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La muerte de Pancho Villa y los tratados de Bucareli
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Libro electrónico251 páginas5 horas

La muerte de Pancho Villa y los tratados de Bucareli

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La intriga internacional detrás del asesinato de Pancho Villa.
Un relato sobre un episodio desconocido de la historia del petróleo mexicano.
En 1923 los gobiernos de México y Estados Unidos firmaron los llamados tratados de Bucareli, que permitían a los empresarios del país del norte conservar propiedades que, de acuerdo con la Constitución de 1917, debían ser expropiadas. Los tratados fueron responsables, entre otras cosas, de retrasar la verdadera expropiación petrolera por más de dos décadas.
En este texto provocador, a medio camino entre el ensayo de divulgación y la narrativa histórica, Arturo Arrioja Vizcaíno establece un vínculo que se ha desarrollado poco: entre la invasión de Columbus por Pancho Villa y la negociación secreta de los tratados de Bucareli. Documentado acuciosamente, pero estructurado como un inquietante thriller político, el libro es una exploración de la siempre complicada relación entre el poder, el dinero, el orgullo, la lealtad y la traición.
IdiomaEspañol
EditorialOcéano
Fecha de lanzamiento2 sept 2015
ISBN9786077357506
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    La muerte de Pancho Villa y los tratados de Bucareli - Adolfo Arrioja Vizcaíno


    Con toda probabilidad, el asesinato de Villa en 1923 fue en gran medida resultado del deseo que tenía el gobierno mexicano de obtener el reconocimiento de Estados Unidos.

    Friedrich Katz,

    Pancho Villa

    El niño Dios te escrituró un establo

    y los veneros de petróleo el diablo.

    Ramón López Velarde,

    Suave Patria

    Villa, formidable impulso ciego capaz de los extremos peores, aunque justiciero, y sólo iluminado por el tenue rayo de luz que se colaba en el alma a través de un resquicio moral casi imperceptible.

    Martín Luis Guzmán,

    El águila y la serpiente


    PRÓLOGO.

    UNA BRIGADA REPUBLICANA

    A Villa cada generación lo verá desde una perspectiva diferente.

    Friedrich Katz, Pancho Villa

    El narrador da por terminada su tarea, por lo menos en su mente e imaginación, ya que de escribir no se acaba jamás. Mira por la ventana de la habitación de su hotel, deslumbrado por el azul intenso de la Bahía de la Concha que le da esa forma mágica a la marina de San Sebastián, Donostia en euskera. Abre la ventana y se asoma al pequeño balcón. Las figuras de los bañistas en la playa y de los viandantes del Paseo Miracontxa se pierden en el contraste que ofrece la inmensidad del mar Cantábrico frente a los edificios afrancesados y ligeramente decadentes estilo fines del siglo XIX.

    En la punta izquierda de la bahía, entre la espuma de las olas que chocan incesantemente contra las montañas milenarias, cree advertir la silueta de piedra y hierro forjado del Peine del viento XV, al final de la playa de ondarreta, escultura monumental en la que conviven en armonía las formas del agua, del hierro y de las rocas, como aprendiera de su inolvidable amiga Mercedes. Obra del artista vasco Eduardo Chillida, ferviente admirador del emblemático lehendakari José Antonio Aguirre y Lecube, que presidiera de 1936 a 1939, la efímera República Independiente de Euskadi o País Vasco. Y el recuerdo de esa otra gran revolución social del siglo XX —una de cuyas más aguerridas brigadas republicanas se llamara Pancho Villa— tan inacabada y casi tan olvidada como la mexicana, le da ánimos para contar esta triste historia de intervención extranjera, olvido, traición y muerte...


    COLUMBUS

    9 de marzo de 1916

    Un certero disparo al reloj del edificio de la aduana de Columbus marcó el inicio de la invasión; las cuatro de la mañana con veinte minutos del día 9 de marzo de 1916. Las fuerzas invasoras, al mando de los lugartenientes villistas Pablo y Martín López, conocidos como los Hermanos de la muerte, dinamitaron la caja fuerte del edificio que lucía un enorme letrero azul y rojo sobre fondo blanco, con la leyenda US Customs. El botín fue exiguo —unos cuantos cientos de dólares—, como escasa venía siendo la recaudación aduanera, debido al estado de guerra que prevalecía al otro lado de la frontera.

    De la aduana se dirigieron a Camp Furlong, cuartel en el que dormían alrededor de trescientos soldados del 13° regimiento de caballería del ejército de Estados Unidos, al mando del coronel Herbert Jermain Slocum y del mayor Frank Tompkins. Los agentes que días antes Villa había infiltrado en Columbus le informaron que la resistencia sería casi nula, pues los soldados tenían meses de no practicar el estado de alerta.

    En lo esencial los informantes estaban en lo correcto. Nadie era capaz de imaginar que Pancho Villa se atreviera a invadir el territorio soberano de Estados Unidos de América. Por eso el coronel Slocum se había trasladado a la vecina población de Demming, para tratarse un agudo dolor de muelas y el mayor Tompkins había decidido pasar la noche en su casa en compañía de su esposa, en el centro de Columbus.

    Camp Furlong quedó a cargo del novel teniente John F. Lucas, quien tuvo la desafortunada idea de almacenar bajo llave todas las metralletas de la guarnición, porque había rumores de que agentes villistas andaban por Columbus ofreciendo seiscientos dólares por cada una.

    Las avanzadas de la División del Norte, con el sigilo aprendido en los vericuetos de la sierra de Chihuahua, tomaron por sorpresa a los centinelas, los cuales fueron apuñalados y degollados sin apenas moverlos de sus puestos. A la señal de todo libre, Camp Furlong fue ametrallado sin misericordia. Trece soldados murieron en sus camas. Sin embargo, la masacre total no pudo consumarse. Una luz que cruzó por las caballerizas confundió a los atacantes, los cuales cambiaron la dirección del fuego para acribillar a los caballos del regimiento, pensando que ahí se encontraban los soldados enemigos. En realidad, fue una coincidencia providencial.

    El doctor T. H. Dabney, médico del campamento, que vivía en una casa vecina, al escuchar los disparos supuso que algo grave había ocurrido y armado con su lámpara de noche atravesó velozmente las caballerizas para dirigirse a las barracas. Su rápida reacción salvó muchas vidas ya que la distracción dio tiempo a que los soldados rompieran las vitrinas en las que estaba encerrado el armamento, se posicionaran y respondieran al fuego enemigo.

    Al percatarse de que eran objeto de una resistencia que no esperaban, los dorados optaron por retirarse y dirigirse al distrito comercial cuyo saqueo les había sido prometido. En unos cuantos minutos sembrarían una estela indeleble de destrucción y muerte.

    John J. Moore era el dueño de una grocery store, vendía provisiones a crédito a los jornaleros mexicanos que trabajaban en los sembradíos de la región. Tenía la mejor opinión de sus clientes, a los que consideraba dulces, callados, sumisos y cumplidores en sus pagos semanales. Por eso no le inquietaron los rumores que días atrás había escuchado en su tienda acerca de una posible invasión villista. Incluso su esposa, Susan, había ido a entrevistarse con su sobrino el coronel Moore para plantearle sus inquietudes. Al coronel las preocupaciones de su tía le divirtieron. Tras reírse un buen rato, la intentó tranquilizar:

    —Me hace usted reír, tía. ¿Cómo cree usted que un bandido como ése se atreva a atacar una ciudad estadunidense? Vaya, vaya, deseche esos temores y duerma tranquila.

    El tranquilo sueño de los esposos Moore fue interrumpido por el resplandor de los incendios que los villistas desataron por todo Columbus y por el paso incesante de soldados que gritaban: ¡Viva México! ¡Viva Villa! ¡Mueran los gringos!; así como por los gritos angustiados de las mujeres secuestradas que imploraban auxilio. A pesar del aterrador espectáculo, John Moore decidió no hacer nada, confiado en la bondad innata de los humildes mexicanos que conocía. Incluso desoyó la súplica que su esposa le formulara con la más elemental de las lógicas.

    —John, éstos son otros mexicanos —dijo ella, observando los acontecimientos desde la cocina de su casa. Pronto su hogar es invadido. John muere baleado y apuñalado en la puerta de su inmaculada cocina. A Susan le quitan su anillo de bodas, pues el propósito de los asaltantes es obtener dinero y joyas; ella aprovecha la confusión que genera la destrucción indiscriminada de muebles en busca de objetos valiosos y escapa por el patio trasero.

    Al tratar de escalar la cerca de su casa es herida en una pierna. Aun así, arrastrándose, alcanza a ocultarse en un bosque de mezquites cercano. Desde ahí contempla, impotente, la destrucción sistemática y el posterior incendio de la casa que su esposo construyera gracias a los abonos semanales de los jornaleros mexicanos. Después, debido a la pérdida de sangre se desvanece.

    Susan Moore corre con suerte; al día siguiente es rescatada por una patrulla estadunidense que la traslada, semiinconsciente, al hospital más cercano. Ha perdido todo: esposo, tienda y casa, pero ha salvado la vida. Se ignora si volvió a dirigirle la palabra a su sobrino, el desidioso coronel Moore.

    El Commerce Hotel era propiedad de Samuel Ravel, un pájaro de cuenta que vivía por y para la acumulación de dinero. Aunque el hostal le daba para pasarla bien, su idolatría por el becerro de oro lo llevó a internarse en los tortuosos senderos del dinero fácil. Empezó traficando con el ganado que las vastas planicies del vecino estado de Chihuahua ponía a disposición de cualquier cuatrero que tuviera agallas para juntarlo y arrearlo a través de la mal definida línea fronteriza. Pero al estallar la Revolución mexicana el contrabando de armas resultó mucho más redituable que el de cabezas de ganado, por lo que Ravel creyó encontrar en Pancho Villa un cliente siniestro, pero algo ingenuo en cuestiones de negocios y muy necesitado de armamento y provisiones.

    Al principio todo fue coser y cantar, pero al paso del tiempo, el Centauro del norte se tornó receloso y desconfiado. Ya había sufrido la traición de William S. Benton, otro sajón gambusino, traficante de armas y de ganado, entre otras cosas.

    La última entrevista de Ravel con el caudillo del norte había sido escalofriante; Villa lo trató en forma soez y su eterno acompañante, Rodolfo Fierro, el carnicero de la Revolución, le dirigió una mirada homicida sin despegar la mano de las cachas de su pistola. Por fortuna para Ravel la entrevista tuvo lugar en Ciudad Juárez, muy cerca de la línea divisoria con El Paso, Texas.

    Cuando el aterrorizado Ravel se sintió a salvo en territorio estadunidense decidió cortar sus tratos con Pancho Villa. Sin embargo, el becerro de oro tuvo la última palabra. Se quedó con los treinta mil dólares que los agentes villistas le habían proporcionado para la compra de armamento, mismo que vendió, sin el menor escrúpulo, al bando constitucionalista de Venustiano Carranza. Después de todo, una utilidad de esa magnitud no se la daría el Commerce Hotel ni en diez años de trabajo.

    Ahora, semiparalizado por el miedo, contemplaba por la claraboya que había mandado colocar en su habitación —para vigilar y descubrir los pequeños hurtos de sus empleados y a los clientes que pretendían irse sin pagar— la violencia desatada en la planta baja, iluminada por el resplandor de los incendios cercanos y acompañada de los gritos desaforados de los villistas que le parecieron seres venidos del infierno.

    Unos de sus clientes más asiduos, el ingeniero de minas a cargo de los generosos yacimientos de Cusihuiriachic, Chihuahua, y gerente de la Cusi Mining Company, H. H. Walter y su esposa Linda, de rodillas y con gruesas lágrimas escurriéndoles por las mejillas, imploraban a los invasores que tomaran lo que quisieran, pero que respetaran sus vidas. Un jefe villista peló sus dientes amarillentos, como de mazorca madura, al tiempo que sentenció:

    —Par de gringos collones —sin más, les disparó varias veces hasta que las cabezas del matrimonio se hundieron en un charco común de sangre oscura, mezclada con pedazos de cráneo y masa encefálica.

    Otros dos clientes, los señores Hart y Miller, fueron baleados al tratar de escapar por una puerta lateral. Ravel no lo pensó dos veces. Con manos temblorosas abrió la ventana de su habitación e intentó pasar la pierna derecha por el vano para llegar a la escalera de emergencia. Antes que pudiera conseguirlo una mano fuerte y peluda lo jaló por el cuello y lo regresó en vilo a la habitación.

    —Conque te me querías juir —le dijo una voz aguardentosa, colérica e irónica, todo al mismo tiempo. De regreso a lo que había sido su refugio por varios años, Samuel Ravel enfrentó el rostro congestionado del lugarteniente Pablo López, quien le puso el frío cañón de su arma en la sien izquierda. Ravel, en el paroxismo de la desesperación, gritó como enajenado.

    —¡Ahí haber dólares para ustedes! —señaló una de las paredes. A una leve indicación de López, dos dorados tantearon la pared. Al advertir que era falsa, la derribaron a golpes de culata y encontraron una caja fuerte que lucía la marca Wells Fargo grabada en la puerta de acero blindado. Con una eficaz economía de movimientos los dorados volaron la puerta empleando sólo dos cargas de dinamita. El tesoro de Ravel, fruto de incontables especulaciones y trafiques, se rindió ante el ímpetu de los invasores. Varios fajos que sumaban algunos miles de dólares fueron depositados en una bolsa de lona que un villista se echó a la espalda.

    Pablo López abofeteó a Ravel derribándolo sobre la ancha y mullida cama. El hotelero, cuatrero y contrabandista prorrumpió en una letanía incoherente en la que se mezclaron reiteradas peticiones de clemencia junto con expresiones de azoro por el hecho de que los sucios bandidos villistas se hubieran atrevido a violar el territorio soberano de Estados Unidos de América. López interrumpió aquella retahíla de una manera sencilla pero brutal: le disparó a Ravel en su propia cama.

    El ataque al Commerce Hotel también provocó dos víctimas colaterales más: el soldado Arthur Watson —de licencia en ese momento— y su hijo de tan sólo seis meses de edad. El fuego que se extendió desde la tienda vecina, Lemmon and Payne, los calcinó a ambos.

    El propietario de esa tienda incendiada también tuvo un destino trágico. El señor Ritchie fue asesinado en la banqueta frente a la cortina metálica de su establecimiento. El dueño de un establecimiento vecino, Steven Butchfeld —generoso comerciante local al que los mexicanos que acudían a Columbus con regularidad apodaban cariñosamente tío Esteban—, que había acudido a averiguar lo que estaba pasando logró huir mediante el infalible recurso de arrojarles una bolsa llena de dólares a los villistas. Esta distracción permitió que la familia del infortunado Ritchie (Mitro, la esposa, y sus hijas de veinte, quince y ocho años de edad), huyera auxiliada por un fiel sirviente de origen mexicano que, con el sigilo propio de su raza, las deslizó fuera de la ciudad para evitar que fueran secuestradas y violadas por los villistas ebrios de poder y de victoria. Sin embargo, eso no impidió que la tienda fuera irremediablemente saqueada y quemada.

    Una historia aparte es la del fiel administrador de correos de Columbus, L. L. Burkhead, la cual quedó registrada en los anales del Departamento de Estado en Washington:

    Vivía yo en la parte norte del pueblo, en la calle Boundavy. Desperté con el ruido que producían los cristales de puertas y ventanas rotos por el efecto de las balas de la fusilería villista. En seguida levanté a mi esposa y a otra señora que estaba de visita en nuestra casa. A través de las ventanas se podía apreciar el resplandor que producía un enorme incendio. Luego escuché el toque del clarín del campamento del décimo tercer regimiento de caballería y en seguida el tableteo de una ametralladora. Con grandes trabajos abrí la puerta del portal trasero y siguiendo un canal que hay como a doscientas yardas de la casa nos fuimos hasta la vía del ferrocarril, y alcanzamos un tren que se alejaba lentamente. El conductor de nombre Pundy, nos ayudó a subir al cabús y al enterarse de lo que le informábamos conectó su aparato telegráfico a los hilos del telégrafo y se comunicó con Fort Bliss, Texas, informando de lo que estaba pasando en Columbus.

    El señor Archibald R. Frost era el dueño de la principal mueblería de la ciudad, lo que le permitía vivir en una casa contigua a su comercio. Una bala hizo añicos la más grande de las ventanas de la casa, esto lo puso en alerta. En un principio se refugió en el sótano con su esposa y su pequeño hijo, pensando que ahí estarían a salvo mientras pasaba el ataque. Sin embargo, al advertir que todo a su alrededor ardía, decidió huir en su automóvil. Al cruzar el pasillo que iba del interior de la casa al garaje fue alcanzado por una bala en el brazo izquierdo. Aun así, logró acomodar a su mujer y a su hijo en el asiento trasero, y valiéndose sólo de su brazo derecho, condujo con rapidez por algunas calles alejadas en busca de la salida de la ciudad. Cuando estaba a punto de tomar la carretera que conducía al vecino poblado de Demming, fue atacado por una partida de villistas que ametrallaron el automóvil volviéndolo a herir, ahora en el hombro derecho. A pesar de sus lesiones, Frost alcanzó a llegar a Demming, donde fue hospitalizado. Logró recuperarse y tuvo, además, el consuelo de saber que su esposa y su hijo salieron ilesos gracias a su oportuna y casi heroica acción, pero las pérdidas materiales resultaron enormes: la mueblería y su casa fueron pasto de las llamas y su reluciente automóvil nuevo color negro mostraba abundantes impactos de bala en la carrocería, el motor, la suspensión y hasta en las llantas. En la aséptica cama del limpio y eficiente hospital, Frost se congratulaba y se lamentaba a la vez.

    La invasión villista a Columbus no puede sostenerse por más de tres horas. El error de haber atacado las caballerizas en vez de las barracas de Camp Furlong cobra su cuota de revancha inmediata. Los soldados del 13° regimiento, repuestos de la sorpresa y armados con las metralletas que el obsesivo teniente Lucas puso bajo llave, no sólo repelen el ataque a su campamento, sino que se organizan para ganar la calle y perseguir a los invasores. Además, arremeten seguros de que pronto recibirán refuerzos del cercano Fort Bliss, cuya guarnición ha sido reforzada desde los inicios de la Revolución mexicana.

    Como a las siete de la mañana de ese ahora mítico 9 de marzo de 1916, los coroneles Pablo y Martín López tocan retirada. Entre su botín llevan algunos miles de dólares, una colección de joyas —casi bisutería— y diez gringas histéricas que claman misericordia. Han dejado atrás su acostumbrada estela de destrucción y muerte que ha reducido a cenizas el distrito comercial de Columbus, pero saben bien que lo que hicieron es nada comparado con la destrucción y el pavor que causaron en Chihuahua, Ciudad Juárez, Torreón, Zacatecas y demás ciudades y haciendas mexicanas que fueron sometidas.

    Al llegar a la hacienda Las Palomas, del lado mexicano, su caudillo, Pancho Villa, los recibe con su usual media sonrisa, pero con el ceño fruncido velándole el rostro de bronce. Con un ademán ordena la liberación de las gringas, las cuales regresaron a Columbus manoseadas, semivestidas y rasguñadas por uñas impúdicas y mezquites indómitos, pero, en términos generales, intactas. Sin decir palabra, el caudillo encabeza la larga y silenciosa marcha de aproximadamente doscientos kilómetros hacia la población de Casas Grandes, Chihuahua, donde espera encontrar protección y bastimentos.

    Villa cabalga preocupado. Su entendimiento elemental, así como la escasa sofisticación que le han brindado las implicaciones internacionales de sus luchas revolucionarias, le hace deducir que le acaba de propinar un buen pisotón al oso del

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