El Parque de los Robles
Por Gustavo Acosta
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Gustavo Acosta
Arquitecto nacido en San Miguel de Tucumán a principio de los años setenta. Actualmente radicado en Comodoro Rivadavia, Patagonia (Argentina).
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El Parque de los Robles - Gustavo Acosta
El Parque de los Robles
Gustavo Acosta
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© Gustavo Acosta, 2018
© Fotografía de autor:
Edgardo Soria
Diseño de la cubierta: Equipo de diseño de Universo de Letras
Imagen de cubierta: ©Shutterstock.com
www.universodeletras.com
Primera edición: 2018
ISBN: 9788417569624
ISBN eBook: 9788417570781
En el albor de sus vidas,
con mucho cariño para G y L.
T.G.
El milagro
de playa Grande
A las fuerzas que conspiran a nuestro favor.
Edilson Viana y Don Juan Segundo del Mar Llorente García, jamás se conocieron. Nacieron en países distintos, incluso en siglos distintos, pero habrían de quedar ligados para siempre, cuando el azar de sus existencias, se entrelazó a principios del novecientos, en un pueblo costero al este del Estado de Rio de Janeiro. Viana, diestro tripulante, llegó hasta allí atraído por la fiebre pesquera incipiente en el litoral marítimo, «no se hallaba» en los vapores factorías que depredaban las costas de Bahía a Ilhéus, y mezclaban en las bodegas mercancías y pasajeros; él era hombre de mar no engranaje. Decidió para llegar a destino, atravesar la selva inextricable, viajando por picadas y senderos de indios, subsistiendo como fiera de la providencia de la jungla, el cuerpo y la boca ardiendo, sin saber si era por la malaria que incubaban los ríos o por la infección en la mordida que le había provocado el barcino salvaje, con el que debió lidiar tres días antes de darle muerte. Al arribar, sumergido todavía en la espesura, sintió la frescura de la última hora de la tarde y la brisa del Atlántico como la bocanada del ahogado. Vio las luces de los pesqueros, las de las costas lejanas y jugó a que eran el reflejo de las estrellas y supo que nunca había visto una noche como aquella.
Sin pausa, pasó a formar parte de la tripulación del «Dolores» y a hacerse a la mar entre el ocaso y el alba, tirando las redes a veces detrás de la Isla del francés, a veces frente a la playa grande; desde donde le gustaba ver en los momentos de descanso, como escenario para marionetas, la aldea, el morro, el cielo azul marino y la luna; él era ahora también una luz, que allá en el mar parecía desde la costa el reflejo de una estrella. En las mañanas, caminaba alegremente por las arenas blancas asándose al sol, hacia el árbol solitario donde anidaba un ave joven, que él, ignorante de los pájaros confundió con un halcón