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Un clamor por la justicia: Venza la indiferencia, rechace la amargura, y confíe en Jesús que peleará por usted
Un clamor por la justicia: Venza la indiferencia, rechace la amargura, y confíe en Jesús que peleará por usted
Un clamor por la justicia: Venza la indiferencia, rechace la amargura, y confíe en Jesús que peleará por usted
Libro electrónico210 páginas3 horas

Un clamor por la justicia: Venza la indiferencia, rechace la amargura, y confíe en Jesús que peleará por usted

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El trayecto de Shelley Hundley de atea resentida a amante incondicional de Dios fue único. Sin embargo lo que aprendió en este trayecto es pertinente a todo creyente que alguna vez fue herido y se preguntó en silencio quién pelearía por él, y quién corregiría los errores. En su libro, la autora habla de este clamor universal compartiendo cómo encontró sanidad para el dolor, la culpa y la vergüenza del abuso que sufrió de niña y cómo llegó a conocer a Jesús de una nueva manera--como un juez justo que pelea por su pueblo y lleva sobre sí mismo la carga de nuestra injusticia y dolor.



 Usando su propia historia como telón de fondo, nos muestra por qué todos necesitamos un juez, cómo Jesús satisface nuestra necesidad, y de qué manera podemos cooperar con Él para ver que se haga justicia a nuestro favor por los males cometidos contra nosotros. Deja en claro, también, que como juez justo, Jesús debe realizar juicios en la Iglesia y las naciones además de los individuos, y que si esperamos evitar esos juicios, primero debemos volver nuestros corazones a Dios de tal manera que estemos comprometidos incondicionalmente con Él, y luego volvamos los corazones de los demás en la misma dirección.



 




IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento13 dic 2011
ISBN9781616385538
Un clamor por la justicia: Venza la indiferencia, rechace la amargura, y confíe en Jesús que peleará por usted

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    Un clamor por la justicia - Shelley Hundley

    Juez!

    Capítulo 1

    POR QUÉ ME VOLVÍ ATEA

    CUANDO INGRESÉ A la universidad a los diecisiete años, era una atea declarada, y rápidamente me hice notar en el campus como una de las personas más hostiles y desafiantes al mensaje de Jesús. Esto no era poca cosa puesto que asistía a una universidad cristiana donde el evangelio se predicaba con frecuencia, que incluía la asistencia obligatoria a servicios de capilla.

    No siempre fui así. Hija de misioneros estadounidenses, nací en Medellín, Colombia, y crecí en el campus de un seminario que entrenaba líderes para servir en la que era una de las naciones más violentas del mundo.

    Los asesinatos y secuestros eran cosa común y corriente, y era bastante inusual para mi familia no oír explosiones de bombas o tiroteos en nuestra calle. Realmente, crecí pensando que esto era normal. Cada noche me dormía oyendo a los perros de ataque, que se soltaban a las 10 p.m. para evitar que ladrones o sicarios entraran al seminario y mataran o secuestraran a alguna de las muchas familias misioneras que vivían allí. Sabía de muchos creyentes que habían perdido la vida cuando entraron guerrilleros a los servicios y rociaron balas por todo el santuario. Ya desde pequeña supe lo que era sufrir por Jesús. Veía gente hacerlo casi todos los días.

    Aunque mi niñez fue cualquier cosa menos fácil, nunca me molestó vivir en Colombia. Creía que Medellín era un lugar hermoso. Tenía un perpetuo clima primaveral que hacía que el brillante paisaje estuviera siempre rebosando de vida. Desde mi perspectiva de niña, las montañas de la cordillera parecían envolverse alrededor de la segunda ciudad más grande de Colombia en un cálido abrazo, protegiendo los árboles frutales, las orquídeas silvestres y la vida silvestre sudamericana que crece en su lozano valle.

    Cuando era pequeña, solía deslizarme por las tardes al porche del frente solo para absorber la belleza de Medellín. Cuando la luz del sol huía y la noche tomaba su guardia, las luces de la ciudad titilaban en el cielo como un espectáculo de magia, trepando por las laderas de las montañas y extendiéndose luego en todas direcciones. La belleza y seguridad que sentía cuando miraba las montañas nunca concordaba con el terror, la violencia y la muerte que envolvían a la ciudad y llenaban de temor a sus habitantes.

    Un clima de miedo

    Todos parecían hacerse la misma pregunta persistente, pero no pronunciada: "¿Hasta cuándo continuará la violencia? ¿Cuánto tiempo pasará hasta que desaparezca la próxima persona? ¿Hasta cuándo la guerrilla derramará sangre inocente en las calles? Nadie lo decía en voz alta, pero nadie tenía que hacerlo. Se veía en los ojos de cada colombiano y de todo el que había vivido en la nación lo suficiente como para infectarse de esta contagiosa sensación de terror. La violencia era una constante en Colombia como el amanecer y el atardecer.

    Con el advenimiento de los años de la droga en la década de los ochenta, Colombia se sumió en el caos político y en un sufrimiento pasmoso. La implacable industria clandestina de la cocaína y las depravadas jerarquías de narcotraficantes apoyaban la guerrilla marxista. Estos rebeldes tomaron el Palacio de Justicia, que era el equivalente del Pentágono en los Estados Unidos, mientras los atemorizados colombianos veían desarrollarse en las pantallas de sus televisores este drama de la vida real.

    En la plenitud de sus años narco (narcóticos), Medellín fue gobernada por un narcotraficante llamado Pablo Escobar. Él generó un clima de inestabilidad e incertidumbre, e indescriptible derramamiento de sangre parecía acechar a la vuelta de cada esquina. En cualquier momento podía estallar una tienda o un restaurante, masacrando a todos los que estaban en las inmediaciones, solo porque Pablo quería hacer un ajuste de cuentas.

    El peligro había llegado a tal punto que un día, antes de la visita al dentista, mi madre me recordó que no diera información alguna sobre mi familia: qué hacíamos, dónde vivíamos, cuántos hermanos tenía. Me dijo: Recuerda, Shelley, cualquiera puede ser guerrillero, aun gente que parece agradable. Enfermeras y dentistas pueden ser asesinos o secuestradores. De niña, luchaba por entender lo que significaba todo esto. Imaginaba que la gente normal se sacaba su máscara y revelaba su verdadera identidad como guerrillera, fuera eso lo que fuese. Todo lo que sabía era que los guerrilleros no eran animales; eran hombres y mujeres, a veces incluso niños, que habían asesinado a personas que conocíamos, secuestrando a niños y adultos por igual.

    La otra constante en Colombia era la indecible pobreza. Desde niña, no lograba superar la desesperación y la privación que me rodeaban todos los días. Jugaba fútbol con niños del vecindario que solo tenían un par de pantalones cortos y hasta robaban carteras para asegurarse la comida y otras cosas indispensables. Esto era tan sabido que los niños del vecindario que venían al seminario eran cacheados al salir para asegurarse de que no habían robado nada. Esto siempre me pareció injusto, pero entiendo que era necesario. Una vez, nosotros, los hijos de los misioneros, armamos un plan para pagar a los adultos con la misma moneda. Robamos las billeteras de todos los profesores del seminario; luego, al final del día, cuando cacheaban a los niños del vecindario, les devolvimos las billeteras, con una sonrisa de oreja a oreja.

    Como se habrá dado cuenta, yo tenía una personalidad aventurera y a veces traviesa. Causaba algunos problemas aquí y allá por sacar a hurtadillas mucha comida para llevársela a mis amigos, o por negarme a usar los zapatos nuevos o la ropa nueva porque mis compañeros de juego no tenían nada. Pero también me divertía a pesar del peligro que me rodeaba. Me encantaba jugar fútbol con mis hermanos mayores y trataba de mantenerme al tanto de sus locas maniobras.

    Las colinas que atravesaban este paraíso eran maravillosas para deslizarse, y en los bosques de bambú podían conseguirse los mejores arcos y flechas para niños que uno pudiera desear. En especial me gustaba treparme a los árboles de mango. Llevaba mi navaja en la mano y una pequeña bolsa con limón y sal en el bolsillo para sumergir las frescas rodajas de mango. A decir verdad, muchas veces arruiné mi apetito por comer antes de la cena, y era una constante fuente de tensión entre mi mamá y yo.

    Medellín era como los tiempos que Charles Dickens describió en Historia de dos ciudades: llena de lo mejor y de lo peor. Era una contradicción constante: buena y mala, feliz y triste, belleza y dolor, paraíso y pobreza. Yo tenía el honor de estar rodeada de misioneros que habían dejado todo para servir al Señor y por creyentes colombianos radicales que estaban preparados para morir por Cristo. Muchos recibieron la oportunidad de hacerlo. Algunos cristianos colombianos fueron asesinados en las mismas iglesias donde adoraban por oponerse al llamado de la guerrilla marxista a una revolución violenta.

    Los estadounidenses también eran blanco de asesinatos y secuestros como represalia por los arrestos de narcotraficantes colombianos extraditados a los Estados Unidos para ser juzgados por sus delitos. Mis hermanos y yo teníamos el equivalente de días de vacaciones cuando la Embajada de los Estados Unidos llamaba para advertir a nuestros padres que había nuevas amenazas de muerte contra estadounidenses, por lo que no podíamos salir o estar cerca de las ventanas.

    Aunque la violencia nos perseguía, yo consideraba a Colombia mi hogar. Así que cuando mis padres decidieron mudarse a Indiana justo antes de que ingresara al octavo grado, sentí como si hubieran quitado el suelo de debajo de mis pies. Mi identidad estaba profundamente arraigada en mi experiencia transcultural en Medellín. Yo era una gringa paisa, estadounidense de sangre, pero colombiana de nacimiento.

    Mi familia había vivido en los Estados Unidos durante cortos periodos, y el pensamiento de dejar una nación y a gente que amaba para mudarme a un país cuyas reglas parecía no entender traspasó mi corazón de doce años. Les dije a mis padres que no me iría y amenacé con escaparme de la casa, pero después caí en la cuenta de la realidad. La perspectiva de huir en una ciudad donde seguramente sería secuestrada tampoco parecía una opción muy viable, y de mala gana acepté la mudanza.

    En Indiana, atravesé penosamente la escuela secundaria, lidiando con un importante choque cultural y luchando por hacer amigos, aunque mis dones musicales me ganaron algunas amistades. Al mirar atrás, creo que mi experiencia en la secundaria no fue muy distinta de la de cualquier otro niño estadounidense de mi edad.

    Solía visitar mi grupo juvenil de la iglesia y asistía a sus retiros. Ya a esta tierna edad anhelaba intimidad con Dios, pero nunca sentí un cambio en mi corazón. Siempre sentía que estaba fuera de la presencia de Dios, incapaz hasta de mirar hacia dentro. La verdadera intimidad con Jesús parecía estar fuera de mi alcance.

    Recuerdos sepultados

    En medio de todos los desafíos adolescentes normales, luchaba con sentimientos de odio hacia mí misma de los que no me podía deshacer. Muchas noches me sentaba acurrucada en mi habitación sollozando en la oscuridad porque no podía hacer que se fueran los sentimientos de vergüenza y odio hacia mí misma. El terror me abrumaba y las imágenes de abuso sexual inundaban mi mente.

    No sabía cómo procesar esos pensamientos. No quería creer que representaran experiencias reales, pero algo andaba muy mal en mi corazón. En Medellín vi a una niña acurrucada en el piso de una antigua casa de estilo español. Tenía el cabello largo y rizado que parecía mezcla de castaño claro, rubio y ámbar. Y sus tiernos ojos azules estaban llenos de demasiada tristeza para una niña de apenas ocho años. Apretando fuertemente las rodillas contra el pecho, hundió su rostro y lloró porque alguien más grande y fuerte que ella la había violado, y tenía la sensación de que no era la primera vez que esto había sucedido.

    La niña estaba allí sentada deseando no haber nacido y temiendo que el abuso volviera a suceder. Farfullaba frases confusas entre lágrimas y jadeos. ¿Por qué sigue sucediendo? ¿Cuándo se acabará? Jadeaba cada vez más hasta que sintió como si sus pulmones se llenaran de pesado hierro. Cada segundo la hacía sentir más y más anclada al frío piso de baldosas.

    Cuando las lágrimas al fin se detuvieron, la envolvió una sensación de adormecimiento y vacío. Sentía esto cada vez que sufría abuso. Este hombre no había sido el primero. Era la tercera persona que le había hecho esto, pero esta vez había sido la peor de todas.

    Sentada allí, débil y con frío, tembló al recordar cómo la había amenazado para que no hablara. Pero ella ya había pasado el punto de tratar de ver cómo decirle a alguien, para evitar que el horror volviera a suceder. Se sentía condenada a cumplir una sentencia de la que empezaba a creerse merecedora. Creía que seguramente de alguna forma el tormento era culpa suya.

    Se veía tan pequeña y sola allí en el suelo mientras recordaba las amenazas del hombre. Si le cuentas a la gente, todos sabrán lo perversa que en realidad eres y cómo te buscas esto. ¿Quieres que todos vean lo que realmente eres? Sus palabras parecían quemar en su cerebro y no podía apartarlas. Dios me debe odiar tanto, pero no sé por qué, se decía a sí misma. Creyó que explotaría porque el dolor era tan grande. No puedo hacerlo. ¡No puedo soportarlo otro día más!

    Otra ola de llanto y jadeo brotó del exhausto corazoncito de la niña. Recordó lo asqueada que se sentía cuando oía al hombre predicar en el servicio de la iglesia donde la congregación respondía con entusiasmo a su mensaje sobre santidad. Oírlo predicar la hacía sentir enferma, pero se preguntaba si eso era una prueba más de que estaba recibiendo lo que merecía. ¡Seguro que me voy al infierno!, masculló la pequeña. Debo ser despreciable y horrible y perversa.

    De alguna forma sabía que la niña había aceptado a Jesús en la escuela dominical, pero al parecer no podía encontrar a su Salvador en medio de la confusión, la culpa y la desesperación. Yo debo ser todo lo que él dice que soy, se dijo a sí misma. Debo merecer todo esto. Golpeaba su cuerpo enojada pensando que si sus heridas eran aún más graves, quizás alguien se daría cuenta y detendría esta tortura.

    Una vez la vi escapar. Corrió tan rápido como pudo, solo para darse cuenta mientras huía de que, corriendo por las calles de Colombia, estaba en tanto o más peligro que en manos del abusador. Aterrorizada y desolada, trepó a un árbol hasta la rama más alta que pudo alcanzar, y sentándose allí, lloró.

    Sin importar adónde se volviera, no había más que tormento. Cuando finalmente logró calmarse un poco, pudo oír que algunos de sus amigos jugaban fuera de la casa. Pero no podía salir a jugar. En cambio, se sumergió en sus fantasías, imaginando el día en que alguien por fin detendría el dolor y el abuso.

    Aun cuando no quería creer que yo era esa niñita, en el fondo siempre estaban las imágenes de ella y del dolor que sentía. Y sin importar qué estuviera sucediendo en mi mente, no podía negar la depresión, la soledad y los sentimientos de indignidad que asolaban mi corazón incluso cuando todo en mi vida adolescente parecía estar bien.

    Las imágenes seguían viniendo y con ellas una inexplicable repulsión hacia un ministro al que nuestra familia conocía bien en el campo misionero. Su rostro parecía incrustado en todas las imágenes, pero yo seguía teniendo la esperanza de que las escenas de la niñita no fueran reales. Atormentada por estos pensamientos persistentes e invasivos, y aún más por el temor de que nunca podría escapar de ellos, me replegué todavía más tras un muro de vergüenza. Hice lo que pude por sepultarlo todo.

    Enfrentar el pasado

    Cargué en silencio durante años estos sentimientos de dolor y desesperanza. Entonces, un mes antes de dejar mi hogar para ir a la universidad, tuve una conversación con alguien que había estado en el campo misionero con mi familia. Ese encuentro cambió todo. Sin saber absolutamente nada del abuso que yo había sufrido, este amigo me contó que se había descubierto que un ministro que habíamos conocido en Colombia había abusado sexualmente de niños cuando vivíamos en Medellín. Mencionó los nombres de varios niños y algunos de ellos eran queridos amigos míos.

    Esta persona no tenía idea de lo que estaba sucediendo en mi corazón mientras me contaba esto. De pronto sentí como si estuviera fuera de mí misma escuchando lo que se decía. Sentí frío en todo mi cuerpo y no podía controlar los temblores que venían. Parecía que un mal tenebroso y tempestuoso había salido del piso y me había tomado de ambas piernas.

    La persona que hablaba conmigo pensó que debía estar horrorizada por lo que decía, pero yo apenas estaba sorprendida. Ahora sabía sin lugar a dudas que eran reales todas las imágenes que habían llenado mi mente y el dolor que me había mantenido despierta durante noches en las que lloraba de terror. Mantuve en mi rostro una expresión fría porque no estaba preparada para decir nada sobre mi propia experiencia. Escuché y absorbí toda la información que esta persona me ofrecía e hice la mayor cantidad de preguntas posible sin revelar mi propia historia.

    Cuando terminamos la conversación y me fui, comencé un aterrador viaje al pasado. En los momentos siguientes, sentí que el fuego del infierno me rodeaba. Me sentí cercada por todos lados y no me podía mover. No podía hablar. De pronto se había quitado la cortina que cubría la cosa que no podía nombrar, y ahora me veía obligada a enfrentar la realidad de esas horribles imágenes. Mis emociones estaban llenaban todo. Por un lado tuve una sensación de alivio cuando pensé: No soy la única. Realmente estuvo mal lo que él hizo. No fue mi culpa. Pero por otro lado, una ira férrea y silenciosa comenzó a levantarse dentro de mí.

    Sentí una ira que jamás había podido sentir por mí misma y comenzó a intensificarse a medida que pensaba en todos los otros que este hombre había abusado. Finalmente estaba comenzando a reconstruir lo que había experimentado, y estaba cien por ciento segura de que esta persona había abusado sexualmente de mí durante varios años mientras mi familia vivía en Colombia. El atroz dolor que había guardado bajo llave en lo profundo de mi interior, de pronto había sido liberado y ahora se movía por todo mi ser.

    En el silencioso viaje a casa me sentí llena de indignación contenida, pero feroz. Miraba el camino, pero todo lo que veía eran los sucesos de mi vida que se repetían con un nuevo, insidioso fuego infernal que iluminaba la oscura y sádica serie de acontecimientos. Este horror no era imaginario; era mi

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