresan un sentimiento negativo? Cuando hago esta pregunta a un grupo de padres, no les cuesta ningún trabajo dar ejemplos. He aquí algunos de los más comunes:

    Negación de sentimientos:

    —No es cierto que odies la escuela. Te divertirás una vez que estés ahí. Sabes que te gusta jugar con las piezas de madera.

    ¿Alguna vez un niño ha dado la siguiente respuesta a un comentario como ése?

    —¡Tienes razón! ¡Acabas de recordarme que adoro la escuela!

    Filosofía:

    —¡La vida no es justa, amiguito!, así que deja de decir que él recibió más que tú o que las cosas de ella son mejores que las tuyas.

    ¿Qué tan probable es que tu hijo conteste lo siguiente?

    —¡Oye, genial! Estaba muy molesto, pero ahora que me explicaste que la vida no es justa, me siento mucho mejor. ¡Gracias, papá!

    Cuestionamientos:

    —¿Por qué aventaste arena si yo te acababa de decir que no lo hicieras?

    ¿Qué niño diría esto?

    —Umm, ¿que por qué lo hice? Supongo que no hay una buena razón. ¡Gracias por señalármelo! No volverá a suceder.

    Comparaciones:

    —¡Mira a Olivia! ¡Ella sí espera tranquilamente su turno!

    ¿Acaso algún pequeño respondería así?

    —¡Trataré de parecerme más a ella!

    Es mucho más probable que sienta ganas de darle un golpe en la cabeza.

    Sermón:

    —¿Por qué siempre quieres un juguete tan pronto como tu hermano empieza a divertirse con él? Hace un minuto no te interesaba. Lo único que quieres es quitárselo, y eso no está nada bien. Además, es un juguete para bebés, y tú ya eres una niña grande. ¡Deberías ser más paciente con tu hermanito!

    ¿Existe alguien en el mundo que conteste de esta manera?

    —Sigue, madre querida, estoy aprendiendo mucho de tus palabras. Nada más déjame tomar notas en mi iPad, para poder repasarlas después.

    De acuerdo, de acuerdo... te oigo decir: pero empatizar con un adulto es fácil. ¡Los grandes somos civilizados! Los niños no, son mucho menos lógicos. Mis amigos no me hacen desvelarme, al menos no con tanta frecuencia. No tengo que llevarlos a la escuela, lavarles los dientes ni pedirles que dejen de golpear a sus hermanos.

    Pretender que tu hijo es un adulto tampoco va a librarte de eso.

    —Si un adulto se portara como mi hijo, no sería mi amigo mucho tiempo más.

    Está bien, comprendo. No podemos tratar a nuestros hijos como tratamos a otros adultos. Pero si queremos su cooperación voluntaria en vez de su hostilidad, tenemos que buscar la manera de aceptar sus sentimientos, bajo el mismo principio que cuando actuamos ante una persona adulta que está en un apuro.

    Asomémonos a nuestra caja de herramientas y veamos cómo emplear nuestro arsenal con los pequeños.

    Herramienta #1

    ¡Reconoce el sentimiento con palabras!

    La próxima vez que tu hijo diga algo negativo e incendiario, sigue estos pasos:

    1) ¡Aprieta los dientes y resiste el impulso de contradecirlo de inmediato!

    2) Piensa en la emoción que está sintiendo.

    3) Identifica esa emoción e inclúyela en una frase.

    Con un poco de suerte, verás que la intensidad de esos malos sentimientos se aminora drásticamente.

    Los buenos sentimientos no pueden salir a la luz si los malos no se han desahogado. Si intentas mantener estos últimos en donde se originaron, madurarán ahí y se harán más fuertes.

    Cuando un niño dice: Odio a Jimmy. Nunca volveré a jugar con él.

    En lugar de:

    —¡Claro que lo harás! ¡Jimmy es tu mejor amigo! Y en esta casa no usamos la palabra odio.

    Prueba:

    —¡Parece que de verdad estás muy enojado!, ¡Jimmy hizo algo que realmente te enfadó!

    ¿Por qué siempre tenemos que comer crepas? Las odio.

    En lugar de:

    —¡Las crepas te encantan! Son tu platillo favorito.

    Prueba:

    —Parece que estás harto de desayunar crepas. Tienes ganas de algo distinto.

    ¡Este rompecabezas está muy complicado!

    En lugar de:

    —No es cierto, está fácil, yo te ayudaré. ¡Mira, ésta es una pieza de una esquina!

    Prueba:

    —¡Uf, los rompecabezas pueden ser muy frustrantes! Todas esas piececitas podrían volver loco a cualquiera.

    De este modo le proporcionarás a tu hijo un valioso vocabulario de sentimientos al que pueda recurrir en un momento de necesidad. Cuando él pueda proclamar ¡estoy enojado! en vez de morder, patear y pegar, ¡sentirás la emoción del triunfo!

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