Claude Lefort: La inquietud de la política
Por Edgar Straehle y Laura Llevadot
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Este libro examina sus contribuciones más importantes, las cuales giran en torno a temas como el poder, el totalitarismo, los derechos humanos o la democracia. Recientemente, Lefort ha sido considerado por Oliver Marchart como uno de los principales representantes de lo que se ha llamado el pensamiento político posfundacional.
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Claude Lefort - Edgar Straehle
© Edgar Straehle, 2017
© De la presentación: Laura Llevadot, 2017
Traducido del catalán por Albert Berenguer
Diseño de cubierta: Genís Carreras
Montaje de cubierta: Juan Pablo Venditti
Primera edición: octubre de 2019, Barcelona
Derechos reservados para todas las ediciones en castellano
© Editorial Gedisa, S.A.
Avda. Tibidabo, 12, 3º
08022 Barcelona (España)
Tel. 93 253 09 04
gedisa@gedisa.com
http://www.gedisa.com
Preimpresión:
http://www.editorservice.net
eISBN: 978-84-17835-40-8
La traducción de esta obra ha contado con una ayuda
del Institut Ramon Llull
Queda prohibida la reproducción total o parcial por cualquier medio de impresión, en forma idéntica, extractada o modificada, en castellano o en cualquier otro idioma.
Índice
Presentación. Así la llaman, pero no lo es...
Laura Llevadot
Introducción
Lefort y su comprensión de la filosofía
La experiencia (política) de la lectura
La inquietud de la política
Una lectura de Maquiavelo
La cuestión de la democracia
Repensar el poder
La ilusión del poder en el totalitarismo
Pensar los derechos humanos en clave política
Breve biografía de Claude Lefort
Bibliografía
Presentación
Así la llaman, pero no lo es…
Laura Llevadot
Que algunas de las consignas que se alzaron aquel mayo de 2011 impugnaban las democracias representativas tal y como las conocemos aún hoy, la clase política lo sabía bien al sentirse, quizás por primera vez en mucho tiempo, cuestionada en su raíz. Aquello que la despolitización general, el jemenfoutisme, y el absentismo creciente no habían podido verbalizar, aunque se estuviera cociendo desde hacía tiempo, se hizo evidente de pronto con la inscripción insolente de aquellas voces que en las calles y plazas de ciudades aparentemente pacificadas entonaban un «no nos representan» o un «le llaman democracia, pero no lo es». El clamor de esta inscripción precaria, que quizás a estas horas ya habremos olvidado, dice más de lo que está en juego en el pensamiento político contemporáneo que de la antigua idea de la indignación como emoción política. Porque Espinoza ya hablaba de indignación en su Tratado teológico-político como motor legítimo del cambio social, pero lo que apareció entonces como novedad radical en el espacio público fue, más bien, el cuestionamiento de las normas del juego democrático. «No nos representan» decía, en primer lugar, que la representación parlamentaria no desempeña la función que se espera de ella, habla de un no sentirse representados en las decisiones que ahí se toman y que nos afectan, de que la política que pretende ser representativa siempre deja un resto lo suficientemente elocuente como para impulsar su manifestación. «Le llaman democracia, pero no lo es, no lo es», apuntaba, por otra parte, a la posibilidad de un más allá de esta democracia representativa, no tanto a su perfeccionamiento —la creación, por ejemplo, de un nuevo partido que represente este resto que no se siente representado— sino a la posibilidad misma de darle la vuelta al concepto de democracia, como si el viejo concepto heredado y ya remodelado enjaulara un deseo obstinado. Y son, justamente, estas dos cuestiones —crítica a la representación e intento de repensar el concepto de democracia—, las que enmarcan el pensamiento político contemporáneo que esta colección quisiera dar a conocer y hacer valer.
El texto de Edgar Straehle sobre Lefort que aquí se presenta abre propiamente lo que, siguiendo a Marchart, llamamos pensamiento político posfundacional. El prefijo «pos» señala, lo sabemos, el abandono de un modo de vida y de pensamiento frente a la emergencia de algo que aún no ha encontrado nombre. La posmodernidad, por ejemplo, se entendería así como aquella época en la que entraron en crisis los valores de la modernidad: verdad, progreso, historia, emancipación, meta-relato…, y la entrada en una época de relativización de estas nociones que hasta entonces orientaban y fundamentaban la acción. Sin embargo, quizás sería necesario cuestionarnos lo que creemos saber allí donde aparece este incómodo prefijo. El «pos» de este pensamiento posfundacional no dice que el fundamento haya desaparecido, que hayamos perdido aquello que fundamentaba la vida política, que ya no dispongamos de un concepto de naturaleza humana, de pueblo, de clase o de nación que legitime el orden existente. Al contrario, lo que dice este «pos» es, más bien, que el fundamento no ha existido nunca, que no era sino un fantasma. Cuando Hobbes hace depender la legitimidad del Estado de una comprensión de la naturaleza humana dominada por el deseo de supervivencia y el miedo, cuando sostiene que «el hombre es un lobo para el hombre», y que por este motivo es necesario un orden pactado que se reserve el monopolio de la violencia a la cual el individuo debe renunciar para sobrevivir en sociedad, o bien cuando, al contrario, se dice que el hombre es bueno por naturaleza, pero que se necesita el pacto para realizar este don natural, se pretende con este gesto fundamentar la organización política en un principio incuestionable. Este principio, sea el que sea, no sólo no resiste el análisis sino que además es necesario mostrar lo que oculta. De esto, precisamente, es de lo que se ocupa el pensamiento político posfundacional, ya que el gesto que fundamenta nunca ha sido neutral ni inocente.
La distinción que hace Lefort entre lo político y la política resulta, en este sentido, esclarecedora. La política, entendida como el orden de las instituciones que gestionan los asuntos públicos, no agota ni representa de ningún modo lo político, es decir, la dimensión social siempre conflictiva y heterogénea que subyace a la política oficial. Es justo, pues, que en su afán representador la política genere el fantasma de una unidad que no ha existido jamás (la nación, la soberanía, el pueblo…) o que sólo existe en la medida en que «se habla en nombre de» esta heterogeneidad constitutiva. Una política honesta, que reconociera la no representatividad de este fondo conflictivo y tenso, que supiera de su falta de fundamento sustancial en sus acciones, sería, pues, la única deseable. Por este motivo, Lefort insiste en poner en valor la democracia frente a todo totalitarismo, sea éste de derechas o de izquierdas. Frente a la respuesta displicente de Sartre a un joven Lefort que criticaba la forma misma de partido, que consideraba que el Partido Comunista traicionaba al movimiento obrero puesto que hablaba en su nombre, Lefort emprendió tenaz su camino que desembocó en una defensa de la democracia frente a su crítica marxista, para la cual la democracia era la forma de gobierno que satisface los intereses burgueses. Lejos de todo economicismo —perspectiva compartida por el comunismo y el capitalismo— se trataría de pensar lo político como fuente conflictual de todas las dimensiones de la vida y entender que sólo la democracia puede acoger su tensión. Ahora bien, si le llaman democracia y no lo es, es porque ésta ha sido reducida a su dimensión representativa, la que elimina la heterogeneidad, la división, la pluralidad de lo político; es porque la democracia representativa vive del fantasma de la unidad y el fundamento legítimo. El concepto posfundacional de democracia, que Edgar Straehle concibe y nos explica de forma tan precisa, designa aquella forma política, la única probablemente, en la que la legitimidad no está nunca resuelta. Lejos de definir una forma de gobierno entre otras, la democracia sería la expresión de lo político que reconoce su ausencia de fundamento, que pone el vacío en su centro, que sabe que su politicidad recae en la no representatividad de lo político que, en tanto que pluralidad, no se dejará reducir nunca a ninguna forma de gestión, pero que tiene, en todo caso, la responsabilidad de probarlo. Es en este sentido que el concepto lefortiano de democracia combate