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El mundo liberado
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Libro electrónico281 páginas3 horas

El mundo liberado

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Escrita en 1913 y publicada en 1914, El mundo liberado es la obra en la que H.G. Wells anticipa la invención y el uso de la bomba atómica, las guerras mundiales y la inevitable formación de superestructuras mundiales. La historia parte del descubrimiento de una potente fuente de energía que se acaba empleando libremente como un arma de destrucción masiva, llevando la civilización humana al borde del colapso absoluto. La única solución ante el desastre es la instauración de un Nuevo Orden Mundial que mantenga la paz mundial. En el umbral de la primera gran confrontación bélica, Wells lanza una advertencia para la humanidad, resaltando que el mero desarrollo de los medios científicos, exento de una evolución a nivel de conciencia social, podría conducir a una autoaniquilación.

IdiomaEspañol
EditorialBadPress
Fecha de lanzamiento6 jun 2020
ISBN9781071551226
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    El mundo liberado - H G Wells

    El mundo liberado

    H.G. WELLS

    Somos los seres que crean y perecen,

    Añorando una misión secreta,

    Errantes en un mar abierto.

    Dedicado al libro de Frederick Soddy, La interpretación del radio

    Esta historia se inspira ampliamente del capítulo undécimo de dicha obra, en reconocimiento a sus méritos

    Índice

    PREFACIO

    PREFACIO

    EL MUNDO LIBERADO fue escrito en 1913, se publicó a principios de 1914 y es el tercer libro de una trilogía fantástica sobre lo posible, historias enfocadas en el surgimiento de alguna potencia o de un grupo de potencias en el futuro. El mundo liberado fue escrito en la sombra inmediata de la Primera Guerra Mundial. Todas las personas inteligentes del mundo sentían que el desastre era inminente y no concebían ninguna forma de evitarlo, pero pocos comprendían en la primera mitad de 1914 lo cerca que estábamos del desplome. A los lectores les sorprenderá descubrir que en esta historia la crisis se aplaza hasta el año 1956. Naturalmente, les interesará saber la razón de lo que ahora se aprecia como un retraso significativo. Como agorero, el autor debe confesar que tiene inclinación por ser un profeta relativamente lento. Por ejemplo, en la vida real, el avión de guerra se adelantó unos veinte años a la previsión articulada en Anticipaciones. Supongo que la tendencia a desplazar en el tiempo los grandes eventos de la humanidad se debe más al deseo de no alterar la percepción del lector incrédulo en cuanto al uso y a la costumbre y con la menos meritoria predisposición a poner límites, no obstante, considero que en el caso de El mundo liberado el retraso de la Primera Guerra Mundial se debe también a un intento de proporcionarle al químico el tiempo suficiente para avanzar con su descubrimiento de la energía atómica. El año 1956 —en este caso 2056— no es demasiado tarde para alcanzar la culminación revolucionaria del potencial humano. Y exceptuando la procrastinación de más de cuarenta años, hubo un relativo acierto en cuanto a la fase inicial de la guerra, la previsión de una alianza entre los Imperios Centrales, la primera campaña a través de Holanda y el envío de la Fuerza Expedicionaria Británica. Fueron actos que ya se podían acreditar antes de que hubiesen transcurrido seis meses desde la publicación del libro. Y la sección introductoria del Capítulo Segundo constituye ahora, después de lo que sucedió en la realidad, un diagnóstico relativamente adecuado de los aspectos esenciales de la cuestión. Un acierto fortuito (en el Capítulo Segundo, Sección 2), por el que el autor se puede felicitar a sí mismo, es haber previsto que en la modernidad ningún general habría podido alcanzar la supremacía y concentrar el entusiasmo de los ejércitos de cualquiera de los bandos. No podía haber ningún Alejandro o Napoleón. Y al poco tiempo escuchamos el murmullo del cuerpo de científicos, Estos pobres tontos, tal como se había previsto aquí.

    Estos, sin embargo, son meros detalles, y las previsiones erróneas sobrepasan en número a los aciertos. La que sigue presentando interés es su tesis central, según la cual el desarrollo del conocimiento científico hace imposible la existencia de estados e imperios soberanos separados y, en dichas circunstancias, cualquier intento de perpetuar el antiguo sistema desencadenará una serie de desastres para la humanidad que podrían llevar a nuestra extinción. El interés por el libro se sostiene actualmente por la validez de esta tesis y el análisis de la posible erradicación de la guerra a nivel mundial. He contado con una epidemia de cordura entre los gobernantes de los estados y los líderes de la humanidad. He representado el sentido común nativo de las mentes francesas e inglesas —el mismo Rey Egbert se supone que es el inglés de Dios— guiando la humanidad en un audaz y firme empeño por rescatar y reconstruir. Mas la realidad optó por un camino distinto, tal como nos indican las notas de los libros de historia; basta con leer los periódicos de hoy en día. En vez de una reunión honorable entre líderes, juntando el inglés con el alemán y el francés con el ruso, como hermanos de crimen y desastre, en las colinas de Brissago, he aquí como en el otro extremo de Suiza, en Ginebra, formaron  una pequeña Liga de las Naciones (Aliadas) (sin contar con los Estados Unidos, Rusia y la mayoría de los pueblos del mundo), y, ante la ignorancia del resto del mundo, se reunieron en secreto para tomar decisiones ineficaces con respecto a los principales problemas del debacle. O bien el desastre no ha sido lo suficientemente grande todavía o bien no ha sido lo suficientemente rápido para infringir el choque moral necesario y para provocar la indignación moral necesaria. Del mismo modo que en 1913 el mundo estaba acostumbrado a una creciente prosperidad y pensaba que dicho florecimiento continuaría indefinidamente, la sociedad actual parece que se está habituando también a un desliz gradual hacia la desintegración social y considera que, incluso en este caso, el proceso puede continuar sin llegar a un obstáculo final. Tan rápido arraiga la costumbre que hasta la lección más urgente y atronadora parece insignificante.

    La posibilidad de que surja un Leblanc, la posibilidad de provocar un brote de cordura creativa en la humanidad para evitar el desliz gradual hacia la destrucción es una de las cuestiones más urgentes de la actualidad. Evidentemente, el autor, por su naturaleza, nutre la esperanza de que todo esto se pueda cumplir. Pero tiene que confesar que ve pocas señales que indiquen que una amplitud de conocimientos y una constancia en la voluntad constituyen un esfuerzo eficaz que pueda cambiar el rumbo de las exigencias humanas. La inercia de las ideas moribundas y de las antiguas instituciones nos llevan hacia los rápidos. Sólo hay una corriente que reconoce la idea de bienestar común por encima de cualquier aspecto nacional o patriótico y ésa es el movimiento de la clase obrera en todo el mundo. Y la internacionalización del trabajo está estrechamente relacionado con las concepciones de una profunda revolución social. La paz mundial a través de la internacionalización del trabajo se podrá alcanzar sólo a costa de la más completa reconstrucción social y económica y atravesando una fase revolucionaria que seguramente será violenta y quizás muy sangrienta, que puede que se prolongue en el tiempo y que sólo consiga la destrucción social. Aun así, lo cierto es que hasta ahora sólo dentro de la clase obrera se han planteado los conceptos de orden y paz mundial. El sueño de El mundo liberado, en el que unos líderes con alto nivel educativo y unánimemente aclamados se proponen reconfigurar el mundo, sigue siendo una quimera.

    H. G. WELLS. EASTON GLEBE, DUNMOW, 1921. 

    PRELUDIO

    LOS CAZADORES DEL SOL

    Sección I

    La historia de la humanidad es la historia de la conquista del poder externo. El hombre es el animal que usa herramientas y hace el fuego. Desde el comienzo de su trayectoria terrenal, vemos como complementa la fuerza natural y las armas corporales de las fieras con el calor de la llama y los toscos instrumentos de piedra. Así es como transcendió la condición de simio. A partir de ese punto se fue desarrollando. Al poco tiempo se apoderó del vigor del caballo y del buey, se apropió de la fuerza propulsora del agua y del viento, avivó su fuego soplando, y sus utensilios rudimentarios, con puntas inicialmente de cobre y más tarde de hierro, aumentaron y se diversificaron, se volvieron más elaborados y eficaces. Acogió el calor de la hoguera en el interior de las casas y simplificó sus andaduras a través de senderos y carreteras. Complicó sus relaciones sociales e incrementó su eficacia mediante la división del trabajo. Empezó a acumular sabiduría. Implementó artilugio tras artilugio, cada uno permitiéndole avanzar. Siempre superando sus límites, salvo algún ocasional retroceso, consiguió progresar... Hace un cuarto de millón de años, el hombre más desarrollado era un salvaje, un ser que apenas podía articular palabras, que se refugiaba en la concavidad de las rocas, armado con un instrumento toscamente labrado de pedernal o un palo encendido, desnudo, viviendo en pequeños grupos familiares, asesinado por algún hombre más joven en cuanto su virilidad disminuía. Cualquier intento de hallarlo dentro de la vasta naturaleza salvaje habría sido en gran medida inútil; sólo en algunos valles de los ríos de las zonas templadas y subtropicales había unos pocos asentamientos recogidos de exiguos rebaños, un hombre, algunas mujeres, algún hijo.

    No conocía ningún futuro en aquel entonces, ningún estilo de vida excepto la propia. Huía del oso de las cavernas pisando rocas llenas de mineral de hierro, del que en el futuro se forjaría espadas y lanzas; moría congelado encima de alguna veta de carbón; bebía agua turbia que contenía el barro que algún día usaría para hacer su taza de porcelana; masticaba espigas de trigo salvaje que había recogido y, con una leve chispa de inteligencia en la mirada, observaba como los pájaros se alzaban en vuelo más allá de su alcance. O, de repente, sentía el olor de otro varón y se levantaba rugiendo, siendo sus sonidos de ira la forma primordial que precede las amonestaciones morales. Porque él, el primer hombre, era un individualista, sólo aguantaba su propia presencia.

    Así que, a través de muchas generaciones, este torpe precursor, el antepasado de todos nosotros, luchó, se reprodujo y pereció, cambiando de forma casi imperceptible.

    Sin embargo, cambiaba. El mismo cincel agudo de la necesidad que afiló las garras del tigre era tras era y afinó al torpe Orchippus hasta concederle la gracia del caballo, sigue obrando en su desarrollo. Los más torpes y los que poseían una feracidad exenta de inteligencia eran los que más a menudo acababan muertos; los que poseían la mayor destreza, los ojos más rápidos, los cerebros más grandes y los cuerpos más equilibrados eran los que prevalecían; era tras era, las herramientas mejoraban, mientras el ser humano se adaptaba más a sus posibilidades. Se convirtió en un ser más social; sus rebaños aumentaron; ya no ahuyentaba ni mataba a sus hijos cuando crecían; un sistema de tabús hizo posible la cohabitación y ellos lo veneraban incluso más allá de su muerte, y eran sus aliados en contra de las fieras y del resto de los hombres. (Pero les estaba prohibido tocar a las mujeres de la tribu, tenían que salir y capturar mujeres por sí mismos, y cada uno de los hijos debía huir de su madrastra y esconderse de ella para no despertar la ira del líder del clan. Incluso a fecha de hoy, estos tabús antiguos e inevitables están propagados por el mundo entero). Las cuevas fueron sustituidas por las chozas y las cabañas, se hacía mejor el fuego y se usaban pieles para envolverse y prendas; y así pertrechados, los hombres se fueron diseminando hacia climas más fríos, llevando consigo y almacenando comida — hasta que ocasionalmente, en las pasturas abandonadas, las semillas volvían a brotar, ofreciendo el primer indicio para el desarrollo de la agricultura.

    Y ya existían las primeras manifestaciones del ocio y del pensamiento.

    El hombre empezó a reflexionar. Había momentos en los que había saciado su hambre, cuando sus deseos y sus miedos estaban apaciguados, cuando el sol brillaba sobre su asentamiento y un leve despertar creativo encendía sus ojos. Rasguñando algún hueso, su mente engendró imágenes y similitudes que cultivó hasta llegar al arte pictórico, modeló con sus dedos la arcilla blanda y tibia de la orilla del río y llegó a disfrutar de sus formas y repeticiones, la moldeó como vasija y descubrió que podía retener agua. Observó el río fluir y se preguntó de qué manantial generoso manaba el agua incesantemente; parpadeó contemplando el sol y soñó con algún día atraparlo y lancearlo mientras el astro bajara a su morada, oculta detrás de las colinas. Se precipitó a comunicarle a su hermano su hazaña —o lo que quizás otra persona había llevado a cabo— y mezcló ese sueño con otro igual de audaz en el que cazaba un mamut; de esta forma surgió la ficción —señalándole el camino a seguir para hacer de sus ensueños realidad— y la venerable procesión de cuentos proféticos.

    Durante veintenas y cientos de siglos las miríadas de generaciones de nuestros antepasados siguieron viviendo de esta forma. Desde el principio y hasta la madurez de esta etapa de la vida humana, desde la primera y ruda astilla de pedernal hasta los primeros instrumentos de piedra pulida, pasaron dos o tres mil siglos y se sucedieron diez o quince mil generaciones. Así de lento fue, según los estándares humanos, el proceso de distanciamiento de las fieras. Y esa primera chispa intelectual, esa primera historia de logros alcanzados, ese narrador con ojos brillantes cuyo rubor apenas se distinguía por debajo de su barba enmarañada, mientras gesticulaba ante un oyente boquiabierto e incrédulo al que le agarraba por la muñeca para mantener su atención, ése fue el comienzo más maravilloso que el mundo jamás había visto. Condenó al mamut a la extinción y marcó el principio de aquella caza que había de atrapar al sol.

    Sección 2

    Aquel sueño fue un mero momento en la vida del hombre, cuyo principal deber parecía ser conseguir comida, matar a sus semejantes y procrear, según la manera de todas las bestias. A su alrededor, protegidas por la más fina capa de misterio, estaban las fuentes intactas del Poder, cuya magnitud apenas conocemos incluso hoy en día, un Poder que podría cumplir cualquiera de sus sueños. La raza humana ya estaba encaminada hacia ello, a pesar de que el hombre muriese cegado por la ignorancia.

    Por fin, en los generosos y cálidos valles de los ríos, donde la comida abundaba y la vida era muy fácil, el hombre emergente superó sus codicias previas, y, dado que ya no le perseguían tantas necesidades, se volvió más tolerante y más amable y puso las bases de una comunidad más amplia. Dentro de dicha organización empezó la división del trabajo, algunos de los ancianos se especializaron en conocimientos y orientación, un hombre fuerte asumió el liderazgo paternal en la guerra, y el sacerdote y el rey empezaron a desempeñar sus papeles en la apertura del drama de la historia de la humanidad. El cuidado del sacerdote se centraba en la siembra, la cosecha y en la fertilidad, mientras que los reyes dictaban en la guerra y en la paz. Hace ya una veintena de años, en un centenar de valles ribereños de las zonas templadas de la tierra, existían ciudades y templos. Florecieron sin dejar testimonio, ignorando el pasado y sin sospechar del futuro, ya que en aquellos tiempos no conocían la escritura.

    Muy lentamente el hombre fue aumentando sus exigencias sobre la ilimitada riqueza del Poder que tenía al alcance de sus manos. Domó ciertos animales, convirtió su caótica agricultura primordial en un ritual, añadió un metal tras otro al resto de sus recursos, hasta que el cobre, el estaño, el hierro, el plomo, el oro y la plata suplieron la piedra; taló y esculpió la madera, se inició en el arte de la alfarería, y bogó río abajo hasta llegar al mar, descubrió la rueda e hizo los primeros caminos. Mas durante centenares de siglos su principal menester fue subyugarse a sí mismo y a los demás para constituir comunidades cada vez más amplias. La historia de la humanidad no es meramente la conquista del poder externo; antes que nada, es la conquista de los recelos y de la fiereza que reflejaban el egocentrismo y la intensidad de las bestias y que le impedían apropiarse de su legado. El simio que tenemos dentro se sigue resistiendo a la socialización. Desde los albores de la edad de piedra hasta alcanzar la paz mundial, los intereses del hombre giraron en torno a sí mismo y a sus semejantes, comerciando, negociando, estableciendo leyes, propiciando, esclavizando, conquistando, exterminando, usando cualquier incremento en su Poder en su elaborada y confusa lucha para socializar. Su último instinto y el más fuerte fue incluir y organizar a sus semejantes en una comunidad que compartiera un objetivo común. Ya antes de que la fase de la edad de la piedra pulida terminara, se había convertido en un animal político. Realizó asombrosos descubrimientos con respecto a su propia persona, primero la habilidad de contar y después la de escribir y archivar sus conocimientos, y así logró que sus comunidades expandiesen su dominio; en el valle del Nilo y del Éufrates y de los grandes ríos de China, se formaron los primeros imperios y se escribieron las primeras leyes. Los hombres se especializaban como soldados y caballeros para luchar y para reinar. Más tarde, cuando las naves se consideraron aptas para navegar, el Mediterráneo, que antes era un obstáculo, se convirtió en una carretera, y de la enrevesada red de gobiernos pirata surgió la gran guerra entre Cartagena y Roma. La historia de Europa es la historia de la victoria y de la disolución del Imperio Romano. Todos los monarcas de Europa, desde el primero hasta el último, imitaron a César, haciéndose llamar káiser o zar, emperador o Kasir-i-Hind. Comparado con la duración de la vida humana, el período comprendido entre la primera dinastía egipcia y la invención del aeroplano parece una eternidad, pero si se aplica una escala que abarca el pasado hasta el primer uso de la piedra pulida, todo esto parece una historia acaecida ayer.

    Durante un período de más de doscientos siglos, en los que predominaron las guerras entre estados y las mentes de los hombres se centraron en políticas y agresiones mutuas, su progreso en la adquisición del Poder externo fue lento — rápido en comparación con el avance en la edad de piedra, pero lento visto desde la era de los descubrimientos sistemáticos en la que vivimos. En el lapso de tiempo trascurrido entre la época de los primeros egipcios y la infancia de Cristóbal Colón, apenas modificaron las armas y las tácticas de combate, los métodos de agricultura o de navegación, sus conocimientos sobre el mundo habitable, o los recursos y herramientas domésticas. Evidentemente, hubo inventos y cambios, pero también hubo retrocesos; los descubrimientos caían otra vez en el olvido; fue un progreso en grandes líneas, pero sin etapas sucesivas; al principio de aquel período, la vida de los campesinos era la misma, había sacerdotes y abogados y artífices, señores terratenientes y gobernadores, doctores, mujeres sabias, soldados y marineros tanto en Egipto como en China y en Asiria y en Europa del Sudeste, y todos tenían casi la misma forma de vida que los habitantes europeos del año 1500 D.C. Si los investigadores ingleses del año 1900 D.C. exploraran las ruinas de Babilonia y Egipto, hallarían documentos legales, registros domésticos, y correspondencia familiar que podrían leer con una perfecta simpatía por sus autores. Hubo grandes cambios religiosos y morales a lo largo de ese período, imperios y repúblicas se fueron sucediendo, Italia intentó implementar un amplio experimento con la esclavitud, y, sin duda, dicha tentativa se repitió una y otra vez, registrando fallo tras fallo, y había de ser puesta en práctica una vez más en el Nuevo Mundo, donde también fracasó; el cristianismo y el mahometismo arrasaron mil cultos más especializadas, pero esta transformación marcaba, en esencia, la adaptación gradual de la humanidad a las

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