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El Clochard
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Libro electrónico185 páginas15 horas

El Clochard

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En la mayoría de los países sudamericanos las mujeres tienen tres hijos a los dieciocho años y cada uno suele ser de un padre diferente. Solo cuentan con el apoyo de sus madres que, a su vez, tampoco tienen ningún marido que las apoye. Esta historia, basada en hechos reales, muestra una de esas familias empeñada en escapar de la isla de Cuba durante la dictadura de los Castro. Sin medios económicos de ningún tipo es, más que difícil, imposible, hasta que aparece un extranjero que, por amor, es capaz de derribar todas las fronteras.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento12 dic 2018
ISBN9788417570729
El Clochard
Autor

Jaime C. Dürsteler

Jaime C. Dürsteler, uno de los mejores directores creativos de España, trabajó para algunas las agencias de publicidad norteamericanas muy importantes. Premiado en los Festivales del Cine Publicitario de Cannes y San Sebastián, donde también fue Jurado, obtuvo en 1988 el trofeo LAUS de la Agrupación de Directores de Arte, Diseñadores Gráficos e Ilustradores. En 1997 convirtió en realidad el sueño de descubrir, junto a su mujer, los rincones más salvajes del Caribe. A su vuelta, en 2010, escribió su primer libro, El viento bendiga mis alas, explicando a los lectores esa excepcional experiencia.

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    El Clochard - Jaime C. Dürsteler

    Jaime C. Dürsteler

    El Clochard

    El Clochard

    Jaime C. Dürsteler

    Esta obra ha sido publicada por su autor a través del servicio de autopublicación de EDITORIAL PLANETA, S.A.U. para su distribución y puesta a disposición del público bajo la marca editorial Universo de Letras por lo que el autor asume toda la responsabilidad por los contenidos incluidos en la misma.

    No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea éste electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del autor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal).

    © Jaime C. Dürsteler, 2018

    Diseño de la cubierta: Equipo de diseño de Universo de Letras

    Imagen de cubierta: ©Shutterstock.com universodeletras.com

    Primera edición: 2018

    ISBN: 9788417569570

    ISBN eBook: 9788417570729

    El parque

    La madera del banco en el que se había sentado, estaba helada. El atardecer estaba pasando el relevo a la noche y la temperatura bajaba a tumba abierta. Las ramas de los arboles, formando una bóveda sobre su cabeza, impedían distinguir el resplandor de una luna incipiente. A sus pies las hojas caídas anunciaban la llegada del otoño.

    El parque, desierto, no era el mejor lugar para pasar la noche pero era el único que podía permitirse. El joven de ojos azules, que estaría mediando la treintena, colocó la mochila en uno de los extremos, a modo de almohada, y se tumbó sobre los duros listones. Sus huesos comenzaron a protestar de inmediato. Hizo varios intentos para acomodarlos, sin obtener éxito alguno. El tabardo negro que llevaba puesto era demasiado ligero para aislarlo del frío y tampoco hacía más blandos los tablones. Con resignación cubrió su cabeza, de cabellos rubios cortados al estilo militar, con un gorro de lana gris oscuro, esperando que al menos le salvara las neuronas.

    En estas condiciones y a pesar de su cansancio, sabía que el sueño iba a hacerse esperar. Cuando el clochard apareció, mucho después, lo encontró aún despierto. El hombre de buena estatura, delgado y de largas extremidades, como salido de un cuadro del Greco, no dio señal alguna de haber notado la presencia del otro. Con la desenvoltura de quien tiene por costumbre vivir a la intemperie se acercó, empujando el carro de supermercado que contenía sus pertenencias, al banco que quedaba enfrente y procedió a instalar su dormitorio. Sin prisas extrajo de entre un montón de objetos heterogéneos una esterilla oscura, enrollada cuidadosamente, como las que usan los excursionistas para dormir al raso en el campo, seguramente obtenida de algún contenedor de desechos destinado a los plásticos. La almohada vino enseguida a ocupar la cabecera del lecho en forma de un elefante gris de agradable tacto, un peluche al que le faltaba una de sus grandes orejas. Una manta de lana, con un largo pasado entre sus pliegues, completó el ajuar de la cama.

    Antes de acomodarse en ella el sin techo volvió a bucear entre sus trastos en busca de un ejemplar del diario con mayor tirada en Baviera, el Süddeustche Zeitung. Con mucha maña consiguió introducir bastantes de sus páginas debajo de la ropa para retener, de esa manera, el calor corporal de su pecho, espalda, brazos y piernas. Una vez cómodamente instalado saludó, educadamente, al individuo con el que parecía seguro que iba a compartir la noche.

    Nah, was läuft die Nacht bei ihnen?

    Ich glaube es wird bestimmt eine lange Nacht sein, mein Freund — respondió el rubio.

    —Tienes pinta de alemán pero lo hablas con un acento de mierda, españolito — observó el vagabundo.

    —¿De dónde coño eres tú?

    —Del barrio de Gracia, Barcelona ¿y tú?

    —De Madrid, barrio de La Latina.

    —Pues tienes suerte de haber encontrado en este parque al único pordiosero que puede salvar tu culo de la congelación — sentenció el catalán, ofreciéndole lo que le quedaba del periódico — métete esto donde te quepa.

    El otro, sin mediar palabra, cogió las hojas que le ofrecían y las embutió con torpeza en los lugares de su cuerpo que le parecieron más desprotegidos. En esta noche, la primera al raso de su vida, el frío se le había metido ya hasta el tuétano y no era cosa de desdeñar nada que pudiera hacerla más llevadera. El vagabundo se dio cuenta de que eso no sería suficiente y le alargó un trozo grande de cartón ondulado.

    —Dóblalo por la mitad y póntelo debajo de la espalda — ordenó — es lo único que puedo ofrecerte para hacer más mullido el banco.

    Al despertar, a la mañana siguiente, abrió los ojos a un cielo de acero gris aunque la temperatura estaba subiendo tímidamente. Hasta ahora no se había dado cuenta de que el cuerpo tuviera tantos huesos y que todos se quejaran a medida que se iba incorporando. A pesar de ello agradecía las horas que había descansado. El clochard no estaba presente aunque sus cosas seguían en el lugar donde había dormido.

    —¡Todavía no nos hemos presentado!

    —Joder, me has asustado ¿de donde sales, catalán?

    —Del cuarto de baño — respondió la voz a sus espaldas, abriéndose paso desde unos matojos — seguramente has olvidado también esto en tu equipaje — comentó, lanzándole un rollo de papel higiénico.

    —Me llamo Adrián — declaró el otro, agarrando al vuelo el donativo.

    —Yo soy Francisco, pero todo el mundo me llama Siscu. Paco, o Fran, me habrían gustado más pero al final acabé con ese diminutivo, que en castellano sonaría como Cisco, que explicaría muy bien lo ajetreada que ha sido mi vida hasta el momento, o sea un buen cisco. He tenido suerte de que la traducción al catalán maquille un poco mis desgracias, así que te agradecería que la usaras para dirigirte a mí.

    —No tengo ningún problema Siscu, pero cuéntame ¿cómo has llegado a parar a este lugar?

    —Es una historia muy larga y complicada, otro de esos malditos ciscos de los que hablábamos. Seguro que la tuya es más sencilla.

    —Yo he venido por trabajo.

    —¿No me digas que eres jardinero? — bromeó el homeless.

    —Soy fotógrafo y te aseguro que no he venido a fotografiar las flores.

    —Pues empieza por hacer de vientre. Durante el weekend esto está lleno de gente corriendo, niños jugando y parejas en celo. No querrás que te pillen en plena faena.

    Cuando el rubio regresó, después de aliviarse, Siscu ya le estaba esperando.

    —Me voy a un centro comercial que está aquí cerca. En los lavabos tienen también unas duchas con agua caliente y aprovecharé para darme una, bien larga. Mientras tanto cuida de que nadie toque mi carro. Luego yo me ocuparé de lo tuyo, si es que también quieres asearte.

    El patilargo individuo desapareció por el camino de tierra, flanqueado por dos filas de arboles viejos y frondosos, lo que aprovechó Adrián para hacer balance de la situación. Ya que le tocaba pasar unos días al raso acompañado por un pordiosero parecía que este, al menos, no era de los peores. Se comportaba de manera cuidadosa con su higiene y ni él ni los enseres que contenía su carrito de la compra olían mal como pudo comprobar metiendo su nariz, aquí y allá, por entre los trastos de cuya seguridad le habían confiado.

    El hombre tardó lo suyo en regresar. Lo vio venir alargando las zancadas por la vereda con la húmeda toalla colgada al hombro y un gastado neceser en la mano.

    —Venga, ya puedes irte. Yo cuidaré de tu mochila. No te preocupes que me importa un pito lo que lleves en ella y has de saber que yo, aunque esté en la ruina, soy honrado — le dijo, con una media sonrisa, envuelto en el aroma del jabón y del desodorante.

    —Bueno, pues créeme que te lo agradezco — respondió el del barrio de la Latina. ¿Son de pago las duchas?

    —Gratuitas, aquí no les gustan los vagabundos y mucho menos si son guarros.

    —Me estás ayudando mucho Siscu, en mis primeros momentos de mi vida al fresco ¿Sería muy atrevido rogarte que me prestases tus enseres de aseo? Hasta ahora la vida me ha llevado siempre de hoteles de tres estrellas para arriba donde, por lo general, te ofrecen todo lo necesario. Lamento tener que pedirle algo a alguien que seguramente es un pedigüeño, pero entenderás que las circunstancias me han traído aquí sin la preparación que tu posees.

    —Llévate mi estuche — ofreció el pordiosero, alargándole la bolsa — la vida en la calle no es fácil pero ya te irás acostumbrando.

    —Lo dudo mucho. De momento estoy deseando volver, lo más pronto posible, a la vida del rico.

    El primer día

    El cuarentón se llevó la mano a la cabeza y se abrió paso, con los dedos, por entre el largo cabello, todavía húmedo, que empezaba a grisear. En la barba, abundante, los pelos blancos hacía tiempo que habían ganado la batalla a la oscuridad.

    —¿A qué te dedicabas en Madrid? — preguntó Siscu, mientras ofrecía a Adrián una botellita de Jägermeíster, de esas que nunca faltan en las neveras de las habitaciones de los paradores germanos.

    —Nunca me gustó mucho estudiar — comenzó con su biografía Adrián — el día en que mi padre se cansó de coleccionar mis suspensos le convencí para que me apuntara en una escuela privada de fotografía. Algún tiempo después encontré trabajo de asistente en el Estudio de un fotógrafo alemán, dedicado a la publicidad. Estuve con él tres años hasta que me harté de pintar fondos, sujetar los trípodes, acarrear los generadores de las luces y limpiar los suelos cobrando, además, un sueldo de miseria.

    —Al menos aprendiste a hablar como los boches, ahorrándote las clases — apuntó el sin techo.

    —Error, tuve que pagarme una academia de idiomas porque mi jefe solo me hablaba en castellano — para mejorar mi español — decía el muy hijo de puta …¡joder que fuerte es este brebaje!

    —Licor de hierbas, 35 grados, muy dulce. Mientras no tengamos otra cosa que comer nos distraerá un poco el hambre ¡continúa! — apremió Siscu.

    —Me independicé como freelancer. Me cansé de hacer scouting. Colaboré en algún periódico y varias revistas del corazón, de esas que remueven la mierda. Acabé de corresponsal en Sudamérica, mucho riesgo y poco dinero. En fin, no quiero aburrirte con mis historias.

    —No te preocupes, de momento no se me ocurre nada mejor que hacer.

    —Decidí buscarme la vida en algún país más serio. Envié currículos a todos los Estudios de Fotografía que encontré en Alemania. Diez me han respondido, pero nueve me han rechazado. El lunes tengo una reunión con el único que está interesado. Si ese no me contrata estaré kaputt porque me he gastado hasta el último marco — acabó Adrián con el relato de sus desgracias.

    Ambos quedaron pensativos durante un buen rato dando sorbos a sus frasquitos de Jägermeíster mientras los novios buscaban lugares frondosos y los padres espacios abiertos para ver correr a su hijos sin la preocupación de que nadie los fuera a atropellar.

    —¿Sabes una cosa Adrián? — planteó Siscu — siempre me han resultados curiosas las coincidencias. Por ejemplo, dos jodidos españoles llegan a Alemania. Podrían irse el uno a Frankfurt y el otro a Múnich pero no, se van los dos a Stuttgart. Podrían alojarse uno en casa de un amigo y el otro en un hotel pero no, se van a dormir los dos a un parque. Además, en el mismo parque, como si no hubieran varios en Stuttgart. Y duermen en dos bancos, el uno al lado del otro, como si no hubiera más bancos en las inmediaciones. Los dos han aprendido el alemán en el trabajo…

    —¡Para, para! — le interrumpió el fotógrafo — tienes que añadir, también, que estamos los dos sin blanca, que hemos compartido el frío de esta noche y las páginas de un diario y que, hasta el lunes, nos esperan un par de días en los que creo que vamos a hacer un duro régimen alimenticio.

    —¡No te olvides del Jägermeíster! — puntualizó Siscu, ofreciendo otra botellita a Adrián.

    —¡Vale! — celebró el rubio, echando un trago — pero si en algún momento se te ha pasado por la cabeza que en esas coincidencias pueda haber algún objetivo oculto por mi parte, no te olvides de que yo ya estaba aquí cuando tú llegaste. A mí también se me ha ocurrido reflexionar un poco sobre ti. No eres un vagabundo cualquiera, vas limpio, se nota que tienes cultura, que eres un hombre acostumbrado a ganarte bien la vida. Y lo único que se me ocurre preguntar es ¿qué circunstancias te han traído a dormir en este banco?

    El clochard volvió a sumirse en el silencio. Adrián, pudo adivinar que su compañero de penurias libraba una difícil lucha en su interior valorando, seguramente, si debía o no contarle su historia

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